Authors: Kathy Lette
Kit bajó a Matty y le cortó el paso a Gaby.
—Son terroristas, Conran. No sucedáneos de Batman con compinches cómicos, heroicos y con bigote que roban a los ricos para dárselo a los pobres.
Sin embargo, la directora de
Desesperados y Desemparejados
le esquivó con desprecio y continuó, sin hacerle caso.
—Papá, ¿quién ganaría una pelea? ¿Batman o Superman? —preguntó Matty—. ¿O tú? —Entonces tiró a Shelly de la manga—. ¿Cuántos sueños más hasta que salgamos de aquí?
—Ningún sueño más, cariño. Saldremos pronto. Toma, bébete esto. —Le tendió a Matty un vaso de zumo de naranja que sabía a estaño.
—¿Cuántos minutos?
—De un momento a otro.
—¿Cuántos segundos?
—Podría ser el siguiente. —Shelly dio un trago al minúsculo zumo y deseó que fuera algo más fuerte.
—¿Estás segura? ¿Estás cien por cien, mil por mil, y un millón por un millón segura?
Pero Shelly no estaba segura de nada…
*
—Bueno, ¿les has preguntado si han visto alguna película francesa buena últimamente? Probablemente no. Quiero decir, nadie las ha visto —dijo Kit cuando Gaby volvió por fin de su encuentro
tête à tête
con los rebeldes.
—¿Qué han dicho? —insistió Shelly.
—Oh, las chorradas de siempre. No tenemos justicia así que nuestra justicia son las pistolas y las balas. Que tienen que volver para proteger a su líder en las montañas, blablablá.
—¿Llegaste a un acuerdo? —indagó Kit.
No parecía una pregunta que Gaby quisiera responder. Y tampoco es que pudiera de todos modos, porque en ese momento el asalto que Kit había predicho empezó. La policía se precipitó en el
bunker
, lanzando una lluvia de granadas de gas lacrimógeno, diez de una vez. Los rebeldes, en una muestra de su valentía o estupidez, estaban medio fuera del tragaluz, arrojando todo lo que encontraban sobre los escudos hacia arriba de los policías, haciendo rebotar sobre ellos adoquines y piedras. Una lengua de gas mostaza entró en la habitación para saborearlos. Kit se precipitó sobre Matilda y Shelly, intentando servirles de escudo con su cuerpo. El humo hizo que les lloraran los ojos y se les agarrotaran las gargantas. La muerte, se dio cuenta Shelly, jadeando, puede ser realmente una experiencia que te deje sin palabras.
Ya una vez que dejó de toser se dio cuenta de que el bombardeo del
bunker
había cesado. Conforme el aire viciado de humos y polvo se disipaba, Shelly se quedó desconcertada de encontrarse aún viva. Se palpo el cuerpo para cerciorarse de que tenía todo como al principio. El
bunker
entero pareció contener la respiración en un silencio asfixiante. La atmósfera estaba lacrimosa de neblina de gas mostaza y humo de pistola. Parecía que ahora la lucha se estaba desarrollando fuera del refugio para el ciclón, en el césped próximo a las filas de policías. Shelly llego a tientas a la ventana y, a través de hendiduras de ojos ardientes, vislumbró un combate borroso cuerpo a cuerpo fuera del refugio, las porras cayendo a toda velocidad sobre los cráneos… policía negra contra policía blanca.
Uno de los rebeldes adolescentes se envolvió la nariz en un pañuelo y luego desapareció. Cuando por fin volvió, emergiendo de la neblina, con ampollas en la piel provocadas por el gas pimienta, fue para explicar que en lo que Gaspard no había caído era en que más de la mitad de su cuerpo de policía era criollo. Y, a la hora de la verdad, se negarían a hacer daño a sus hermanos negros. Habían vuelto sus pistolas hacia los franceses, empezando por el oficial responsable. Ahora eran Gaspard y sus compañeros franceses los que salían huyendo.
La chica popular empezó a sollozar de manera incontrolada intercalando sonidos agudos de «¿sabéis quién soy yo?».
Y minutos después, eso era exactamente lo que los rebeldes querían saber. Habiéndose librado temporalmente del encarcelamiento, ahora estaban revirtiendo al plan de contingencia recomendado para prófugos terroristas, que implicaba huir a las colinas con un escudo humano… preferiblemente uno sano.
Kit respondió con falsa calma.
—Ah, pues no has tenido suerte, colega, porque, ¿sabes?, todos los que no somos nadie estamos aquí —bromeó.
Los rebeldes con ojos de lince se inclinaron sobre Matilda como si fuera un gatito perdido.
—Un millón de dólares y tú y
zenfant
la
seréis liberados… Barón Rupert Rochester —dijo uno de los criollos mientras sus camaradas rodeaban a Kit como carroña sobre un animal muerto en mitad de la carretera.
Fue una revelación terrible. Shelly sintió el cuerpo de Kit tensarse para enfrentarse al golpe. Cuando el líder apuntó a Kit con su pistola, todo lo que Kit levantó fue una ceja… pero Shelly vio el tic ondulando bajo la piel de su suave mejilla.
