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Authors: Mike Shepherd

Rebelde (56 page)

—Bisabuelo, creo que serías un magnífico rey. Pero eso no significa que yo tenga que ser princesa, ¿verdad? Sinceramente, ya he tenido bastante con ser la hija del primer ministro cuando era adolescente y no me apetece repetir la experiencia.

Peligro soltó una carcajada, pero el abuelo Ray se limitó a mirar a Kris. Después, sonrió. Ella se quedó con la sensación de que la flota iteeche habría muerto después de recibir una sonrisa así.

—Peligro, ¿qué te parece si nombro algún duque o conde?

—No creo que fueran a permitírtelo —dijo Peligro entre risas—. No comentaron nada sobre tener más miembros de la realeza.

—Hay muchas cosas que no se han comentado.

Kris negó con la cabeza.

—¿Por qué me da la sensación de que tenía que haber cerrado el pico?

—Para nada, princesa —dijo Peligro con una sonrisa ante la cara de preocupación de su bisnieta—. Estas conversaciones nos encantan a los abuelos, se nos ocurren ideas geniales.

—Querrás decir... malas ideas. Muy malas —insistió Kris.

El bisabuelo Ray permanecía sentado mirándolos con una sonrisa tensa. A Kris le parecía que esa tenía que ser la imagen de un rey. A lo mejor sí les vendría bien a los humanos tener un rey en aquellos momentos.

Antes de que pudiera darle vueltas a esa idea, Ray se puso en pie. Todos lo siguieron. Levantó su vaso y los otros cinco a continuación.

—Por nosotros y por todos los que son como nosotros. Que siempre haya unos pocos que luchen por un mundo mejor para el resto.

Kris se estremeció y brindó con los demás. Vaya, en eso consistía ser «como nosotros» para la gente como Peligro y Ray. En eso consistía ser de una de «esos pocos». Dio un buen trago a su café.

Nelly hizo sonar algo equivalente a una tos tímida y educada.

—Kris, tienes que estar en el despacho del general McMorrison a la una.

—¡Buf! —dijo Tru—. La típica charla con el jefe un viernes por la tarde.

—¿Quieres que le mandemos alguna recomendación? —ofreció Peligro.

Kris estiró los hombros.

—No, señor. Es mi problema y sabré resolverlo. —
Es mi carrera y más me vale saber resolverlo.

—No esperaba otra respuesta —dijo Ray—. Cuando los Longknife nos metemos en algún asunto, sabemos salir nosotros solos.

—Probablemente sea así porque nadie puede meterse en líos tan rápido y tan hasta el fondo —gruñó Peligro con una sonrisa.

Kris se rió con ellos porque se dio cuenta de que le estaban dando todo lo que necesitaba: una broma y una alegre confidencia para poder resolver su problema. A continuación, Kris se marchó.

Al igual que había hecho por la mañana, Jack acompañó a Kris al edificio principal de la Marina. Tuvieron que atravesar varios vestíbulos y coger el ascensor antes de que Jack pudiera anunciar, aunque no había necesidad, que ya habían llegado al despacho de McMorrison. Abrió la puerta y Kris se presentó ante la secretaria del general.

—Soy la alférez Longknife, tengo una cita a las trece horas. —Kris vio en el reloj que había detrás de la señora que había llegado con treinta segundos de antelación.

—El general la está esperando.

Kris estiró los hombros y avanzó. ¿Qué se le venía encima? Después de rescatar a una niña, la enviaron a un agujero de barro. Había dado de comer a mucha gente y el castigo hundió ese honor. Había salido como un rayo para luchar en su primera batalla y le dijeron que tenía que mejorar su puntería para la segunda. Ahora, había liderado un motín y había participado en una pequeña batalla naval para evitar un mal mayor. No iba a ser tan complicado explicarle al jefe de personal del Ejército de su padre el cómo y el porqué de aquel motín.

La puerta se abrió. El general McMorrison estaba sentado a su mesa, hasta arriba de informes, pero levantó la vista en cuanto entró Kris.

Ella se colocó delante de la mesa, aunque para entonces él ya se había levantado de la silla. Era un hombre delgado y canoso; parecía más un contable que un general, pero se movía con mucha agilidad y pasos suaves y largos.

Ella terminó saludando a un objetivo móvil. Él respondió con un saludo militar y después le dio la mano.

—Enhorabuena, alférez, lo ha hecho muy bien.

Era un buen comienzo.

—Gracias, señor.

—Póngase cómoda, por favor —dijo él señalando un sofá.

Kris se sentó en un extremo y él cogió una silla que había al lado. A diferencia del despacho de su abuelo Alex, de tonos grisáceos, este era beis; los muros eran de color tostado, la moqueta era de color tostado y los muebles también eran de color tostado. Hasta el general iba con un uniforme caqui. Kris juntó las rodillas, puso las manos en su regazo y se preparó para lo que fuera a suceder a continuación.

El general se aclaró la voz.

