Read Sentido y Sensibilidad Online

Authors: Jane Austen

Tags: #Clásico,Romántico

Sentido y Sensibilidad (34 page)

Marianne expresó con un suspiro un temor semejante; y a Elinor se le encogió el corazón al pensar en los sentimientos de Edward mientras desafiaba las amenazas de su madre por una mujer que no podía recompensarlo.

—Bien, señor —dijo la señora Jennings—, ¿y cómo terminó todo?

—Lamento decir, señora, que con la más desdichada ruptura: Edward ha perdido para siempre la consideración de su madre. Ayer abandonó su casa, pero ignoro a dónde se ha ido o si está todavía en la ciudad; porque, por supuesto,
nosotros
no podemos preguntar nada.

—¡Pobre joven! ¿Y qué va a ser de él?

—Sí, por cierto, señora. Qué triste es pensarlo. ¡Nacido con la expectativa de tanta riqueza! No puedo imaginar una situación más deplorable. Los intereses de dos mil libras, ¡cómo va a vivir una persona con eso! Y cuando, además, se piensa que, de no haber sido por su propia locura en tres meses más habría recibido dos mil quinientas libras anuales (puesto que la señorita Morton posee treinta mil libras), no puedo imaginar situación más funesta. Todos debemos tenerle lástima; y más aún considerando que ayudarlo está totalmente fuera de nuestro alcance.

—¡Pobre joven! —exclamó la señora Jennings Les aseguro que de muy buen grado le daría alojamiento y comida en mi casa; y así se lo diría, si pudiera verlo. No está bien que tenga que costearse todo solo ahora, viviendo en posadas y tabernas.

Elinor le agradeció íntimamente por su bondad hacia Edward, aunque no podía evitar sonreír ante la manera en que era expresada.

—Si tan sólo hubiese hecho por sí mismo —dijo John Dashwood— lo que sus amigos estaban dispuestos a hacer por él, estaría ahora en la situación que le corresponde y nada le habría faltado. Pero tal como son las cosas, ayudarlo está fuera del alcance de nadie. Y hay algo más que se está preparando en su contra, peor que todo lo anterior: su madre ha decidido, empujada por un estado de ánimo muy entendible, asignar de inmediato a Robert las
mismas
propiedades que, en las condiciones— adecuadas, habrían sido de Edward. La dejé esta mañana con su abogado, hablando de este asunto.

—¡Bien! dijo la señora Jennings, —ésa es su venganza. Cada uno lo hace a su manera. Pero no creo que yo me vengaría dando independencia económica a un hijo porque el otro me había fastidiado.

Marianne se levantó y salió de la habitación.

—¿Puede haber algo más mortificante para el espíritu de un hombre —continuó John— que ver a su hermano menor dueño de una propiedad que podría haber sido suya? ¡Pobre Edward! Lo compadezco sinceramente.

Tras algunos minutos más entregado al mismo tipo de expansiones, terminó su visita; y asegurándoles repetidas veces a sus hermanas que no había ningún peligro grave en la indisposición de Fanny y que, por lo tanto no debían preocuparse por ella, se fue, dejando a las tres damas con unánimes sentimientos sobre los sucesos del momento, al menos en lo que tocaba a la conducta de la señora Ferrars, la de los Dashwood y la de Edward.

La indignación de Marianne estalló no bien su hermano dejó la habitación; y como su vehemencia hacía imposible la discreción de Elinor e innecesaria la de la señora Jennings, las tres se unieron en una muy animada crítica de todo el grupo.

