Otro ejemplo importante de intervención ilegítima en la justa libertad del individuo, que no es una simple amenaza, sino una práctica antigua y triunfante, es la legislación sobre "el sábado". Sin duda, el abstenerse de ocupaciones ordinarias durante un día de la semana, en tanto que lo permitan las exigencias de la vida, es una costumbre altamente saludable, aunque no constituya deber religioso más que para los judíos. Y como esta costumbre no puede ser observada sin el consentimiento general de las clases obreras, y, por ende, como algunas personas podrían imponer a otras, trabajando, la misma necesidad, es quizá admisible y justo que la ley garantice a cada uno la observancia general de la costumbre, suspendiendo durante un día prefijado las principales operaciones de la industria. Pero esta justificación, fundada en el interés directo que tienen los demás en que cada uno observe esta práctica, no se aplica a las ocupaciones que una persona pueda escoger y en las que encuentre conveniente emplearse en sus ratos de ocio; no es aplicable, ni siquiera en grado pequeño, a las restricciones legales referentes a las diversiones. Es cierto que la diversión de unos es un día laborable para otros. Pero el placer, por no decir la recreación útil de un gran número de personas, vale bien el trabajo de algunos, siempre que la ocupación se elija libremente y pueda ser libremente abandonada. Los obreros tienen perfecta razón para pensar que, si todos trabajaran el domingo, habría que dar la labor de siete días por el salario de seis; pero desde el momento en que la gran masa de las ocupaciones quedan suspendidas, el pequeño número de hombres que debe continuar trabajando para proporcionar placer a los demás obtiene un aumento de salario proporcional, y nadie está obligado a continuar sus ocupaciones, en caso de que prefiera el descanso al beneficio. Si se quiere buscar otro remedio, éste podría ser el establecimiento de un día de asueto durante la semana para esta clase especial de personas. El único fundamento, pues, para justificar las restricciones puestas a las diversiones del domingo, consiste en decir que estas diversiones son represensibles desde el punto de vista religioso, motivo de legislación contra el cual nunca se protestará lo bastante.
Deorum injuriae Diis curae.
Habría que demostrar que la sociedad, o alguno de sus funcionarios, ha recibido de lo Alto la misión de vengar cualquier supuesta ofensa al Poder Supremo. La idea de que es deber del hombre procurar que sus semejantes sean religiosos, ha sido la causa de todas las persecuciones religiosas que ha sufrido la humanidad; y si se admite esa idea, las persecuciones religiosas quedarán justificadas plenamente. Aunque el sentimiento que se manifiesta en frecuentes tentativas para impedir que en domingo funcionen los ferrocarriles, estén abiertos los museos, etc., no tenga la crueldad de las antiguas persecuciones, el estado de espíritu que muestra es fundamentalmente el mismo. Constituye una determinación a no tolerar a los demás lo que su religión les permite, sólo porque la religión del perseguidor lo prohibe. Existe la creencia de que Dios, no solamente detesta los actos del infiel, sino que nos considerará sin culpa, si le dejamos tranquilo.
