Los manifestantes ya estaban arrancando de cuajo el telón de los rieles y pateaban todo el escenario. Los árboles, el agua y las rocas pintadas en el decorado, los soldados imaginarios del siglo X, fueron destruidos por una muchedumbre muy real, sólo que en pleno siglo XIX. El escenario se llenó poco a poco de leños astillados, de lienzos desgarrados, de nubes de polvo, a medida que el mundo de
Lohengrin
fue cayendo en la batalla.
Al final hubo quien resolvió oponer resistencia. Una cohorte de jóvenes idealistas y de veteranos de las antiguas campañas se agrupó en las plateas, resueltos todos ellos a atacar a los nacionalistas que se habían apoderado del escenario. La puerta que separaba el auditorio del fondo del escenario se abrió de golpe.
Cargaron por los laterales y unieron fuerzas con el personal y los tramoyistas del teatro de la Ópera, que ya avanzaban contra los nacionalistas antiprusianos entre bambalinas.
Léonie contempló lo que estaba ocurriendo, apabullada, pero al mismo tiempo embelesada por el espectáculo. Un hombre muy apuesto, apenas un muchacho, con un traje de gala prestado que le venía grande y un bigote de guías enceradas, se abalanzó contra el cabecilla de los manifestantes. Lanzando los brazos al cuello del otro, trató de dar con él por tierra. Lucharon cuerpo a cuerpo y, de sopetón, fue el joven quien se vio derribado. Dio un grito de dolor en el momento en que una bota con puntera de acero le alcanzó de lleno en el abdomen. Tras él cayó un tramoyista al recibir el impacto de una estaca en toda la
cabeza…
—
Vive la Frunce! Á bas.
Se había apoderado de ellos la sed de sangre. Léonie vio los ojos de la muchedumbre, desorbitados de pura excitación, de frenesí, a medida que aumentaba la violencia de manera visible. Vio sus mejillas arreboladas, febriles.
—
S'il vous plaît
—exclamó a la desesperada, pero nadie la llegó a oír, y siguió sin hallar forma de pasar.
Léonie se encogió al ver que otro tramoyista era arrojado con virulencia desde el escenario. Su cuerpo, contra su voluntad, trazó un salto mortal por encima del foso de la orquesta ya abandonado y cayó a plomo sobre la balaustrada de bronce. El brazo y el hombro se le descoyuntaron en una postura antinatural. No cerró los ojos.
A Léonie las piernas se le habían vuelto de plomo.
Tienes que salir de aquí como sea. Atrás.
Pero le pareció como si el mundo fuera a ahogarse en sangre, en huesos astillados, en carne desgarrada. No veía otra cosa que el odio que desfiguraba los rostros de los hombres a su alrededor. A menos de cinco metros de donde se encontraba, un hombre andaba a cuatro patas, con el chaleco y la chaqueta abiertos. Dejó embadurnada de sangre, y en la sangre quedaron impresas las huellas de sus manos, la tarima del escenario.
Tras él se alzó un arma.
¡No!
Léonie quiso lanzarle un grito de aviso, pero el espanto le había robado la voz. Se abatió el arma sobre él. Hizo contacto. El hombre resbaló y cayó pesadamente de costado. Miró a su atacante, vio el cuchillo y alzó ambas manos para protegerse en el momento en que la hoja caía sobre él en vertical. El metal hizo contacto con la carne. La víctima dio un alarido cuando el cuchillo salió de sus carnes y se volvió a introducir en ellas, entrando hasta el mango en su pecho.
El cuerpo del hombre dio una sacudida y se retorció igual que una marioneta de las que había visto en el quiosco de los Campos Elíseos, agitando brazos y piernas hasta quedar inmóvil del todo.
Léonie se quedó asombrada al darse cuenta de que estaba llorando. Entonces el miedo volvió a invadirla con mayor violencia, abarcándolo todo, sin darle un resquicio.
—
S'il vous plaît
—volvió a gritar—, déjenme pasar.
Trató de abrirse paso empujando con los hombros, pero era demasiado menuda, demasiado liviana. Una gran masa de personas se interponía entre ella y la salida, y el pasillo central estaba además bloqueado por los cojines carmesí que habían ido cayendo. Bajo el escenario, en la conmoción, con el frenesí que había colapsado la circulación del aire, los chorros de gas despedían chispas que caían rociando las partituras abandonadas por los músicos en los atriles. Un chisporroteo anaranjado, una súbita llamarada. La parte inferior del escenario, de madera, comenzó a arder.
—
Au feu! Au feu!
Con este grito, un pánico de otro nivel superior barrió la totalidad del auditorio. El recuerdo de aquel infierno que había asolado el teatro de ópera cómica cinco años antes, acabando con la vida de más de ochenta personas, se apoderó de todos los presentes.
—¡Déjenme pasar! —gritó Léonie—. Se lo suplico.