—Creo que debería comenzar dándole las gracias por salvarme el pescuezo. Cuando se desplegó el escuadrón de ataque 6, me atormentaba pensar que llevarían a los supervivientes de una sangrienta guerra terrestre a luchar contra la flota de Bastión.

—¿Es lo que pretendía el comodoro Sampson?

—Sí, pero no oficialmente. Los políticos siguen buscando la manera de maquillar el asunto.

—Pues lo van a tener difícil —respondió Kris—. ¿Dónde pensaba ir Sampson? ¿Quién le pagaba?

—Hemos investigado sus extractos bancarios y no parece que recibiera dinero de nadie —dijo el general, suspirando—. Me temo que estaba haciendo algo en lo que creía fervientemente.

Kris se acordó de las conversaciones que había oído a la gente de uniforme y pensó que podía ser verdad.

—Sin embargo, tenía que llevar nuestras naves a algún sitio. No era el comienzo de una revuelta interna en Bastión, ¿no?

—Al parecer, actuó solo. Se negó a contarnos adonde quería llevar al escuadrón.

—¿Se negó? —A Kris no le hizo gracia el matiz del tiempo verbal.

—El comodoro Sampson murió ayer de un infarto.

Kris se quedó muy sorprendida.

—Un infarto natural o uno...

—Uno del otro tipo —dijo el general con mala cara—. En este caso, sí hemos podido conseguir datos de la cuenta bancaria de quien le llevó la cena ayer. Al parecer, engordó sus ahorros hace poco de manera muy extraña.

—Supongo que no me dirá de dónde provenía ese dinero.

—Me temo que, si no lo hago, Tru conseguirá sacarlo de nuestras bases de datos tarde o temprano —respondió él con media sonrisa—. El dinero era de un pequeño empresario de Vergel. Tiene un negocio de
software.


Software
acorazado —puntualizó Kris.

—Sí. Ya habíamos detectado
software
no autorizado en sus naves, así que no tenemos ninguna vía de investigación nueva —dijo el general mientras se acomodaba en la silla—. Pero hay un dato que seguramente encuentre interesante. El comodoro Sampson eligió la Tifón para el rescate de aquella niña. Estaba muy enfadado porque usted desbarató todo su plan al sobrevivir a la trampa que él le había tendido durante el secuestro. —McMorrison parecía perplejo—. ¿Sabe lo que hizo?

—Mis marines y yo recibimos la orden de llevar a cabo una misión nocturna... en un campo de minas —respondió Kris contenta de poder resolver un misterio, pero también molesta porque Sampson no podría dar detalles sobre el asunto. Ya no tenía sentido darle más vueltas a aquello—. ¿Han conseguido averiguar algo del resto? ¿Les ha contado algo Thorpe?

—Muy poco, para nuestra desgracia. Dicen que el comodoro Sampson no les había contado el plan de acción. Solo seguían órdenes —dijo el general con un tono de decepción.

—¿Y qué van a hacer con ellos? —preguntó Kris para saber qué le esperaba a cierta rebelde.

—Colgarlos del palo más alto, aunque tenga que hacerlo yo mismo. Eso es lo que me gustaría, pero creo que no terminaría de quedarme satisfecho.

—¿No? —dijo Kris pensando en voz alta.
Maldita sea, tienes que controlar tu lengua para no hablar sin pensar.

—No —repitió McMorrison—. Los expulsaremos del cuerpo, aunque la mayoría están a punto de retirarse. Un consejo de guerra les otorgaría la tribuna pública que desean, y no me apetece que mis oficiales duden de las órdenes que reciben ni que los ciudadanos de Bastión duden de mis oficiales.

Era difícil no estar de acuerdo con ese argumento. También le daba pistas a Kris de lo que la esperaba.

McMorrison se acercó a la mesa que había detrás de su silla y cogió dos cajas pequeñas. Abrió una y se la dio a Kris. Echó un vistazo a lo que había dentro: la medalla al Mérito Militar. Resplandeciente. En la segunda caja encontró la Cruz Naval. Fulgurante.

Las sostuvo en su regazo un instante, después cerró las cajas y se las devolvió al general. Había aprendido de su padre que era más útil que el otro rompiera el silencio. El general McMorrison cogió las medallas y las puso en la mesa que había frente a Kris.

—He leído el informe completo del coronel Hancock. Hizo usted un gran trabajo en Olimpia. Un trabajo excelente para ser una suboficial. —El énfasis recayó en que era una suboficial. Kris ignoró esa parte y respondió dando las gracias en voz baja para no interrumpir a su superior.

—Se ganó la medalla al Mérito Militar en Olimpia —dijo McMorrison. Kris asintió, pero no quiso preguntar por qué le habían concedido también la Cruz Naval. El general la miró fijamente mientras el silencio se alargaba, se dispersaba y comenzaba a vibrar como un violín desafinado.

»Usted es problemática, alférez —soltó finalmente. Esta vez, sacó un documento de plástico y se lo ofreció. Era su carta de renuncia con fecha de ese día.