No puedo dejar de añadir a estos ejemplos de la poca consideración que se tiene generalmente por la libertad humana, el lenguaje de franca persecución que deja escapar la prensa de nuestro país, cada vez que se siente llamada a conceder alguna atención al notable fenómeno del mormonismo. Mucho podría decirse sobre el inesperado e instructivo hecho de que una supuesta y nueva revelación, y una religión fundada en ella, fruto de una impostura palpable y que no está sostenida ni siquiera por el
prestige
de ninguna cualidad extraordinaria de su fundador, sea creída por cientos de miles de personas y sirva de fundamento a una sociedad, en este siglo de los periódicos, de los ferrocarriles y del telégrafo eléctrico. Lo que nos interesa aquí, es que esta religión, como otras muchas y mejores que ella, tiene sus mártires; que su profeta y fundador fue llevado a la muerte en un motín, a causa de su doctrina, y que muchos de sus partidarios perdieron la vida del mismo modo; que fueron expulsados a la fuerza, en masa, del país donde habían nacido; y, ahora, cuando se les ha arrojado a un lugar solitario, en medio del desierto, muchos ingleses declaran abiertamente que sería bueno (si bien no sería cómodo), enviar una expedición contra los mormones y obligarles por fuerza a profesar las creencias de otro. La poligamia, adoptada por los mormones, es la causa principal de esa antipatía hacia sus doctrinas, que viola las restricciones propias de la tolerancia religiosa; la poligamia, aunque permitida a los mahometanos, a los hindúes, a los chinos, parece excitar una animosidad implacable cuando la practican gentes que hablan el inglés y que se tienen por cristianos. Nadie más que yo desaprueba de un modo tan absoluto esa institución de los mormones, y esto por muchas razones; entre otras, "porque lejos de estar apoyada por el principio de la libertad, constituye una infracción directa de ese principio, ya que no hace más que apretar las cadenas de una parte de la comunidad, y dispensar a la otra parte de la reciprocidad de obligaciones. Sin embargo, deberemos recordar que esta relación es tan voluntaria de parte de las mujeres, que parecen ser sus víctimas, como cualquier otra forma de la institución matrimonial; y por sorprendente que pueda parecer este hecho, tiene su explicación en las ideas y las costumbres generales del mundo; al enseñar a las mujeres que consideren el matrimonio como la única cosa necesaria en el mundo, se concibe, entonces, que muchas de ellas prefieren casarse con un hombre que tiene otras esposas, antes que permanecer solteras. No se pide que otros países reconozcan tales uniones, ni dejen que una parte de sus habitantes abandonen las leyes nacionales por la doctrina de los mormones. Pero cuando los disidentes han concedido a los sentimientos hostiles de los demás, mucho más de lo que se podría exigir en justicia, cuando han dejado los países que aceptaban sus doctrinas y se han establecido en un lejano rincón de la tierra, que ellos han sido los primeros en hacerlo habitable, es difícil ver en virtud de qué principios (si no son los de la tiranía), puede impedírseles que vivan a su gusto, siempre que no cometan actos de agresión hacia las demás naciones, y con tal de que concedan a los descontentos la libertad de separarse. Un escritor moderno, de considerable mérito en algunos aspectos, propone (utilizamos sus propios términos) no una cruzada, sino una "civilizada" contra esta comunidad polígama, para poner fin a lo que les parece un paso atrás en la civilización. También yo considero que lo es, pero no sé que ninguna comunidad tenga el derecho de forzar a otra a ser civilizada. Desde el momento en que las víctimas de una mala ley no invocan la ayuda de otras comunidades, no puedo admitir que personas completamente extrañas tengan el derecho de exigir el cese de un estado de cosas, que parecía satisfacer a todas las partes interesadas, únicamente porque sean un escándalo para gentes muy alejadas y perfectamente desinteresadas en la cuestión. Enviadles misioneros, si os parece, para predicarles, y desplegad todos los medios leales (imponer silencio a los innovadores no es un medio leal) para impedir el progreso de semejantes doctrinas en vuestro país. Si la civilización ha prevalecido sobre la barbarie, cuando la barbarie poseía el mundo, es excesivo temer que la misma barbarie, una vez destruida, pueda revivir y conquistar la civilización. Una civilización que pudiera sucumbir ante un enemigo vencido, debe hallarse degenerada de tal modo, que ni sus propios predicadores y maestros, ni ninguna otra persona, tiene la capacidad necesaria, ni se tomará la molestia, de defenderla. Si esto es así, cuanto antes desaparezca tal civilización, mejor. Pues tal civilización no puede ir más que de mal en peor, hasta ser destruida y regenerada (como el Imperio de Occidente) por bárbaros vigorosos.
Los principios que en esta obra se proclaman deben ser admitidos, de un modo general, como base para una discusión posterior de detalles, antes que sea posible tratar de aplicarlos a las diversas ramas de la política y de la moral con probabilidades de éxito. Las pocas observaciones que me propongo hacer, sobre cuestiones de detalle, están destinadas a aclarar los principios, más que a seguirlos con todas sus consecuencias. Ofrezco aquí pequeñas muestras de aplicaciones, más que aplicaciones propiamente dichas, ya que pueden servir para esclarecer el sentido y los límites de las dos máximas que juntas constituyen toda la doctrina de este ensayo; además, estas aplicaciones pueden ayudar al juicio a pronunciarse con equidad, cada vez que se tenga dudas sobre cuál de las dos máximas ha de ser aplicada.
