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Authors: Jane Austen

Tags: #Clásico,Romántico

Sentido y Sensibilidad (30 page)

Si los dos niños hubieran estado allí, se podría haber zanjado fácilmente el asunto midiéndolos de una vez; pero como sólo estaba presente Harry, todo fue conjeturas por ambas partes, y cada cual tenía derecho a ser igualmente terminante en su opinión y a repetirla una y otra vez todas las veces que quisiera.

Se tomaron los siguientes partidos:

Las dos madres, aunque cada una convencida de que su hijo era el más alto, educadamente votaron a favor del otro.

Las dos abuelas, con no menos parcialidad pero con mayor sinceridad, apoyaban con igual afán a sus propios vástagos.

Lucy, que por ningún motivo quería complacer a una madre menos que a la otra, pensaba que los dos muchachitos eran notablemente altos para su edad, y no podía concebir que hubiera ni siquiera la menor diferencia entre ellos; y la señorita Steele, con mayor afán aún, se manifestó tan rápido como pudo a favor de cada uno de ellos.

Elinor, tras haberse decidido una vez por William, con lo que ofendió a la señora Ferrars, y a Fanny más todavía, no vio— la necesidad de seguir insistiendo en el punto; y Marianne, cuando se le pidió su parecer, ofendió a todo el mundo al declarar que no tenía ninguna opinión que dar, ya que nunca había pensado en el asunto.

Antes de abandonar Norland, Elinor había pintado un par de pantallas muy bonitas para su cuñada, las cuales, recién montadas y traídas a la casa, decoraban su actual salón; y como estas pantallas atrajeran la mirada de John Dashwood al seguir a los otros caballeros a dicho aposento, las tomó y se las alargó solícitamente al coronel Brandon para que las admirara.

—Las hizo la mayor de mis hermanas —le dijo—, y a usted, como hombre de gusto, con toda seguridad le agradarán. No sé si ya ha visto alguna de sus obras antes, pero en general tiene reputación de dibujar muy bien.

El coronel, aunque negando toda pretensión de ser un entendido, admiró con gran entusiasmo las pantallas, como lo habría hecho con cualquier cosa pintada por la señorita Dashwood; y como ello por supuesto despertó la curiosidad de los demás, las pinturas pasaron de mano en mano para ser examinadas por todos. La señora Ferrars, sin saber que eran obra de Elinor, pidió muy en especial mirarlas; y tras haber sido agraciadas con la aprobación de lady Middleton, Fanny se las presentó a su madre, dejándole saber al mismo tiempo, de manera muy considerada, que las había hecho la señorita Dashwood.

—Mmm —dijo la señora Ferrars—, muy bonitas —y sin prestarles la menor atención, se las devolvió a su hija.

Quizá Fanny pensó por un momento que su madre había sido harto grosera, pues, enrojeciendo un tanto, dijo de inmediato:

—Son muy bonitas, señora, ¿no es verdad? —pero entonces probablemente la invadió el temor de haber sido demasiado cortés, demasiado entusiasta en su alabanza, porque de inmediato agreg—. ¿No le parece, señora, que tienen algo del estilo de pintar de la señorita Morton? Su pintura es
realmente
deliciosa. ¡Qué bien hecho estaba su último paisaje!

—Muy bien. Pero
ella
hace todo muy bien.

Marianne no pudo soportar esto. Ya estaba enormemente disgustada con la señora Ferrars; y tan inoportuna alabanza de otra a expensas de Elinor, aunque no tenía la menor idea de lo que ello significaba, la impulsó a decir con gran vehemencia:

—¡Qué manera más curiosa de elogiar algo! ¿Y qué es la señorita Morton para nosotras? ¿Quién la conoce o a quién le importa? Es
en Elinor
que estamos pensando y de quien hablamos.

Y así diciendo, tomó las pinturas de manos de su cuñada para admirarlas como se debía.

