Cómo te odio,
pensó y se aferró a él.
Ella no creía en sus historias. Nunca creyó que el Dios de los Cielos ofreciera algún peligro. Aquélla era una excusa para su ambición. Los ejércitos de los kembri-Itraiel marcharían sobre Geta con sus armas, unificando el planeta para los Kaiel... y Aesoe diría que era para bien. Existía un peligro en las estrellas y era necesario unirse inmediatamente, no al día siguiente. Hoemei trataría de detenerlo y se desintegraría en un destello de fuego solar.
—Mi panal de miel —murmuró Aesoe.
Sé cauteloso con el Rito Mortal, ya que éste te liga para siempre a la persona que te desafía... sea la muerte o la supervivencia el resultado.
Del
Libro Kaiel del Ritual
En cuanto supo que estaba viva, él fue capaz de localizarla. Ésa era la leyenda de Joesai. Las pistas eran poco firmes e inconexas, pero indicaban que la Dulce Hereje había vuelto a establecer cierto contacto con la costa.
Un grupo de rastreadores siguió a un mensajero de Oelita hacia el sur, cruzando las colinas, y hacia el este, en dirección a unas tierras que se tornaban cada vez más desoladas. El terreno estaba cubierto de rocas grises y rojas. Los matorrales sólo crecían en los lugares que ofrecían cierta protección. Gran parte de Geta era así, y había zonas mucho peores. ¿Quién se atrevía a entrar en las regiones verdaderamente inhabitables? Hasta los ermitaños evitaban la aridez total. El mensajero fue hecho prisionero justo antes de llegar donde estaba Oelita.
Joesai estaba sentado detrás de un peñasco, atrapado entre las ramas secas de un arbusto muerto, y la observaba con el visor espía manual que le habían fabricado sus estudiantes del observatorio. Ya la tenía. Se sentía henchido de felicidad.
—Parece saludable —les dijo a Eiemeni y a la mujer, Riea.
—Ayer, antes de que vinieras, vimos unos niños.
—¡No puede haber niños aquí! —exclamó Joesai.
—Son dos. Apenas unas criaturas.
Joesai continuó observando con paciencia. Ella llevaba agua a su jardín. ¿De dónde la sacaba? Dos pequeñas figuras se reunieron con ella.
—¡Dios mío, teníais razón! ¡Dos! Esperad hasta esta noche. Los secuestraréis cuando esté oscuro. No sabrá que estáis aquí. Yo me ocuparé de ella.
Joesai avanzó sin hacer ruido y se detuvo junto al pozo, admirándolo. Sólo entonces ella notó su presencia. Cuando él se volvió para mirarla, estaba paralizada.
—Me has encontrado. —Su voz estaba llena de angustia. Él recordó que se había sentido de ese modo cuando vio el cuerpo sin vida de su hermano Sanan.
—Soy persistente en mis objetivos —respondió.
—¡Permaneced dentro de la choza! —les gritó a los mellizos, que corrían hacia ella en busca de protección.
—Los niños no sufrirán daño alguno —dijo Joesai.
—¿Vas a matarme?
—El Rito Mortal es una prueba, no una ejecución.
—Todavía te quedan dos posibilidades en mi contra —replicó Oelita con amargura.
—
Una
posibilidad. He leído tu último libro. Ahora crees en Dios. Tu mente ha manejado bastante bien el desafío. Te admiro, Oelita.
—¿Qué ocurrirá con mis niños? —Estaba llorando.
—¿Quién es el padre?
—Hoemei.
—Los hijos de mi hermano-esposo están a salvo —dijo Joesai con dureza.
—No es verdad. Los llevarás a una carnicería, después de matarme a mí. Tienen la maldición de Ainokie.
—No es cierto. Los he visto.
—Es recesivo.
Él se encogió de hombros.
—Eso no interfiere con su kalothi. Además, existe un cincuenta por ciento de posibilidades de que no lo tengan. Cuando sean grandes y quieran tener hijos, si se reproducen en una guardería ese gen podrá ser eliminado. El procedimiento ya es rutinario entre los Kaiel. —Echó un vistazo a la choza—. Ve a tranquilizarlos. Están asustados. Perciben tu miedo.
Oelita se marchó y él deambuló por el jardín, maravillado.
Cuando ella regresó los mellizos estaban en silencio. Los niños lloran cuando tienen miedo, pero en cuanto han percibido la fuerza de su madre comprenden la necesidad de guardar silencio.
—¿Piensas destruir mi jardín y ver si logramos sobrevivir a eso?
—No —dijo él.
—¡Dime por qué estás aquí!
Joesai no le prestó atención.
—Yo me olvidaría de cómo hablar si viviera en un lugar tan desolado.
—Aprendes a reconocer su belleza. Lo he visto cuando había flores.
—Muéstrame la espiral. Nunca me he subido a una de ésas.
—¿Para empujarme y comprobar si reboto?
—Paz —dijo él con suavidad—. Paz, por ahora. —Cogió una piedra y la llevó a la escalera del ermitaño. Oelita lo siguió. Joesai la encajó con firmeza en la nueva capa entre las otras piedras, y subió hasta la cima. Ella escaló tras él, pero permaneció fuera de su alcance.
