Pero esa noche le había prometido que no llegaría tarde.
El
chef d'orchestre
llegó hasta la tribuna y su aparición ahuyentó los recuerdos que tanto preocupaban a Léonie. Una salva de aplausos llenó el expectante auditorio como si fuera una salva de fuego graneado, violenta, repentina, intensa. Léonie dio palmas con vigor y con entusiasmo, tal vez con más fuerza en razón de su nerviosismo. El cuarteto de caballeros que tenía al lado no movió ni un dedo. Las manos de todos ellos permanecieron inmóviles, acomodadas sobre sus bastones de paseo, baratos y feos. Les lanzó una mirada por pensar que incurrían en una clara descortesía, que eran unos zafios, preguntándose al tiempo por qué se tomaban la molestia de acudir si tan resueltos parecían a no apreciar la música. Y tuvo deseos, aun cuando le irritase reconocer que era presa de los nervios, de no estar sentada tan cerca de ellos.
El director hizo una marcada reverencia de cara al público y se dio la vuelta para mirar el escenario.
Cesaron los aplausos. Se hizo el silencio en la Grande Salle. Dio unos golpecitos con la batuta en el atril de pie. Los chorros azulados de la luz de gas que iluminaba el auditorio chisporrotearon, titilaron y bajaron de intensidad. El ambiente pareció cargarse de promesas. Los ojos de todos los presentes estaban puestos en el
chef d'orchestre.
Los músicos de la orquesta se irguieron y alzaron los arcos o bien se llevaron los instrumentos a los labios.
El director alzó la batuta. Léonie contuvo la respiración cuando los compases iniciales del
Lohengrin,
de monsieur Wagner, colmaron hasta los más recónditos rincones del muy aristocrático palacio Garnier.
La butaca que tenía al lado seguía sin ocupar.
L
os silbidos y los abucheos comenzaron a oírse casi de inmediato en las localidades del gallinero. Al principio, la mayoría de los presentes en el patio de butacas y en los palcos no prestaron demasiada atención a los disturbios, e incluso hubo quien prefirió fingir que aquello no estaba sucediendo. Pero poco a poco aumentaron de volumen. Era imposible ignorarlo. Se oyeron voces en los palcos y también en las butacas de más atrás.
Léonie no acertaba a discernir qué era lo que gritaban los manifestantes.
¿Consignas antiprusianas?
Mantuvo la vista clavada con resolución en el foso de la orquesta y procuró estar por encima de cada nuevo abucheo, de cada murmullo. Pero a medida que continuaron sonando los compases de la obertura, una creciente intranquilidad fue filtrándose por todo el auditorio, cayendo desde lo más alto hasta el patio de butacas y pasando de un lado a otro de las filas, maliciosa, preñada de insidias. Incapaz de morderse la lengua ni un minuto más, se inclinó hacia su vecina.
—¿Quiénes son todas esas personas? —preguntó con un hilillo de voz.
La viuda frunció el ceño ante la interrupción, pero a pesar de todo contestó.
—Son los que se hacen llamar
abonnés
—replicó, tapándose la boca con el abanico—. Se oponen en redondo a cualquier interpretación que no sea de obras firmadas por compositores franceses. Quieren hacerse pasar por patriotas en materia musical. Yo en principio no lo veo con malos ojos, pero esto es, sin duda, un exceso. No es la mejor manera de hacer las cosas.
Léonie asintió para darle las gracias y volvió a reclinarse en el respaldo, muy erguida, en cierto modo tranquilizada por la naturalidad con que la mujer le había explicado la situación, aunque a decir verdad los disturbios parecían ir en aumento. Los últimos acordes del preludio apenas se habían extinguido en el aire de la sala cuando comenzó la protesta en toda regla. Al alzarse entonces el telón con una escena de un coro de caballeros teutones del siglo X que se encontraban a orillas de un río antiguo, en Amberes, se produjo una conmoción mucho más ruidosa en las zonas más altas del teatro.
Un grupo compuesto por unos ocho o nueve hombres había comenzado a dar saltos, a la vez que armaba una barahúnda de silbidos y abucheos, acompasados de un lento batir de palmas. Por las filas de butacas una cansina oleada de desaprobación, que también llegó a los palcos, quedó contrarrestada por un nuevo estallido de manifestaciones de condena. Cuando mayor era la provocación entre los manifestantes, se oyó un coro que al principio Léonie no supo discernir. Un ruido
in crescendo,
que no tardó en ser inconfundible.
—
Boche! Boche!
Las protestas habían llegado a oídos de los cantantes. Léonie vio que entre el coro y los cantantes principales se cruzaban miradas veloces, miradas de alarma e indecisión, perfectamente visibles en sus rostros desencajados.
—
Boche! Boche! Boche!