Dichas máximas son éstas: primera, que el individuo no debe dar cuenta de sus actos a la sociedad, si no interfieren para nada los intereses de ninguna otra persona más que la suya. El consejo, la instrucción, la persuasión y el aislamiento, si los demás lo juzgan necesario a su propio bien, son los únicos medios de que la sociedad puede valerse legítimamente para testimoniar su desagrado o su desaprobación al individuo; segunda, que, de los actos perjudiciales a los intereses de los demás, el individuo es responsable y puede ser sometido a castigos legales o sociales, si la sociedad los juzga necesarios para protegerse.
En primer lugar, no debemos creer, en absoluto, que un daño cualquiera, o el temor de que se produzca, a los intereses de los demás, pueda siempre justificar la intervención de la sociedad, ya que sólo es justificable en determinados casos. Muchas veces sucede que, al perseguir un individuo un objeto legítimo, causa necesariamente, y en consecuencia legítimamente, daño o dolor a otros individuos, o intercepta un bien que ellos, con motivo, esperaban recibir. Tales oposiciones de intereses entre los individuos provienen a menudo de malas instituciones, pero son inevitables en tanto que esas instituciones duren y algunas lo serían, incluso, con toda clase de instituciones. Cualquiera que tenga éxito en una profesión muy concurrida o en un concurso; cualquiera que sea preferido a otro en algo que deseaban dos personas a la vez, se beneficia de la pérdida y de los esfuerzos frustrados y la decepción que otros sufren. Pero es cosa admitida por todos, que vale más, en interés general de la humanidad, que los hombres persigan sus objetivos sin dejarse desviar por tal suerte de consecuencias. En otros términos: la sociedad no reconoce a los competidores rechazados ningún derecho legal o moral a quedar exentos de esta clase de sufrimientos; y sólo se siente llamada a intervenir cuando los medios empleados para lograr el éxito son contrarios a los que el interés general permite, es decir, el fraude o la traición, y la violencia.
Repitámoslo: el comercio es un acto social. Cualquiera que se dedique a vender una mercancía, hace con ello algo que se relaciona con los intereses de los demás y de la sociedad en general; y así, en principio, su conducta cae dentro de la jurisdicción de la sociedad; en consecuencia, antiguamente estaba considerado como deber de los gobiernos el fijar los precios y reglamentar los procesos de fabricación. Pero ahora se reconoce, si bien ello ha costado una larga lucha, que se asegura de modo más eficaz el coste reducido y la buena calidad de las mercancías dejando a los productores y vendedores completamente libres, sin otro freno que una libertad igual por parte de los compradores para proveerse donde les plazca. Tal es la doctrina llamada del libre cambio, que reposa sobre bases diferentes, aunque no menos sólidas, que el principio de libertad individual proclamado en este ensayo. Las restricciones hechas al comercio o a la producción resultan, a decir verdad, verdaderas trabas; y toda traba,
qua
traba, es un mal; pero las trabas en cuestión afectan solamente a esa parte de la conducta humana que tiene la sociedad derecho a coaccionar, y ellas no producen otro daño que el de no producir los resultados apetecidos. Como el principio de la libertad individual no está implícito en la doctrina del libre cambio, tampoco lo está en la mayoría de las cuestiones que surgen sobre el problema de los límites de esta doctrina: como, por ejemplo, hasta qué punto es admisible un control público para impedir el fraude por adulteración, o hasta dónde se podrá llegar en la imposición de precauciones sanitarias, o de otro tipo, a los patronos que tengan a su cargo obreros empleados en ocupaciones peligrosas. Tales problemas comprenden consideraciones sobre la libertad sólo en cuanto es mejor dejar que las gentes obren por su cuenta,
ceteris paribus,
que controlarlas; pero es indiscutible que, en principio, pueden ser legítimamente controladas para conseguir tales fines. De otro lado, existen cuestiones relativas a la intervención pública en el comercio que son esencialmente cuestiones de libertad, tales como la ley del Maine, a la que ya se ha hecho alusión, la prohibición de importación de opio de China, la restricción en la venta de drogas, y en suma, todos aquellos casos en que el objeto de la intervención es hacer el comercio de ciertas mercancías difícil o imposible. Estas intervenciones son reprensibles, en cuanto que son trabas impuestas, no a la libertad del productor o del vendedor, sino a la del comprador.
