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Authors: Bertolt Brecht

Tags: #Clásico, Drama, Relato

Relatos 1913-1927 (2 page)

Su plegaria se perdió en un susurro, su rostro empalideció aún más. Hasta que a la silenciosa y doliente mujer ya sólo le quedó un deseo: poder besar una vez más a su marido.

Silencio en la habitación. De la pared llegaba el suave tic-tac del reloj; la tempestad hacía vibrar las ventanas. Cuando Ludwig Rottenbrocker regresó, encontró a su mujer muerta. Pero sobre su pecho lloraba el recién nacido.

El voluntario

Aquel hombre fuerte, de robusto pecho, que con paso amplio y brioso marchaba en medio del batallón que partía al frente, destacábase entre los demás soldados, a los que doblaba la edad. Bailaba como un juguete la mochila sobre sus potentes hombros. Su rostro sincero apenas presentaba trazas del sudor que, en gotas brillantes, perlaba las bronceadas caras de los otros soldados. No podía ser el esfuerzo físico ni el agotamiento lo que imponía un doloroso rictus de congoja a aquel rostro maduro.

A su alrededor, el aire se estremecía con los hurras de quienes flanqueaban el camino. Con el tronco profundamente inclinado hacia adelante, la gente gritaba y hacía señas a los que iban a la guerra. Lanzaban flores —botones de rosas, lirios blancos— sobre los soldados.

De rato en rato también caía alguna flor ante el hombre silencioso. Pero él no se agachaba. En una ocasión pareció dispuesto a recoger un aster. Pero en seguida se irguió, como si hubiera pensado que esas flores no le pertenecían.

De vez en cuando miraba a los lados y veía muchas, muchas manos que se agitaban despidiéndose. Él no respondía. Su mirada no se iluminaba. Su rostro era el único triste entre todos esos rostros soldadescos.

Si alguien hubiera podido atravesar con su mirada la amplia y huesuda frente de aquel hombre que marchaba tan silencioso y ensimismado, habría contemplado una extraña imagen, una visión particularmente sobrecogedora: un sombrío calabozo. Y en ese calabozo hay un muchacho acurrucado, de aspecto miserable. El joven tiene un gran parecido con el viejo soldado. Ambos se parecen como padre e hijo.

Ya falta poco para llegar a la estación. En las aceras quedan ahora, sobre todo, los parientes de los que se marchan. Se ven muchos ojos bañados en lágrimas, muchos pañuelos agitados con mano temblorosa; se oyen muchos gritos ahogados.

Los soldados atisban a derecha e izquierda. El hombre silencioso continúa marchando, tranquilo, solitario entre aquella barahúnda, con paso alargado y enérgico, como si tuviera que recorrer un camino infinitamente largo.

Detrás de su frente —de haber sido ésta de vidrio— se hubiera podido ver ahora la imagen de una modesta habitación, en la que una mujer sencilla está cortando pan. Dos niños, de edades comprendidas entre doce y quince años, la observan.

Y entre la agitación y el guirigay de la calle, el hombre reflexiona una vez más sobre todo; que tuvo que abandonar a su familia por aquel que está en el calabozo oscuro y cuyo honor su padre ha de recuperar, quizás de manos de la muerte.

La estación se yergue gris y sombría en el radiante día.

El hombre alza ligeramente la mirada. Sólo quiere ver un poco… Y, de pronto, su mirada se detiene, como hechizada, en la hilera de espectadores.

Hay allí cinco hombres. No tienen nada de sobrenatural. Su aspecto resulta casi un tanto cómico; son los directivos de la agrupación coral.

Hacía dos años que esas cinco personas no habían vuelto a mirarlo. Desde que su hijo estaba en la cárcel. Y ahora… ahora le hacían señas como poseídos, gritando y vitoreando. «¡Hasta pronto, Kettner!», los oye exclamar. Y le arrojan rosas.

«¡Alto! ¡Descansen… armas!» —resuena la voz de mando.

Y antes de cumplir la orden, alguien levanta la mano y, con el rostro transfigurado, coge al vuelo una rosa.