La señora Ferrars pareció extremadamente enojada, y poniéndose más tiesa que nunca, devolvió la ofensa con esta acre filípica:

—La señorita Morton es la hija de lord Morton.

Fanny también parecía muy enojada, y su esposo se veía aterrado ante la audacia de su hermana. Elinor se sentía mucho más herida por la vehemencia de Marianne que por lo que la había originado; pero la mirada del coronel Brandon, fija en Marianne, mostraba a las claras que él sólo había visto cuanto había de amable en su reacción: el afectuoso corazón incapaz de soportar ni el más mínimo desprecio dirigido a su hermana.

Los sentimientos de Marianne no se detuvieron allí. Le parecía que la fría insolencia del comportamiento general de la señora Ferrars hacia su hermana vaticinaba para Elinor esa clase de obstáculos y aflicciones que su propio corazón herido le había enseñado a temer; y apremiada por el fuerte impulso de su propia sensibilidad y afecto, después de algunos momentos se acercó a la silla de su hermana y, echándole un brazo al cuello y acercando su mejilla a la de ella, le dijo en voz baja pero urgente:

—Querida, querida Elinor, no les hagas caso. No dejes que
a ti
te hagan infeliz.

No pudo decir más; agobiada, ocultó el rostro en un hombro de Elinor y estalló en llanto. Todos se dieron cuenta, y casi todos se preocuparon. El coronel Brandon se puso en pie y se dirigió hacia ellas sin saber lo que hacía. La señora Jennings, con un muy juicioso «¡Ah, pobrecita!», de inmediato le alargó sus sales; y sir John se sintió tan desesperadamente furioso contra el autor de esta aflicción nerviosa, que de inmediato se cambió de lugar a uno cerca de Lucy Steele y, en susurros, le hizo un breve recuento de todo el desagradable asunto.

En pocos minutos, sin embargo, Marianne se recuperó lo suficiente para poner fin a todo el alboroto y volver a sentarse con los demás, aunque en su ánimo quedó grabada durante toda la tarde la impresión de lo ocurrido.

—¡Pobre Marianne! —le dijo su hermano al coronel Brandon en voz baja apenas pudo contar con su atención—. No tiene tan buena salud como su hermana; es muy nerviosa… no tiene la constitución de Elinor; y hay que admitir que para una joven que
ha sido
una beldad, debe ser muy penoso perder su atractivo personal. Quizá usted no lo sepa, pero Marianne
era
notablemente hermosa hasta unos pocos meses atrás… tan hermosa como Elinor. Y ahora, puede usted ver que de eso ya no le queda nada.

CAPITULO XXXV

La curiosidad de Elinor por ver a la señora Ferrars estaba satisfecha. Había encontrado en ella todo lo que hacía indeseable una mayor unión entre ambas familias. Había visto lo suficiente de su arrogancia, su mezquindad y su decidido prejuicio en contra de ella para comprender todos los obstáculos que habrían dificultado su compromiso con Edward y pospuesto el matrimonio, si él hubiera estado libre; y casi había visto lo— suficiente para agradecer, por su
propio
bien, que el enorme impedimento de su falta de libertad la salvara de sufrir bajo aquellos que podría haber creado la señora Ferrars; la salvara de tener que depender de su capricho o de tener que conquistar su buena opinión. O al menos, si no era capaz de alegrarse por ver a Edward encadenado a Lucy, decidió que, si Lucy hubiera sido más agradable,
tendría
que haberse alegrado.

Elinor pensaba con extrañeza cómo Lucy podía sentirse tan ensalzada por las muestras de cortesía de la señora Ferrars; cómo podían cegarla tanto sus intereses y vanidad como para hacerla creer que la atención que se le prestaba únicamente porque
no era Elinor
, era un cumplido dirigido a ella… o para permitirle sentirse animada por una preferencia que sólo se le otorgaba por desconocimiento de su verdadera condición. Pero que así era no sólo lo habían manifestado en ese momento los ojos de Lucy, sino que al día siguiente se hizo más claro aún: obedeciendo a sus deseos, lady Middleton la dejó en Berkeley Street con la esperanza de ver a Elinor a solas, para contarle lo feliz que era.

