Pasamos todo el día bebiendo y divirtiéndonos con las mujeres. Estábamos de acuerdo con aquel mendigo que tiró su camisa vieja y piojosa por encima de una cerca y dijo: ¡Vivir y dejar vivir! Sólo Bargan se quedó trabajando en su tienda (jamás se alojaba en una casa, siempre decía que el techo podía derrumbarse) casi todo el día; repartiendo el botín, entre otras cosas, en la medida en que éste consistiera en oro puro. No miró a la joven ni una sola vez, y por la noche todos sacudimos nuestras pesadas cabezotas al enterarnos de que Croze estaba con la muchacha; el propio Bargan había dispuesto que la llevaran a la casa donde el pie equino de St. Marie había pasado la tarde acostado con otra persona. Más tarde comentamos que su animadversión contra Bargan, quien lo amaba como a un niño, surgió porque la noche en que le llevaron a esa mujer, Croze ya no podía y eso lo irritó. De cualquier forma, varios de nosotros encontramos esa misma noche a la joven degollada en la habitación de Croze, quien, después de liquidarla como a una gallina, había puesto pies en polvorosa en plena noche y con niebla. Con él huyeron siete u ocho individuos que no querían a Bargan porque les había tocado en suerte un alma ruin. Cuando, muy de mañana, se lo dijimos a Bargan, él no dejó traslucir nada, pero en seguida se puso a beber con la mirada fija en un agujero, entre nuestras manifestaciones de júbilo, que se prolongaron tres días más. Al atardecer del tercer día, cuando las mujeres ya habían sido consumidas y el aguardiente tenía un gusto amargo, regresó el gordo Croze, pero solo, como si viniera de hacer sus necesidades en el monte, y nos miró a todos con expresión interrogante. Y aunque nos hubiera gustado arrancarle su grueso pellejo por sobre las ternillosas orejotas, hicimos como si no le hubiéramos echado de menos ni hubiéramos encontrado la gallina aquella tan sólo porque Bargan tampoco hizo nada por disimular la alegría que le produjo ese regreso, para él nada honroso. Y os días subsiguientes, cuando organizamos la partida, los dos siguieron viviendo igual que antes, como dos hermanos que hubieran cometido juntos un asesinato.
En carretas de bueyes cargamos las mejores cosas que encontramos —las buenas tuvimos que dejarlas—; luego buscamos los jamelgos y dejamos todo listo, pues habíamos calculado que nuestra expedición duraría tres o cuatro días y ya había transcurrido una semana. Pero cuando partimos, faltaban las municiones. Había habido cantidades ingentes de pólvora, que nosotros
incrementamos
con el botín, y ahora todo había desaparecido, volatilizándose sin dejar el menor rastro. Los centinelas no habían oído nada, quizá estuvieran durmiendo la borrachera; lo curioso era que las cajas de arriba eran las mismas de antes, sólo que llenas de arena, y en lugar de los toneles que había debajo, encontramos cajones y barriles de arenques, trastos inservibles todos. Buscamos como sabuesos y aplazamos la partida. Al día siguiente, en un estanque, dimos con los dichosos barriles de pólvora; hubiéramos podido dormir sobre ellos. Ardua tarea había sido transportarlos hasta allí sin que los no implicados en la operación se alarmasen; nadie tenía la más mínima prueba, pero nadie, en el campamento, ponía tampoco en duda que Croze estuviera vinculado al latrocinio como una madre al ombligo de su hijo. El cordón umbilical fue cortado con los dientes; pero a partir de entonces tuvimos muy presentes al pie equino de St. Marie, que se paseaba todo el tiempo entre los barriles de arenques vacíos como un peletero al que una inundación le hubiera arrebatado pieles ya vendidas, así como a aquellos individuos a los que la selva devorara.
Nuestra columna tenía el vientre hinchado en lo que a número de carros y bueyes de tiro se refiere, y un puño paralítico en lo tocante a barriles de pólvora vacíos; felices y confiados avanzábamos entre los árboles que íbamos derribando con hachas, y tuvimos que rellenar las grietas del terreno para pasar al otro lado. Era un trabajo aburrido. Nos entretenía más de lo que deseábamos y hubiera sido conveniente.