El árbol de los buitres

Muchos días había resistido el árbol las tempestades de invierno y se había ido doblegando en largos atardeceres, agobiado por la nieve; pero llegó la primavera y, con ella, vinieron los buitres. Y el árbol luchó con ellos desde el canto del gallo hasta la medianoche. Los buitres, que oscurecían el cielo, se precipitaron sobre el solitario árbol con tal ímpetu que éste sintió temblar sus raíces bajo la hierba, y eran tantos que durante horas no pudo ver el sol. Destrozaron la madeja de sus ramas y desmenuzaron sus brotes y tironearon de su cabellera, y el árbol se arrodilló, curvo y desesperado, sobre la tierra de labranza; no se defendió contra el cielo, sino que se afianzó con firmeza en la tierra. Y los buitres se cansaron. Describían amplios círculos en el aire antes de abalanzarse sobre su enemigo haciendo vibrar las alas. Hacia la medianoche, el árbol advirtió que estaban derrotados. El era inmortal y ellos se dieron cuenta, horrorizados. Habían hecho lo imposible por aniquilarlo, pero a él aquello le era indiferente y sin duda se durmió al caer la tarde. A medianoche vieron, sin embargo, que empezaba a florecer. Quería iniciar su floración aquel día tal y como estaba, deshecho y desgreñado, desamparado y sangrante; pues ya era primavera y el invierno había concluido. A la luz de las estrellas giraban los buitres con sus garras sin filo y sus alas destrozadas, y se posaban cansinamente sobre el árbol al que no habían vencido. Éste se estremecía bajo el peso de la carga. Desde la medianoche y sólo hasta que cantó el gallo permanecieron sobre él los buitres, gimiendo lastimeramente en sueños, con sus garras de hierro clavadas en las floridas ramas; pues soñaron que el árbol era inmortal. Pero muy de mañana alzaron vuelo aleteando pesadamente, y en la suave claridad del amanecer, desde lo alto, contemplaron al árbol como una silueta fantasmal, negra y reseca: había muerto durante la noche.

El baile
o
El instante de la condenación eterna
(De las
Visiones
)

Veo un grupo grande de gente en una sala de techo bajo y enmaderado marrón. Son altos y de huesos sólidos y bailan con ademanes rígidos, pues llevan vestiduras de brocado grueso con mucho oro, superpuesto en laminillas. Al bailar, cimbréanse sobre sus estrechísimas caderas como nenúfares y sus brazos se aferran lascivamente en torno a sus cuellos. Todos miran al frente con expresión grave; sus rostros también son muy enjutos, con ojos tristes y oscuros. Seguro que no dicen nada; se han entregado a sus miembros, y éstos bailan. A un palmo por encima de sus cabezas hay nubarrones oscuros; en cualquier momento podrían tocarlos con la mano. Encima mismo de esos nubarrones está sentado Dios Padre, rodeado de sus ángeles más poderosos. Estos se hallan a su alrededor, totalmente inmóviles, formando una masa tan grande que llena el espacio superior en todo su ancho y profundidad. Están listos para combatir, en sus manos llevan enormes espadas. Dando siete pasos a la izquierda y dos hacia delante, se puede advertir que Dios tiene un aspecto triste y severo. De los ángeles también emana un aura terrible. Es el instante en que Dios condena a la perdición eterna a los pecadores de allá abajo. El cielo contiene el aliento y los ángeles se estremecen de infinita compasión. Pero los de allá abajo se cimbrean rítmicamente en sus círculos, tiesos e ignorantes, y no tienden la desnuda mano en un gesto de súplica ni para retenerlo a Él, que ya se aleja, ni para formular una protesta, que nunca más será oída.

Absalón cabalga por el bosque
o
El hombre público
(De las
Visiones
)

El cielo bajo el que cabalga Absalón es de bronce. Esta vez no hay escapatoria. Los árboles por entre los que cabalga Absalón son de cinabrio; no se avergüenzan. El sol es un escudo de cobre, ancho torso sobre el abovedado globo terráqueo; el bosque duerme bajo el polvo; el caballo tiembla.

Está sólo; vio rostros pálidos y se alejó a caballo; ellos lo siguieron con la mirada y lo miraron a la cara, sin pudor, aunque no estaba muerto todavía. Ahora ya sólo se le ve la espalda.

Habían quedado muy perplejos y empalidecido mucho, y él dijo que quería partir y ellos se llevaron las manos a la cara, como si llorasen y se avergonzaran de ello. Él quiso quedarse y nadie dijo nada, y su caballo siguió allí sin que nadie se lo llevara, y él montó y tampoco dijo nada y se lo llevó. Lo dejaron cabalgar solo.

Es joven y fuerte, nada como un pez y casi tiene alas, y los ojos se le llenan de lágrimas al ver a esos desdichados. Pero quienes tienen lágrimas en los ojos no podrán prestar ninguna ayuda. ¿Acaso no son ciegos ellos mismos?

Absalón empieza a pensar en sí mismo y en la tarde del día siguiente y en los pájaros que esa noche están cantando en el bosque, y en el viento sobre la hierba al amanecer; y siente frío en la carne y pide a los árboles de cinabrio que le ayuden y ellos son solamente bonitos.