Si bien no tenía deseos de que la función llegara a interrumpirse, al mismo tiempo Léonie no pudo negar que aquella situación era emocionante. Estaba presenciando uno de aquellos acontecimientos de los que, en circunstancias habituales, sólo habría tenido conocimiento por las páginas de
Le Fígaro
que le leía Anatole.
La verdad es que a Léonie le aburrían soberanamente las restricciones que encorsetaban su existencia cotidiana, el tedio de tener que acompañar a su madre a las fatigosas
soirées,
en las mortecinas casas de parientes lejanos y antiguos camaradas de su padre. Tener que hablar de menudencias intrascendentes con ese amigo especial con quien entonces se codeaba su madre, un viejo militar que trataba a Léonie como si todavía fuera una niña que gastara falda corta.
Vaya experiencia tendré que contarle a Anatole.
Sin embargo, el ánimo con que habían comenzado las protestas iba cambiando visiblemente.
El elenco de actores, pálidos, desconcertados a pesar del abundante maquillaje que llevaban en escena, siguió cantando en su papel. De hecho, no cometieron ni un solo fallo hasta el momento en que el primer proyectil alcanzó el escenario. Una botella, a la que poco faltó para impactar en el barítono que interpretaba al rey Heinrich.
Por un momento se diría que la orquesta hubiera dejado de tocar, pues se hizo un silencio hondo y todo pareció de pronto detenerse. El público contuvo el aliento al unísono cuando el objeto de vidrio voló girando sobre sí mismo, como si fuera a cámara lenta, hasta alcanzar la zona de las candilejas, que difundían una luz cruda, blanca, y despedir una serie de destellos de color verdoso. Entonces se estrelló contra los decorados de lienzo con un ruido sordo, cayó rodando y llegó hasta el foso.
El mundo real se convirtió en un único rugido. Se armó un pandemónium tanto en escena como en el resto de la sala. Un segundo proyectil voló por encima de las cabezas de un público estupefacto, reventando al impactar contra el escenario. En primera fila, una mujer soltó un chillido y se cubrió la boca con la mano al esparcirse un hedor nauseabundo a sangre, a despojos, a verduras podridas, a cloaca, que invadió las primeras filas.
—
Boche! Boche! Boche!
A Léonie se le borró la sonrisa de la cara, dando paso a una contracción de incipiente preocupación, de alarma. Notó el aleteo de las mariposas en el estómago. Aquello se estaba poniendo feo, y tuvo miedo; distaba mucho de ser una aventura. Tuvo un amago de náuseas difícil de contener.
El cuarteto de su izquierda se puso en pie de un brinco y los cuatro a la vez comenzaron a dar palmas, al principio despacio, imitando los ruidos de diversos animales, cerdos, vacas, ovejas. Sus rostros habían adoptado una mueca de crueldad, de perversidad, cuando entonaron de nuevo la consabida consigna antiprusiana, que en esos momentos resonaba en todos los rincones del auditorio.
—Por Dios, señor mío, ¡siéntese!
Un caballero barbudo, con lentes y la tez cetrina de quien se pasa la vida delante de un tintero, un sello de lacre y documentos, golpeó con su programa de mano en la espalda de uno de los manifestantes.
—Éste no es el momento ni el lugar para… ¡Siéntese, le digo!
—No, ni lo sueñe —dijo su acompañante—. ¡Siéntese, le han dicho!
El manifestante se volvió en redondo y asestó un golpe seco, cruzado, con el bastón, sobre los nudillos del hombre que le había llamado al orden. Léonie se quedó atónita. Al pillarle completamente por sorpresa la velocidad y la fiereza de la represalia, el hombre soltó un alarido y se le escapó el programa de la mano.
Su acompañante se puso en pie en el momento en que varias gotas de sangre afloraban en la herida abierta. Quiso sujetar por el brazo al manifestante, pues había visto que llevaba un clavo metálico en la empuñadura del bastón, pero unas manos fuertes lo empujaron de pronto, y cayó.
El director se afanaba en que la orquesta siguiera tocando al compás, pero los músicos lanzaban miradas temerosas a todos lados, con lo que la partitura empezó a sonar desacompasada, y los instrumentos emitían al mismo tiempo notas demasiado rápidas y demasiado lentas. Tras los bastidores del escenario alguien había tomado una decisión. Los tramoyistas, vestidos de negro, pero con las mangas a la altura de los codos, salieron de pronto en masa y comenzaron a indicar a los cantantes que se dirigieran hacia los camerinos para escapar de la línea en la que habían caído los proyectiles.
La dirección del teatro había dado la orden de que se bajara el telón. Los contrapesos se mecieron peligrosamente, con mucho ruido, al ascender a excesiva velocidad. El grueso y pesado tejido del cortinón se estremeció en el aire, quedó prendido en una pieza del decorado, se encalló.
Sólo en ese momento comprendió Léonie qué bien orquestada estaba toda la manifestación.