La ocasión resultó ser propicia, porque muy luego después de su llegada un mensaje de la señora Palmer hizo salir a la señora Jennings.

—Mi querida amiga —exclamó Lucy en cuanto estuvieron solas—, vengo a hablarle de cuán feliz soy. ¿Hay acaso algo más halagador que la forma en que ayer me trató la señora Ferrars? ¡Qué extremadamente amable fue! Usted sabe cuánto temía yo la sola idea de verla; pero apenas le fui presentada, su trato fue tan afable que casi parecía haberse prendado de mí. ¿Verdad que así fue? Usted lo vio todo; ¿y no la dejó totalmente sorprendida?

—En verdad fue muy cortés con usted.

—¡Cortés! ¡Cómo puede haber visto sólo cortesía! Yo vi mucho más… ¡una amabilidad dirigida a nadie más que a mí! Ningún orgullo, ninguna altanería, y lo mismo su cuñada: ¡toda dulzura y afabilidad!

Elinor habría querido hablar de otra cosa, pero Lucy la seguía presionando para que reconociera que tenía motivos para sentirse tan feliz, y Elinor se vio obligada a continuar.

—Sin duda, si hubieran sabido de su compromiso —le dijo—, nada podría ser más halagador que la forma en que la trataron; pero no siendo ése el caso…

—Me imaginé que diría eso —replicó Lucy con prontitud—; pero por qué razón la señora Ferrars iba a aparentar que yo le gustaba, si no era así… y agradarle es todo para mí. No podrá privarme de mi satisfacción. Estoy segura de que todo terminará bien y que desaparecerán todos los obstáculos que yo preveía. La señora Ferrars es una mujer encantadora, al igual que su cuñada. ¡Las dos son adorables! ¡Me sorprende no haberle escuchado nunca decir cuán agradable es la señora Dashwood!

Para esto Elinor no tenía alguna respuesta que dar, y no intentó ninguna.

¿Está enferma, señorita Dashwood? Parece abatida, no habla… con toda seguridad no se siente, bien. —Nunca mi salud fue mejor.

—Me alegra de todo corazón, pero en verdad no lo parecía. Lamentaría mucho que
usted
se enfermara… ¡usted que ha sido el mayor consuelo del mundo para mí! Sólo Dios sabe qué habría sido de mí sin su amistad.

Elinor intentó una respuesta cortés, aunque dudando mucho de su capacidad de lograrlo. Pero pareció satisfacer a Lucy, quien respondió de inmediato:

—En verdad estoy plenamente convencida de su afecto por mí, y junto al amor de Edward, es mi mayor consuelo. ¡Pobre Edward! Pero ahora hay algo bueno: podremos vemos, y muy a menudo, porque como lady Middleton quedó encantada con la señora Dashwood, me parece que iremos bastante seguido a Harley Street, y Edward pasa la mitad del tiempo con su hermana. Además, lady Middleton y la señora Ferrars se van a visitar ahora; y la señora Fernars y su cuñada fueron tan amables en decir más de una vez que siempre estarían encantadas de verme. ¡Son tan encantadoras! Estoy segura de que si alguna vez le cuenta a su cuñada lo que pienso de ella, no podrá alabarla lo suficiente.

Pero Elinor no quiso darle ninguna esperanza en cuanto a que le diría algo a su cuñada. Lucy prosiguió:

—Estoy segura de que me habría dado cuenta de inmediato si le hubiera desagradado a la señora Ferrars. Si únicamente me hubiera hecho una inclinación de cabeza muy formal, sin decir una palabra, y después hubiera actuado como si yo no existiera, sin siquiera mirarme con alguna complacencia… usted sabe a qué me refiero…, si me hubiera dado ese trato intimidante, habría renunciado a todo llena de desesperación. No lo habría soportado. Porque cuando a ella le
disgusta
algo, sé que lo demuestra con la mayor rudeza.