—Hey, amigo —respondió fríamente—. Lo siento pero no sé de qué coño estás hablando. Mi nombre no es Rupert, es Kit Kinkade.
Por eso recibió un golpe con la culata del rifle en el lateral de la cabeza. Matilda dio un chillido desgarrado las lágrimas goteando de la punta de su nariz. Kit la cogió en brazos y sostuvo su carita lívida cerca de su pecho, apretándola de manera febril y temblorosa. La sangre goteaba de su frente.
—¿Cómo lo sabías? —preguntó Kit en voz baja, irradiando ondas de desolación.
El líder de los rebeldes, aún nervioso, inclinó pistola en dirección a Gaby.
Gaby lanzó a Kit una mirada fría y hambrienta… la mirada de un ave de rapiña a punto de cazar a un conejo.
Kit se volvió hacia Shelly, petrificado por su traición.
—¿Se lo dijiste?
Shelly sintió una sacudida en el abdomen. Todo lo que podía oír era su propia respiración alterada y espasmódica.
—Yo… yo… estaba intentando conseguir que ella te diera el resto del dinero de tu premio. Yo… —Su voz se perdió en un susurro miserable mientras se giraba para mirar a Gaby sin comprender.
La directora del programa de telerrealidad puso una sonrisa rígida antes de hacer una señal a su equipo para que continuara filmando al aventurero novio. Towtruck miró a los rebeldes para recibir su permiso. Se consultaron entre ellos monosilábicamente antes de asentir con la cabeza bruscamente para indicar que la grabación podía retomarse.
Así que ése era el acuerdo al que había llegado Gaby, se dio cuenta Shelly horrorizada.
—Yo… yo confiaba en ella.
—Sí, pues yo confiaba en ti, Shelly —dijo Kit, con una desesperación salvaje en los ojos. Puede que Shelly se hubiera casado con Kit por su belleza, pero no por la que transmitía ahora mismo en la mirada que le estaba lanzando—. ¿Qué fue? ¿Celos de que Matty tenga un padre que la quiera y tú no? ¿Es eso?
Shelly se estaba retorciendo sobre sí misma, como las cortezas de un sándwich rancio, mientras seguía recitando débilmente:
—Lo siento, lo siento.
—¿Cómo puedes ponerte de su parte, Shelly? —Gaby dio un codazo a Towtruck para que enfocara con su cámara a Shelly—. ¡Tú, criada por una madre sola! ¡Puedes imaginarte lo que debe de estar pasando la pobre madre de la niña?
Kit dio una patada hacia la cámara de Gaby.
—¡Apaga esa mierda!
—¿Por qué? La brutalidad y la violencia y los cabrones mentirosos son parte de la naturaleza humana, ¿así que por qué no iba a querer la gente verlo en la televisión? —dijo Gaby, con el sentido práctico calculado e indiferente de un empleado de banco, haciendo un gesto a su equipo para que siguiera filmando.
Los rebeldes estaban recogiendo del suelo a sus heridos e indicando con las pistolas a Kit que los siguiera. Kit parecía estar arrastrando sus miembros contra la marea.
—Si prefieres evitar la molestia de ser separado de tu escroto —dijo Gaby fríamente—, te aconsejaría que hagas lo que te digan… O puedes esperar a tu mujer. A tu verdadera mujer. ¿Te había dicho que va a venir, tan pronto como vuelvan a abrir el aeropuerto? Me tomé la libertad de llamarla. Pandora Vain Temple. La reconocí por la foto. Heredera de la fortuna de la empresa de
salvaslips
.
Kit miró a Shelly con ojos llenos de desprecio. Shelly sintió que le arrancaba el colon con sacacorchos. Su voz, cuando habló, estaba temblando de cólera.
—Oh , sí, tu madre hizo un trabajo estupendo contigo, ¿verdad? Todo lo que ha quedado de ti es la concha; como un insecto absorbido por una araña. No eres nada más que una cáscara vacía.
Matilda, envuelta en la oscuridad de otras personas, alzó la mirada a Shelly, desconcertada.
—Matty —dijo Shelly con los brazos extendidos—, déjame acompañarte. Deja que cuide de ella, Kit.
—¿De la forma en que has cuidado de nosotros hasta ahora? No, gracias —respondió amargamente, con el rostro tan cansado como una cama deshecha.
Y así se llevaron a Kit, rápidamente, con Matty en sus brazos, los ojos bastante abiertos de terror.
Los hombres creen que sentarse en el váter es una actividad de ocio.
En su tiempo de «ocio» equivalente, la mujer reorganizará el armarito de condimentos, plastificará los libros del colegio, escribirá tarjetas de Navidad, pegará las instantáneas de las vacaciones en álbumes de fotos, pondrá el lavavajillas, quitará el lavavajillas, colocará los condimentos por orden alfabético, preparará la comida de los niños, planchará los uniformes de los niños, sacará brillo a los zapatos de los niños, conseguirá el dinero para excursiones escolares, acabará los deberes de los niños (que requieren la lectura completa de Ulises en griego), sacará al perro porque nadie más lo hará, se hará una depilación masoquista para su hombre, hará muesli suizo casero porque uno de sus hijos se ha vuelto vegetariano, llamará a su suegra para hacerle saber lo mucho que la quiere su hijo, intentará llegar a dominar la preparación del pollo al vino para una cena imprevista en casa con los clientes de su marido, acabará su propio trabajo de la oficina, atrapará a la cobaya que se ha desvanecido detrás de la estantería, y pasará media hora buscando a su marido… el cual sigue en el servicio.
