Como es corriente que ocurra con los ideales que excluyen una mitad de lo que es deseable, el tipo actual de aprobación no produce más que una imitación inferior de la otra mitad. En vez de grandes energías guiadas por una razón vigorosa, y en vez de sentimientos poderosos firmemente dominados por una voluntad consciente, no tenemos como resultado más que energías débiles y sentimientos débiles, que, en consecuencia, pueden conformarse con la regla, al menos exteriormente, sin necesidad de un gran esfuerzo de voluntad o de razón. Ya los caracteres enérgicos se han convertido en algo que pertenece a la tradición, al menos en una gran escala. En el momento presente, en nuestro país, la energía sólo se ejerce en los negocios; la desarrollada en ellos todavía puede considerarse como considerable. Después, lo poco que queda de ella se emplea en cualquier manía, que puede ser una manía útil, e incluso filantrópica, pero que siempre se trata de algo aislado, y generalmente de poca importancia. La grandeza de Inglaterra es, ahora, colectiva. Aunque pequeños individualmente, parecemos todavía capaces de algo grande, gracias a nuestros hábitos de asociación; y con esto nuestro filántropos morales y religiosos se quedan por completo satisfechos. Pero fueron hombres de otro cuño los que hicieron de Inglaterra lo que ha sido; y habrá necesidad de hombres de otro cuño para impedir su decadencia.
El despotismo de la costumbre se muestra por todas partes como un perpetuo obstáculo que se opone al avance humano, porque libra una incesante lucha con la inclinación a aspirar a algo más que a lo acostumbrado; inclinación que se llama, según las circunstancias, espíritu de libertad, o bien espíritu de progreso o de mejora. El espíritu de progreso no siempre es espíritu de libertad, pues puede desear imponer el progreso a quienes no se sienten ligados a él; y el espíritu de libertad, cuando se resiste, a esos esfuerzos, puede aliarse local y temporalmente con los adversarios del progreso; pero la única fuente infalible y permanente del progreso es la libertad, pues, gracias a ella, puede contar el progreso con tantos centros independientes como individuos existan.
Sin embargo, el principio progresivo, ora se le considere como amor de la libertad, ora como amor de las mejoras útiles, es siempre enemigo del imperio de la costumbre, pues, al menos aquél, implica la liberación del yugo
de
esta; y la lucha entre esas dos fuerzas constituye el interés principal en la historia de la humanidad. La mayor parte de los países del mundo carecen de historia, propiamente hablando, porque el despotismo de la costumbre es completo. Tal es el caso de todo el Oriente. La costumbre es allí el arbitro soberano de todas las cuestiones; justicia y derecho significan allí conformidad con la costumbre. Nadie, jamás, excepto algún tirano intoxicado de poder, ha soñado con resistir al argumento de la costumbre. Pero veamos ahora el resultado. Esas naciones debieron de tener originalidad en otros tiempos, pues no han salido de la tierra ya populosas, letradas y profundamente versadas en ciertas artes de la vida: todo esto se lo hicieron ellas mismas, y fueron, en un tiempo, las mayores y más poderosas naciones de la tierra. ¿Qué son ahora? Súbditos o vasallos de tribus cuyos antecesores erraban por los bosques, mientras que los de los suyos tenían magníficos palacios y templos espléndidos; pero sobre los cuales la costumbre no reinaba más que a medias con la libertad y con el progreso. A lo que parece, un pueblo puede mantenerse en estado progresivo durante un cierto tiempo y detenerse después. ¿Cuándo se detiene? Cuando cesa de poseer individualidad. Si un cambio semejante llegara a afectar a las naciones de Europa, no se efectuaría del mismo modo: el despotismo de la costumbre que amenaza a estas naciones no consiste precisamente en el estacionamiento; prohibe la singularidad, pero no pone obstáculo a posibles cambios, con tal de que todo cambie a la vez. Hemos acabado con las costumbres fijas de nuestros antecesores, cada cual se viste ahora igual que todos los demás; pero la moda puede cambiar una o dos veces
