—Kathein ama y odia a Aesoe —dijo Joesai—. Pude notarlo la última vez que la vi en el observatorio de la montaña. Conversábamos sobre finanzas. Yo había llevado una barra de oro como obsequio de los Mnankrei para el nuevo visor celeste. —Se detuvo—. Le hablé sobre mi política de adoptar a los niños Mnankrei que han mostrado alguna aptitud para el sacerdocio, y ella me contó cómo obtiene dinero, a manos llenas, de Aesoe. Joesai alzó las manos con desesperación. —Aesoe está loco. Está tan poseído por ella que es capaz de truncar cualquier proyecto con tal de satisfacer sus caprichos. Gracias a Dios que sus caprichos coinciden con los objetivos de Geta. He llegado a verla como a una fanática religiosa. Ha decidido que antes de que ella muera, nuestro hijo subirá en un cohete para encontrarse con Dios. Hará cualquier cosa para lograr ese propósito. Odia a Aesoe, pero él es el centro del poder, así que lo ama a fin de conseguir lo que desea. Ya no la reconozco. He tratado de seducirla pero ha sido inútil. ¿Qué soy para ella? Un exiliado que deambula por las playas. —Joesai sonrió—. ¿Recuerdas lo tímida que solía ser? ¿Y cómo ante el menor estímulo surgía todo su kalothi?
—Ha puesto a Hoemei en gran peligro. Joesai se rió.
—Veo que Kaiel-hontokae no ha cambiado en nada desde que me fui.
—Kathein sabe que Hoemei será el próximo Primer Profeta, y embalsa las aguas del río a ambos lados de la montaña.
—¿Crees que Hoemei tiene verdaderas posibilidades de alcanzar esa posición? Proviene de una guardería, y hay muchas personas que jamás lo permitirán.
Teenae enderezó la espalda con tanta furia que sus senos apuntaron hacia delante como puños.
—¡La sucesión no es una cuestión de votos! ¡Se basa en una verificación de las predicciones! ¡Eso indica la constitución de Tae!
—¿Y los Kaiel han vacilado alguna vez cuando se trata de violar una regla?
—He convocado un consejo familiar. Nos reuniremos aquí. No sé de qué hablaremos, sólo lo hice para sacar a Hoemei de la ciudad.
Joesai emitió su gran carcajada y se colocó a Teenae alrededor del cuello como si fuese un chal.
—El mundo es una gran guardería. —Entonces la llevó a la habitación de ella para enseñarle los nuevos muebles.
La madera era lo más exquisito del desierto Okkai, cepillada y lustrada para destacar su tinte oscuro. Las superficies lucían incrustaciones de cuero Mnankrei, con las perforaciones de los disparos y todo, y las orlas estaban realizadas con cuadrados tallados hechos con el cráneo de Tonpa.
—Los artesanos de Congoja son buenos —dijo él.
Ella saltaba de alegría.
—¡La próxima noche baja la pasaremos aquí! ¡Me gusta tanto! ¡Cuando engendre a tu hijo será en esta habitación!
Él eligió ese momento para entregarle el libro de Oelita, realizado con la tosquedad de las imprentas clandestinas.
—Está viva.
Teenae abrió los ojos de par en par, y él casi pudo ver cómo su corazón comenzaba a latir con más fuerza.
—¿Cómo lo sabes?
—Tratan de ocultarla para que yo no sepa nada de ella. Si estuviese muerta, ¿por qué la protegerían? Pero no es por eso que estoy seguro de que se encuentra bien. En este libro ella habla de Dios. Lo ha incluido en la trama de urdimbre. Eso significa que se ha recuperado del impacto de descubrir que Dios existe, y así ha logrado salir airosa de la Sexta Prueba.
Teenae rompió a llorar.
—He deseado tanto oír que se encuentra bien. ¿Así que ahora ella cree en Dios? ¿Como nosotros?
—Hace cuatro semanas, en mi última visita al observatorio, hubo una perturbación de Su Órbita que no puede imputarse a la gravedad. Quienquiera que Él sea, no es pasivo; se mueve mientras duerme.
