Sin embargo, por nueva y sorprendente que pueda parecer esta doctrina de Humboldt, que concede tan alto valor a la individualidad, la cuestión no es después de todo, si bien lo pensarnos, más que una cuestión de grado. Nadie supone que la perfección de la conducta humana consista en copiarse exactamente los unos a los otros. Como nadie tampoco afirmaría que el juicio o el carácter particular de cada hombre deba entrar para nada en su manera de vivir y de cuidar sus intereses. Por otro lado, sería absurdo pretender que los hombres vivan como si nada hubiera existido en el mundo antes de su llegada a él; como si la experiencia no hubiera demostrado nunca que cierta manera de vivir o de conducirse resulta preferible a otra cualquiera. Y, del mismo modo, nadie discute que se deba educar e instruir a la juventud con vistas a hacerla aprovechar los resultados obtenidos por la experiencia humana. Pero el servirse de la experiencia e interpretarla es privilegio y condición propios del ser humano cuando ha llegado a la madurez de sus facultades. Él es quien descubre lo que hay de aplicable, en la experiencia adquirida, a sus circunstancias y a su carácter. Las tradiciones y las costumbres de otros individuos constituyen, hasta cierto punto, una evidencia de lo que les ha enseñado la experiencia y esta supuesta evidencia debe ser acogida deferentemente por ellos. Pero, en primer lugar, su experiencia puede ser demasiado limitada o puede no haber sido interpretada rectamente. En segundo lugar, su interpretación de la experiencia puede ser correcta pero no convenir a un individuo en particular. Las costumbres están hechas para los caracteres acostumbrados y las circunstancias acostumbradas; pero esto no siempre se cumple. En tercer lugar, aunque las costumbres sean buenas en sí mismas, y convengan bien a un determinado individuo, un hombre que se adaptara a la costumbre únicamente
porque
es la costumbre, no conserva ni desarrolla en sí ninguna de las cualidades que son atributo distintivo del ser humano. Las facultades humanas de percepción, de juicio, de discernimiento, de actividad mental, e incluso de preferencia moral, no se ejercen más que en virtud de una elección. Quien hace algo porque es la costumbre, no hace elección ninguna. No adquiere ninguna práctica ni en discernir ni en desear lo mejor. La fuerza mental y la moral, lo mismo que la fuerza muscular, no progresan si no se ejercitan. Y no se ejercen estas facultades haciendo una cosa simplemente porque otros la hacen, como tampoco creyendo únicamente lo que otros creen. Si alguien adopta una opinión sin que sus fundamentos le parezcan concluyentes, su razón no quedará con ello fortificada, sino probablemente debilitada; y si ejecuta una acción cuyos motivos no son conformes a sus opiniones y a su carácter, donde no se trata de la afección o de los derechos de los demás, cuando debían mostrarse, uno y otras, enérgicos y activos.
El hombre que permite al mundo, o al menos a su mundo, elegir por el su plan de vida, no tiene más necesidad que de la facultad de imitación de los simios. Pero aquel que lo escoge por sí mismo pone en juego todas sus facultades. Debe emplear la observación para ver, el raciocinio y el juicio para prever, la actividad para reunir los materiales de la decisión, el discernimiento para decidir, y, una vez que haya decidido, la firmeza y el dominio de sí mismo para mantenerse en su ya deliberada decisión. Y cuanto mayor sea la porción de su conducta que ha regularizado según sus sentimientos y su juicio propios, tanto más necesarias le serán estas diversas cualidades. Es posible que pueda caminar por el buen sendero y preservarse de toda influencia perjudicial sin hacer uso de esas cosas. Pero, ¿cuál será su valor comparativo como ser humano? Lo que verdaderamente importa no es lo que hagan los hombres, sino también la clase de hombres que son los que lo hacen. De las obras humanas, en cuya perfección y embellecimiento emplea rectamente el hombre su vida, la más importante es, seguramente, el hombre mismo. Suponiendo que fuera posible que se construyan casas, que se libren batallas, que se coseche trigo, que se juzguen causas, e incluso, que se erijan iglesias y se digan plegarias por medio de maquinarias, por autómatas de forma humana, seria una sensible pérdida poner estos autómatas en el lugar de los hombres y mujeres que habitan las partes más civilizadas del globo, aunque estos últimos no sean, a buen seguro, más que tristes ejemplares de lo que la Naturaleza puede producir y producirá un día. La naturaleza humana no es una máquina que se pueda construir según un modelo para hacer de modo exacto una obra ya diseñada; es un árbol que quiere crecimiento y desarrollo en todos sus aspectos, siguiendo la tendencia de fuerzas interiores que hacen de él una cosa viva.