por
año. Así que nos preocupamos de que cuando haya un cambio se produzca por amor al cambio, y no por ninguna idea de belleza o de conveniencia; pues la misma idea de belleza o conveniencia no atraería a todo el mundo en el mismo momento, ni tampoco sería abandonada por todos en un cierto otro momento. Pero nosotros somos por igual progresivos y variables; inventamos continuamente cosas nuevas en mecánica, y las conservamos hasta que son reemplazadas por otras mejores; estamos prontos a aceptar mejoras en la política, en la educación, e incluso en las costumbres, si bien en este último caso, nuestra idea de mejora consista sobre todo en hacer a los demás, por fuerza o de grado, tan buenos como nosotros mismos. No nos oponemos al progreso; al contrario, nos vanagloriamos de ser los hombres más progresivos que existieron jamás; pero batallamos contra la individualidad; creeríamos haber hecho maravillas, si todos nos hiciéramos semejantes los unos a los otros, olvidando que la desemejanza de una persona respecto a otra es la primera cosa que llama la atención, ya por la imperfección de uno de los tipos y la superioridad del otro, ya por la posibilidad de producir algo mejor que cada uno de ellos, al combinar las ventajas de los dos. Tenemos un aleccionador ejemplo en China, nación muy ingeniosa y en algunos aspectos dotada de mucha sabiduría, que debe a la buena fortuna de haber tenido desde muy antiguo una serie de costumbres particularmente buenas, obra, hasta cierto punto, de hombres a quienes el ilustrado europeo debe reconocer, salvo algunas excepciones, como sabios y filósofos. Estas costumbres son notables, además, por la excelente forma de imprimir, en lo posible, sus mejores preceptos en todos los espíritus de la comunidad, así como por establecer que los que se hallen mejor penetrados de ellos son los que tienen que ocupar los puestos de honor y poder. Podría pensarse que un pueblo que tal hizo, ha descubierto el secreto de la perfección humana y debemos creer que marcha soberanamente a la cabeza del progreso universal. Pues bien, no. Los chinos se han estacionado; son desde hace miles de años tal como los vemos, y si están destinados a cualquier mejora sólo de afuera les llegará. Han tenido éxito, más del que cabía esperar, en lo que los filántropos ingleses se preocupan tan activamente: en hacer a todo el mundo semejante, de modo que cada uno conduzca sus pensamientos y su conducta con las mismas máximas y reglas; y he aquí los frutos obtenidos. El
regime
moderno de la opinión pública es, en forma inorganizada, lo que son los sistemas chinos de educación y de política de modo organizado; y a menos que la individualidad (amenazada con este yugo) pueda reivindicarse con éxito, Europa, a pesar de sus nobles antecedentes y el cristianismo que profesa, llegará ser otra China. Y hasta el presente, ¿qué es lo que ha preservado a Europa de esta suerte? ¿Qué es lo que ha hecho de la familia de naciones europeas una porción progresiva y no estacionaria de la humanidad? No es su perfección superior, que, cuando existe, existe a título de efecto y no de causa, sino su notable diversidad de carácter de cultura. En Europa los individuos, las clases, las naciones han sido extremadamente desemejantes; se han procurado una gran variedad de caminos conducentes cada uno ellos a metas valiosas; y aunque en cada época aquellos que seguían los diferentes caminos se hayan mostrado intolerantes los unos con los otros, y hayan considerado como una cosa excelente el poder seguir cada uno su propia ruta, obligando a seguirla también a los demás, sin embargo, a pesar de sus recíprocos esfuerzos por impedir el respectivo desarrollo, rara vez han tenido éxito permanente, y todos, cada uno a su vez, se han visto obligados a admitir el bien que aportaban los demás. En mi opinión, únicamente a esta pluralidad de vías debe Europa su desarrollo progresivo y variado. Pero ya comienza a poseer esta ventaja en un grado mucho menos considerable. Decididamente camina hacia el mismo ideal chino de hacer a todo el mundo semejante. M. de Tocqueville, en su última