Elinor no pudo dar ninguna respuesta a este educado triunfo; se lo impidieron la puerta que se abría de par en par, el criado que anunciaba al señor Ferrars, y la inmediata entrada de Edward.

Fue un momento muy incómodo, y así lo demostró el semblante de cada uno de ellos. Todos adquirieron un aire extremadamente necio, y Edward pareció no saber si abandonar de nuevo la habitación o seguir avanzando. La mismísima circunstancia, en su peor forma, que cada uno había deseado de manera tan ferviente evitar, se les había venido encima: no sólo se encontraban los tres juntos, sino que además estaban juntos sin el paliativo que habría significado la presencia de cualquier otra persona. Las damas fueron las primeras en recuperar el dominio sobre sí mismas. No le correspondía a Lucy adelantarse con ninguna manifestación, y era necesario seguir manteniendo las apariencias de un secreto. Debió limitarse así a comunicar su ternura a través de la mirada, y tras un ligero saludo, no dijo más.

Pero Elinor sí tenía algo más que hacer; y estaba tan ansiosa, por él y por ella, de hacerlo bien, que tras un momento de reflexión se obligó a darle la bienvenida con un aire y modales casi desenvueltos y casi llanos; y esforzándose y luchando consigo misma un poco más, incluso logró mejorarlos. No iba a permitir que la presencia de Lucy o la conciencia de alguna injusticia hacia ella le impidieran decir que estaba contenta de verlo y que había lamentado mucho no estar en casa cuando él había ido a Berkeley Street. Tampoco iba a dejarse arredrar por la observadora mirada de Lucy, que no tardó en sentir clavada en ella, privándolo de las atenciones que, en tanto amigo y casi pariente, se merecía.

La actitud de Elinor tranquilizó a Edward, que encontró ánimo suficiente para sentarse; pero su turbación todavía era mayor que la de las jóvenes en un grado explicable por las circunstancias, aunque no fuera corriente tratándose de su sexo, pues carecía de la frialdad de corazón de Lucy y de la tranquilidad de conciencia de Elinor.

Lucy, luciendo un aire recatado y plácido, parecía decidida a no contribuir en nada a la comodidad de los otros y se mantuvo en completo silencio; y
casi
todo lo que se dijo nació de Elinor, que debió ofrecer voluntariamente todas las informaciones sobre la salud de su madre, su venida a la ciudad, etc., que Edward debió haber solicitado, y no solicitó.

Sus afanes no terminaron ahí, pues poco después se sintió heroicamente dispuesta a tomar la decisión de dejar a Lucy y Edward solos, con la excusa de ir a buscar a Marianne; y en verdad lo
hizo
, y con la mayor galanura, pues se detuvo varios minutos en el descansillo de la escalinata, con la más altiva entereza, antes de ir en busca de su hermana. Cuando lo hizo, sin embargo, debieron cesar los arrebatos de Edward, pues la alegría de Marianne la arrastró de inmediato al salón. Su placer al verlo fue como todas sus otras emociones, intensas en sí mismas e intensamente expresadas. Fue a su encuentro extendiéndole una mano, que él tomó, y saludándolo con voz donde era manifiesto un cariño de hermana.

—¡Querido Edward! —exclamó—. ¡Este sí es un momento feliz! ¡Casi podría compensar todo lo demás!

Edward intentó responder a su amabilidad tal como se lo merecía, pero ante tal testigo no se atrevía a decir ni la mitad de lo que en verdad sentía. Volvieron a sentarse, y durante algunos momentos todos guardaron silencio; Marianne, entre tanto, observaba con la más expresiva ternura unas veces a Edward, otras a Elinor, lamentando únicamente que el placer de ambos se viera estorbado por la inoportuna presencia de Lucy. Edward fue el primero en hablar, y lo hizo para referirse al aspecto cambiado de Marianne y manifestar su temor de que Londres no le sentara bien.

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