—Debimos habernos casado con Oelita. Nuestra hostilidad fue una muestra de inmadurez.
—Yo sé dónde está —dijo Joesai.
Teenae lo miró sobresaltada, y notó un antiguo brillo en su mirada. Él era más viejo y más artero, pero su obstinación era mayor que nunca.
—¡No! —exclamó ella—. ¡Te lo prohíbo! ¡Déjala en paz! ¡Eso ha terminado! ¡Seis es suficiente!
Joesai esbozó una leve sonrisa.
—Sólo me refería a que su libro revela dónde se encuentra. En las imágenes que emplea hay rastros de la filosofía de los ermitaños. No puede estar lejos de Kaiel-hontokae.
—¡Déjala tranquila, Joesai! ¡Por amor de Dios!
Él no respondió. Le enseñó las ropas nuevas que había comprado para ella, la vistió y la condujo hasta las altas ventanas, donde le leyó pasajes del libro de Oelita.
Una vez había una niña pobre del clan oe'San cuya familia vivía junto al río Toer. Se ganaban la vida golpeando ropas sobre las piedras para librarlas de la suciedad. Sus riquezas eran unas largas pestañas, una sonrisa seductora y un cuerpo que su padre había tallado con las figuras más intrincadas. Tenía un solo vestido harapiento que le hacía pasar vergüenza cada vez que se rasgaba. Ella soñaba con mansiones de cristales rosados, tapices coloridos y cojines mullidos como nubes en las alcobas. Soñaba con viajar en un palanquín tallado, con cuatro vigorosos Ivieth como criados. En sus sueños, navegaba hasta las tierras de las telas de hoiela, donde los sastres la vestían para su boda y unos hombres altos la llevaban a jugar en las altas habitaciones del templo. Las palabras de sus sueños salían como poemas de su boca. Era capaz de ruborizar a la almohada más blanca con su amor. Las bandejas de plata estaban colmadas con alimentos humeantes. En sus sueños no existía pobreza alguna.
Pero cuando batía esas túnicas en el Toer y las colgaba para secarlas, sabía que era el dinero lo que compraba aquellos sueños. Con cada golpe juraba que ella no sería pobre como su familia. Encontraría el oro, el platino y la plata suficientes para convertir sus sueños en realidad.
Pasé junto a una anciana del clan oe'San que vivía junto al río Toer. Sus riquezas eran unas largas pestañas, dientes dorados y un cuerpo tallado con las figuras más intrincadas. Tenía un solo vestido harapiento, zurcido con un grueso cordón por el que pasaban unas monedas perforadas. Su peso le dificultaba los movimientos. Le enseñé una moneda de plata y ella extendió la mano con una sonrisa seductora, pero yo cerré el puño y le pregunté por sus sueños.
—Sueño con dinero —me dijo, y enhebró la moneda en sus harapos.
El Ermitaño Ki, de
Notas en una Botella
Kathein había pensado que lograría dominar a Aesoe vaciando sus arcas para financiar los grandes proyectos en que ella se embarcaba, pero él siempre conseguía más dinero. Horrorizada, Kathein descubrió que así jamás lograría doblegar a Aesoe, y en cambio arruinaría a los Kaiel. En una desesperada caminata por el acueducto Hai, trató de hallar una manera para dejarlo.
No podía negar que
él
la había complacido. Era generoso e inteligente. A ella le encantaban sus fiestas, y también la forma displicente con que esgrimía el poder, violaba las reglas o hacía cualquier cosa que fuese necesaria. Sin embargo
lo odiaba.
¡Por la Mente de Dios, ese hombre es temible!,
se dijo. Gracias a él, ella poseía su propio clan, el cual, según pensaba, estaba destinado a ser tan dinámico que acabaría por gobernar junto a los Kaiel. Gracias a él había podido chasquear los dedos y crear una familia instantánea... a la cual no pertenecía.
