Authors: Kathy Lette
El camino hacia la muerte empieza en el momento en que llegamos al mundo… pero desde luego se acelera después de casarse. «Hasta que la muerte nos separe» acababa de adquirir un significado completamente nuevo. Haciendo el equipaje para su luna de miel, Shelly Green había pasado por alto de alguna forma la pistola
Uzi
y las pequeñas granadas de mano que parecían
de rigueur
hoy en día en unas vacaciones tropicales.
La puerta del sótano cayó al suelo y un puñado de rebeldes entró por la rampa en el
bunker
. El líder del grupo rebelde, un niño de unos diecinueve años, les explicó en un inglés fracturado que ellos, el Frente de Liberación, estaban huyendo de la policía que los había perseguido hasta aquí desde el ayuntamiento, necesitaban publicidad y dinero, dijo, y estas tomas de rehenes eran, por lo visto, lucrativas y promocionales.
—¡Va a venir Christiane Amanpour! —dijo entusiasmado.
Kit palideció, sin duda dándose cuenta de que los expertos que trabajaban por la noche en París, Washington y Londres pronto estarían mordiendo las patillas de sus gafas mientras analizaban este
bunker
. Acunó a Matty como si afuera hiciera un frío glacial en vez de los reglamentarios treinta grados centígrados.
Asimismo, los dientes de Shelly estaban castañeteando a pesar de la temperatura tropical.
—Estos… estos adolescentes no pueden ser los rebeldes que dispararon a los oficiales franceses, ¿no?
—Bueno, creo que esos vestigios de órganos corporales sobre sus zapatos podrían darnos una ligera pista.
—Hum, Kit, ¿sabes si nuestro seguro de viaje cubre heridas abiertas en el pecho? —Shelly no podía eliminar el toque de histerismo en su voz—. Oh sí, definitivamente éste es el tipo de vacaciones que me gustan. «Estimados huéspedes, no intenten utilizar las instalaciones del hotel sin un lanzallamas portátil para mayor protección.» —Esto es lo que consigue una chica por sucumbir al crudo deseo, se reprendió a sí misma: un certificado de defunción.
—Cálmate. No podemos ser tomados como rehenes por alguien que lleva camisa de flores y un
lay
—dijo Kit a la ligera, mientras una leve inclinación de su cabeza y un ensanchamiento de los ojos recordaban a Shelly la presencia de la impresionable Matilda—. Son sólo niños. Utilizan Viagra como colirio para tener una mirada más dura. Además —Kit bajó el volumen de voz— tengo un arma. Buscó a tientas en sus bolsillos y sacó una navaja suiza. Sin embargo, estaba tan anquilosada por la falta de uso que, una vez abierta, lo único que pudo sacar fue la cuchara.
—Oh, estupendo. Acucháralo hasta matarlo, por qué no.
—Bueno, mira alrededor —susurró a Shelly—. Tiene que haber algo que podamos usar para defendernos.
Shelly rebuscó por el
bunker
. Sin embargo, todo lo que pudo encontrar fue una pistola de grapas de tamaño industrial en una caja de las reservas de artículos para la papelería del hotel. Se la tendió a Kit.
—Al menos está cargada.
—¿Por qué no les asaltamos? —sugirió el lumbreras literario de Nueva York vestido de cachemira color limón, a pesar de que se quedó, notó Shelly, sentado a salvo.
—Sí, Kit —añadió Shelly—. Parecen peor armados que el estudiante común de un instituto de los suburbios. —El atuendo de combate militar de alta protección de los seis terroristas adolescentes parecía consistir principalmente en camisetas de Britney Spears y pañuelos de playa que sólo ocultaban parcialmente la mitad inferior de sus rostros.
—Y tampoco es que tengan la selección de armas de fuego más impresionante del mundo —concedió Kit, catalogando el alijo de armas—. Aparte de
Uzi
, las pistolas salpicadas de óxido parecen excedentes de Vietnam, y los rifles son unos
Winchester
de palanca abollados como de la época de las guerras de lo bóers.
—¿Cómo te sabes los nombres de esas pistolas?
—Por mi época en el ejército.
—¿Estuviste en el ejército? —preguntó asombrada.
—Pensé que te lo había dicho. Justo antes de mi temporada como actor porno. Unirme al ejército era la única forma de salir del centro de acogida para niños desamparados.
—¿Centro de acogida? ¿Actor porno? ¿Ejército? Cómo no. Tonta de mí. Debería haberlo adivinado. —«¿Qué podría sorprenderle de él ya?», se preguntó Shelly. La Esfinge era menos enigmática que él—. Sabes, Kit, realmente deberías escapar menos.
—¡Me cago en todo! —explotó la estrella de rock, rascándose la ingle de una manera contagiosa—. Tengo que darle los últimos retoques a mi nueva mezcla. —Se pavoneó hacia la salida, esperando las habituales reverencias. Sin embargo, los rebeldes le miraron con impasibilidad—. Abrid la puerta, enclenques hijos de puta, o no os firmaré autógrafos a ninguno —ordeno con iracundo mal humor.
Kit protegió a Matty.