Era hermoso decir a esos desdichados palabras que penetran como flechas en el corazón y estar a solas entre la negra multitud, por las calles, con los tambores tras de sí, entre las banderas que brillan como barniz de granza. Pero ahora empalidece porque piensa en el fin, en un poco de tierra y en el dolor al cuello y en los pensamientos no pensados.

Lo han dejado solo para que piense en sí mismo, una hora antes de la batalla, para que piense en su cuello y en lo demás y en que uno muere solo por muchos.

Ahora cabalga internándose más y más entre los árboles.

El viaje en el compartimiento

Subió a un tren repleto, en el que los viajeros iban como arenques enlatados, y abrió uno de los compartimientos. Alguien cerró con fuerza la puerta desde dentro. Él volvió a abrirla de golpe y vio un hombre gordo y dos mujeres sentadas, que acunaban criaturas en sus regazos.

—Cierre —dijo el gordo en tono amargo—. Compartimiento para mutilados de guerra.

El viajero permaneció un rato en el pasillo, como un arenque más, con la idea de pasarse así dos horas; pero de pronto abrió otra vez la puerta con gesto esforzado y dijo:

—¿Tiene usted reservas? Aquí hay sitios libres ¡Con su permiso!

El gordo se ponía en pie cada vez que se abría la puerta. Por qué, imposible saberlo.

—Aquí no puede entrar —dijo.

El viajero, que era un hombre joven, lo miró seriamente a la cara y le dijo:

—¿No se da usted cuenta de que es una desconsideración?

El gordo quiso cerrar la puerta, pero el joven puso un pie como cuña. Entrar y sentarse carecía de importancia para él, pero la gente que iba allí dentro estaba actuando injustamente y no tenía por qué salirse con la suya. Es lo que exigía el sentimiento de justicia del joven.

—Me sentaré aquí —dijo—. ¡Quite esa caja!

El gordo se había puesto otra vez de pie. Gotas de sudor le perlaban la frente.

—Tenga compasión de estas mujeres —dijo—. Viajan con niños a los que hay que mecer.

—¿Y por qué habría de viajar yo de pie? —preguntó el joven—. Claro que podría, pero no me da la gana. No hay derecho.

El gordo hizo un último intento.

—No creo que le guste mucho. Los niños lloran todo el tiempo.

El joven se sentó. No pasó un rato agradable. El compartimiento estaba a media luz, las mujeres acunaban a sus críos, que berreaban como si los torturasen. Pero el joven viajero se alegró en su fuero interno, pues había triunfado la razón. Y permaneció cómodamente sentado hasta la estación final.

Tres días después enfermó de escarlatina y jamás recuperó la salud. Aquella gente del compartimiento viajaba con niños enfermos de escarlatina.

