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Authors: Mike Shepherd

Rebelde (42 page)

—Gracias por anticiparte, Nelly. Tru ha debido de incluir algunas mejoras bien interesantes la última vez.

—De nada, procuraré hacer búsquedas similares en el futuro.

Kris se recostó un momento en su asiento y miró al techo. Si algo sucede una vez, es una mera casualidad. Si sucede dos veces, quizá sea una coincidencia; pero tres veces supone un ataque enemigo. ¿Y quién podía ser ese enemigo? Kris no quería ni imaginar que un tipo tan joven como Hank tuviera tan pronto una lista de enemigos. Además, Kris se consideraba una buena persona y no podía concebir ser enemiga de nadie.

—¿Kris? —dijo Nelly con cautela.

—Dime.

—¿Estás al tanto de que la fundación Ruth Edris ha recibido una donación de quinientos mil dólares de Bastión?

—No tenía ni idea, Nelly; dejé en tu mano los asuntos económicos. ¿Quién ha hecho esa donación?

—Alguien anónimo, pero cuando la recibimos estuve investigando el origen de la transferencia. Es muy probable que haya sido Hank Peterwald.

—¿Y la hizo antes o después de que su nave saliera de la órbita?

—No puedo asegurarlo con certeza, pero parece ser que fue después.

Kris reflexionó un instante. Era muy poco probable que Hank donara dinero a la cuenta de alguien que considerase muerto. Aquel planeta tenía un importante potencial para el comercio. Según el informe económico de Nelly, Bastión había cubierto la mitad de los gastos iniciales de Olimpia y el resto se generó libremente. Si alguien andaba robando identificaciones y vendiendo propiedades fuera del planeta, ya se encargaría de ello después; pero si Hank sabía algo sobre los negocios de su padre, no era probable que fuese a darle dinero a Kris para mejorar la situación.

Kris se sorprendió de lo bien que se sentía al decidir que Hank no pretendía matarla; pero si papá Peterwald quería hacerse con los puntos de salto de Olimpia, ¿hasta dónde sería capaz de llegar?, ¿qué más tendría que hacer Kris antes de marcharse?

La lluvia martilleaba la ventana de su nueva oficina. Las gotas estaban dejando una capa de polvo en el alféizar. Por tanto, había restos de lava volcánica en la lluvia. ¿Qué más?

—Nelly, ¿ha visitado alguien el volcán que entró en erupción y que ha causado todo este desastre?

—No.

Por supuesto, ¿qué necesidad hay de visitar el volcán, si el volcán ya viene a ti?

—¿Ha analizado alguien las cenizas?

—No hay datos al respecto en los archivos públicos.

Kris vio una lata vacía al lado de la cafetera. Quizá exageraba un poco, pero iba siendo hora de ser un poquito paranoica. Salió a la calle con la lata de café en la mano y observó la corriente de agua. Detrás de su edificio había un canal de desagüe donde caía la lluvia que recogían las oxidadas tuberías del techo, para evitar que se derrumbase con el peso del agua. Jeb apareció cuando Kris andaba contemplando las turbias aguas de ese canal.

—¿Puedo ayudar en algo, señorita?

—¿Cuánta ceniza volcánica cayó en las primeras lluvias?

—Bastante.

—¿Crees que puede haber restos de esa primera ceniza en el canal?

—No sería de extrañar. ¿Quieres un suvenir?

—Algo tengo que conseguir. No sé, podría ponerla en un jarrón o en una bonita figura de cerámica. Ya me entiendes.

Jeb la miró un instante y después llamó a un chaval que no tendría más de doce años.

—La señorita quiere cenizas del volcán. ¿Te importa meterte en el barro un momento?

La cara del chico se iluminó como si le hubieran ofrecido entrar al reino de los cielos. En un abrir y cerrar de ojos estaba en el canal, cubierto de barro hasta las rodillas y sacando el sedimento del fondo de la alcantarilla con una lata de café.

—¿Así le vale, señorita? —dijo el chico mientras mostraba a Kris una lata rebosante de barro con el mismo orgullo con el que cualquier pretendiente enseñaría un diamante a su futura esposa.

—Más que de sobra —contestó Kris, que cerró la lata con la tapa y sacó de su bolsillo una moneda de un dólar.

—Toma, muchas gracias.

—Mi madre no me dejaría aceptarlo —dijo el chico negando con la cabeza y sin tocar el dinero—. Usted nos ha dado de comer, mi madre me daría una paliza si aceptase el dinero.

Kris sacó una segunda moneda.

—Esta es para tu madre, por criar a un chico tan educado. Toma las dos monedas y vete.

El chico no parecía muy convencido, pero Jeb le hizo un gesto para que las aceptase. Cogió las dos monedas y se marchó a toda prisa salpicando barro tras de sí.

—Es lo menos que podía hacer por haber hecho que se ensuciase toda la ropa —bromeó Kris.

—Eso es absurdo, no creo que haga mucha falta compensar a nadie por eso teniendo en cuenta lo anegado que está este planeta —replicó Jeb.