Al segundo día de marcha empezamos a internarnos por una pintoresca zona pedregosa, con hermosas paredes de roca a derecha e izquierda, cuando de pronto comenzó a caer una lluvia de piedras del tamaño de huevos de avestruz, o incluso mayores. Nos metimos entre los carros y los bueyes, que querían partir en distintas direcciones porque las piedras parecían más duras que nosotros, y sólo pudimos ocultarnos bajo las ruedas y aguardar a que el cielo nos compadeciera o se quedara sin piedras. En otras circunstancias hubiéramos disparado a las alturas, y además de las piedras habrían caído también algunos ángeles flacos; pero con arenques ni siquiera Bargan podía hacer fuego. Hubiéramos debido dejar que nos sepultaran lenta o rápidamente, y los individuos de allá arriba, que organizaban la lluvia, habrían contemplado un campo donde si bien antes llegó a crecer algo útil, tras la granizada ya sólo quedaban piedras en las que no se leía ningún nombre. Uno de nosotros tuvo entonces una inspiración y, arriesgando su vida, cogió al pie equino de St. Marie por el cuello y lo arrastró fuera de su carro, donde se había acurrucado muy seguro, como la yema en el huevo. Los de arriba debían de ver bien, y sin duda recordaban con gratitud ese carro, pues la lluvia cesó de inmediato y pudimos seguir adelante.
Fue una clara señal del cielo, y si Bargan sólo hubiera sido ciego, la habría visto. Pero quería al gordo Croze y nos dijo que no había prueba alguna y deberíamos avergonzarnos. Y Croze, que estaba a su lado mirando el sol, le dio la mano ante nuestros ojos. En ese momento decidimos que uno de nosotros debería vigilar siempre a Croze, de día y de noche, ya que Bargan no lo hacía; éste cerraba los ojos y vivía con Croze como dos amigos perdidos en la oscuridad de una selva y que no tienen a nadie más. Tuvimos, pues, que abrir mucho los ojos, pues Bargan era el tipo de persona con la que hubiéramos preferido irnos todos al diablo antes que causarle el menor daño.
Pero luego ocurrió aquello de la dirección del viento.
De alguna manera debíamos de habernos extraviado. El buen Dios se había equivocado con las estrellas. En otros tiempos, Bargan solía echar una mirada al cielo y nosotros podíamos, en plena selva virgen, avanzar seguros tras él hasta encontrar alguna estaca. Ahora se quedaba horas calculando ante su tienda, según decían los centinelas; a veces también discutía dentro con Croze, que se insolentaba cada vez más. Hasta que al final perdió el rumbo y tuvimos que hacer un gran esfuerzo para que no advirtiera nuestros sentimientos. Más tarde, incluso sus instrucciones empezaron a fallar de vez en cuando. Todo comenzó con lo de las estrellas.
Pensamos que estaba preocupado por Croze, al que se había dedicado en cuerpo y alma; le ocurría lo que a un hombre que prefiere reparar cinco veces la cadena del ancla antes que agenciarse una nueva, por más tempestades que haya. En pocas palabras, fuimos indulgentes con él y hasta le perdonamos el penoso lío con Jammes, al que Croze acusó de haberle robado su cuchillo y a quien Bargan hizo azotar, aunque todos sabíamos que el cuchillo era de Jammes y Bargan debía saber que el cuchillo no era de Croze. Este ni siquiera creyó necesario avalar su acusación con alguna mentira y se limitó a mirar fijamente a su amigo, como queriendo ponerlo a prueba. Después hasta circuló el rumor de que el pie equino de St. Marie había dicho a Bargan que reconocía el cuchillo aquel como suyo porque había sido el mismo con el que degolló a la mujer que Bargan le regalara. Aquello fue el colmo de los colmos. Y muy de Croze.
El error de rumbo resultó terriblemente penoso. Desembocamos muy por debajo del punto de la ensenada donde habíamos fondeado el barco. Y entonces, pese a todo lo ocurrido, Bargan decidió enviar a Croze por delante para anunciar nuestra llegada a la tripulación de la nave. Nos opusimos en bloque, pero de nada sirvió. El pie equino de St. Marie acabó imponiendo su voluntad y se nos adelantó a todos. Lo vimos internarse en la espesura, gordo y bilioso, a lomos de su jamelgo. Teníamos la sensación de que un cangrejo nos atenaceaba la garganta.
