—Pero, le doy mi palabra, yo
no
lo sabía —replicó Willoughby con enorme vehemencia—; no recordaba no haberle dado mi dirección, y el simple sentido común le debería haber indicado cómo encontrarla.
—Bien, señor, ¿y qué dijo la señora Smith?
—De inmediato me censuró la ofensa que había cometido, y puede deducirse cuán grande fue mi confusión. La pureza de su vida, sus ideas convencionales, su ignorancia del mundo… todo estaba en contra mía. No podía yo negar el asunto, y vanos fueron todos mis esfuerzos por suavizarlo. Estaba predispuesta de antemano, según creo, a dudar de la moralidad de mi conducta en general, y además estaba disgustada con la muy escasa atención, el brevísimo tiempo que le había dedicado en esa visita mía. En pocas palabras, terminó en una ruptura total. Una sola cosa me habría salvado. En lo más extremado de su moralidad, ¡pobre mujer!, ofreció olvidar el pasado si me casaba con Eliza. Eso era impensable… y así fui formalmente expulsado de su favor y de su casa. Debía salir de allí a la mañana siguiente, y la noche anterior la pasé reflexionando en cuál debía ser mi conducta futura. La lucha fue grande…, pero terminó demasiado pronto. Mi afecto por Marianne, mi total seguridad sobre el cariño de ella, todo fue insuficiente para contrarrestar el miedo a la pobreza, o hacer mella en esas falsas ideas sobre la necesidad de riqueza que tan naturales me eran, y que una sociedad dispendiosa me había enseñado a cultivar. Tenía motivos para creerme seguro de la aceptación de mi actual esposa, si optaba por ella, y logré persuadirme de que ésa era la única salida que la prudencia común aconsejaba. Todavía, sin embargo, me aguardaba una dura situación antes de poder partir de Devonshire; estaba comprometido a cenar con ustedes ese mismo día y, por tanto, necesitaba una excusa para faltar a ese compromiso. Me debatí largamente entre escribir esa excusa o presentarla en persona. Sentía que sería terrible ver a Marianne, e incluso dudaba si podría verla de nuevo y seguir siendo capaz de persistir en mi decisión. En ese punto, sin embargo, subestimé mi propia capacidad, según ha sido demostrado por los hechos; porque fui, la vi, vi que era desdichada, y la dejé desdichada… y la dejé, esperando no verla nunca más.
—Pero, ¿por qué fue, señor Willoughby? —dijo Elinor, con tono de reproche—. Una nota habría bastado. ¿Por qué fue necesario ir en persona?
—Fue necesario a mi orgullo. No soportaba irme de allí en una forma que permitiera que ustedes, o el resto de los vecinos, sospechara nada de lo que realmente había ocurrido entre la señora Smith y yo, y decidí entonces detenerme en su casa de camino a Honiton. Ver a su querida hermana, sin embargo, fue terrible; y para empeorar las cosas, la encontré sola. Ustedes habían salido, no sé a dónde. ¡Tan sólo la tarde anterior la había dejado tan completa y firmemente decidido en mi interior a hacer lo correcto! En unas pocas horas nos habríamos comprometido para siempre; ¡y recuerdo qué feliz, qué alegre me sentía mientras iba de la casa a Allenham, satisfecho conmigo mismo, encantado con todo el mundo! Pero en ese encuentro, el último de nuestra amistad, llegué a ella con un sentimiento de culpa que casi me quitó toda capacidad de fingir. Su dolor, su desilusión, su profunda pena cuando le dije que debía dejar Devonshire tan de repente… jamás los olvidaré. ¡Y ello unido a tanta fe, tanta confianza en mí! ¡Oh, Dios! ¡Qué canalla sin sentimientos fui!
Callaron ambos por algunos instantes. Elinor fue la primera en hablar.
—¿Le dijo que volvería pronto?