Tal vez se conceda que, para los hombres, resulta deseable que cultiven su inteligencia, y que vale más seguir a la costumbre de modo inteligente, e incluso alejarse de ella con talento, si hay ocasión, que seguirla ciega y maquinalmente. Se suele admitir, hasta un cierto punto, que nuestra inteligencia nos debe pertenecer; pero no se admite tan fácilmente que deba ocurrir lo mismo con nuestros deseos y con nuestros impulsos; el tener decisiones vehementes está considerado como un peligro y una trampa que se nos tiende. Sin embargo, los impulsos y los deseos ocupan tan alto puesto en el ser humano como las creencias y las abstenciones. Los fuertes impulsos no resultan peligrosos más que cuando no están equilibrados; es decir, cuando una serie de propósitos e inclinaciones se desarrollan fuertemente, mientras que otros que deberían coexistir con ellos, quedan débiles e inactivos. Los hombres no obran mal porque sus deseos sean ardientes, sino por debilidad de conciencia. No existe ninguna relación natural entre los impulsos fuertes y una conciencia débil. La relación natural es de otra clase.
Decir que los sentimientos y los deseos de una persona son más fuertes y más diversos que los de otra, no supone más que afirmar que aquélla posee mayor dosis de materia prima de naturaleza humana, y que, en consecuencia, será capaz quizá de mayor cantidad de mal y también de mayor cantidad de bien. Los impulsos fuertes no son otra cosa que energía humana con otro nombre, esto es todo. La energía naturalmente, puede ser empleada en el mal, pero una naturaleza enérgica será siempre más capaz para el bien que otra que sea indolente y apática. Aquellos que cuentan un mayor número de sentimientos naturales son también los que pueden desarrollar en mayor grado sentimientos cultivados. Las mismas fuertes susceptibilidades que hacen vivos y poderosos los impulsos personales son también la fuente del más apasionado amor de la virtud, del más estricto dominio de uno mismo. Cultivándolas la sociedad cumple con su deber y proteje sus intereses, no rechazando la madera con que se hacen los héroes. Se suele decir que una persona tiene carácter, cuando sus deseos e impulsos le pertenecen en propiedad, cuando son la expresión de su propia naturaleza, tal como la ha desarrollado y modificado su propia cultura. Un ser humano que no tenga ni deseos ni impulsos no posee más carácter que una máquina de vapor. Si, por el contrario, un hombre con impulsos fuertes, los mantiene bajo el control de una voluntad poderosa, ese hombre posee un carácter enérgico. Quienquiera que piense que no debe fomentarse la individualidad de deseos e impulsos, deberá sostener, del mismo modo, que la sociedad no tiene necesidad de naturalezas fuertes, que no es mejor por el hecho de contener en su seno un gran número de personas con carácter, y que no es deseable el que hombres de tipo medio posean gran cantidad de energía.
En las sociedades primitivas, esas fuerzas no guardan quizá proporción con el poder que posee la sociedad para disciplinarlas y controlarlas. Hubo un tiempo en que el elemento de espontaneidad y de individualidad dominaba de un modo excesivo, teniendo que librar rudos combates el principio social. La dificultad consistía, entonces, en hacer que hombres poderosos por su cuerpo o por su espíritu obedeciesen a las reglas que pretendían regular sus impulsos. Para vencer esta dificultad, la ley y la disciplina (los papas, por ejemplo, en lucha contra los emperadores) proclamaron su poder sobre el hombre, reivindicando el derecho de regular su vida entera, a fin de poder dominar su carácter, para cuya sujeción la sociedad no hallaba ningún otro medio suficiente. Pero la sociedad tiene ahora plena conciencia de la individualidad, y el peligro que amenaza a la naturaleza humana no es ya el exceso, sino la falta de impulsos y de preferencias personales. Han cambiado mucho las cosas, desde aquel tiempo en que las pasiones de los hombres poderosos, por su posición o por sus cualidades personales, se mantenían en estado de rebelión habitual contra las leyes y las ordenanzas, y tenían que ser rigurosamente encadenados, a fin de que todo lo que les rodeaba pudiera gozar de una partícula de seguridad. En nuestros días, todos los hombres, desde el primero hasta el último, viven bajo la mirada de una censura hostil y temible. No sólo en lo que concierne a otros, sino también en lo que concierne a sí mismos, el individuo o la familia no se preguntan: ¿qué prefiero yo?, ¿qué convendría a mi carácter y a mis disposiciones?, ¿qué es lo que serviría mejor y daría más oportunidades a que se desarrollen nuestras facultades más elevadas?; pero sí se preguntan: ¿qué es lo que conviene a mi situación?, o ¿qué hacen generalmente las personas de mi posición y de mi fortuna?, y lo que es peor, ¿qué suelen hacer personas de una posición y fortuna superiores a las mías? No pretendo decir con esto que prefieran la costumbre a lo que va de acuerdo con su inclinación personal: lo que ocurre, en realidad, es que no conciben gusto por otra cosa que no sea lo acostumbrado. De esta forma el espíritu humano se curva bajo el peso del yugo; incluso en las cosas que los hombres hacen por puro placer, la conformidad con la costumbre es su primer pensamiento; su elección recae siempre sobre las cosas que los hombres hacen por puro placer, la conformidad con la costumbre es su primer pensamiento; su elección recae siempre sobre las cosas que se hacen siguiendo lo acostumbrado; se evita, como si fuera un crimen, toda singularidad de gusto, cualquier originalidad de conducta, si bien, a fuerza de no seguir el dictamen de su natural modo de ser, no posean ya ningún modo de ser que seguir; sus humanas capacidades se resecan y agotan así: quedan los hombres incapacitados para sentir ningún vivo deseo, ningún placer natural; no poseen ya generalmente ni opiniones ni deseos que les sean propios. Entonces, ¿puede esto pasar por una sana condición de las cosas humanas?