Se intensificó el griterío.
Comenzó el éxodo desde los palcos y las plateas. Con un rebullir de plumas, de oro y de seda, la burguesía trató de abandonar el teatro a toda prisa. Viéndoles, el deseo urgente de salir de allí se extendió al gallinero, por cuya semicircunferencia se encontraban apostados muchos manifestantes nacionalistas, y lo mismo sucedió en las plantas intermedias. En las filas de butacas, a espaldas de Léonie, los espectadores salían de uno en uno hacia los pasillos. Por todos los rincones de la Grande Salle se oyó propagarse el chasquido de los asientos al cerrarse. En las salidas, el campanilleo de las anillas de latón en los rieles de las cortinas, corridas con violencia, resonaba sin cesar, uno tras otro.
Pero los manifestantes aún no habían logrado su objetivo, consistente en impedir que la representación siguiera su curso.
Con el constante coro de silbidos y abucheos, nuevos proyectiles cayeron en el escenario. Botellas, piedras, trozos de ladrillo, fruta podrida. La orquesta evacuó el foso a toda velocidad, llevándose de ese modo la preciada música y los arcos y las fundas de los instrumentos, empujándose los músicos para salvar los obstáculos de las sillas y los escalones, rumbo a la salida situada bajo el escenario.
Por fin, a través de la rendija del telón, el gerente del teatro apareció amilanado para pedir calma al respetable. Estaba sudoroso, se secaba la cara con un pañuelo gris.
—
Mesdames, messieurs, s'il vous plaît. S'il vous plaît!
Era un hombre imponente, pero ni su voz ni su manera de hablar le valieron para llamar la atención de nadie, y se encontró con que carecía de toda autoridad. Léonie se dio cuenta de lo despavorido de su mirada a la vez que agitaba ambos brazos e intentaba imponer algo de orden sobre un caos que iba en aumento.
Fue demasiada poca cosa, fue demasiado tarde.
Se lanzó otro proyectil, y esta vez no era ni una botella ni un objeto arrojadizo más o menos improvisado, sino un pedazo de madera del que sobresalían intencionadamente unos clavos. Alcanzó al gerente en la mejilla. Dando tumbos, echó a caminar hacia atrás, de espaldas, aullando y sujetándose la cara con ambas manos. Brotó la sangre entre sus dedos y cayó de costado, viniéndose abajo como un muñeco de trapo, al borde mismo del proscenio.
Ante semejante visión, a Léonie por fin se le agotó la valentía que pudiera quedarle. Se sintió como si tuviera una franja de acero oprimiéndole el pecho, tan fuerte que se estaba quedando sin respiración.
Tengo que salir de aquí.
Horrorizada, aterrada, miró a la desesperada por todo el patio de butacas, pero se encontraba atrapada, encajonada por el gentío a su espalda, y en uno de los laterales, y por la violencia que percibía ante ella. Léonie se sujetó al respaldo de las butacas, pensando en escapar saltando de una fila a otra, pero cuando probó a salvar la primera descubrió que el dobladillo del vestido se le había quedado prendido en las bisagras de debajo del asiento. Con creciente desesperación y los dedos temblorosos, se agachó y tiró para librarse, para soltarse como fuera.
Un nuevo grito de protesta inundó el auditorio.
—Á has! Á has!
Miró arriba. ¿Qué iba a suceder? El grito fue repetido por todos los rincones del auditorio.
—
A has. Á l'attaque!
Como si fueran cruzados lanzados al asalto de un castillo, los manifestantes se abalanzaron esgrimiendo estacas y bastones. Aquí y allá creyó ver el brillo del acero. Un estremecimiento de pánico hizo que temblara con fuerza. Entendió en ese momento que los manifestantes se habían propuesto tomar el escenario al asalto y que ella se encontraba exactamente en su camino.
Por todo el auditorio, lo poco que pudiera quedar en pie de la máscara con que se cubría el rostro la sociedad parisina se resquebrajó, crujió, se hizo astillas, cayó hecho pedazos. La histeria se fue contagiando a todos los que seguían atrapados, con lo que los últimos trataron de llegar a empujones hasta los pasillos, atestados de espectadores desconcertados. Abogados y periodistas, pintores y estudiosos, banqueros y funcionarios, cortesanas y esposas, iniciaron la estampida hacia las puertas, presa de la desesperación por huir de la violencia.
Sauve qui peut.
Sálvese quien pueda.
La caterva de nacionalistas llegó al escenario. Con precisión militar, avanzaron desde todas las secciones del auditorio casi al mismo tiempo, saltando por encima de los asientos, de las balaustradas, y cayeron como un enjambre sobre el foso de la orquesta para subir a la tarima. Léonie tiró de su vestido con fuerza, con más fuerza, hasta que con un desgarrón de la tela logró soltarse.
—
Boches! Alsace francaise! Lorraine française!