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Authors: Mike Shepherd

Rebelde (25 page)

—Tengo un médico en el convoy. ¿Quiere que le eche un vistazo a su madre?

—Hemos hecho todo lo que hemos podido por ella —dijo el hombre, volviendo su mirada hacia la mujer.

—¿Tiene analgésicos? Se llevaron los nuestros —lamentó la mujer.

—Tom, avisa a la doctora. Que esté localizable por el comunicador.

—Sí, señora.

Kris volvió la cabeza hacia la pareja, permaneciendo de rodillas.

—¿Van a decirme lo que ha ocurrido aquí? Todo el mundo me dijo que me anduviese con cuidado en cuanto recibí órdenes de venir a Olimpia. Que todo el mundo iba armado. Nuestro coronel no quiere vernos rondando por la calle durante la noche. Dice que hay demasiadas armas. Pues bien, yo en esta granja no he visto ninguna. —Kris señaló un armero, en una pared cercana a la ventana... vacío—. ¿Dónde están sus armas?

—Desaparecieron —dijo el hombre—. Desaparecieron, y ya está. Déjelo así, alférez.

—Mi marido se dirigió a los campos... —empezó la mujer.

El hombre se volvió hacia su esposa, rogándole silencio con la mirada. Ella lo observó, segura y sin pestañear. Como ella no apartaba la mirada, él se retiró a la esquina más alejada de la estancia.

—Una granja no es algo que defender solo cuando te apetece, no si eres como Jason y su familia. Su padre la construyó desde la nada. Aquí, cuando llegó hace cincuenta años, no había más que pantanos. Los secaron. Hay que comprobar las bombas, especialmente ahora. Están cerca de los pantanos.

—Éramos cinco —intervino Jason sin apartar la mirada del suelo—. Todos estábamos armados. Lo sabíamos. —No consiguió encontrar las palabras—. Pensábamos que los veríamos venir. —Jason miró a Kris—. Somos buenos tiradores. Padre nos hacía practicar cada semana, y por aquí hay criaturas a las que llamamos búfalos de pantano que pueden convertir las cosechas en un barrizal. Se nos da bien cazarlos.

»Surgieron de una zanja. Debían de haber estado respirando a través de juncos huecos o algo así. Se nos echaron encima antes de que supiésemos que estaban tan cerca. Si hubiésemos ido a por nuestras armas, nos hubiesen masacrado. —El hombre miró a su mujer. Se le cortó la voz—. Cielo, ojalá hubiésemos podido defendernos.

Entonces fue la mujer la que se aproximó a su marido, ofreciéndole un hombro sobre el que llorar. Kris no estaba acostumbrada a ver a hombres llorar. En la cama, la anciana se esforzaba por encontrar una postura cómoda entre gemidos. Kris se puso en pie y apoyó la mano en la empuñadura de la pistola. Se había alistado en la Marina para ocuparse de situaciones como aquella. Y los malos le llevaban ventaja. No le gustaba cómo iba el resultado.

Mientras el hombre sollozaba, la mujer continuó con la historia con un tono bajo cargado de indignación, pero suave al mismo tiempo.

—Los camiones se detuvieron a unos cuatrocientos metros y doce hombres se bajaron de ellos. Los teníamos a todos en el punto de mira. Entonces alguien gritó: «Mujer, estoy apuntando a tu marido con una pistola en la cabeza. Diles, tanto a los hombres como a las mujeres, que tiren las armas y todo el mundo saldrá de esta con vida. Como alguien dispare, él será el primero en morir».

—Te dije que disparases. —La voz del hombre rogaba comprensión y perdón—. Te grité, te grité que disparases.

Kris se preguntó qué hubiese hecho ella en el lugar de la mujer y del marido.

