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Authors: Kate Mosse

Tags: #Histórico, Intriga

Sepulcro (8 page)

Respiró hondo y notó cómo el terso amanecer de septiembre se colaba en sus pulmones mezclado con el vapor, el humo y el hollín de la ciudad. La culpa que le invadía al sentir que le había fallado a Léonie ya la había olvidado en los momentos de dicha en que tuvo a su amante en sus brazos. Ahora regresó con toda su potencia, como un dolor agudo en el pecho.

Tomó la determinación de compensarla de alguna manera.

La mano del tiempo le había sujetado por la espalda y lo empujaba hacia su casa. Apretó el paso inmerso en sus pensamientos, en el deleite de la noche recién vivida, el recuerdo de su amante impreso en su mente y en su cuerpo, la fragancia de la piel en los dedos, la textura de su cabello… Le fatigaba el secretismo perpetuo y la ofuscación. Tan pronto se hubieran marchado de París, terminarían las intrigas, la necesidad de inventar visitas imaginarias a las mesas de juego, a los fumaderos de opio, a las casas de dudosa reputación, para encubrir su auténtico paradero.

Haberse visto atacado en la prensa y, con el fin de proteger su secreto, haberse visto incapaz de defender su propia reputación era una situación que le mortificaba. Sospechaba que Constant debía de haber metido mano en todo ello. La difamación de su buen nombre afectaba también a la situación tanto de su madre como de su hermana. A lo sumo, podía conservar la esperanza de que cuando todo saliera a la luz, tendría tiempo suficiente para reparar los daños sufridos en su reputación.

Al doblar la esquina, una rencorosa racha de viento otoñal le dio en la espalda. Se ciñó mejor la chaqueta y lamentó no haberse llevado una bufanda. Cruzó la calle Saint-Marc aún envuelto en sus pensamientos, disfrutando por anticipado los días, las semanas venideras, y no sin reparar en el presente en el que caminaba por la calle.

Al principio no oyó el ruido de los pasos a su espalda. Alguien, dos personas, mejor dicho, apretaban el paso, se le acercaban. Se puso en alerta. Se miró la ropa de gala y cayó en la cuenta de que sería una diana fácil. Desarmado, sin compañía, y posiblemente con las ganancias de una noche en las mesas de juego en los bolsillos.

Anatole apretó la marcha, y los pasos también aceleraron a su espalda. Con la certeza de que alguien le seguía, entró veloz en el callejón Panoramas pensando que podría atajar para salir al bulevar Montmartre, donde estarían abriendo los cafés y era probable que ya hubiese cierto tráfico tempranero, repartidores de leche y carros, que le brindaría cierta seguridad.

Las pocas farolas de gas que seguían encendidas ardían despidiendo una luz fría y azulada cuando pasó por la estrecha hilera de escaparates en donde se vendían sellos y objetos devotos, o una tienda de muebles en la que se exhibía una cómoda antigua, con las molduras estropeadas, el primero de una serie de establecimientos del gremio de anticuarios y tratantes en
objets d'art
que tenían su local en el callejón.

Los hombres le seguían, sin duda.

Anatole notó el aguijonazo del miedo. Se le fue la mano al bolsillo en busca de algo con que defenderse, pero no encontró nada que pudiera servirle de arma.

Avivó más el paso, aunque resistiéndose al deseo de echar a correr. Mejor mantener la cabeza bien alta. Fingir que no pasaba nada raro. Confiar en que saldría de ésta, que llegaría al otro lado del callejón, donde encontraría viandantes antes de que sus perseguidores tuvieran ocasión de echársele encima.

A su espalda, en ese momento, el sonido inconfundible de alguien a la carrera. Captó el destello de un movimiento veloz reflejado en el escaparate de Stern, el grabador, una mera refracción de luz, y Anatole se volvió en redondo, justo a tiempo de defenderse del puñetazo que ya le caía en la cabeza. Se llevó un golpe por encima del ojo izquierdo, pero logró desviar lo peor, y además él consiguió también asestar un puñetazo. El que parecía mandar llevaba una gorra plana, de lana, con un pañuelo oscuro que le ocultaba la mayor parte de la cara. Soltó un gruñido, pero al mismo tiempo Anatole sintió que el otro le sujetaba los brazos por detrás y lo dejaba inerme.

El primer golpe, en la boca del estómago, le cortó la respiración, y luego un puño le alcanzó en la cara, a izquierda, a derecha, como un boxeador en el ring, en una andanada de golpes que llegaron incluso a la base del cuello y dispararon un dolor que recorrió rebotando toda la parte superior de su cuerpo.

Anatole notó que le manaba la sangre del párpado izquierdo, pero logró volverse de lado al menos lo suficiente para esquivar los peores golpes. El que lo sujetaba también se había tapado la cara con un pañuelo, pero llevaba la cabeza descubierta y vio que tenía el cuero cabelludo marcado por unas ampollas enrojecidas, purulentas. Anatole levantó la rodilla y logró propinarle un taconazo en la canilla. Por un instante, éste aflojó su presa al menos lo suficiente para que Anatole pudiera sujetar al otro por el cuello de la camisa y, una vez bien sujeto, mandarlo de un empellón contra los cantos afilados de una de las entradas.