—No sé lo que le dije —replicó él, impaciente—; menos de lo que me exigía el pasado, sin ninguna duda, y con toda probabilidad mucho más de lo que justificaba el futuro. No puedo pensar en eso… no servirá de nada. Y después llegó su querida madre, a torturarme más aún con toda su bondad y confianza. ¡Gracias a Dios que sí me torturó! ¡Qué infeliz me sentí! Señorita Dashwood, no puede imaginarse qué consuelo es mirar hacia atrás y ver cuán infeliz me sentí. Es tan enorme el rencor que me guardo por la estúpida, canallesca locura de mi propio corazón, que todos los sufrimientos que en el pasado tuve por su causa, hoy no son sino sentimientos de triunfo y gozo. En fin, fui, abandoné todo lo que amaba, y me dirigí hacia quienes, en el mejor de los casos, sólo sentía indiferencia. Mi viaje a la ciudad, en mi propio carruaje, tan tedioso, sin nadie con quien hablar… ¡qué pensamientos alegres, que gratas perspectivas por delante! Y cuando recordaba Barton, ¡qué imagen consoladora! ¡Ah, sí fue un viaje espléndido!
Se detuvo.
—En fin, señor —dijo Elinor, que aunque compadeciéndolo, se impacientaba por verlo partir—, ¿y es eso todo?
—¡Todo! No. ¿Ha olvidado acaso lo que ocurrió en la ciudad? ¡Esa carta infame! ¿Se la mostró?
—Sí, vi todas las notas que se escribieron.
—Cuando recibí la primera (que me llegó de inmediato, pues todo el tiempo estuve en la ciudad), lo que sentí fue, como se dice comúnmente, imposible de expresar. En palabras más sencillas, quizá demasiado sencillas para despertar ninguna emoción, mis sentimientos fueron muy, muy dolorosos. Cada línea, cada palabra fue, en la trillada frase que prohibiría su querida autora, si estuviera aquí, una puñalada en mi corazón. Saber que Marianne estaba en la ciudad fue, en el mismo lenguaje, un rayo. ¡Rayos y puñaladas! ¡Cómo me habría reprendido! Su gusto, sus opiniones… creo que las conozco mejor que las mías, y con toda seguridad las aprecio más.
El corazón de Elinor, que había recorrido toda una gama de emociones en el curso de esta extraordinaria conversación, volvió a ablandarse una vez más; aun así, sintió que era su deber refrenar en su compañero ideas como la última que había expresado.
—Eso no está bien, señor Willoughby. Recuerde que está casado. Hábleme sólo de aquello que su conciencia estima necesario que yo escuche.
—La nota de Marianne, en que me decía que yo todavía le era tan querido como antes; que pese a las muchas, muchas semanas en que habíamos estado separados, ella seguía tan fiel en sus sentimientos y tan llena de confianza en la fidelidad de los míos como siempre, despertó todos mis remordimientos. Digo que los despertó, porque el tiempp y Londres, las ocupaciones y la disipación, de alguna manera los habían adormecido y me había estado transformando en un villano completamente endurecido, creyéndome indiferente a ella y eligiendo creer que también yo debía haberle llegado a ser indiferente; diciéndome que nuestra relación en el pasado no había sido más que un pasatiempo, un asunto trivial; encogiéndome de hombros como prueba de ello, y acallando todo reproche, venciendo todo escrúpulo con el recurso de decirme en silencio de vez en cuando, «Estaré feliz de todo corazón cuando la sepa bien casada». Pero su nota me hizo conocerme mejor. Sentí que me era infinitamente más querida que ninguna otra mujer en el mundo, y que me estaba comportando con ella de la manera más infame. Pero en ese momento ya todo estaba definido entre la señorita Grey y yo. Retroceder era imposible. Todo lo que tenía que hacer era evitarlas a ustedes dos. No le respondí a Marianne, intentando por ese medio impedir que volviera a reparar en mí; y durante algún tiempo incluso estuve decidido a no acudir a Berkeley Street; pero, por último, juzgando más sabio fingir que sólo se trataba de una relación fría y ordinaria, esperé una mañana a que hubieran salido de la casa y dejé mi tarjeta.