Kris bajó la mirada hacia la lata de café, le quitó algo de barro que había quedado por fuera y se dio la vuelta hacia su oficina.

—Ya veremos quién es el absurdo —murmuró.

Dos noches después, Kris acompañó al coronel Hancock al comedor de oficiales del cuarto batallón de las Tierras Altas, la guardia planetaria de LornaDo.

Había recibido una invitación en agradecimiento por lo que Kris y Tom habían hecho por el batallón en las últimas cuarenta y ocho horas, no tanto por quién era Kris. Con la ayuda de sus amigos artesanos, el antiguo restaurante abandonado y el salón se habían convertido en un pulcro club para oficiales, en el sentido más tradicional de la palabra. Habían colocado sillones mullidos para que pudieran sentarse en grupos y disfrutar de sesudas tertulias. Los muros estaban decorados con fotografías de antiguos mandos, de grupos de oficiales o de los victoriosos equipos de fútbol del batallón. Una nave había transportado con mucho cuidado varios de los más exquisitos óleos de escenas bélicas. El local tenía una temperatura muy agradable, se había puesto moqueta y olía a pintura nueva. A Kris se le hacía raro pensar que era el mismo agujero abandonado que se habían encontrado en un primer momento, o incluso que pudiera existir un sitio así en medio de la mohosa ciénaga en que se había convertido Olimpia. De pequeña, había leído muchos libros que afirmaban que en la India se había logrado crear un pedacito de Inglaterra y tenía curiosidad por saber cómo lo habían logrado. Bastión no era la Tierra, y estaban orgullosos de ello. Pero ahora podía entender cómo y por qué un batallón podía trasladar LornaDo, o quizá Inglaterra, a las tierras de Olimpia.

Habían levantado un muro con cristaleras para separar el club del comedor y del bar. Cuando el coronel Halverson saludó a Hancock, junto a él tenía a un joven oficial vestido con un traje escocés azul dispuesto a recibir cualquier orden.

El teniente comandante Owing, el segundo al mando de Hancock, estaba sentado en un rincón con un whisky en la mano, disfrutando de una conversación sobre la mejor malta del espacio con los médicos y los oficiales de suministros. La teniente Pearson rechazó la oferta después de oler el vaso. Kris la había oído quejarse enérgicamente de cierta relajación con la bebida a los oficiales que estaban en la puerta del despacho del coronel, quien debía de tener problemas de oído, dado que estaba al lado de Kris y no parecía haber oído nada. Los otros dos alféreces estaban al cargo, así que Kris, Tommy, el coronel y el resto de los oficiales del batallón de las Tierras Altas tenían libertad para beber y darse a los placeres todo lo que quisieran, siempre y cuando fueran vestidos para la ocasión.

El coronel de la Marina y su homólogo en las fuerzas navales fueron los últimos en llegar. La gargantilla blanca y los pantalones de Kris le dieron un toque de estilo interesante en aquella cena de reconocimiento de Bastión, en comparación con los corsés y los cancanes; era de las pocas personas en la sala que no enseñaba las rodillas. Pero el coronel Halverson se encargó de que el coronel, vestido de azul y rojo, y la gente de la Marina que iba de blanco se sintieran como en casa.

—¿Qué van a tomar? —los recibió el coronel jovialmente, y luego se giró hacia el oficial que tenía detrás.

—Avisa al servicio, que nadie acepte el dinero de nuestros invitados. El bisabuelo de esta joven acompañó al batallón en la montaña Negra. Era marine, pero todo un soldado.

—Sí, señor —dijo el oficial, que observaba a Kris como si acabase de llegar del Olimpo.

—No quiero ver sus vasos vacíos.

—Sí, señor. ¿Qué desea beber, señorita?

Kris estaba contenta de no haber bebido nada de alcohol durante más de diez años, pero resultaría muy extraño para esa gente que pidiera un refresco sin más. El whisky del coronel no la había arrastrado a la bebida. El bisabuelo Peligro quizá tuviera razón: ella no era muy de beber. Tragó saliva, sonrió y dijo:

—Agua con gas y un toque de limón, por favor.

Tom pidió whisky irlandés sin hielo, Hancock pidió lo mismo que estaba tomando Halverson y el oficial se marchó a por las bebidas a la otra sala. El nuevo coronel se acercó a los más veteranos.

—Dijo usted que esta mujer muestra mucho valor en el campo de batalla. Por lo que veo, también es inquebrantable en el club de oficiales. —El coronel de las Tierras Altas se dirigió a Kris—. Señorita, va a ser usted de los pocos que puedan caminar en línea recta esta noche. Aquí hay un par de personas que saben de lo que hablo. Por cierto, coronel, tengo que contarle un par de cosas... —Los dos oficiales dejaron a Kris y a Tommy solos en medio del club.

Apenas pasaron dos segundos y se acercó una mujer vestida con un traje escocés.

—Soy la capitana Rutherford. Creo que usted y yo compartimos la misma suerte.

—Encantada, yo soy la alférez Longknife. ¿A qué suerte se refiere? —Kris no quería pasarse la noche comparando programas de rehabilitación alcohólica y discutiendo cuál era mejor.