—Oh, qué inteligente. Casi que me parece mejor opción no insultar a los terroristas… sobre todo cuando disparan a la mínima y te están reteniendo como rehén.
Una bala rebotó en el extintor que estaba junto a la cabeza heroica de la estrella de rock, y resonó en el cráneo de Shelly. La estrella de rock soltó un grito normalmente asociado al parto.
El grande, rudo y testosteronado Towtruck armonizó con el sonido de un gato al que estuvieran diseccionando con una motosierra. El
bunker
estaba húmedo y frío con el olor de axilas angustiadas conforme los huéspedes se daban cuenta de que los intrusos eran más que unos simples jóvenes enojados blandiendo eslóganes. Un silencio asfixiante se cernió. Finalmente la chica popular rompió el mutismo, aportando su opinión con una voz ahogada.
—¡Probablemente sean caníbales!
Shelly puso los ojos en blanco.
—Sí, tienes razón. De un momento a otro estarán llevando los lóbulos de tus orejas colgados en un collar.
—Papá, ¿nos van a comer? —preguntó Matilda con los ojos como platos.
—No cariño, claro que no —la tranquilizó Kit, lanzando a la modelo una mirada chispeante—. Deduzco que la modelo frita, al igual que el perro frito, es un manjar estrictamente rural.
En un ajetreo de actividad apremiante, los activistas ahuyentaron a los rehenes hacia el fondo del
bunker
como si fueran pollos. Ya podían olvidarse de «asaltar» a los rebeldes. Los huéspedes del hotel habían adoptado al instante la inercia de los cautivos obedeciendo a cada orden con docilidad de mascotas.
Entonces los revolucionarios hicieron una barricada de sillas contra la puerta. Dos centinelas se ubicaron junto a las contraventanas, vigilando por encima de los alféizares con ojos ansiosos y asomando cañones de fusiles. El resto quitaba azulejos y piedras de las paredes para usarlas como proyectiles o llenaba botellas vacías con el keroseno que habían traído para hacer bombas. Los rehenes observaron con ojos desorbitados a sus anfitriones no invitados, antes de mirar
, en masse
, al mánager para que los dirigiera. Pero desafortunadamente el mánager tenía otro compromiso agonizando en un espasmo de adulación rastrera a los pies de los luchadores por la libertad, suplicando, uno podía suponer, por su vida enclenque. Los clientes del hotel se giraron instintivamente hacia Kit.
—¿Qué hacemos? —preguntó Dominic en un tono debilitado.
—¿Cómo narices quieres que lo sepa? Quizá debería pasarme por mi habitación y coger el kit de supervivencia para golpes de Estado.
—¿Pero cuánto tiempo nos retendrán aquí esos cabrones? —preguntó Gaby a Kit a continuación.
—¿Sobreviviremos? —imploró la mujer del magnate de la cerveza.
Towtruck hizo rechinar su prominente mandíbula abrutada.
—No sin comida. Tengo tanta hambre que me podría comer la entrepierna de un pato que volara a ras de suelo.
—¡Todo lo que tenemos son sándwiches, y yo estoy haciendo la dieta de Courteney Cox libre de trigo! —sollozó la chica popular. Shelly miró a la modelo alucinada. ¿Cómo podía pensar en comida en un momento como éste? Con un poco de suerte, la inanición forzaría a los bulímicos a empezar a comerse a los anoréxicos.
—Bueno, esto es un hotel. Seguro que tenemos una reserva para dos semanas de cerezas al
marraschino
por alguna parte —comentó Kit, fingiendo ligereza para beneficio de Matty.
Gaby le miró con el ceño fruncido.
—¡Menos bromas! Que estos maníacos están armados. Y los revólveres son como los hombres… Ten uno cerca de ti durante mucho tiempo y al final querrás dispararlo.
Kit acababa de empezar a amonestar a Gaby sobre que cerrara su bocaza para variar cuando una explosión silenció sus gemidos quejicosos.
—¿Sé puede saber que contras era eso? —pregunto Shelly, angustiada.
—Por alguna razón no creo que sea una celebración temprana del día de la Bastilla —respondió Kit solemnemente.
Las luces eléctricas empezaron a dar espasmos de manera intermitente. El ventilador orbitó una vez con excentricidad en su eje antes de pararse a trompicones. A la luz atenuada del
bunker
, Shelly aún podía ver la tensión grabada en los rostros de los asustados huéspedes. Se le revolvió el estómago y ella se acerco a la pequeña contraventana con vistas al césped para tomar aire. Fuera vio a la policía con cascos de Darth Vader proyectando sombras de lápidas mientras zigzagueaban cual tiburones por entre los árboles.
A través del tragaluz roto llegó el siseo metálico de electricidad estática proveniente del exterior. Shelly reconoció la voz de Gaspard, distorsionada por un megáfono.
—¡Atención! No hay nada pog lo que pgueocupagse —aseguró a los rehenes… sin duda desde dentro de un vehículo blindado resistente al fuego y a las bombas, pensó Shelly con amargura.