e importante obra, hace notar que los franceses de la generación actual se parecen más entre sí que los de la anterior. Lo mismo se podría decir de los ingleses, con mayor razón todavía. En un pasaje ya citado, Guillermo de Humboldt menciona dos cosas que considera como condiciones necesarias para el desenvolvimiento humano, puesto que son también necesarias para conseguir que los hombres sean diversos: estas dos cosas son la libertad y la variedad de situaciones; la segunda de esas dos condiciones va perdiéndose cada vez más en Inglaterra. Las circunstancias que rodean a las diferentes clases e individuos, y que forman su carácter, se hacen cada día más parecidas. En otro tiempo, los rangos diversos, las vecindades diferentes, los diferentes oficios y profesiones, vivían en mundos que podríamos llamar diferentes; actualmente todos viven, en cierto modo, en un mismo mundo. Ahora, de un modo relativo, claro está, todos ven, leen, escuchan las mismas cosas, y van también a los mismos lugares; tienen sus esperanzas y temores dirigidos a los mismos objetivos, tienen los mismos derechos, las mismas libertades, y los mismos medios de reivindicarlos. Por grandes que sean las diferencias de posición que todavía persistan, no son nada en comparación con las que han desaparecido. Y la asimilación continúa. Todos los cambios políticos del siglo la favorecen, puesto que todos tienden a elevar las clases bajas y a humillar las altas. La extensión de la educación favorece esa asimilación, ya que la educación sitúa a los hombres bajo influencias comunes y da acceso a todos al caudal general de hechos y de sentimientos. Del mismo modo, es favorecida por el progreso en los medios de comunicación, al poner en contacto personal a los habitantes de lugares alejados; y, también, por el incremento del comercio y las manufacturas, al extender las ventajas de las circunstancias favorables, y al colocar ante todos por igual los mayores objetos de la ambición, incluso los más elevados; de aquí que el deseo de elevarse deje de ser característico de una clase determinada y se convierta en objetivo de todas las clases sociales. Pero una influencia más poderosa que todas éstas, para producir una similitud general entre todos los hombres, es el establecimiento completo en este país o en otros países libres, del ascendiente de la opinión pública en el Estado. A medida que se van nivelando las diversas prerrogativas sociales que permitían a las personas atrincheradas en ellas despreciar la opinión de la multitud; a medida que la idea misma de resistir a la voluntad del público, cuando se sabe positivamente que esa voluntad existe, desaparece más y más del espíritu de las mentes de los políticos prácticos, del mismo modo va dejando de existir todo soporte para la no conformidad, todo poder substantivo en la sociedad, que, opuesto al ascendiente de la mayoría, se halle interesado en tomar bajo su protección las opiniones y las tendencias contrarias a las del público.
La combinación de todas esas causas forma una masa tan grande de influencias hostiles a la individualidad, que no se puede ya adivinar cómo será capaz de defender su terreno. Encontrará en esta defensa una dificultad creciente, a menos que la parte inteligente del público se dé cuenta del valor de este elemento y se decida a considerar necesarias las diferencias, incluso aunque ellas no sean empleadas en mejorar, sino, como creen algunos, en empeorar. Si los derechos de la individualidad han de ser afirmados siempre, ha llegado el tiempo de hacerlo, puesto que todavía falta mucho para completar la forzosa asimilación. Sólo en los primeros momentos nos podemos defender con éxito frente a la usurpación. La pretensión de que los demás se asemejen a nosotros crece a medida que la usurpación va creciendo. Si la resistencia espera que la vida esté reducida
casi
a un tipo uniforme, todo lo que se aparte de ese tipo será considerado como algo impío, inmoral, e incluso monstruoso y contra naturaleza. La humanidad llegará pronto a ser incapaz de comprender la diversidad, si, durante algún tiempo, pierde la costumbre de verla.