Uno de estos ejemplos, la venta de drogas, lleva implícito un nuevo problema: el de los límites convenientes de lo que podemos llamar funciones de policía; se trata de saber hasta qué punto se puede invadir el terreno de la libertad, con el objeto de impedir que se cometan crímenes o que sucedan accidentes. Una de las precauciones indiscutibles que deben tomar los gobiernos ha de ser la encaminada a evitar el crimen antes que sea cometido, lo mismo que el descubrirlo y castigarlo una vez cometido. Sin embargo, se puede abusar mucho más fácilmente, en perjuicio de la libertad, de la función preventiva del gobierno que de su función punitiva; pues apenas hay una parte de la legítima libertad de acción de un ser humano que no admita ser considerada como favorable a una u otra forma de delincuencia. Sin embargo, si una autoridad pública, o incluso un simple particular, vieran que una persona se prepara para cometer un crimen, no están obligados a permanecer como espectadores inactivos hasta que se haya cometido el crimen, sino que pueden intervenir para impedirlo. Si solamente se compraran los venenos —o se utilizasen— para envenenar, sería justo que se prohibiese su fabricación y venta; pero puede tenerse necesidad de ellos por motivos, no solamente inocuos, sino también útiles, y la ley no puede imponer restricciones en un caso sin que el otro se resienta de dicha restricción. Y es de competencia de la autoridad pública la protección contra los accidentes. Si un funcionario, o una persona cualquiera, viesen a otra en el momento de ir a atravesar un puente que saben que no está seguro, sin haber tenido tiempo para advertirle del peligro que corre, podrían hacer perfectamente que dicha persona volviese atrás, aunque fuese por la fuerza, sin que esto supusiera una violación de su libertad; pues la libertad consiste en hacer lo que se desea, y esa persona no deseaba caer al río. Sin embargo, cuando no existe una certeza absoluta, sino solamente un riesgo de peligro, nadie más que el interesado puede juzgar el valor del motivo que le impulsa a correr el riesgo. En ese caso (a menos que se trate de un niño, o que se esté en un estado de delirio, o de excitación, o de distracción incompatible con el uso perfecto de las facultades)
se
debería, en mi opinión, advertirle solamente del peligro, y no usar de la fuerza para impedirle que se arriesgue. Tales consideraciones, aplicadas a una cuestión como la venta de venenos, pueden ayudarnos a decidir cuáles, entre los diversos modos de regulación posibles, son o no contrarios al principio. Por ejemplo, se puede usar, sin violación de la libertad, de una precaución tal como la de etiquetar la droga con el objeto de hacer conocer su propiedad peligrosa; no es posible que el comprador desee ignorar las cualidades venenosas de lo que compra. Pero exigir constantemente el certificado del médico, haría imposible a veces, y siempre costosa, la adquisición del artículo para usos legítimos. En mi parecer, la única manera de hacer difíciles los envenenamientos (sin violar la libertad de los que tienen necesidad de sustancias venenosas para otro fin) consiste en establecer ese tipo de evidencia que, con las apropiadas palabras de Bentham, podríamos llamar
preappointed evidence.
Nada es más frecuente que esto en los contratos. Es normal y justo que la ley, cuando se cierra un contrato, para reforzarlo, ponga por condición la observancia de ciertas formalidades, tales como firmas, conformidad de testigos, etc., a fin de que en caso de una disputa subsiguiente pueda existir la evidencia de probar que el contrato ha sido hecho realmente y en circunstancias que lo hacían legalmente válido. El efecto de tales precauciones es el de hacer muy difíciles los contratos ficticios, o los que se hacen en circunstancias que, de ser conocidas, destruirían su validez. Precauciones semejantes podrían ponerse para la venta de artículos aptos de ser convertidos en instrumentos criminales. Por ejemplo, se podría exigir del vendedor que inscribiera en un registro la fecha exacta de la transacción, el nombre y la dirección del comprador, la calidad y cantidad exactas del artículo vendido, y la respuesta recibida sobre el uso que se quería hacer de él. Si no hubiera prescripción médica, se podría exigir la presencia de un tercero para comprobar la identidad del comprador, por si más adelante surgiera alguna razón para creer que el artículo ha sido empleado de manera criminal. Tales regulaciones no constituirían, en general, obstáculo alguno para la obtención de estas mercancías, pero sí obstáculo considerable a hacer de ellas, impunemente, uso ilícito.