—Su bisabuelo y el mío lograron volver sanos y salvos de la montaña Negra. —La mujer sonrió—. Si no, no estaríamos aquí. Puede llamarme Emma —dijo al extenderle la mano.

—Soy Kris —respondió la alférez—. Este es Tom; es de Santa María, pero no se lo tenga en cuenta.

—Entonces le gustarán nuestras gaitas.

—Me encantan, es como tener un trocito de mi tierra en la distancia.

Kris casi se atraganta con el primer sorbo de la bebida que acababan de traerle.

—No puede estar tan fuerte —dijo Emma.

—No, en realidad está tal cual la he pedido —aclaró a Emma y al soldado que la había traído, mientras fulminaba a Tommy por ser tan miserable.

—Siempre hay alternativas —le recordó Tom.

—No tienes ni idea de cómo relacionarte con la gente —le susurró Kris.

—Lo que tengo es astucia política. Siendo la hija de un político, pensé que sabrías valorar esa capacidad.

—¿Estoy interrumpiendo algo? —preguntó Emma.

—Nada, digamos que en la academia de formación este chico se paró a atarse las botas en plena carrera de obstáculos —dijo Kris, dándole un suave codazo a Tommy en las costillas.

Emma se los quedó mirando un segundo, sonrió y encogió los hombros todo lo que le permitió la pesada chaqueta de lana que llevaba puesta.

—Les voy a presentar a algunos de los oficiales más jóvenes de nuestro batallón.

Kris intentó recordar la lluvia de nombres, aunque la tarea fue más fácil gracias a la costumbre del regimiento de poner un mote a todos. Nieve era el segundo lugarteniente Sutherland, y tenía el pelo muy rizado y blanco. El Enano medía más de dos metros, por supuesto. En general, el sector juvenil del club de oficiales parecía estar contento allí y encantado de conocer a Kris.

Sin embargo, la situación se complicó cuando Emma le pidió a la mayor Massingo que presentase a Kris a los más veteranos. El grupo de gente que rodeaba al teniente comandante Owing había crecido notablemente cuando le indicaron a Kris que se acercara a ellos. No estaba segura, pero parecía que el camarero había tenido que hacer unos cuantos viajes para rellenar los vasos de los contertulios de ese rincón. No parecía que el doctor fuera a ser capaz de ponerse en pie cuando los llamaran a cenar. Después de la correspondiente ronda de presentaciones, Kris se disponía a despedirse y volver con el grupo de los jóvenes cuando el oficial de suministros espetó:

—¿Y qué opina una Longknife del traspaso de competencias? No pensará apoyar a la Tierra, ¿verdad?

Kris se quedó algo sorprendida, pero no le resultó demasiado complicada la pregunta.

—Soy una oficial en activo, señor. Seguiré las órdenes de mi oficial de mando y dirigiré a mis tropas —contestó, desviando la pregunta.

—Así que hará lo que le ordenen, básicamente —dijo el doctor, que casi se cae al intentar acercar su silla. Un amigo lo ayudó a mantener el equilibrio.

—Soy nueva en estos menesteres, apenas me acaban de nombrar alférez, pero supuestamente debemos seguir las órdenes que nos lleguen —contestó Kris sonriendo mientras daba un paso atrás para retirarse. Sin embargo, no le sirvió para salir del círculo de la conversación.

—Pero ¿dejaría de cumplirlas si puede lograr el bien común? —apuntó un comandante que llevaba dos mosquetes cruzados en la chaqueta—. Si algún idiota me ordena atacar un búnker que esté defendido hasta los dientes, se entiende que puedo usar una bomba de humo y buscar un lugar para flanquearlo. —Sus compañeros asintieron ante su afirmación—. ¿Importa más nuestro deber que el bien común? Que yo recuerde, fue un Longknife quien mató al presidente Urm. ¿Acaso estaba siguiendo órdenes de algún superior?

—No —reconoció Kris.

—Cuando prolifera el mal, el soldado puede actuar por su cuenta y riesgo si persigue el bien común, ¿o no?

—Los libros que leí decían que Urm era un tipo bastante malvado —confirmó Kris—. Pero hoy en día no existe nadie así, ¿no? —Kris quería zanjar la conversación. No parecía que nadie estuviera tomando nota de lo que se hablaba, pero siempre existía la posibilidad de que alguien estuviera grabando con el ordenador—. Nelly —dijo Kris entre dientes—, empieza a grabar. —Al menos así tendría una transcripción de la conversación si finalmente salía a la luz en los medios de comunicación de Bastión.

—Cierto, cuando la maldad es tan evidente como en el caso de Urm, es mucho más fácil saber cuál es el deber de un soldado. Pero si se trata de una persona insípida, tibia, que va minando el alma y la mente de la humanidad poco a poco, ¿qué se debe hacer? Es la clase de maldad que pretende transformar la virtud en vicio, mientras maquilla el vicio como virtud poco a poco todos los días. —No era necesario que Kris contestase a eso, había aprendido hacía mucho tiempo que a veces era mejor callarse la boca. Ningún periodista podría sacar nada de un silencio.

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