Se abalanzó empleando todo el peso de su cuerpo para tratar de zafarse, pero el primero de los dos lo alcanzó, dándole un veloz manotazo a la altura de la oreja. Había caído prácticamente de rodillas, aunque le dio tiempo a sujetarse al torso del otro, si bien apenas le hizo ningún daño.

Anatole notó los puños del hombre, formando una sola masa, en la nuca. La potencia del golpe le hizo tambalearse, hasta que trastabilló y cayó de bruces. Un tremendo puntapié, propinado con una bota con puntera de acero, le alcanzó en la pantorrilla y lo obligó a rodar por el suelo. Se cubrió con ambas manos la cabeza y arrimó las rodillas hasta el mentón, en un fútil intento por protegerse de lo peor de la agresión, que estaba sin duda por llegar. A medida que le llovían los golpes y sentía explosiones de dolor en las costillas, los riñones, los brazos, se dio cuenta de que tal vez la paliza nunca fuese a terminar.

—¡Eh!

Al fondo del callejón, en la penumbra, Anatole creyó ver una luz.

—¡Eh! ¡Oiga! ¿Qué está pasando ahí?

Por un instante se detuvo el tiempo. Anatole notó el aliento acalorado de uno de sus agresores, que le susurró al oído:

—Una lección.

Entonces, sintió unas manos que recorrían su cuerpo dolorido, unos dedos que se introducían en el bolsillo del chaleco, un tirón seco, y el reloj de su padre arrancado de la leontina.

Por fin, Anatole logró articular palabra.

—¡Aquí! ¡Aquí!

Propinándole una última patada en las costillas, tras la cual, por efecto del dolor, el cuerpo de Anatole se cerró en dos como la hoja de una navaja en la empuñadura, los dos agresores se marcharon a la carrera, huyendo de aquella luz inconstante, el farol del vigilante de noche.

—Aquí —probó a decir Anatole de nuevo, pero no le acompañó la voz.

Oyó los pies que avanzaban arrastrándose hacia él, y el tintineo de la farola al ser depositada en el suelo por el vigilante, que entonces lo miró con cautela.

—Señor, ¿qué ha pasado aquí?

Anatole logró sentarse, permitiendo que el viejo le ayudara.

—Estoy bien —dijo, e intentó recuperar el aliento. Se llevó la mano al ojo y vio que tenía los dedos manchados de sangre.

—Se ha llevado una buena paliza.

—No es nada —insistió—. Sólo un corte.

—Señor, ¿le han robado?

Anatole no contestó de inmediato. Respiró hondo y alargó la mano para que el vigilante le ayudase a ponerse en pie. El dolor le dio una sacudida en la espalda y en ambas piernas. Le costó un momento conservar el equilibrio, antes de enderezarse del todo. Se examinó las manos, volviéndolas de un lado y de otro. Tenía los nudillos despellejados, ensangrentados, y las palmas manchadas de sangre, del corte que tenía encima de la ceja. Notó otro corte en el tobillo, la carne abierta y el roce con la tela del pantalón.

Anatole se tomó otro momento para recuperar del todo la compostura y entonces se alisó un poco la ropa.

—¿Es mucho lo que le han quitado, señor?

Se palpó los bolsillos y le sorprendió encontrar la cartera y la pitillera en su sitio.

—Parece que sólo se han llevado mi reloj —susurró. Fue como si sus palabras llegasen desde muy lejos, al tiempo que una idea se le coló en la cabeza y echó raíces. No había sido víctima de un robo al azar. Mejor dicho, ni siquiera había sido un robo. Había sido una lección, tal como le dijo el hombre en un susurro al oído.

Apartando el pensamiento de su mente, Anatole sacó un billete y lo deslizó entre los dedos manchados de tabaco del viejo vigilante.

—En gratitud por su ayuda, amigo mío.

El vigilante miró el billete y sonrió involuntariamente.

—Es muy generoso, señor.

—Pero no le diga nada a nadie, no hace falta. Ahora, ¿me podría encontrar un coche de punto?

El hombre se llevó los dedos al ala del sombrero.

—Lo que usted diga, señor.

C
APÍTULO
8

L
éonie despertó con un sobresalto, con el corazón en la boca, completamente desorientada.

Por un instante ni siquiera acertó a recordar por qué estaba envuelta en una manta de lana, en el salón, acurrucada. Se miró entonces el vestido de noche, desgarrado y sucio, y recordó. La trifulca del palacio Garnier.

La cena a última hora con Anatole. Achille tocando nanas al piano durante gran parte de la noche. Miró el reloj de Sevres, en la repisa.

Eran las cinco y cuarto. Helada hasta los huesos y con un resto de náuseas, salió sin hacer ruido al pasillo y lo recorrió despacio, reparando en que la puerta de Anatole también estaba cerrada. Ambas observaciones le resultaron reconfortantes.

