Anatole prefirió no hacer caso de la interrupción.
—Él cree que la evocación, la sugerencia y el matiz son más poderosos, más fieles a la verdad y más esclarecedores que cualquier afirmación y cualquier descripción. Cree que el valor y el poder de los recuerdos más remotos sobrepasan de largo los del pensamiento consciente y explícito.
Léonie sonrió. Admiraba la lealtad de su hermano por su amigo, pero se dio perfecta cuenta de que sólo estaba repitiendo punto por punto palabras que antes había oído de labios del propio Achille… A pesar de la apasionada defensa que Anatole hizo de la obra de su amigo, sabía perfectamente que sus gustos musicales estaban más en la línea de Offenbach y de la orquesta del Folies-Bergère que en la de cualquiera de las producciones de Debussy o Dukas o cualquier otro de sus amigos del conservatorio.
—Y ya que estamos haciéndonos confidencias —añadió—, reconozco que la semana pasada volví a la calle de la Chaussée d'Antin para adquirir un ejemplar de
Cinq Poémes,
de Achille.
A Léonie le brillaron los ojos debido al repentino enojo.
—Anatole, ¡le diste a mamá tu palabra…!
Él se encogió de hombros.
—Lo sé, pero no pude evitarlo. El precio era sumamente razonable, y será sin duda una buena inversión, sobre todo si piensas que Bailly tan sólo ha impreso ciento cincuenta ejemplares.
—Hemos de tener más cuidado con el dinero. Mamá confía en que seas prudente. No podemos permitirnos el lujo de incurrir en nuevas deudas. —Calló un instante y añadió—: Por cierto, ¿a cuánto ascienden nuestras deudas?
Se miraron los dos a los ojos.
—Esta noche te encuentro muy franca.
—¿Son cientos de francos? ¿O son miles?
—De veras, Léonie… Nuestras finanzas domésticas no son asunto por el que tú debas preocuparte.
—Pero es que…
—Pero es que nada —dijo él con firmeza.
Mohína, ella le volvió a medias la espalda.
—¡Me tratas como si fuera una niña!
Él rió.
—Cuando te cases, ya volverás loco a tu marido a fuerza de preguntarle por el presupuesto doméstico, pero hasta que llegue ese día… Sea como fuere, te doy mi palabra de que de ahora en adelante no gastaré un solo
sou
sin tener antes tu permiso.
—Y ahora te quieres reír de mí. Qué falta de consideración.
—Te lo aseguro: ni siquiera un céntimo —dijo bromeando.
Ella lo fulminó con una larga mirada antes de rendirse.
—Te pienso pedir cuentas, no lo olvides —suspiró. No había nada que ganar con una riña.
Anatole se trazó una cruz sobre el pecho con el dedo índice.
—Palabra de honor.
Por un instante se sonrieron el uno al otro, y al cabo desapareció todo asomo de broma de su rostro. Se inclinó sobre la mesa y cubrió la mano pequeña y blanca de su hermana con la suya.
—Déjame que hablemos en serio un solo instante, pequeña —le dijo—. Me resulta muy difícil perdonarme por el hecho de que mi impuntualidad te haya obligado a pasar tú sola lo que has tenido que padecer esta noche. ¿Sabrás perdonarme tú?
Léonie sonrió.
—Eso ya está olvidado.
—Tu generosidad de espíritu es mucho más de lo que yo merezco. Además, te condujiste con gran valentía. Cualquier otra muchacha de tu edad habría perdido la cabeza. —Le estrechó los dedos y retiró la mano—. Me siento orgulloso de ti. —Se recostó en el respaldo y encendió otro cigarrillo—. Aunque es posible que descubras que todo lo ocurrido esta noche habrá de volver a ti. Los grandes alborotos tienen la costumbre de perdurar cuando su causa ya no existe.
—No soy tan timorata que me den miedo las sombras —dijo ella con firmeza. Se sentía completamente viva: más alta, más osada, más sagaz, más ella misma que nunca. No creía que nada pudiera ya inquietarla.
El reloj de la repisa dio la hora.
—Al mismo tiempo, Anatole, debo decirte que nunca te habías perdido el momento en que se levanta el telón…
Anatole dio un trago de coñac.
—Siempre hay una primera vez para todo.
Léonie entornó los ojos.
—¿Qué fue lo que tanto te entretuvo? ¿Por qué te retrasaste?
Lentamente depositó la copa ancha sobre la mesa y se atusó entonces las guías enceradas del bigote. Señal inequívoca de que algo no era del todo fiel a la verdad.
Léonie entornó los ojos.
—Anatole…
—Tenía que reunirme con un cliente de fuera de la ciudad. Estaba previsto que llegara a las seis, pero se retrasó, y además se quedó más tiempo del que yo había calculado en principio.
—Y sin embargo ya llevabas la ropa necesaria para ir al estreno… ¿O acaso volviste a casa antes de venir a recogerme al palacio Garnier?
—Había tomado la precaución de llevarme la ropa de gala a la oficina.