Aun no llevábamos dos horas de marcha, cuando el hombre que había acompañado a Croze volvió con el mensaje de que éste y toda la tripulación nos saldrían al encuentro en la desembocadura de un río seco que conducía a la ensenada; que nos dirigiéramos allí. Barruntamos gato encerrado, pero Bargan nos guió realmente hacia el lecho de un río, y aunque sabíamos que el diablo metería su cola en el asunto, ignorábamos sus intenciones, y por eso, y también por respeto a Bargan, obedecimos. Bajo un viento frío proseguimos nuestra marcha sobre las sólidas piedras del fondo del río, al filo del atardecer. El lecho se empezó a ampliar muchísimo y al final perdimos de vista las orillas. Nos preguntábamos si no se habría secado por completo o si no lo habríamos abandonado. Montado en su potro negro, Bargan tenía el rumbo en la cabeza con tanta seguridad como sus dos ojos. A la tenue luz de las primeras estrellas que surgían de un cielo cada vez más oscuro y que, por razones muy concretas, conservo más claramente en mi recuerdo que las de cualquier otra noche, seguimos avanzando en correcto orden hasta que, en medio de la creciente oscuridad, sentimos de pronto agua en los zapatos y advertimos, con escasa alegría, que el agua empezaba a subir, y no con demasiada lentitud. Además, en las zonas poco profundas la corriente seguía una dirección determinada, contraria a la nuestra, lo cual nos ayudó a comprender que el lecho del río seguía estando bajo nuestros pies tanto como la suela de nuestros zapatos, pero que no se trataba del lecho de un río, sino de una entrada de mar, y que la marea se esforzaría seriamente por ahogarnos a todos, hombres, caballos y carros, antes del primer canto del gallo. Al principio, la oscuridad nos permitía aún mirarnos amigablemente unos a otros; pero una niebla blanda y repulsivamente blanquecina fue ocultando las pocas estrellas visibles, y el agua empezó a subir en torno a nuestros tobillos con la seriedad de un fenómeno que conoce bien su oficio. Obtener nuestro botín nos había costado a nosotros y a los anteriores propietarios mucho sudor y sangre, pero ahora nos vimos obligados a abandonarlo en esas frías aguas que, ocupadas en su absurda ascensión, se preocupaban de nosotros menos que si fuéramos piedras secas. El río parecía un ojo que, por distintas razones, se iba oscureciendo progresivamente, como sucede en el amor siempre que el delirio se aproxima. Cuando las aguas llegaron a un punto suficientemente alto como para resultar molestas aunque hubieran estado tranquilas, empezaron a cobrar vida y a agitarse como un remolino. Los carros se fueron atollando y nosotros nos montamos en los bueyes. Pero también éstos comenzaron a ver la cosa difícil y, según nuestros cálculos, hacia la medianoche se hundió el primer buey en la marea sin lanzar un solo mugido y fue arrastrado por ella. A esa hora tuvimos que pensar en nadar y lo hicimos fraternalmente aferrados a grandes tablas de madera. Aún podíamos mantenernos unidos, si bien no todos; algunos se alejaron nadando un rato y hasta ahora no he vuelto a verlos. Bargan, sin embargo, permaneció a nuestro lado.
Unas dos horas después de medianoche sentimos suelo firme bajo los terrones que pendían de nuestras rodillas y, encabezados por Bargan, nos trepamos a una pequeña isla rocosa en la cual, sin fuego ni mantas, hambrientos y con la ropa empapada, y temiendo que el agua pudiera llegar hasta donde estábamos, aguardamos la mañana como el pecador espera la voz de Dios el día del Juicio final, la voz y el permiso de entrar, por la puerta de la derecha, en la célebre bienaventuranza eterna.
Bargan no dijo una sola palabra en todas esas horas, aunque nosotros pensábamos en los setenta hombres y mujeres que, a pedido de Croze, hiciera sacrificar antes de nuestra partida.