CAPITULO XXXVIII

La señora Jennings elogió cálidamente la conducta de Edward, pero sólo Elinor y Marianne comprendían el verdadero mérito de ella. Unicamente
ellas
sabían qué escasos eran los incentivos que podían haberlo tentado a la desobediencia, y cuán poco consuelo, más allá de la conciencia de hacer lo correcto, le quedaría tras la pérdida de sus amigos y su fortuna. Elinor se enorgullecía de su integridad; y Marianne le perdonaba todas sus ofensas por compasión ante su castigo. Pero aunque el haber salido todo a la luz les devolvió la confianza que siempre había existido entre ellas, no era un tema en el que ninguna de las dos quisiera detenerse demasiado cuando se encontraban a solas. Elinor lo evitaba por principio, pues advertía lo mucho que tendía a transformársele en una idea fija con las demasiado entusiastas y positivas certezas de Marianne, esto es, su creencia en que Edward la seguía queriendo, un pensamiento del cual ella más bien deseaba desprenderse; y el valor de Marianne pronto la abandonó al intentar conversar sobre un tema que cada vez le producía una mayor insatisfacción consigo misma, puesto que necesariamente la llevaba a comparar la conducta de Elinor con la suya propia.

Sentía todo el peso de la comparación, pero no como su hermana había esperado, incitándola ahora a hacer un esfuerzo; lo sentía con el dolor de un continuo reprocharse a sí misma, lamentaba con enorme amargura no haberse esforzado nunca antes, pero ello sólo le traía la tortura de la penitencia sin la esperanza de la reparación. Su espíritu se había debilitado a tal grado que todavía se sentía incapaz de ningún esfuerzo, y así lo único que lograba era desanimarse más.

Durante uno o dos días no tuvieron ninguna otra noticia de los asuntos de Harley Street o de Bartlett's Buildings. Pero aunque ya sabían tanto del tema que la señora Jennings podría haber estado suficientemente ocupada en difundirlo sin tener que averiguar más, desde un comienzo ésta había decidido hacer una visita de consuelo e inspección a sus primas tan pronto como pudiera; y nada sino el verse estorbada por más visitas que lo habitual le había impedido cumplirlo en el plazo transcurrido.

Al tercer día tras haberse enterado de los pormenores del asunto, el clima fue tan agradable, un domingo tan hermoso, que muchos se dirigieron a los jardines de Kensington, aunque recién corría la segunda semana de marzo. La señora Jennings y Elinor estaban entre ellos; pero Marianne, que sabía que los Willoughby estaban de nuevo en la ciudad y vivía en constante temor de encontrarlos, prefirió permanecer en casa antes que aventurarse a ir a un lugar tan público.

Poco después de haber llegado al parque, se les unió y siguió con ellas una íntima amiga de la señora Jennings, a la cual ésta dirigió toda su conversación; Elinor no lamentó esto en absoluto, porque le permitió dedicarse a pensar tranquilamente.

No vio ni trazas de los Willoughby o de Edward, y durante algún rato de nadie que de una u otra forma, grata o ingrata, le fuera interesante. Pero al final, y con una cierta sorpresa de su parte, se vio abordada por la señorita Steele, quien, aunque con algo de timidez, se manifestó encantada de haberse encontrado con ellas, y a instancias de la muy gentil invitación de la señora Jennings, dejó por un momento a su propio grupo para unírseles. De inmediato, la señora Jennings se dirigió a Elinor en un susurro:

—Sáquele todo, querida. A usted la señorita Steele le contará cualquier cosa con sólo preguntárselo. Ya ve usted que yo no puedo dejar a la señora Clarke.

Afortunadamente para la curiosidad de la señora Jennings, sin embargo, y también la de Elinor, la señorita Steele contaba cualquier cosa
sin
necesidad de que le hicieran preguntas, porque de otra forma no se habrían enterado de nada.

—Me alegra tanto haberla encontrado —le dijo a Elinor, tomándola familiarmente del brazo—, porque más que nada en el mundo quería verla. —Y luego, bajando la voz—: Supongo que la señora Jennings ya sabrá todo. ¿Está enojada?

—En absoluto, según creo, con ustedes.

—Qué bueno. Y lady Middleton, ¿está
ella
enojada?

—No veo por qué habría de estarlo.