Con un repentino y ágil movimiento, Anatole se puso en pie, cruzó el salón y tiró del cordón de la campana, deteniendo la conversación en seco. Antes de que Léonie pudiera hacer una pregunta más, los camareros aparecieron para recoger la mesa, con lo que lodo diálogo entre ellos resultó ya imposible.
—Es hora de que te lleve a casa —dijo él, y con la mano la sujetó por el codo para ayudarla a levantarse—. Me quedaré mucho más tranquilo en cuanto te vea en un coche de punto.
Minutos después estaban los dos de pie en la calle.
—¿Tú no vuelves conmigo?
Anatole la ayudó a subir al coche y cerró el pestillo.
—Creo que voy a hacer una visita a Chez Frascati. Tal vez juegue un par de manos a las cartas.
Léonie sintió una punzada del pánico.
—¿Y qué le digo yo a mamá?
—Ya se habrá retirado.
—¿Y si no es así? —gimió, procurando aplazar el momento de la despedida.
Él la besó en la mano.
—En tal caso, dile que no me espere levantada.
Anatole estiró la mano para entregar un billete al cochero.
—Calle Berlín —le dijo, y retrocedió un paso para dar un golpe en el lateral del coche de punto.
—Que duermas bien, pequeña. Te veo mañana en el desayuno.
Restalló el látigo. Los faroles del coche golpetearon contra los costados en el momento en que los caballos arrancaron con el tintineo de los arneses y el claqueteo de las herraduras sobre los adoquines.
Léonie bajó la ventanilla y se asomó. Anatole permanecía en un charco de luz amarillenta y brumosa, bajo el siseo de las farolas de gas, mientras que desde el cigarrillo que tenía en la mano ascendía un hilo de humo.
¿Por qué no me ha dicho cuál era la razón de su tardanza?
No dejó de mirarlo, reacia a perderlo de vista, al tiempo que el coche traqueteaba por la calle Caumartin, por delante del hotel Saint-Petersbourg, por delante del alma máter del propio Anatole, el Lycée Fontanes, camino del cruce con la calle Saint-Lazare.
Lo último que vio Léonie antes de que el coche doblara la esquina fue cómo Anatole lanzaba la brasa de su cigarrillo a una cloaca. Entonces volvió sobre sus talones y entró de nuevo en el bar Romain.
L
éonie entró en la vivienda con su propia llave. Había quedado prendida una lámpara de gas que le indicaba el camino. Dejó la llave en un cuenco de porcelana que se encontraba en la mesa del recibidor, junto a la bandeja de plata en la que no había una sola carta ni una sola tarjeta de visita. Apartó la estola de su madre del cojín y se sentó en el sillón del vestíbulo. Se quitó las chinelas sucias y las medias de seda allí mismo, dándose un breve masaje en los pies y pensando en las evasivas de Anatole. Si no había motivo de vergüenza en sus actos, ¿por qué no le dijo cuál era la razón de que llegase tarde a la ópera?
Léonie echó un vistazo por el pasillo y descubrió que la puerta de la habitación de su madre estaba cerrada. Se sintió decepcionada. Tiempo atrás, la compañía de Marguerite le había resultado frustrante; sus temas de conversación, limitados y previsibles. Pero esa noche hubiera agradecido un poco de compañía a altas horas.
Tomó la lámpara y entró en el salón. Era una pieza amplia, generosa, que ocupaba todo el frente de la vivienda y daba a la propia calle Berlin. Los tres ventanales estaban cerrados, pero las cortinas de cretona amarilla que colgaban del techo al suelo habían quedado abiertas.
Dejó la lámpara en la mesa y echó un vistazo a la calle desierta. Cayó en la cuenta de que tenía frío. Pensó en Anatole, lo imaginó en algún punto de la ciudad y confió en que estuviera sano y salvo.
Por fin, en ese momento comenzaron a rondarle pensamientos sobre lo que pudo haber pasado. La animación que la había sustentado a lo largo de la larga noche se había agotado de golpe, dejándola asustada, temerosa, tanto más por llegar con tanto aplazamiento. Notó como si todas sus extremidades, todos sus músculos y todos sus sentidos quedaran abrumados por el recuerdo de lo que había presenciado.
Sangre y huesos rotos y odio.
Léonie cerró los ojos, pero todos y cada uno de los incidentes vividos, aislados, regresaban a su conciencia con toda claridad, como si los hubiera atrapado con el obturador de una cámara. El hedor de las bombas caseras hechas con excrementos y fruta podrida. Los ojos vitreos, helados, de aquel hombre cuando el cuchillo se le hundió en el pecho, aquel momento único y paralizante en el que pendió entre la vida y la muerte.
Había un gran chal de lana verde colgado sobre el respaldo de la
cbaise longue.
Se envolvió en él echándoselo por los hombros, bajó la lámpara de gas y se acurrucó en su sillón preferido, con las piernas dobladas bajo el cuerpo.
De súbito, desde el piso de abajo, la música comenzó a filtrarse por la tarima del suelo. Léonie sonrió. El amigo de Anatole, su vecino, estaba de nuevo al piano. Miró el reloj de la repisa.
Pasa de la medianoche.