Lo tenía todo. Tenía un hijo al que adoraba, y aunque nadie la creía, ella sabía que él sería el Salvador que Habla con Dios. Lo presentía. El niño poseía la fuerza de Joesai y la mente de su madre. Pero Joesai se encontraba muy lejos, en el exilio.
También tenía la aventura intelectual. Las revelaciones de
La Fragua de la Guerra
ofrecían emoción suficiente para toda una vida, pero todavía había más. Las descripciones de los armamentos militares la habían llevado a la teoría subatómica, a la cosmología y a todo el vasto campo de conocimientos que existe entre ambas, desde los instrumentos de rayófono que cabían en una uña de silicio hasta los cohetes que serían capaces de alcanzar a Dios.
Y sin embargo estaba sola.
El momento más feliz de su vida fue aquel breve cortejo con la familia maran. Parecía tan lejano. Cuando conoció a Gaet y le enseñó su primitivo equipo de rayófono no existía una sola voz por cable en todo Kaiel-hontokae. Ahora, por todas partes, tejía sus redes de cobre como un insecto enloquecido ante el descubrimiento de una nueva presa. Antes los hombres caminaban, ahora viajaban en sus skrei rodantes. Los Kaiel fueron un clan confinado a las estepas montañosas; ahora dominaban la mitad del Njarae y al noreste avanzaban sobre los Itraiel. La vida se había convertido en un torbellino.
¿Cómo se rechaza a un hombre poderoso?,
se preguntaba.
Algunas veces, en el apogeo de su odio hacia Aesoe, en aquellos raros momentos cuando la nostalgia del amor perdido la impulsaba a acostarse con Hoemei, la dulzura con que se encontraba era casi insoportable. Gaet todavía la cortejaba, pero lo hacía con la formalidad del galanteo compulsivo. Lo consideraba su deber hacia todas las mujeres. El amor de Joesai se había convertido en ira, y eso la confundía. Kathein no le perdía el rastro a ninguno de ellos. Noé había estado en Soebo como coordinadora logística del Concilio. Teenae todavía trataba de organizar el mundo en categorías lógicas: los pactos debían cumplirse, los secretos debían guardarse y la traición debía ser respondida con un guijarro de plomo entre los ojos.
Un Ivieth encontró a Kathein en el camino. Le dio a beber agua y la observó con escepticismo cuando ella le aseguró que estaba bien. El hombre tomó la decisión de que ella regresara con él a la ciudad. Los Ivieth eran los guardianes del camino y nadie los desafiaba en ellos, ni siquiera los sacerdotes.
Por lo tanto, Kathein llegó al Palacio Kaiel poniendo fin a su alzamiento. Había estado ausente medio día, y Aesoe parecía muy perturbado. No le agradó nada verla con las polainas, el cabello lleno de polvo y las uñas sucias de tierra. La envió con su criada, una de sus retoños de la guardería, para que la bañara y la vistiese. Después de un intervalo lo bastante largo para permitir que cualquier mujer se lavara la primera capa de suciedad, Aesoe se dirigió personalmente a la casa de baños para mantener una audiencia, tal como se acostumbraba a hacer entre los Kaiel cuando se había perdido el tiempo y había cuestiones importantes que tratar. Ésa era su forma de indicar a Kathein que estaba disgustado con su tardanza.
Con él venían dos sacerdotes Itraiel, ambos formalmente vestidos con tocados de iridiscentes alas de insectos y túnicas negras, adornadas con cuellos elaborados con malla de bronce. Sobre los genitales, ambos usaban grandes hebillas de bronce con figuras eróticas incrustadas en platino. Unas polainas negras de malla metálica se ajustaban a sus piernas, y las volutas entretejidas en platino formaban la misma flor letal que adornaba sus rostros.
Ambos sacerdotes se inclinaron ante ella en la tina, y si estaban sorprendidos por la costumbre Kaiel no lo demostraron. Ellos no se bañaban en agua, y las casas de baños no cabían en sus estrictas normas. Con frialdad, Kathein extendió su mano mojada y los hombres se turnaron para besarla.