—Me alegra terriblemente escucharlo. ¡Dios santo! ¡Lo he pasado tan mal con esto! En toda mi vida había visto a Lucy tan furiosa. Primero juró que nunca más volvería a arreglarme ninguna toca nueva ni jamás haría ninguna otra cosa por mí; pero ahora ya se ha aplacado y estamos tan amigas como siempre. Mire, anoche le hizo este lazo a mi sombrero y le colocó la pluma. Ya, ahora también
usted
se va a reír de mí. Pero, ¿por qué no había yo de usar cintas rosadas? A mí no me importa si es el color favorito del reverendo. Por mi parte, estoy segura de que nunca habría sabido que sí lo prefería por sobre todos los demás, de no ser porque a él se le ocurrió decirlo. ¡Mis primas me han estado fastidiando tanto! Créame, a veces no sé qué hacer cuando estoy con ellas.

Se había desviado a un tema en el cual Elinor no tenía nada que decir, y así pronto juzgó conveniente ver cómo volver al primero.

—Y bueno, señorita Dashwood —su tono era triunfante—, la gente puede decir lo que quiera respecto de que el señor Ferrars haya decidido terminar con Lucy, porque no hay tal, puede creerme; y es una vergüenza que se hagan correr tan odiosos rumores. Sea lo que fuere que Lucy piense al respecto, usted sabe que nadie tenía por qué afirmarlo como algo cierto.

—Le aseguro que no he escuchado a nadie insinuar tal cosa —dijo Elinor.

—¿Ah no? Pero sé muy bien que sí lo han dicho, y más de una persona; porque la señorita Godby le dijo a la señorita Sparks que nadie en su sano juicio podría esperar que el señor Ferrars renunciara a una mujer como la señorita Morton, dueña de una fortuna de treinta mil libras, por Lucy Steele, que no tiene nada en absoluto; y lo escuché de la misma señorita Sparks. Y además, también mi primo Richard dijo que temía que cuando hubiera que poner las cartas sobre la mesa, el señor Ferrars desaparecería; y cuando Edward no se nos acercó en tres días, yo misma no sabía qué creer; pensaba para mí que Lucy lo daba por perdido, pues nos fuimos de la casa de su hermano el miércoles y no lo vimos en todo el jueves, viernes y sábado, y no sabíamos qué había sido de él. En un momento Lucy pensó escribirle, pero luego su espíritu se rebeló ante la idea. No obstante, él apareció hoy en la mañana, justo cuando volvíamos de la iglesia; y allí supimos todo: cómo el miércoles le habían pedido ir a Harley Street y su madre y todos los demás le habían hablado, y cómo él había declarado ante todos que sólo amaba a Lucy y que no, se casaría con nadie sino con Lucy. Y cómo había estado tan preocupado por lo ocurrido, que junto con salir de la casa de su madre había montado en su caballo y se había dirigido a no sé qué lugar en el campo; y cómo se había quedado en una posada todo el jueves y el viernes, para imaginar qué hacer. Y tras pensar una y otra vez todo el asunto, dijo que le parecía que ahora que no tenía fortuna, que no tenía nada en absoluto, sería una maldad pedirle a Lucy que mantuviera el compromiso, porque con ello saldría perdiendo, dado que él sólo tenía dos mil libras y ninguna esperanza de nada más; y si él iba a tomar las órdenes religiosas, como en ocasiones había pensado hacer, no obtendría nada sino una parroquia, y, ¿cómo iban a vivir con eso? No soportaba pensar que a ella no le fuera mejor en la vida, así que le imploró, si ello le importaba aunque fuera un poco, poner término de inmediato a todo el asunto y dejar que él se las ingeniara por sí mismo. Todo esto se lo escuché decir con absoluta claridad. Y fue completamente por el bien de
ella
, y pensando en
ella
, no en él, que habló de terminar el compromiso. Puedo jurar que nunca dijo una sílaba respecto de estar cansado de ella o desear casarse con la señorita Morton o nada que se le parezca. Pero, en todo caso, Lucy no quiso prestar oído a palabras tan bondadosas, y así le dijo de inmediato (con mucha dulzura y amor, ya sabe, todo eso… ¡Uy!, una no puede repetir esas cosas, ya sabe)… le dijo de inmediato que no tenía ninguna intención de romper el compromiso, porque podía vivir con él con una nada, y por poco que fuera lo que él tenía, ella se contentaría con eso, o algo así. Entonces él se alegró horrores, y hablaron durante un rato acerca de lo que debían hacer, y estuvieron de acuerdo en que él tomara las órdenes de inmediato y en que debían postergar su boda hasta que él pudiera obtener un beneficio. Y justo en ese momento no pude seguir escuchando, porque mi prima me llamó desde abajo para decirme que la señora Richardson había llegado en su coche y llevaría a una de nosotras a los jardines de Kensington; así que me vi obligada a entrar en la habitación e interrumpirlos para preguntarle a Lucy si deseaba ir, pero no quería dejar a Edward; así que corrí arriba y me puse un par de medias de seda, y me vine con los Richardson.