Al amanecer bajaron las aguas, y, cuando el gélido viento del alba hubo secado nuestras ropas, pudimos continuar buscando el barco, sin botín y privados incluso de cosas que habíamos llevado a la selva con nosotros, así como de muchos camaradas. Y sólo al mediodía encontramos la ensenada. No nos había ido muy bien que digamos, habíamos soportado aguas heladas y lluvias de piedras, congelándonos como perros que, de noche, esperan alguna perra en celo; pero los ojos que teníamos en la cara aún debían de ser nuestros, y la ensenada era aquella, la reconocimos como a nuestra madre al ver el tupido follaje de los árboles. Sin embargo, nuestros debilitados ojos no vieron ni rastros del barco que, con dos velas izadas, quedara amarrado a esos frondosos árboles. No se veía ni el cabo con el que lo habíamos atado. Pero entre los árboles iba y venía, renqueando, el pie equino de St. Marie, pálido y con la ropa en desorden, meneando el trasero como si todo estuviera a buen recaudo. Luego le preguntó a Bargan dónde se había metido, que él llevaba horas esperando, adolorido, y allí no había nadie, que si querían dejarlo abandonado entre las fieras salvajes. Bargan se limitó a mirarlo y ni siquiera preguntó por el barco, sino que se alejó de nosotros y, pasando junto a Croze, se internó entre los troncos como quien busca algo que no se ve muy bien desde lejos. Pero a nosotros Croze nos explicó, rápidamente y por encima del hombro, que el barco ya se había ido cuando él llegó, que o todos eran una sarta de crápulas o bien el viento y la marea habían roto las amarras. Renqueando siguió luego a su amigo, sin duda porque interpretó correctamente la expresión de nuestras caras.
Nos quedamos de pie entre los árboles, con las rodillas temblorosas y los ojos desorbitados; pero cuando alguien pierde sus gafas no puede ver nada ni tampoco, y por la misma razón, encontrarlas. Seguirá estando ciego por toda la eternidad si nadie acude en su ayuda. No podíamos, pues, dar ya alcance a nuestro barco si no nos crecían alas y para eso hubiéramos tenido que morirnos antes, como mínimo. Sin embargo, preferimos no tirar la escopeta, para la cual no nos quedaba más pólvora, por si Bargan recuperaba otra vez la salud. Enviamos gente a buscarlo y lo hallaron sentado en un tocón, con un brazo en torno al cuello de Croze. Y entonces le dijeron en pocas palabras que era culpable de la ejecución de los setenta, de los siete muertos en la cantera, de la desaparición de muchos de nosotros por efecto de la marea y de la subida al cielo de nuestro barco; él, Bargan, era el culpable de todo aquello, no el pie equino de St. Marie, al que ellos hubieran ahogado la primera vez como a un perro sarnoso. Querían, no obstante, pedirle a él, Bargan, que los siguiera dirigiendo, pues él merecía cualquier sacrificio. A Croze, en cambio, querían liquidarlo a toda prisa y echarle encima no menos de siete palmos de tierra. Preferían dominar su asco y arrancar una verruga con los dientes que desechar al hombre entero. Bargan escuchó sus palabras con gran serenidad, y cuando terminaron de hablar, les preguntó qué harían si él se negaba a dejar a su amigo en la estacada por unas cuantas sospechas sin fundamento. Y ellos empezaron a pasar en revista todo lo ocurrido y, acumulando prueba sobre prueba, arguyeron que al final Croze había enviado a aquel hombre sabiendo que no le hubiera quitado el ojo de encima, y con un mensaje que debía sepultar a Bargan y a todos los demás bajo las aguas, al tiempo que él se hacía cargo del barco. Y mientras ellos lo iban viendo todo más claro a medida que hablaban, el pie equino de St. Marie, sentado en su tocón de árbol, sonreía burlonamente y se pasaba la mano abierta por la negra cabellera, que llevaba peinada hacia atrás y se le había pegado de puro sucia, formando mechones lisos. Bargan, sin embargo, preguntó qué pensaban hacer si él se negaba. Y en ese momento los nuestros vieron claramente cuál era la posición de Bargan; conocía todo lo ocurrido mejor que ellos, pero no quería renunciar a aquel perro grasiento, Dios sabría por qué. Regresaron, pues, sin decir palabra y nos lo contaron todo.