Bargan se desentiende
Una historia de filibusteros

Al filo de la medianoche fondeamos el barco en una ensenada que dormía a la sombra de gruesos y frondosos árboles, cargamos galletas y dátiles secos y nos internamos en la espesura caminando con precaución, como sobre huevos, en dirección oeste. Bargan, que nos guiaba como a una pandilla de niños —y eso que nosotros, filibusteros, no es que pareciéramos precisamente lactantes—, Bargan sabía orientarse mediante las estrellas como el mismo Dios. Después de avanzar sin problemas por la terrible selva, más intrincada que una madeja de hilo, llegamos a un claro y vimos ante nosotros, a la suave luz que precede el alba, la ciudad que buscábamos como a nuestra patria. Con todo sigilo iniciamos nuestra abyecta tarea; al principio no nos molestó ninguno de ellos, pero luego, los que eran arrancados de su sueño por los ángeles exterminadores se fueron enfadando y se entabló un brutal combate en las casas. Siempre entrábamos todos juntos en una casa, nos enzarzábamos con los hombres que, en camisa de dormir, nos atacaban con mesas y puertas, y nos defendíamos de las mujeres que reaccionaban como hienas. Sus chillidos llenaban el aire como una niebla helada a medida que, paso a paso, avanzábamos hacia la ciudadela apoyada contra un cerro pelado e integrada por unos cuantos edificios de madera. Un grupo de los nuestros —yo mismo entre ellos— logró penetrar por un portón abierto, pisándoles el talón a los fugitivos. El portón se cerró, y las mujeres, repartidas en camisón por las murallas y andamiajes, empezaron a tirar piedras y objetos de madera sobre nuestras cabezas, poniéndonos en una situación sumamente incómoda. Con las cabezas ya bañadas en sangre, empezamos a silbar muy fuerte para que Bargan nos oyera, y él vino por detrás con unos cuantos hombres. Adelantándose a todos había entrado en la ciudadela siguiendo, bajo el maderamen, el curso del impetuoso riachuelo en el que hasta un pez se hubiera destrozado el vientre contra las rocas puntiagudas. Pero Bargan no podía ver morir a ninguno de los nuestros. A partir de ese momento todo fue más rápido, tanto más cuanto que tuvo una de sus increíbles ocurrencias. Los más tenaces de nuestros enemigos se habían atrincherado en la casa de madera situada a mayor altura, a la que sólo se hubiera podido acceder teniendo alas. Hacia ella corrían de todas partes los que no habían caído aún, de suerte que pronto se convirtió en una especie de fortín que, si seguía devorando así más enemigos (que en su interior podían armarse), bien podría acabar siendo una temible ratonera, porque nosotros, los filibusteros, nos habíamos desperdigado por todo el poblado y muchos ya habían empezado a satisfacer a las mujeres, y a las tortugas se las puede hacer matar por niños. Por eso mandó Bargan reunir un buen número de mujeres y varios de nosotros empezamos a violarlas, procurando que nos vieran desde el fortín; el espectáculo, estupendo, causó tal impresión en la carcoma atrincherada allá arriba que, contrariando todas las reglas del arte de combatir, fueron saliendo de su refugio de madera como jóvenes toros para caer abatidos como tiernos corderitos, temblorosos e indefensos, uno tras otro o de diez en diez. Y así se conquistó la ciudad gracias a la sabiduría y a la experiencia humana de Bargan, y cuando las casas bien despertaron, nos pusimos a recorrerlas ruidosamente, admirando nuestras nuevas propiedades. Fue una buena jugarreta, pero si hubiéramos visto la trampa oculta detrás de todo aquello —un anzuelo agudo y curvo y asesino— tal como la vemos hoy o como la vimos cinco semanas más tarde, habríamos preferido conquistar el fuego infernal antes que aquella hermosa ciudad, repleta hasta reventar de cosas útiles. A los prisioneros, que serían unos setenta —los otros seguirán durmiendo en sus casas hasta el día del Juicio, y sobre ellos ya no lloverá—, los llevamos a uno de los patios del ayuntamiento, donde pudieron sentarse y descansar sobre las piedras. En las primeras horas de delirio triunfal nadie tuvo tiempo para ocuparse de ellos; sólo hacia mediodía hizo Bargan formar filas y entró él también donde estaban para echarle una ojeada a las mujeres. Todos se levantaron tiritando de frío, pues la mayoría no llevaba puesta más que la camisa de dormir; la operación se había desarrollado tan rápido que Dios apartó su rostro de ellos para vigilar la cosecha en el Brasil. Por lo demás, había varias mujeres guapas entre ellos, vale decir que estaban en camisón y tiritaban, y nosotros llevábamos siete semanas sin ver una sola piel joven. Un tiburón hubiera pensado que íbamos tras ellas como Dios detrás de un pecador arrepentido, y Bargan comenzó la partida señalando a una mujer joven para que se la llevaran a su tienda. Al principio no la miramos bien; el gusto de Bargan no era muy refinado que digamos, se acostaba con gente de baja ralea, y no en vano se decía que tenía esa enfermedad americana que va pudriendo a los cristianos pieza por pieza. Pero en ese momento se produjo un altercado entre Bargan y su amigo Croze, el «pie equino de St. Marie», motivado por aquella joven a la que ambos aspiraban. Bargan hubiera liquidado en seguida a cualquier otro, pues entre amigos nunca nos matábamos por aguardiente o por dinero, ni tampoco por cuestiones de honor, pero sí por mujeres. Sin embargo, el diablo sabrá por qué Bargan andaba loco por ese individuo obeso que, como un perro al que nadie quiere, había estado lo que se dice en la calle hasta que él lo acogió en su seno. Pero ahora se había hinchado como un perro envenenado, bebía como una cuba, se jugaba las monedas de oro de Bargan —ganadas con el sudor de todos nosotros, excepto el suyo—, y por último, ante nuestros propios ojos, le disputaba ahora a Bargan una mujer que pertenecía a nuestro jefe tanto como su propio pie. Pronto empezamos todos a gritar que Bargan, quien no estaba nada seguro de que su propio pie le perteneciera, debería llevarse a la mujer definitivamente; pero él, como de costumbre, ordenó formar filas y pasó revista seguido por el renqueante pie equino de St. Marie. Al pasar le miramos a los ojos y os puedo decir —y pude decirlo ya entonces— que en el fondo de esos ojos había traición, mucosidades y pescados podridos.

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