—¡Esperó a que saliéramos de la casa!
—Sí, incluso eso. Le sorprendería saber cuán a menudo las vi, cuántas veces estuve a punto de toparme con ustedes. Entré en innumerables tiendas para evitar que me vieran desde el carruaje en que iban. Viviendo en Bond Street como yo lo hacía, casi no había día en que no divisara a una de ustedes; y lo único que pudo mantenemos apartados durante tanto tiempo fue mi permanente alerta, un constante e imperioso deseo de mantenerme fuera de la vista de ustedes. Evitaba a los Middleton tanto como me era posible, al igual que a todos los que podían resultar conocidos comunes. Pero sin saber que se encontraban en la ciudad, me tropecé con sir John, creo, el día en que llegó, al día siguiente de mi visita a casa de la señora Jennings. Me invitó a una fiesta, a un baile en su casa esa noche. Aunque
no
me hubiera dicho para convencerme que usted y su hermana estarían allí, habría sentido que era algo demasiado probable como para atreverme a ir. La mañana siguiente trajo otra breve nota de Marianne, todavía afectuosa, franca, ingenua, confiada… todo lo que podía hacer más odiosa
mi
conducta. No pude responderle. Lo intenté, y no pude redactar ni una sola frase. Pero creo que no había momento del día en que no pensara en ella. Si
puede
compadecerme, señorita Dashwood, compadézcase de mi situación como era en ese entonces. Con la mente y el corazón llenos de su hermana, ¡tenía que representar el papel de feliz enamorado frente a otra mujer! Esas tres o cuatro semanas fueron las peores de todas. Y así, finalmente, como no es necesario que le diga, inevitablemente nos encontramos. ¡Y a qué dulce imagen rechacé! ¡Qué noche de agonía fue ésa! ¡De un lado, Marianne, hermosa como un ángel, diciendo mi nombre con tan dulces acentos! ¡Oh, Dios! ¡Alargándome la mano, pidiéndome una explicación con esos embrujadores ojos fijos en mi rostro con tan expresiva solicitud! Y Sophia, celosa como el demonio, por el otro lado, mirando todo lo que… En fin, qué importa ahora; ya todo ha terminado.' ¡Qué noche aquella! Huí de ustedes apenas pude, pero no antes de haber visto el dulce rostro de Marianne blanco como la muerte.
Esa
fue la última vez que la vi, la última imagen que tengo de ella. ¡Fue una visión terrible! Pero cuando hoy la imaginé muriendo de verdad, fue una especie de alivio pensar que sabía exactamente cómo aparecería ante los últimos que la verían en este mundo. La tuve frente a mí, siempre frente a mí durante todo el camino, con el mismo rostro y el mismo color.
A esto siguió una breve pausa en que ambos callaron, pensativos. Willoughby, levantándose primero, la rompió diciendo:
—Bien, debo apresurarme e irme. ¿Seguro que su hermana está mejor, fuera de peligro? Sí, estamos seguros.
—También su pobre madre, ¡con lo que adora a Marianne!
—Pero la carta, señor Willoughby, su propia carta; ¿no tiene nada que decir al respecto?
—Sí, sí,
ésa
en particular. Su hermana me escribió la mañana siguiente misma, como sabe. Ya sabe usted lo que allí decía. Yo estaba desayunando donde los Ellison; y desde el lugar donde me alojaba me llevaron su carta, junto con otras. Y pasó que Sophia la vio antes que yo; y su porte, la elegancia del papel, la letra, todo le despertó inmediatas sospechas. Ya antes le habían llegado vagos informes sobre una relación mía con una joven en Devonshire, y lo ocurrido la noche anterior ante su vista le había indicado quién era la joven, poniéndola más celosa que nunca. Fingiendo entonces ese aire juguetón que es delicioso en la mujer que uno ama, abrió ella misma la carta y leyó su contenido. Fue un buen pago a su desfachatez. Leyó las palabras que la hicieron infeliz. Yo podría haber soportado su infelicidad, pero su cólera, su inquina, de cualquier forma había que calmarlas. Y así, ¿qué piensa del estilo epistolar de mi esposa? Delicado, tierno, verdaderamente femenino, ¿verdad?