—No entiendo bien qué quiere decir con eso de interrumpirlos —dijo Elinor—; ustedes estaban en la misma habitación, ¿o no?

—¡Por supuesto que no! ¡Vaya, señorita Dashwood! ¿Acaso piensa que la gente se dice palabras de amor cuando hay alguien más presente? ¡Pero, cómo se le ocurre! Estoy segura de que usted sabe de eso mucho más que yo —dijo riendo de manera afectada—. No, no; estaban encerrados en la sala, y todo lo que oí fue sólo escuchando a través de la puerta.

—¡Cómo! —exclamó Elinor—. ¿Me ha estado repitiendo cosas de las que se enteró únicamente escuchando a través de la puerta? Lamento no haberlo sabido antes, pues de ninguna manera habría aceptado que me comunicara pormenores de una conversación que usted misma no debía conocer. ¿Cómo pudo proceder tan mal con su hermana?

—¡Pero no! Qué problema va a haber con eso. Me limité a pararme junto a la puerta y a escuchar todo lo que podía. Y estoy segura de que Lucy habría hecho lo mismo conmigo, porque hace uno o dos años, cuando Martha Sharpe y yo compartíamos tantos secretos, ella no tenía empacho en esconderse en un armario, o tras la pantalla de la chimenea, para escuchar lo que conversábamos.

Elinor intentó cambiar de tema, pero era imposible alejar a la señorita Steele por más de un par de minutos de lo que ocupaba el primer lugar en su mente.

—Edward habla de irse pronto a Oxford —dijo—, pero por el momento está alojado en el N°… de Pall Mall. Qué mala persona es su madre, ¿no? ¡Y su hermano y su cuñada tampoco fueron muy amables! Pero no le voy a hablar a
usted
en contra de ellos; y con todo, nos enviaron a casa en su propio carruaje, lo que fue más de lo que yo esperaba. Y por mi parte, yo estaba aterrada de que su cuñada fuera a pedir que le devolviéramos los acericos que nos había dado uno o dos días atrás; pero nada se dijo sobre ellos, y me cuidé de mantener el mío fuera de la vista de los demás. Edward dice que tiene que arreglar algunos asuntos en Oxford, así que debe ir allá por un tiempo; y
después
, apenas consiga a un obispo, se ordenará. ¡Qué curiosidad me da saber qué parroquia le darán! ¡Dios bendito! —continuó con una risita tonta—, apostaría mi vida a que sé lo que dirán mis primas cuando lo sepan. Me dirán que le escriba al reverendo, para que le dé a Edward la parroquia de su nuevo beneficio. Sé que lo harán; pero le digo que por nada del mundo haría tal cosa. «¡Ay!», les diré directamente, «como pueden pensar tal cosa.
Yo
escribirle al reverendo… ¡por favor!».

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