¿Dónde está, pues, el justo límite de la soberanía del individuo sobre sí mismo? ¿Dónde comienza la autoridad de la sociedad? ¿Qué parte de la vida humana debe ser atribuida a la individualidad y qué parte a la sociedad? Cada una de ellas recibirá su debida parte, si posee la que le interesa de un modo más particular. La individualidad debe gobernar aquella parte de la vida que interesa principalmente al individuo, y la sociedad esa otra parte que interesa principalmente a la sociedad.
Aunque la sociedad no esté fundada sobre un contrato, y aunque de nada sirva inventar un contrato para deducir de él las obligaciones sociales, sin embargo, todos aquellos que reciben la protección de la sociedad le deben algo por este beneficio. El simple hecho de vivir en sociedad impone a cada uno una cierta línea de conducta hacia los demás. Esta conducta consiste, primero, en no perjudicar los intereses de los demás, o más bien, ciertos intereses que, sea por una disposición legal expresa, sea por un acuerdo tácito, deben ser considerados como derechos; segundo, en tomar cada uno su parte (que debe fijarse según principio equitativo) de los trabajos y los sacrificios necesarios para defender a la sociedad o a sus miembros de cualquier daño o vejación. La sociedad tiene el derecho absoluto de imponer estas obligaciones a los que querrían prescindir de ellas. Y esto no es todo lo que la sociedad puede hacer. Los actos de un individuo pueden ser perjudiciales a los demás, o no tomar en consideración suficiente su bienestar, sin llegar hasta la violación de sus derechos constituidos. El culpable puede entonces ser castigado por la opinión con toda justicia, aunque no lo sea por la ley. Desde el momento en que la conducta de una persona es perjudicial a los intereses de otra, la sociedad tiene el derecho de juzgarla, y la pregunta sobre si esta intervención favorecerá o no el bienestar general se convierte en tema de discusión. Pero no hay ocasión de discutir este problema cuando la conducta de una persona no afecta más que a sus propios intereses, o a los de los demás en cuanto que ellos lo quieren (siempre que se trate de personas de edad madura y dotadas de una inteligencia común). En tales casos debería existir libertad completa, legal o social, de ejecutar una acción y de afrontar las consecuencias.
Sería una grave incomprensión de esta doctrina, suponer que defiende una egoísta indiferencia, y que pretende que los seres humanos no tienen nada que ver en su conducta mutua, y que no deben inquietarse por el bienestar o las acciones de otro, más que cuando su propio interés está en juego. En lugar de una disminución, lo que hace falta para favorecer el bien de nuestros semejantes es un gran incremento de los esfuerzos desinteresados. Pero tal desinteresada benevolencia puede encontrar otros medios de persuasión que no sean el látigo figurado o real. Sería yo la última persona que despreciara las virtudes personales; pero vienen éstas en segundo lugar, si acaso, respecto de las sociales. Es asunto de la educación el cultivarlas a todas por igual. Pero la educación misma procede por convicción y persuasión, así como por obligación; y solamente por los dos primeros medios, una vez terminado el período de educación, deberían inculcarse las virtudes individuales. Los hombres deben ayudarse, los unos a los otros, a distinguir lo mejor de lo peor, y a prestarse apoyo mutuo para elegir lo primero y evitar lo segundo. Ellos deberían estimularse mutua y perpetuamente a un creciente ejercicio de sus más nobles facultades, a una dirección creciente de sus sentimientos y propósitos hacia lo prudente en vez de hacia lo necio, elevando objetos y contemplaciones, no degradándolos. Pero ni una persona, ni cierto número de personas, tienen derecho para decir a un hombre de edad madura que no conduzca su vida, en beneficio propio, como a él le convenga. Él es la persona más interesada en su propio bienestar; el interés que pueda tener en ello un extraño, excepto en los casos de fuertes lazos personales, es insignificante comparado con el que tiene el interesado; el modo de interesarse de la sociedad (excepto en lo que toca a su conducta hacia los demás) es fragmentario y también indirecto; mientras que, para todo lo que se refiere a los propios sentimientos y circunstancias, aun el hombre o la mujer de nivel más corriente saben, infinitamente mejor que las personas ajenas, a qué atenerse.