—En los camiones aparecieron todavía más hombres —continuó la mujer— que se echaron a tierra en cuanto bajaron. Debían de ser entre treinta y cuarenta tiradores. Teníamos niños —gimió mientras miraba a Kris, rogando comprensión. Kris asintió, intentando proporcionarle a la mujer aquello que demandaba. Esta negó con la cabeza y prosiguió—: Algunos hombres estaban dispuestos a pelear y que Dios repartiese suerte. —Miró a Kris a los ojos—. Pero allí estaban nuestros hijos. Las mujeres votamos por deponer las armas. —Después miró hacia su marido—. Quizá si hubiésemos sabido lo que ocurriría después, hubiésemos peleado. Algunos de nosotros desearían haberlo hecho. La mayoría no.

Kris estuvo a punto de decirle a la mujer que no tenía por qué terminar su historia; ya conocía el final. Pero ya había llegado a aquel punto; el resto lo pronunció tartamudeando.

—Primero se llevaron nuestras armas, después nuestra comida, las identificaciones, todo lo que parecía importante o aquello que querían. Después hicieron que los hombres se atasen las manos unos a otros. Allí, en el barro, ante nuestros maridos y nuestros hijos, nos violaron. Parecía como si aquello fuese un aliciente para ellos. El padre de Jason, su marido... —dijo mientras señalaba con la cabeza a la anciana que yacía en la cama—, peleó; atado, pero peleó.

—¿Por qué yo no? ¿Por qué yo no? —gemía Jason.

—Porque te pedí que no lo hicieses. Porque si lo hubieses hecho, te hubiesen matado como lo mataron a él. Y lo más probable es que me hubiesen dado una paliza como la que le dieron a ella. —La mujer suspiró, dolida—. Estamos vivos. En la granja de Sullivan están todos muertos. Mataron a los niños como a cerdos porque intentaron defenderse. Estamos vivos, Jason. —Sujetó el rostro de su marido con las manos—. Estamos vivos. Sobrevivimos.

—Y colgaremos a esos cabrones —susurró Jason.

—Si podemos. Todo está en manos de Dios.

La doctora llegó finalmente; Kris dejó a la mujer en la habitación para que la ayudase y se dirigió escaleras abajo. Una vez fuera, se detuvo un momento; su misión consistía en repartir comida. Las reglas de compromiso solo le permitían disparar en respuesta al fuego enemigo.

—Venga, hijos de perra —susurró al plomizo aire—. En este convoy tengo treinta tiradores y ningún niño. Sabéis que estamos aquí. Sabéis que queréis lo que tenemos. Venid a por ello. Por favor. —Mientras Kris caminaba por el patio, el hombre a quien había encargado comprobar las finanzas del negocio regresó, negando con la cabeza.

—Han vendido la granja. Han vendido hasta la tierra que pisamos.

Kris lo interrumpió.

—Estoy grabando mis palabras para que consten en acta —informó a Nelly y al hombre.

—¿Puede hacer eso?

—Eso y más. —Kris narró rápidamente cómo había encontrado la granja, despojada de identificaciones y desconectada de la red—. Cualquier acción financiera llevada a cabo durante el período transcurrido desde la desconexión no es legal ni vinculante. Yo, Kristine Anne Longknife, así lo testifico ante cualquier tribunal —concluyó.

—Gracias —dijo el joven.

—Vamos a ver qué otras cosas puedo hacer —dijo Kris. Vio a Tom y gritó—: ¿Hemos terminado?

—Eso creo. Tengo fotos de todo el mundo. Hasta Pearson se daría por satisfecha.

—Bien. Vamos a recoger y a ponernos en marcha. Tenemos mucho trabajo que hacer.

—Sí, señora. —Tom se acercó a ella—. Kris, ¿algo va mal? Parece como si... bueno, como si quisieses ver muerto a alguien.

—¿Qué tiene eso de malo? —respondió Kris—. Estamos armados y ahí fuera hay tipos de los malos. Venga, todo el mundo en marcha. Tenemos que darnos prisa.

Las tropas empezaron a reunirse en los camiones. Parecía que no tenían la menor prisa por marcharse. Varios de ellos aún estaban sosteniendo a niños pequeños, ayudándolos a comer.