—Kaesim de los kembri-Itraiel —dijo uno.
—Suesar de los kembri-Itraiel —se presentó el otro.
Aesoe le entregó un cuenco con agua de enjuague a su amante. —Nuestros honorables amigos viajaron a Soebo con el Concilio, donde sirvieron como administradores. Ahora, de vuelta a casa, nos traen una propuesta que debemos considerar seriamente. Quiero que converses con ellos sobre las armas de
La Fragua de la Guerra.
Kathein se pasó la mano por el cabello para quitarse la espuma. Las armas de los lunáticos Riethe no constituían su tema favorito. —¿Por qué?
—Kaesim y Suesar han estado observando nuestro gobierno en Soebo, y han decidido que sería ventajoso que cedieran sus tierras a los Kaiel. Por supuesto que esto es un trato, y nuestra parte del mismo debe compensarles.
Kathein se vació el cuenco de agua tibia sobre la cabeza. Su respuesta fue irónica.
—A cambio les daremos armas para inmolar ciudades enteras, y rifles para asesinar a más mujeres y niños de los que puedan comerse antes de que se pudran.
Suesar se inclinó. No parecía ofendido.
—Impugnas nuestra moral —dijo con formalidad. Kathein rió.
—No, sólo cuestionaba la cordura de mi compañero de cama.
—¡Cordura! —Aesoe emitió un bufido—. Hasta Hoemei cree que el Cielo está lleno de enemigos, y que sólo sobrevivimos porque no nos han encontrado. El Cielo de Dios también está lleno de otros dioses, ¿y qué tenemos para defendernos? ¿Debemos sentarnos y batir a esos Demonios del Cielo en una partida de Kol? ¿Los llevaremos por el desierto y les rasparemos las piernas sin que se den cuenta, de modo que enfermen y mueran? ¿Declaramos pomposamente que carecen de kalothi, y les ofrecemos un cuchillo junto con una bella cortesana en alguna torre de un templo? ¿Quién nos defenderá, Kathein? ¡La Raza no está sola!
—¡El fuego que quema al hijo, quema a la hija! —Kathein se puso de pie chorreando agua y se envolvió en la toalla que le ofrecía la criada-hija de Aesoe.
—Geta necesita un clan «militar». —Aesoe empleó la palabra de
La Fragua de la Guerra,
ya que no existía ningún término semejante en el idioma getanés—. Éste debe conocer el juego del enemigo para que cuando nos enfrentemos, estemos en condiciones de vencer. Yo he propuesto que los Itraiel cumplan esta función. Nosotros gobernamos; ellos defienden. Es una función que requiere estudio, previsión, dedicación, valentía, mentes brillantes y un gran kalothi. Creo que los Itraiel son merecedores de esta confianza, y que lo afrontarán como a un desafío.
—Tal vez —dijo ella.
—Creemos que somos adecuados para el papel —dijo Kaesim.
Kathein lo interrumpió.
—Yo conozco a los Itraiel.
Eran feroces corsarios del desierto, soberanos de un territorio nómada. No poseían ningún conocimiento sobre manipulación genética, y ella dudaba que tuviesen un solo taller de genética. Sus templos eran tiendas. Eran conocidos por su extraña amabilidad. ¿Qué clan otorgaba menos importancia a las incapacidades físicas? Se decía que los Itraiel eran capaces de sostener a un hombre sin piernas con la mano derecha, mientras que con la izquierda enlazaban las del enemigo. Se decía que ningún hombre era capaz de atacar a un kembri-Itraiel con un puñal y sobrevivir. Se decía que nadie era tan diestro con los juegos como los Itraiel. Sus rituales de kalothi estaban determinados casi exclusivamente por los juegos. En sus competiciones anuales, se suponía que los grandes perdedores debían organizar el Banquete del Esparcimiento y, mediante su Suicidio Ritual, proporcionar sustento para el largo camino de vuelta a casa. Y lo mismo exigían a los clanes inferiores que utilizaban sus tierras.