Sí, siguiendo la teoría calvinista. Según esta teoría, la ofensa capital del hombre estriba en tener una voluntad independiente. Todo el bien de que la humanidad es capaz se halla comprendido en la obediencia. No cabe elección; se debe obrar de una cierta manera y no de cualquier otra. "Todo lo que no es deber es pecado". Por ser la naturaleza radicalmente corrompida, no existe, redención para nadie, hasta que no se haya matado en sí mismo la naturaleza humana. Para cualquiera que sostenga semejante teoría de la vida, no supone ningún mal el reducir a nada todas las facultades, todas las capacidades, las predisposiciones humanas; el hombre no tiene necesidad de ninguna otra capacidad que de la de abandonarse a la voluntad de Dios, y si se sirviera de estas facultades para otro fin que el de cumplir esta voluntad supuesta, más le valiera no haberlas poseído jamás. Ésta es la teoría del calvinismo, y muchas personas que no se consideran como calvinistas, la profesan también, aunque de una forma más moderada. Su moderación consiste en dar una interpretación menos ascética a la supuesta voluntad divina. Se afirma también que Él quiere que los hombres satisfagan algunas de sus inclinaciones; pero no, naturalmente, de la manera preferida por ellos, sino de un modo obediente, es decir, de modo prescrito por la autoridad, el cual, por condición necesaria del caso, es el mismo para todos.
Existe actualmente una fuerte tendencia hacia esta estrecha teoría de la vida y hacia ese tipo de carácter humano inflexible y mezquino que ella patrocina.
Muchas personas creen sinceramente, sin duda, que los seres humanos, así torturados y reducidos a la talla de enanos, son tal como su Hacedor se propuso que fueran; del mismo modo que otros muchos han creído que los árboles son más bellos, podados en forma de bola o de animal, que en el estado que la Naturaleza les dio. Pero si forma parte de la religión creer que el hombre ha sido creado por un Ser bondadoso, estará más de acuerdo con la fe creer que Él ha dado las facultades humanas para que sean cultivadas y desarrolladas y no para que sean desarraigadas y destruidas; es razonable imaginar que Él se alegra siempre que sus criaturas dan un paso más hacia la concepción ideal que en ellas se contiene, siempre que desarrollen sus facultades de comprensión, de acción, o de gozo. Ved aquí un tipo de perfección humana bien diferente del calvinista; en él se supone que la humanidad no ha recibido su naturaleza sólo para renunciar a ella. "La afirmación de sí mismo característica de los paganos", es uno de los elementos humanos, tanto como lo es "la negación de sí de los cristianos"
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. Existe un ideal griego de desarrollo de la personalidad, al que se mezcla, sin reemplazarle, el ideal platónico y cristiano del dominio de uno mismo. Puede que sea mejor ser un John Knox que un Alcibíades, pero es mejor ser un Péneles antes que ser cualquiera de los otros dos; y un Pericles que existiera en nuestro tiempo, no podría serlo sin alguna de las buenas cualidades que pertenecieron a John Knox.
Los seres humanos se convierten en noble y hermoso objeto de contemplación, no por el hecho de llevar a la uniformidad lo que de individual hay en ellos, sino cultivándolo y buscándolo, dentro siempre de los límites impuestos por los derechos y los intereses de los demás; y como las obras participan de los caracteres de quienes las llevaron a cabo, por el mismo procedimiento la vida humana se hace rica, diversa y animada nutriendo con más abundancia los pensamientos altos y los elevados sentimientos, fortaleciendo los vínculos que unen a los individuos con la raza, haciendo que sea infinitamente más digna de que se pertenezca a ella.
Cada persona, cuanto más desarrolla su individualidad, más valiosa se hace a sus propios ojos y, en consecuencia, más valiosa se hará a los ojos de los demás. Alcanza una mayor plenitud de vida en su existencia, y, habiendo más vida en las unidades, más habrá en la masa, que, al fin, se compone de ella. No se puede prescindir de la compresión necesaria para impedir que los más enérgicos modelos de la naturaleza humana lleguen a invadir el terreno de los derechos de otros; pero, para esto, existe una gran compensación, aun desde el punto de vista del desenvolvimiento humano. Los medios de desenvolverse que pierde el individuo, cuando se le impide satisfacer sus inclinaciones de modo perjudicial para otros, sólo serían obtenidos a expensas de los demás hombres. Y él mismo encuentra en ello una compensación, pues los límites impuestos a su egoísmo facilitan un superior desenvolvimiento de la parte social de su naturaleza.