—¿Señora? —empezó uno de los guardias de Kris—. Es cuestión de tiempo que los saqueadores regresen. Se llevarán todo lo que les hemos dado. ¿Podríamos, al menos, llevarnos a los niños al pueblo? Han pasado el último mes muertos de hambre. Esa madre me ha dicho que los niños no tienen estómago para digerir la hierba que mantiene vivos a los adultos.

—Puede que la semana que viene. Ahora no —declinó Kris—. He dicho que os mováis, tropas. Así que en marcha de una vez —gritó. Los marines obedecieron.

Jason apareció en el caserón, la vio y empezó a correr lentamente hacia ella. Por famélico que estuviese, fue capaz de moverse hasta aferrarse a la puerta del camión de Kris.

—Escuche, esos tipos utilizan los pantanos como escondrijo. Si se alejan de los más intrincados, puede que consigan esquivarlos. —Kris abrió la ruta planeada en su panel de estrategia y la compartió con Jason. Él negó con la cabeza—. Entre cinco y ocho kilómetros carretera abajo darán con el pantano de la Vaca Muerta. Tendrán que dar un rodeo.

—No podemos. —Kris descubrió que estaba sonriendo mientras hablaba—. Los alrededores de la carretera están inundados. Es el único camino seco que queda. Así que por allí es por donde iremos.

—Os estarán esperando.

—Eso espero —dijo Kris, dejando que la sonrisa se extendiese, radiante, por su rostro.
El bisabuelo Peligro estaría orgulloso.

—Solo quería avisarles de lo que van a encontrar —advirtió Jason.

Kris se volvió, echando un vistazo a la fila de camiones.

—Aquí no hay niños. Solo marines. Para esto nos pagan.

—Tenga cuidado, teniente, o alférez, o lo que sea. Pensé que podía ocuparme de cualquier amenaza. Y, por Dios, qué equivocado estaba...

—Puede que para la semana que viene, cuando regresemos, ya tenga fotos de usted y de su mujer. Así podrán hacerse identificaciones nuevas y no tendrán que esperar hasta que todo esto haya terminado para verlos colgados.
—Maldita sea, esto empieza a gustarme.

—Por Dios, tenga cuidado.

—No me pagan para ello —sentenció Kris, asomando por la ventana y mirando hacia atrás. Todas sus tropas habían montado ya—. Tom, en marcha.

—Sí, señora.

Por el espejo retrovisor, Kris percibió que Jason se dirigía de grupo en grupo, diciendo algo. Algunas de las mujeres cayeron de rodillas en el barro, orando con las manos juntas.

—Rezad por los cabrones con los que nos vamos a encontrar, no por nosotros —susurró Kris sin apenas separar los labios.

—¿Te importaría decirme qué demonios está pasando aquí? —preguntó Tom sin dejar de mirar hacia delante, asiendo el volante con firmeza—. Soy tu segundo al mando y se supone que tengo que reemplazarte en caso de que te ocurra algo.

Kris encendió el micrófono.

—Tropas, ya habéis visto por qué estamos aquí. Esa gente se muere de hambre porque una banda de matones les robó lo que habían cosechado. Mataron a un anciano y pegaron una paliza a su mujer. Violaron a la mayoría de las mujeres que habéis visto.

—¿Que las violaron? —resonó desde el asiento trasero, como una descarga eléctrica. Parecía que no habían recibido toda la información. Bien, pues eso se había acabado.

—Hasta a las niñas —continuó Kris—. Algunos de vosotros estabais cansados de hacer las veces de repartidores. Quizá, a juzgar por lo que habéis hecho hasta ahora, penséis que os hubiese ido mejor quedándoos en casa y repartiendo pizzas. Bueno, pues me han dicho que la carretera que vamos a tomar se va a poner peligrosa en unos minutos. A esas alimañas les gusta robar y nuestros camiones son lo único que merece la pena robar en estas carreteras. Preparad las armas. Vamos a devolvérselas todas juntas.

Kris se volvió hacia Tom; mientras ella hablaba, él había situado la ruta en el panel del camión. Después, superpuso una imagen y señaló el pantano de la Vaca Muerta.