—Tienes todo un territorio. —Sus ojos recorrieron las colinas desoladas, las montañas distantes y las nubes altas. Luna Adusta era una roca naranja quebrada sobre el horizonte, y Getasol ardía violentamente—. Yo no hubiese durado mucho aquí. Me abría arrojado de cabeza al pozo.
—Te atascarías antes de llegar al fondo —comentó ella con sarcasmo—. Ni siquiera te mojarías los cabellos.
—Si viviera aquí, estaría en la piel y los huesos.
—Mis niños son muy buena compañía. Este desierto no me molesta. Lo amo.
—¿Cuánto tiempo piensas quedarte?
—No quiero que mi hija ni mi hijo se acerquen jamás a un templo.
Él comenzó a descender la espiral.
—¿Crees que tus hijos tendrán algún problema con los templos? ¿Contigo como madre y Hoemei como padre? El Kalothi es hereditario, más o menos.
—¿Cuánto tiempo te quedarás
tú?
Quiero que te vayas. Este lugar es mío.
—Me iré cuando vengas conmigo.
—¡No estoy loca!
Él se rió.
—Sí que lo estás.
—Los locos son enviados al templo para realizar su Contribución.
—Primero les seguimos la corriente. —Joesai se permitió sonreír.
Se dirigió hacia la choza que había sido construida a partir de una pequeña caverna. Ella lo siguió, inquieta porque se dirigía a los mellizos, pero Joesai no intentó acercarse y tanto el niño como la niña se aferraron a las piernas de Oelita en silencio. Él notó que había un defecto en el techo, y extrajo unos materiales de su mochila para repararlo de tal modo que durase una generación más; resistiría un terremoto.
—¿Piensas quedarte?
—Construimos para aquellos que vienen después de nosotros, así que conviene construir bien —respondió él con formalidad.
Joesai le ofreció su comida, pero ella la rechazó recordando que los Kaiel eran magos con las drogas y las pociones. Oelita lo convidó a unos pasteles chatos, pero él se negó amablemente pues había advertido la abundancia de venenos en la vegetación circundante. Los dos se echaron a reír.
Joesai notó que unos ojos observaban su sonrisa, y se volvió hacia el niño que ocultaba la cabeza entre los brazos de Oelita. La niña comenzó a competir con su hermano. Sus gestos fueron efusivos y sus palabras indescifrables, aunque Oelita pareció comprenderlas, pero cuando logró atraer la atención de Joesai, ella también guardó silencio y se cubrió los ojos con las manos. Cuando él dejó de prestarle atención, la pequeña comenzó a coquetear otra vez.
Oelita los llevó a orinar y los acomodó en sus jergones para dormir. Los niños buscaron todas las excusas posibles para permanecer despiertos y observar al extraño, pero perdieron la batalla con el cansancio y lloraron hasta quedarse dormidos.
Mientras se preparaba para partir, Joesai lanzó su primer ataque.
—Tus hijos no están tan saludables como crees. La vida aquí es muy difícil. Algún día los matará rápidamente. Incluso si te rompes una pierna, ellos morirán.
Ella lo siguió fuera de la choza.
—No pienso perderte de vista.
—Acamparé lo bastante lejos para que puedas dormir tranquila.
—¿Crees que dormiré si estás tú por aquí?
Joesai guardó silencio; su silueta se recortaba contra el cielo estrellado del desierto. Dios comenzó a pasar sobre sus cabezas. La Huella de Dios siempre constituía un espectáculo grandioso, un reflejo de luz anaranjada que se movía visiblemente por el vacío, más brillante que cualquier estrella. Oelita se hincó de rodillas y, con el gesto tradicional de la súplica, alzó los brazos, los cruzó y echó atrás la cabeza, con una plegaria ferviente:
«¿Que este hombre se vaya!»
Joesai comenzó a caminar por la hondonada. Ella lo siguió. Él mantuvo su promesa de acampar lejos de la choza, y Oelita lo miró con un brillo de pánico en la mirada.
—Tendrás que dormir un poco —le dijo él.
—No permitiré que tú te duermas —respondió ella.
Joesai se acurrucó en su jergón. Ella lo pinchó con una rama. Él le siguió el juego y fingió indiferencia. De vez en cuando, Oelita lo pinchaba o le arrojaba una piedra. Cuando escuchó la señal de Eiemeni, un leve sonido a la manera de un insecto, decidió que había llegado el momento de mostrar su fastidio. Joesai se sentó y comenzó a maldecirla como lo hubiese hecho cualquier hombre desesperado por dormir. Ella le devolvió los insultos, y Joesai pudo conocer las sutilezas del lenguaje soez de Congoja. Al fin él cambió de táctica y comenzó a suplicarle que fuese razonable.
Los hijos de Oelita fueron silenciados, y por lo tanto ella no pudo escuchar sus gritos. Joesai renunció a la discusión y trató de volver a dormirse. Ella siguió provocándolo sin piedad. Sólo cuando alcanzó a escuchar el llanto lejano de los niños, al oeste de su choza, comenzó a correr presa del terror. Joesai la siguió. Ella se giró en dirección a él con un brillo asesino en la mirada.