El mánager, que había estado enfrascado en una seria conversación con el líder rebelde cerca de la puerta cerrada con barricada, volvió para dirigirse a la multitud reunida y se aclaró, nervioso, la garganta. Su cara correosa, sobrealimentada e infantil era solemne de manera absurda. Shelly se preparó para otra entrega del libro fraseológico para la dirección del hotel «Soy un cabrón mentiroso con lengua viperina», primero en francés y luego en inglés.
—Bueno, voy a hablarles con franqueza —comenzó lo cual ella descodificó como «estoy a punto de mentir».
»Con toda sinceridad… —lo cual ella tradujo como «estoy a punto de mentir a lo grande».
»No hay ninguna necesidad, en absoluto, de que cunda el pánico. —Una frasecita recurrente que Shelly supo lo que significaba «Aquellos que tengan tabletas de cianuro que se las tomen ahora mismo».
»La policía tiene todo bajo control. Nuestros amigos aquí presentes con pistolas han abierto negociaciones por radio. Se habla de una amnistía.
—¿Qué ha dicho ese hombre sudoroso? —Matty tiró del brazo de Shelly—. Está hablando al revés.
—Ni yo misma podría haberlo expresado mejor, Matty. —Shelly se giró hacia Kit—. Espero que Gaspard negocie. ¿Cómo se dice en francés «no hagas nada precipitadamente»?
—Por experiencias pasadas yo diría que no tienen expresión semejante —dijo Kit con seriedad.
—Bueno, entonces cómo se dice en francés «hablemos esto con tranquilidad y lleguemos a algún acuerdo con los rebeldes».
—«Vamos a machacarte» es la expresión francesa para decir «diplomacia», Shelly. ¿Recuerdas lo que pasó en Ruanda y en Costa de Marfil?
Mientras Matilda trinaba «
… me da leche merengada, ay qué vaca tan salada, tolón tolón, tolón tolón
» de forma desafinada y estridente, Kit gorroneó un pitillo a la estrella de rock que fumaba como una chimenea y lo encendió. Era la primera vez que ella le había visto fumar desde el paseo en limusina.
—¿No lo habías dejado?
—Sabes, no creo que los efectos a largo plazo en la salud sean una preocupación fundamental para ninguno de nosotros ahora —dijo de manera inquietante, añadiendo en voz baja—: de hecho, te quita mucho de la cabeza cuando tu esperanza de vida actual es de, oh, cinco a diez minutos a lo sumo.
—¿Qué quieres decir? —Shelly sintió la fría mano del miedo sobre su corazón.
Kit se inclinó sobre su oreja.
—Gaspard ha prometido negociar. Pero eso es lo que dijeron los franceses durante la crisis de rehenes hace años en Nueva Caledonia, justo antes de que entraran furiosos y dispararan a todo el mundo. Sólo está ganando tiempo mientras hace subir a sus tiradores al tejado del hotel. Los gendarmes han blindado camiones con torretas que disparan cientos de balas por minuto. Gaspard nos traicionará antes de que puedas decir
vichyssoise
. —Kit apagó el cigarrillo y se volvió hacia ella, afligido—. ¿Cómo he podido poner en peligro a Matty así? Su madre tiene razón. No soy un buen padre. —Su rostro implosionó de dolor. Entonces estrechó a Matilda en sus anchos brazos—. Matilda —dijo su nombre como si fuera una oración. Mientras la envolvía con amor, Shelly pudo ver que ésta era una cosa en la que no había mentido… su devoción por su hija.
—Conoces a Jesucristo —preguntó Matty a Shelly, de manera informal, por encima del hombro de su padre, totalmente inconsciente de su angustia.
—No personalmente pero…
—¿Es verdadero o falso? Bajó a la Tierra por alguna extraña razón. ¿Pasó antes de que yo naciera?
—Hum, sí, yo…
—¿Tiene Papá Noel el número de teléfono de Dios?
—Hum…
—¿Cuál es el número de teléfono de Dios?
—Hum…
—Probablemente el 0000000, etc., etc., hasta el infinito. Papá, ¿tienen anticuerpos los malos? ¿Y los bebés? Deben de ser muy pequeños. Si a mí me dispararan una bala, ¿serían mis anticuerpos demasiado pequeños para salvarme?
Kit dio una especie de respuesta ahogada. Shelly nunca lo había visto tan vulnerable. No podía hablar de tan fuerte que era el sabor áspero del remordimiento en su boca. Estaba asombrada con el cambio que se había producido en él. Shelly sintió una punzada de dolor en sus entrañas… hasta que se recordó a sí misma cómo debería de sentirse la madre de Matty.
Gaby, con una oreja pegada a su teléfono móvil, interrumpió las cavilaciones tristes de Shelly al caminar hacia los agresores agitando una camiseta blanca.
—¡Gaby! —Shelly la agarró del hombro—. En nombre de Dios, ¿se puede saber adónde va?
—Voy a ofrecerles una entrevista para la CNN. Tengo el visto bueno de Atlanta y, de todas formas, si les doy a esos cabrones una plataforma, una internacional, para que manifiesten sus objeciones y objetivos, puede que se apacigüen y suelten a algunos de nosotros.