Nadie le hizo el menor caso. Bajo sus pies, el suelo estaba alfombrado de programas, sombreros de damas y caballeros, los guantes manchados, y estaba marcado por las huellas de botas y zapatos. Y los quevedos y prismáticos, como los huesos secos en un sepulcro antiguo, se astillaban al pisarlos.
Léonie no veía nada más que los codos y las espaldas de los que estaban por delante de ella, pero siguió avanzando centímetro a centímetro, dolorosamente, hasta conseguir abrir brecha entre el punto en que se encontraba y la zona en que era más violenta la refriega.
Entonces, a su lado, percibió a una dama de avanzada edad y notó que tropezaba y que iba a desplomarse.
La van a pisotear.
Léonie alargó velozmente la mano y sujetó a la señora por el codo. Bajo la tela inmaculada, notó que sujetaba un brazo delgado, quebradizo.
—Yo sólo quería escuchar la música —decía la mujer entre sollozos—. Que sea alemana o francesa a mí me da igual. Qué cosas hay que ver en estos tiempos que corren. Que todo esto vuelva a suceder de nuevo…
Léonie trastabilló hacia delante, sujetando todo el peso de la anciana y avanzando a trompicones hacia la salida. A cada paso que daba era como si la carga se le multiplicara. La anciana estaba a punto de perder el conocimiento. Sus párpados vetustos, de una piel fina como el papel, se abrían y se cerraban sin compás.
—¡Ya no queda mucho! —le gritó Léonie—. Por favor, aguante, por favor. Un poco más… —dijo cualquier cosa con tal de que la anciana siguiera en pie—. Ya casi estamos en la puerta. Ya casi estamos a salvo.
Descubrió por fin la librea familiar de uno de los empleados del teatro de la ópera.
—Pero ayúdeme, por Dios —le gritó—. ¡Por aquí, rápido!
El ujier la obedeció en el acto. Sin mediar palabra, alivió a Léonie de su carga, tomando a la anciana en brazos y sacándola al Grand Foyer.
A Léonie se le aflojaron las piernas y estuvo a punto de ceder de agotamiento, pero sacó fuerzas de flaqueza y siguió adelante. Sólo unos cuantos pasos más.
De pronto, una mano la sujetó por la muñeca.
—No —gritó—. ¡No!
No estaba dispuesta a quedar atrapada allí dentro, con el fuego, el gentío y las barricadas. Léonie dio un golpe a ciegas, pero sólo acertó a palmotear al aire.
—¡No me toque! —chilló—. ¡Suélteme!
L
éonie, soy yo. ¡Léonie! Una voz de hombre, una voz familiar, que le devolvió la confianza. Y un olor a aceite de sándalo para el cabello y a tabaco turco.
¿Anatole? ¿Allí?
Unas manos fuertes la sujetaron por la cintura y la auparon para ayudarla a desembarazarse del gentío que la rodeaba.
Léonie abrió los ojos.
—¡Anatole! —exclamó, y le echó los brazos al cuello—. ¿Dónde te habías metido? ¿Cómo has sido capaz…? —Lo que empezó por ser un abrazo pasó a ser una agresión, al asestarle ella en el pecho, con fuerza, sucesivos puñetazos—. Te estuve esperando ya ni sé… Pero no viniste. ¿Cómo pudiste dejarme a…?
—Lo sé —respondió él con presteza—. Tienes todo el derecho del mundo a soltarme una buena reprimenda, pero te pido que no lo hagas ahora.
La ira que ella sentía desapareció tan deprisa como había llegado.
De repente, extenuada, apoyó la cara sobre el ancho pecho de su hermano.
—He visto…
—Lo sé, pequeña —dijo él con ternura, pasándole la mano por el cabello despeinado—, pero los soldados ya están ahí fuera. Debemos marcharnos si no queremos arriesgarnos a que nos sorprendan en plena batalla.
—Qué odio se les notaba en la cara, Anatole. Lo destruyeron todo. ¿Lo has visto? ¿Lo has llegado a ver?
Léonie no intentó contener la excitación que se acumulaba en su interior, que bullía y ascendía desde su estómago a su garganta, hasta salirle a borbotones por la boca.
—Con las manos desnudas, han…
—Ya me lo contarás después —dijo él en tono imperioso—. Ahora tenemos que marcharnos de aquí. Vamos.
Sin esperar un solo instante, Léonie recuperó la cordura. Respiró hondo.
—Eso es, buena chica, así me gusta —aprobó él al ver que la determinación había vuelto a ella—. Vamos, ¡deprisa!
Anatole se sirvió de su estatura, de su agilidad y su fuerza para abrirse camino en medio de la muchedumbre que salía precipitadamente del auditorio.
Atravesaron las cortinas de terciopelo para llegar al caos. Tomados de la mano, recorrieron las plateas y bajaron entonces por el Grand Escalier. El suelo de mármol, lleno de botellas de champán, de cubos de hielo volcados, de programas de mano olvidados, era como una pista de hielo bajo los pies de ambos. Resbalando, pero sin llegar a perder del todo el equilibrio, alcanzaron las puertas acristaladas y se vieron de pronto en la plaza de la Ópera.