—¿Los has matado?
—Se encuentran perfectamente bien, aunque lo más probable es que estén muy asustados sin ti.
—¡Maldito bastardo hijo de una máquina!
Joesai la vio vacilar. ¿Debía correr hacia el oeste, en medio de la noche imposible? Nunca los encontraría. Tendría que estar equipada para sobrevivir en el desierto, y para eso necesitaría tiempo. ¿Debía suplicar a Joesai? ¿Debía arriesgarlo todo y tratar de matarlo para que no la siguiese?
—Yo te llevaré con ellos —le dijo él.
Oelita se encogió de hombros.
—Así que me has tendido una trampa.
—No, te sacaré de estas Garras de la Muerte. Has sobrevivido a la Séptima Prueba, y estoy impresionado.
—¡Tú no provocaste mi venida aquí! —En su voz se confundían el desprecio con la esperanza y el recelo.
—¿Quién conoce las consecuencias del Rito Mortal? Parecen afectar tanto al retador como al que pasa por las pruebas. Yo he cambiado.
—¡No has cambiado! ¡Es evidente por lo que acabas de hacer! Me alejas de mi casa para matarme, y yo no tengo más remedio que seguirte ya que tienes a mis hijos. Me engañas diciéndome que mi pequeño refugio del desierto es la Séptima Prueba. ¡Aquí me he sentido protegida! Yo amo este lugar. Me sacarás de aquí con cadenas, y ésa será la Séptima Prueba que
acabará
por matarme.
—A pesar de que la Séptima Prueba es la más difícil,
la ley
indica que no debe causar la muerte sino que debe servir para evaluar el kalothi. Este barranco podría ser más inhóspito, es verdad, pero entonces se convertiría en un simple asesino. ¿Qué nos diría de tu kalothi? Establecerse en
este
lugar y sobrevivir es posible, aunque no es probable. Tú posees un gran kalothi, Oelita, y estoy en deuda contigo por haber sido tan necio para someterte a estas Pruebas. Te debo un Gran Favor.
—Entonces me devolverás a mis hijos y me dejarás en paz —dijo ella con amargura.
—Mi deuda no me obliga a seguirte la corriente en tu locura, amiga. —Comenzó a llenar el morral de Oelita—. Tus mellizos te esperan. Nunca antes se han visto separados de ti. Deben de estar sufriendo.
Ella no tuvo más remedio que seguirlo. Durante la mayor parte del trayecto permaneció en silencio, pero de vez en cuando lanzaba algún insulto a sus espaldas.
—¡Eres el mismo monstruo de larga cola que conocí hace mucho tiempo!
—Soy un monstruo añejado.
—¡Beberte a ti es atragantarse con el sabor ardiente del whisky sin depurar!
Joesai la condujo por un puente desde el cual se veía toda la bóveda de estrellas sobre la noche desértica.
—Cada vida es un tonel de whisky con un hombre dentro —dijo él—. El hombre lucha por romper los maderos de su prisión, pero nunca logra salir. Sólo se torna más añejo.
—¡No compares mi vida con ese tonel de madera que tienes por cabeza!
Hicieron una larga pausa en su altercado mientras escalaban un escarpado peñasco. Cuando estuvieron al otro lado, Joesai habló a las piedras que tenía frente a sus pies.
—Recuerdo cuando inicié todo esto. Yo iba a dejarlo en manos de Dios. Una de mis esposas me preguntó cómo nos reconciliaríamos si, al final, tú probabas agradar a Dios. Yo le dije que eso no me preocupaba porque la única forma en que podrías sobrevivir sería matándome primero. En este mundo sólo había espacio para uno de los dos. Por lo tanto, me he creado un problema a mí mismo. Así es la vida. —Emitió una risita.
—¡Y yo recuerdo que lo disfrutaste mucho! ¡Recuerdo que me ahogaba en el Njarae mientras tú me observabas como si fuera una araña atrapada por un feiri carnívoro!
—¡Vaya! ¿Me acusas de disfrutar con tu sufrimiento? Es cierto que cada vez que te tendía una trampa lo hacía con una sonrisa, pero siempre que sobrevivías este traidor que vive en mí se sentía más y más feliz. Tú escapaste de mí, pero al final yo también escapé de ti. Nunca he sentido tanta
alegría
como cuando te vi con mi visor espía cuidando tu jardín de ermitaña.
Oelita lloró cuando se reunió con sus hijos en la tienda de Joesai. Ante su aparición los mellizos se aferraron a ella en silencio. Los tres durmieron bien arropados en la tienda. Cuando Oelita despertó, encontró a Joesai tendido a su lado, observándola. Fuera se escuchaban los sonidos del campamento de ocho personas. La sensación de peligro había desaparecido.
—¿Qué harás conmigo?
—Lo he considerado con sumo cuidado. Estoy en deuda contigo.
—¡No creo que eso me agrade!
—Nos casaremos.
Ella se apoyó sobre los codos, despertando a los niños.
—¡De ninguna manera! —exclamó.