—¡Su esposa! Pero si la carta venía de su puño y letra.
—Sí, pero mi único crédito es haber copiado servilmente frases que me avergonzaba firmar. El original fue enteramente de ella, sus propias felices ideas y gentil redacción. Pero, ¿qué podía hacer yo? Estábamos comprometidos, estaban preparando todo, casi habían fijado la fecha… pero hablo como un necio. ¡Preparaciones! ¡Fecha! Hablando sinceramente, necesitaba su dinero, y en una situación como la mía tenía que hacer cualquier cosa para evitar un rompimiento. Y después de todo, ¿qué importancia podía tener para la opinión de Mariani y sus amigos sobre mi carácter, el lenguaje en que estuviera formulada mi respuesta? Debía servir a un solo propósito. Tenía que mostrarme como un villano, y poco importaba que lo hiciera con una venia o una bravuconada. «Mi reputación ante ellas está arruinada para siempre», me dije; «estoy para siempre proscrito de su lado; ya me creen un individuo sin principios, esta carta se limitará a hacerlas creerme un sinvergüenza». Tales eran mis razonamientos mientras, en una especie de desesperada indiferencia, copiaba las palabras de mi esposa y me separaba de las últimas reliquias de Marianne. Sus tres cartas, desgraciadamente las guardaba en mi cartera, o habría podido negar su existencia y conservarlas como un tesoro para siempre. Debí incluirlas, y ni siquiera pude besarlas. Y el mechón de su cabello, también lo había llevado siempre conmigo en mi cartera, que ahora la señora registraba con la más cautivante virulencia… Ese querido mechón… todo, cada recuerdo me fue arrancado.
—Está muy equivocado, señor Willoughby, son muy censurables sus palabras —dijo Elinor, mientras su voz, a su pesar, traicionaba la compasión que sentía—; no debía hablar de esta forma, ni de la señora Willoughby ni de mi hermana. Usted hizo su propia elección. Nadie se la impuso. Su esposa tiene derecho a su gentileza, a su respeto al menos. Debe quererlo, o no se habría casado con usted. Tratarla en forma descortés, hablar de ella despreciativamente, no repara lo hecho a Marianne, ni creo que alivie su propia conciencia.
—No me hable de mi esposa —dijo él, con un profundo suspiro—. Ella no merece su compasión. Sabía que no la quería cuando nos casamos. Bien, nos casamos, vinimos a Combe Magna buscando ser felices, y después volvimos a la ciudad buscando estar alegres. Y ahora, ¿me compadece, señorita Dashwood? ¿O he dicho todo esto en vano? En su opinión, ¿soy, aunque sea tan sólo un poco, soy menos culpable que antes? No siempre fueron incorrectas mis intenciones. ¿He justificado algo de mi culpa?
—Sí, ciertamente ha eliminado algo de ella, una pequeña parte. Ha probado ser, en general, menos culpable de lo que lo había creído. Ha demostrado que su corazón es menos perverso, mucho menos perverso. Pero me es difícil saber, en cuanto a la infelicidad que ha causado, me es difícil saber cómo podría haber sido peor.
—¿Le contará a su hermana, cuando se haya recuperado, lo que le he dicho? Permítame aligerar un poco mi culpa también en su opinión. Me dice que ya me ha perdonado. Permítame creer que un mejor conocimiento de mi corazón, de mis actuales sentimientos, arrancará de ella un perdón más espontáneo, más natural, más dulce, menos señorial. Cuéntele de mi desdicha y mi arrepentimiento, dígale que mi corazón nunca le fue infiel, y si lo desea, que en la actualidad me es más querida que nunca.