En ese preciso instante, a su espalda, se oyó el estrépito de los cristales que reventaron.
—Léonie, ¡por aquí!
Si había llegado a pensar que las escenas vividas en el interior de la Grande Salle eran impensables, las que vio en las calles nada más salir le parecieron aún peores. Los manifestantes nacionalistas, los
abonnés,
se habían apoderado también de la escalinata de acceso al palacio Garnier. Armados de palos, botellas y cuchillos, formaban en fila de tres, a la espera, atentos, sin dejar de corear sus consignas. Abajo, en la plaza de la Ópera, las hileras de soldados con casacas rojas y cascos dorados esperaban a su vez rodilla en tierra, apuntando con los fusiles a los manifestantes, atentos a la voz de mando que les ordenase abrir fuego.
—Son muchísimos —exclamó.
Anatole no dijo nada, pero se la llevó en medio del gentío que se apiñaba ante la fachada barroca del palacio Garnier. Llegó hasta la esquina y giró bruscamente para tomar la calle Scribe y así salir de la línea de fuego. Se dejaron llevar por la masa, los dedos fuertemente entrelazados, para no separarse el uno del otro, y así recorrieron una manzana de edificios, sacudidos, encajonados y empujados, como los despojos que bajan a merced de una rápida corriente en un río desbordado.
Por un instante, Léonie se sintió a salvo. Estaba con Anatole.
Partió el aire en dos la detonación de un solo disparo. Por un instante, la marea humana se detuvo y, como si se tratase de un único movimiento de un solo ser, se abalanzó de nuevo con fuerza redoblada. Léonie sintió que se le escapaban las chinelas de los pies y de pronto notó que las botas de los hombres le golpeaban los tobillos, que le pisoteaban la cola del vestido. A duras penas pudo mantener el equilibrio. Una andanada de balas resonó tras ellos. El único punto firme eran las manos de Anatole.
—No me sueltes —exclamó.
Tras ellos, una explosión sacudió el aire. Se estremeció la acera bajo sus pies.
Léonie, dándose la vuelta a medias, vio un hongo polvoriento, de humo sucio, grisáceo y recortado sobre el cielo de la ciudad, que se alzaba en dirección a la plaza de la Ópera. Le llegó entonces un segundo estallido no menos potente, que reverberó de nuevo en la acera y que sintió vibrar en las plantas de los pies. El aire en derredor de ambos pareció primero solidificarse, después plegarse sobre sí mismo.
—
Des canons! Ils tirent!
—
Non, non, c'est des petards.
Léonie dio un grito y apretó más fuerte la mano de Anatole. Siguieron adelante, siempre adelante, sin la menor idea de dónde podrían terminar, sin el menor sentido del tiempo, empujados tan sólo por un instinto animal que a ella le decía que no parase, que no se detuviese siquiera un instante, al menos hasta que el estruendo y la sangre y el polvo no hubiesen quedado muy atrás.
Notó el cansancio en las extremidades, notó que el agotamiento se apoderaba de ella, pero no por ello dejó de correr y siguió corriendo hasta que ya no pudo dar un paso más. Poco a poco fue menguando el gentío que los rodeaba, hasta que por fin se encontraron en una calle tranquila, muy lejos de la batalla que había estallado con las explosiones y los disparos de las armas. Sentía una gran debilidad en las piernas y estaba acalorada, arrebolada, húmeda la piel con el fresco de la noche.
Al detenerse, Léonie alargó una mano para apoyarse contra una pared. El corazón le latía desbocado, febril. La sangre le martilleaba en los oídos, sonora, pesada.
Anatole se detuvo y se apoyó de espaldas contra la pared. Léonie se venció apoyándose en él, desparramados sus rizos de cabello cobrizo por la espalda como una bobina de seda salvaje, y notó que los brazos de él la rodeaban por los hombros en un gesto protector.
Engulló a bocanadas el aire de la noche tratando de recobrar la respiración. Con los dedos exhaustos se quitó los guantes manchados, descoloridos por el hollín de las calles de París, y los dejó caer al suelo.
Anatole se pasó los dedos por el cabello negro y espeso que le había caído sobre la frente alta y por lo común despejada, y en parte también sobre los altos pómulos. También resoplaba con dificultad, a pesar de las horas que dedicaba a entrenar en los salones donde practicaba la esgrima.
Inusitadamente, parecía estar sonriendo.
Pasó un rato sin que ninguno de los dos dijera nada. El único sonido era el ronco resuello de ambos, nubes de vaho en la fresca noche de septiembre. Por fin Léonie se armó de valor y se sintió más reconfortada.
—¿Por qué tardaste tanto? —le interpeló como si todo lo ocurrido en aquella última hora jamás hubiera tenido lugar.
Anatole la miró con incredulidad y se echo a reír, al principio comedido, luego con más fuerza, tratando de decir algo, colmando el aire de bufidos.
—¿Me vas a reñir así, pequeña, incluso en un momento como éste?