Léonie recibió con agrado la información de que no era la única que estaba en vela en la calle Berlín. Encontró algo tranquilizador en la presencia de Achille. Se acurrucó mejor en el sillón en el momento en que reconoció la pieza.
La demoiselle élue,
una composición que Anatole a menudo decía que Debussy había escrito pensando en Léonie. Ella sabía que eso no era cierto. Achille le había dicho que el libreto era la traducción en prosa de un poema de Rossetti, que a su vez estaba inspirado en un poema de monsieur Poe, «El cuervo». Fuera cierto o no, era una pieza a la que tenía especial afecto, y lo etéreo de sus acordes encajaba a pedir de boca con el ánimo que tenía a medianoche.
Sin previo aviso descendió sobre ella otro recuerdo. La mañana del funeral. Aquel día, igual que en esos momentos, Achille martilleaba el piano sin compasión, notas negras aisladas y el empaste de las blancas que ascendían por la tarima del suelo, hasta el momento en que Léonie creyó que iba a enloquecer si seguía oyéndole tocar. Aquella solitaria hoja de palma que flotaba en el cuenco de cristal. El aroma enfermizo del ritual y de la muerte, que se insinuaba en todos los rincones de la vivienda; el olor a incienso quemado, a velas, para enmascarar el dulzor empalagoso del cadáver en el féretro cerrado.
Estás confundiendo lo que fue con lo que es.
En aquel entonces, casi todas las mañanas desaparecía él de la vivienda antes de que la luz diera de nuevo forma al mundo. Las más de las noches regresaba a casa mucho después de que la servidumbre se hubiera retirado. Una vez estuvo ausente durante toda una semana sin dar explicación. Cuando por fin se armó Léonie del valor necesario para preguntarle dónde había estado, le dijo que eso no era asunto de su incumbencia. Supuso que pasaba las noches en las mesas de juego. También sabía, por los chascarrillos de la servidumbre, que había sido objeto de denuncias y difamaciones anónimas en las columnas de los periódicos y de viva voz.
Empezó a ser físicamente notorio que aquello le estaba pasando factura. Se le pusieron las mejillas macilentas. Adelgazó. Tenía la piel transparente. Sus ojos castaños se le habían apagado, los tenía continuamente inyectados en sangre, los labios resquebrajados, marchitos. Léonie haría cualquier cosa con tal de impedir que volviera a producirse aquel deterioro.
Sólo cuando ya volvían a salir las hojas en el bulevar Malesherbes y cuando los senderos del parque Monceau volvieron a llenarse de flores blancas, rosas y moradas, cesaron de súbito todos los ataques a su honor. Entonces mejoró su ánimo y recuperó la salud. El hermano mayor al que conocía y amaba le fue devuelto íntegramente. Desde entonces no hubo más desapariciones, más evasivas, más verdades a medias.
Hasta esta noche.
Léonie reparó en que tenía húmedas las mejillas. Se secó las lágrimas con los dedos fríos y se arropó mejor con el chal.
Estamos en septiembre, no en marzo.
Pero en el fondo de su corazón Léonie se siguió sintiendo fatal. Sabía que él le había mentido. Por eso se mantuvo en guardia ante la ventana, dejando que la música de Achille la arrullase, la adormeciera a medias, al tiempo que en todo momento ansiaba oír el ruido de la llave de Anatole en el cerrojo.
Jueves, 17 de septiembre
T
ras dejar durmiendo a su amante, Anatole salió sigiloso de la pequeña habitación de alquiler. Con cuidado de no molestar al resto de los inquilinos de la pensión, recorrió despacio el pasillo y bajó las escaleras estrechas y polvorientas en calcetines, con los zapatos en la mano. Una lámpara de gas alumbraba cada rellano, y así fue descendiendo hasta llegar al pasadizo que daba a la calle.
Aún no había amanecido, aunque París ya despertaba. A lo lejos, Anatole oyó el paso de los carruajes de reparto. Ruedas de madera o metal sobre los adoquines, los carros que repartían la leche y el pan recién horneado en los cafés y los bares del barrio de Montmartre.
Se detuvo a ponerse los zapatos. La calle Feydeau estaba desierta y no se oía otro ruido que el de sus tacones en la acera. Sumido en sus pensamientos, Anatole caminó deprisa hacia el cruce con la calle Saint-Marc con la intención de atajar pasando por el callejón Panoramas. No vio a nadie, no oyó a nadie.
Sus pensamientos repicaban en su cabeza. ¿Saldría bien el plan que habían ideado? ¿Podría tal vez salir de París sin que nadie reparase en él, sin levantar sospechas? A pesar de toda la reñida conversación de las horas previas, Anatole tenía sus dudas. Sabía que su comportamiento en las próximas horas iba a ser determinante para su éxito o su fracaso. Léonie ya le había dado muestras de suspicacia, y como su apoyo habría de ser crucial en el éxito de la empresa maldijo la secuencia de acontecimientos que habían forzado que llegara con retraso al teatro de la Ópera, y también la inmensa mala suerte que había hecho que los
abonnés
eligieran precisamente esa noche para manifestarse de forma sanguinaria y violenta, más que nunca hasta la fecha.