La emboscada
sacarle los ovarios a una mujer a través de su monedero.
—Kit no quiere su dinero, Pandora. Sólo se llevó a Matty porque estaba aterrorizado de perderla.
Gaspard había vuelto al hotel con una tropa de centinelas franceses. Por un día y medio habían estado fuera de la recepción dirigiendo el tráfico o haciéndoles pararse en el arcén para interrogar a sus ocupantes criollos. Shelly había visto cómo metían a empujones a rebeldes adolescentes capturados en furgones celulares, sus rostros una mezcla de temor y aprecio. Entonces, finalmente, vio una elegante limusina barracuda de suelo bajo pasar lentamente por delante de los centinelas. La puerta se había abierto con un ruido sibilante y una pierna bonita y bronceada había salido con movimiento de tentáculo. La mujer arreglada que siguió a la pierna le había lanzado Shelly una mirada larga y fría, durante la cual calculo el patrimonio neto de Shelly ajustándolo al valor de acciones del FTSE.
—¿Y usted es? —La mujer se había quitado sus gafas de sol Armani y miró fijamente a Shelly corno si fuera un microbio bajo un microscopio.
—Shelly Green. Una… —¿Qué narices era ella? «Una compañera de hotel» era la mejor explicación que se le ocurría, dadas las excéntricas circunstancias—. ¿Necesita beber algo? Yo desde luego sí —ofreció Shelly—. Y sus… amigos, también —había añadido, un poco embrollada, conforme dos hombres musculosos y rapados con trajes elegantes y gafas de sol, con ciertas dificultades para camuflar sus instintos de tirar a matar, emergieron de otro coche detrás del de Pandora.
—
Executive Outcomes
… intermediarios de los rehenes —explicó Pandora de un modo informal—. Van a ponerse en contacto con los rebeldes y empezar las negociaciones.
Los dos habían echado una ojeada a Shelly con los ojos astutos de un fullero. Nerviosa, Shelly había conducido rápidamente a Pandora, la cual tenía el porte de un maniquí de un centro comercial, hacia los restos azotados por el viento de la pagoda junto a la piscina.
A continuación, Pandora se dobló en una silla con precisión papirofléxica, alisó las arrugas que tenía en el regazo de su vestido de diseño explícito como el precio en una etiqueta y colocó su bolsa de viaje cerrada de piel de caimán encima de sus rodillas… antes de mirar alrededor con desdén a los edificios roídos por las balas y picados por morteros.
—Un hotel sin estrellas, ¿verdad? —preguntó con su acento finolis a lo Ana de Windsor—. ¿Cómo se llama?
El Ultimo recurso
.
Shelly había seguido la mirada desdeñosa de Pandora a lo largo de la playa erosionada por las olas, donde los escombros de la tormenta yacían ladeados contra el maltrecho malecón. Los árboles estaban entrelazados en una madeja de algas marinas. Pelucas verdes empapadas de algas engalanaban las paredes. Pandora, que parecía llevar una tiara invisible, se estremeció. Shelly sólo podía conjeturar que la mujer estaba tan angustiada que había adoptado una máscara para ocultarlo… una máscara más impermeable que un traje de buzo, pero una máscara al fin y al cabo.
«¿Puedes imaginarte lo que debe de estar pasando la pobre madre de la niña?», había preguntado Gaby a Shelly en el refugio.
Y Shelly se lo podía imaginar, ése era el problema. Había pensado bastante a lo largo de estos últimos días en lo destrozada que se habría quedado su propia madre si su padre se hubiera llevado a Shelly siendo ella una niña. Shelly podía empatizar demasiado bien con el estado traumatizado y angustiado en el que debía de encontrarse Pandora. Puede que Kit adorara a hija, pero sólo el corazón de una madre podía conoce el instinto de éxtasis intenso que supone la concepción; su propia vida expandiéndose como un acordeón para acomodar a su niño. La madre de Matilda necesitaría que la calmaran, consolaran y apoyaran, incluso que le administraran whisky por vía intravenosa… y Shelly haría todo lo que estuviera en sus manos para tranquilizarla.
—Como decía —reiteró Shelly—, Kit adora a Matilda con desesperación. Y cuando vuestro matrimonio fue mal él…
La bolsa de viaje de piel de caimán se meneó en el regazo de Pandora como algo vivo.
—Por supuesto, siempre hay dos bandos en cualquier crisis matrimonial. El mío y el de ese capullo. Sinceramente, no sé qué pude ver en él —dijo, con la voz petulante de desilusión—. ¡Debía de estar drogada! Oh sí, ahora que lo pienso, lo estaba. Y luego también estaba esa enorme polla que tiene. —Sonrió, como un gato que acaba de engullir un canario.