—¿Allí?

—Eso parece.

Tom estudió el mapa.

—Podríamos desviarnos a unos cinco kilómetros. Hay otra carretera en terreno elevado.

—A mí me parece que está inundada —lo interrumpió Kris—. Tenemos que repartir la comida. Si perdemos el tiempo dando rodeos, no conseguiremos llegar a la base por la noche.

—Podríamos acampar en una de esas granjas. Sus habitantes son amistosos. Se alegrarían de que pasásemos la noche con ellos.

—Tenemos más envíos para mañana. Tom, vamos a ir por esta carretera. Te sugiero que tengas el arma preparada. No te he visto disparar una sola vez.

—Demostré que sé disparar en la EAO. Tuve que hacerlo para poder graduarme.

—¿A qué disparaste?

—Al objetivo mínimo requerido —dijo Tom sin llegar a mirarla.

—Por el amor de Dios, Tom, eres un oficial de la Marina. Sabías que iba a ser parte de tu trabajo cuando lo aceptaste.

—Puede que ya te hayas dado cuenta, pero estoy conduciendo un camión para repartir comida a gente hambrienta. ¿No predicaba el cura de mi ciudad aquello de «no matarás» cada vez que había una trifulca en la ciudad y alguien se llevaba un navajazo? Me uní a la Marina para que me condonasen los préstamos con los que me financié la carrera, no para matar.

—¿Ni siquiera a hombres que violan, matan y les roban la comida a niños hambrientos? —preguntó Kris con rabia.

Tommy clavó su mirada en la tierra anegada que se extendía ante él.

—No era eso lo que tenía en mente.

—Pero es con lo que tendremos que lidiar. —Detrás de Kris, mientras Tom y ella hablaban, reinaba el silencio. ¿En qué estaban pensando los guardias? ¿Importaba? Tenían órdenes. La seguirían. ¿Por qué estaba perdiendo el tiempo discutiendo con Tom? Tenía cosas que hacer. Una vez más, encendió el micrófono—. Aquí Longknife. Bajad las ventanillas. No quiero que os salpiquen los cristales rotos. —Kris miró hacia arriba, examinando el parabrisas del camión. Vio un botón y lo pulsó. La ventana que tenía a su lado bajó hasta descansar sobre el capó mientras la lluvia empezaba a caer sobre ella. Ordenó al resto del convoy que hiciese lo mismo. Durante un buen rato avanzaron en silencio, tambaleándose de lado a lado mientras Tom intentaba esquivar los agujeros.

—Señora —dijo alguien en voz baja desde el asiento trasero.

—¿Sí? —Quien había formulado la pregunta no era el aspirante a héroe, cuyo rostro orientado hacia la ventana estaba blanco como una sábana. Era una mujer joven, sentada en el centro del asiento trasero.

—¿Tenemos permiso para disparar a esta gente?

—Ellos nos dispararán a nosotros. Así que sí, dispararemos.

—Mi madre y el predicador siempre decían que la muerte pertenece a Dios, a Dios y a los médicos. Por eso lo que hacen las bandas está mal. Pero ahora nos está diciendo que matar está bien. ¿Está segura, señora?

El padre de Kris era un político que hacía lo que fuera para ganar las siguientes elecciones. El bisabuelo Peligro había acudido en su ayuda como un caballero de brillante armadura cuando estaba tocando fondo, hasta el punto de llegar a pensar que no podría recuperarse. Le encantaba leer los libros de historia acerca de lo que había hecho durante la guerra. Él y el bisabuelo Ray. Incluso sus bisabuelas, Ruth y Rita, aparecían en aquellos libros, luchando por lo que era justo. Por supuesto que Kris había aprendido aquello de «no matarás», pero para ella no era ningún mandamiento que hubiera que cumplir de manera estricta. Cierto, Harvey acostumbraba a coger a las arañas y dejarlas fuera en vez de matarlas, para contentar a su mujer, pero había combatido codo con codo con el bisabuelo Ray en la batalla de la Brecha y estaba muy orgulloso de ello.

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