Su dormitorio estaba al fondo. Silencioso, bien ventilado, era el más pequeño de los cuartos de uso particular, aunque estaba bellamente decorado en rosa y azul. Una cama, un armario, una cómoda, una jofaina con una jarra de porcelana azul y blanca, un tocador y un taburete de tres patas, rematadas en unas garras, con un asiento tapizado.

Léonie se quitó el desmadejado vestido de noche dejando que cayera al suelo y se desató las enaguas. El dobladillo de encaje del vestido estaba completamente gris y desgarrado en varios lugares. La criada iba a tener trabajo para arreglarlo. Con dedos torpes, se desató el corsé y soltó los ganchos uno a uno, hasta que pudo quitárselo del todo, y lo arrojó sobre el taburete. Se roció la cara con un poco de agua fría y se puso el camisón para meterse en la cama.

Le despertó horas más tarde algún ruido de los criados.

Al darse cuenta de que tenía hambre, se levantó deprisa, retiró las cortinas y abrió la persiana y la ventana de par en par. La luz del día había devuelto a la vida aquel mundo anodino. Se maravilló, tras los sucesos de la noche anterior, de que París, por su ventana, pareciera el mismo de siempre, sin el menor cambio. Mientras se cepillaba el pelo, examinó su reflejo en el espejo, en busca de algún signo revelador en su rostro. Le decepcionó que no hubiera nada.

Lista para desayunar, Léonie se puso una bata gruesa de brocado, en la que el color azul dominaba, por encima del camisón de algodón blanco, abrochándose los lazos en la cintura con una doble lazada bien vistosa, y salió al pasillo.

El aroma del café recién hecho le salió al paso nada más entrar en el salón, y en ese instante se quedó quieta. Por lo común, tanto su madre como Anatole estaban ya sentados a la mesa. Muy a menudo, Léonie desayunaba sola.

Pese a lo temprano de la hora, su madre ya estaba inmaculadamente arreglada. Marguerite se había recogido el cabello oscuro con verdadero arte, en el moño de costumbre, y ya se había empolvado ligeramente las mejillas y el cuello. Estaba sentada de espaldas a la ventana, pero a la inclemente luz de la mañana ya eran visibles en torno a sus ojos y su boca algunas leves arrugas. Léonie reparó en que llevaba un nuevo negligé, de satén rosa, con un lazo amarillo, y suspiró. Seguramente, otro obsequio del pretencioso Du Pont.

Cuanto más generoso sea, más tiempo tendremos que aguantarlo.

Tras sentir una puñalada de culpabilidad por haber albergado pensamientos tan poco caritativos, Léonie se acercó a la mesa y besó a su madre en la mejilla con más entusiasmo que de costumbre.

—Buenos días, mamá —le dijo, y se volvió a saludar a su hermano.

En ese momento, nada más verlo, se le abrieron los ojos como platos. Él tenía el izquierdo cerrado a causa de la hinchazón, además de llevar una mano vendada y ostentar una moradura amarillenta en torno a la mandíbula.

—Anatole, ¿se puede saber qué…?

La interrumpió en seco.

—Estaba contándole a mamá cómo vos vimos atrapados anoche en los alborotos de los manifestantes que tomaron al asalto el palacio Garnier —aclaró él en tono imperioso, traspasándola con la mirada—. Y qué malísima suerte tuve al llevarme unos cuantos mamporros.

Léonie se quedó atónita mirándolo.

—Incluso ha salido en la primera plana de Le Fígaro —dijo Marguerite, y golpeó el periódico con una de sus uñas inmaculadas—. ¡Sólo de pensar lo que podía haber pasado…! Te podían haber matado, Anatole. Gracias al cielo que estuviste allí para cuidar de Léonie. Aquí dice que hubo varios muertos.

—No te inquietes, mamá, que ya me ha visto el médico —dijo él—. En realidad, tiene peor pinta de lo que es.

Léonie abrió la boca, a punto de decir algo, y la cerró en el acto, al captar una mirada de advertencia que le lanzó Anatole.

—¡Más de cien detenidos! —siguió diciendo Marguerite—. ¡Varios muertos! ¡Y explosiones, nada menos! ¡En el palacio Garnier! A todas luces, París se está convirtiendo en una ciudad intolerable. Es una ciudad sin ley. La verdad es que esto ya no hay quien lo soporte.

—No hay nada que soportar, mamá —apostilló Léonie con impaciencia—. Tú no estuviste allí, yo me encuentro bien, y Anatole… —calló un momento, y lo miró largo y tendido—, Anatole ya te ha dicho que está bien, que la cosa parece peor de lo que es. No hay por qué inquietarse.

Marguerite esbozó una sonrisa desmadejada.

—No tenéis ni idea de lo que ha de sufrir una madre.

—Ni lo quiero saber —masculló Léonie para sus adentros, tomando a la vez un panecillo y untándolo generosamente con mantequilla y mermelada de albaricoque.

Durante un rato, el desayuno transcurrió en silencio. Léonie siguió lanzando miradas inquisitivas a Anatole, que prefirió no hacer caso.

Llegó la criada con el correo en una bandeja.

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