Kris mantuvo el gesto impasible mientras su estómago empezaba a dar vueltas. Otra lucha más, pero esta vez la munición era de plástico y no la mataría. Leyó el documento y levantó la vista.

—¿Quiere que firme esto?

—Si renuncia a la Marina hoy, le daré la Cruz Naval por lo que se supone que evitó que sucediera en París.

Ya ha tenido que meterse en asuntos políticos...

—¿Ha sido idea de mi padre?

El general soltó una carcajada.

—Si su padre dijera públicamente que quiere esto, yo me opondría también con uñas y dientes en público. La mitad de los cuerpos de oficiales me cortaría la cabeza si cediera a algo que él quiere.

Kris se consideraba una persona con cierto conocimiento político y aquello era una patata caliente en toda regla. La decisión era suya. Miró de nuevo la carta de renuncia.

—¿Y por qué me está pidiendo que la firme?

—Usted relevó a su comandante y su superior intentó matarla. Alférez Longknife, ¿a quién podría asignarla ahora?

Kris intentó ponerse en la posición de McMorrison. Bueno, seguro que Hancock volvería a aceptarla. ¿O no? Fue una experiencia muy enriquecedora... para los dos. Pero quizá no querrían repetirla ninguno de los dos. Las misiones a bordo le gustaban, pero no creía que ningún jefe quisiera verla en el puente.

«Hola, señor. Soy la niña mimada del presidente, puede que incluso sea princesa. Espero que nos llevemos bien. La última vez, relevé a mi comandante.»
Genial.

De ningún modo le iban a asignar una nave bajo su mando. Una alférez no dirige ninguna nave. Además, todo mando estaba subordinado a alguien. McMorrison tenía que informar a su padre y ella sabía que su padre veía a todos los votantes de Bastión como sus jefes.

—No sé quién se querría responsabilizar de mí, señor, pero seguro que hay algún puesto en la Marina para mí —respondió ella mientras dejaba la carta de renuncia en la mesa—. No pienso firmar esto.

—¿Por qué? —Esa vez era el general quien pensaba alargar el silencio hasta que ella respondiera.

—Porque quiero quedarme.

—¿Por qué? —volvió a preguntar.

Kris se detuvo un instante y se acordó de aquella sesión de asesoramiento que Bo le dio una noche.

—Señor, una vez alguien me preguntó por qué me había enrolado en la Marina y no le impresionó nada mi respuesta. —El general sonrió y Kris empezó a dudar de si él habría tenido esa misma sesión de asesoramiento.

»Una capitana de las Tierras Altas me contó la historia de cómo su bisabuelo y el mío sobrevivieron en la montaña Negra y lo que significa ahora ser oficial bajo su sombra. —El general puso cara de sorpresa. Kris se incorporó en la silla consciente de que tenía que darle una respuesta corta. Puso toda la pasión que pudo en lo que dijo a continuación—. Señor, pertenezco a la Marina. Este es mi hogar. —Le dio la carta de renuncia—. No pienso marcharme.

McMorrison miró el documento, suspiró y lo rompió en dos tranquilamente. Al romper la carga estática, las palabras se borraron del plástico como si nunca hubieran estado escritas.

—Muy bien, pero permítame darle un consejo. La mitad de los cuerpos la apoya y la otra mitad piensa que usted es una amotinada que debería desaparecer igual que el resto. Le deseo toda la suerte del mundo para saber diferenciar quién es quién.

El general echó mano a las medallas que estaban sobre la mesa. Primero tomó la del Mérito Militar.

—Usted se ganó esta en Olimpia. —Se la dio—. No vamos a llevar a cabo ninguna ceremonia oficial. Póngasela y disfrútela con salud.

Kris miró la caja. Aquello no tendría que ser así; otra gente, como su equipo de Olimpia o Willie, merecía la medalla más que ella, pero por su culpa no tendrían ningún reconocimiento oficial. ¿Por qué todas sus alegrías tenían que ser tan amargas?

El general cogió la Cruz Naval, abrió la caja y examinó detenidamente la medalla. Entonces cerró la caja y se puso en pie.

—Ya pensaremos qué hacer con esta. Habrá que esperar a ver qué opinan en la Tierra sobre su papel en el asunto de París.

Kris se incorporó para levantarse, pero él le hizo un gesto para que no lo hiciera. Cogió de su mesa otro documento.

—La urgencia del momento está estropeándolo todo. Vamos a nombrar un nuevo grupo de alféreces. BuPer va a ascender al grado de subteniente de navio a todos los alféreces que lleven cuatro meses de servicio. Al parecer, usted supera exactamente por un día ese requisito. En vez de hacerla pasar por debajo de la quilla, voy a ascenderla —dijo mirándola—. Pero solo por una cuestión de números.

—Toda una suerte haber elegido esa fecha —le aseguró ella sin poder reprimir una sonrisa.

Dio la vuelta a la mesa y sacó algo del cajón. Kris tardó un instante en saber qué era. ¿Qué hacía un general con una divisa militar de subteniente de navio? Se puso en pie cuando se acercó hacia ella.

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