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Authors: Mike Shepherd

Rebelde (19 page)

—Quizá se hayan dado cuenta de que las cosas se vuelven letales a tu alrededor —dijo Tommy, con una sonrisa que solo redujo en parte el veneno que llevaban sus palabras.

—¿Y tú? —replicó Kris.

—Yo tengo la suerte del novato —dijo para tranquilizarla.

—Entonces tú y tus novatos podéis ir al último autobús. Yo iré con las divas. ¿Acaso nadie les ha contado que los oficiales de alto rango entran en último lugar?

Tommy miró hacia arriba, parpadeando para protegerse de la lluvia.

—El que escribiese esa norma no pasó mucho tiempo en Olimpia. —Tommy se dirigió a su autobús mientras Kris se dirigía al otro... donde tuvo que permanecer de pie, pues el vehículo solo tenía capacidad para cuarenta y ocho personas y, con ella, allí había cincuenta y una. Un recluta natural del espacio con el rostro picado le ofreció su asiento. Madre o padre lo hubiesen aceptado sin pensárselo dos veces; Kris no pudo imaginar al bisabuelo Peligro haciendo lo mismo. Se quedó de pie durante el trayecto de quince minutos.

El camino se encontraba en un estado tan deplorable como el puerto. La carretera tenía más socavones que asfalto; todos los edificios mostraban los efectos del constante asalto del agua. Una cañería principal se había roto en alguna parte, añadiendo su pútrido contenido al desastre. La gente caminaba con dificultad, con la cabeza gacha y los hombros encogidos bajo la lluvia. Había muchas ventanas rotas; una tienda había sido calcinada. La tripulación de Kris permaneció en silencio a medida que los rodeaba la desolación y la desesperanza.

Se detuvieron ante un complejo de edificios rodeados por roñoso alambre de espino. A la derecha se encontraba lo que pudo haber sido un edificio de oficinas. La bandera verde y azul de la Sociedad había sido pintada sobre la chapa de madera que tapaba una ventana rota. Al otro lado de un parque anegado y lleno de barro se alzaban dos hoteles, uno de cuatro plantas, el otro de diez.

El conductor apremió a Kris a bajar a sus tropas del autobús; tenía que ir a otra parte a ganarse el sueldo. Kris lo dudó, pero los autobuses eran civiles y la Marina nunca dejaba de moverse. Por desgracia, eso solo significó que sus tropas salieron corriendo del autobús para permanecer a la espera bajo la lluvia. El camión que los había estado siguiendo, transportando su equipo, frenó tras ellos. Los dos civiles que iban a bordo empezaron a tirar los petates en los charcos más profundos de la zona.

—Muy bien, reclutas, formad una única fila y recoged vuestro equipo —ordenó Kris—. Tú, tú y tú —dijo señalando a los hombres más grandes de la fila—, ayudad a los civiles a descargar el camión. Aseguraos de que el equipaje aterrice en seco. —El plan funcionó; los petates empezaron a caer a sus pies, de modo que Kris pudo leer los nombres. Pensó que sería mejor llamar a los reclutas uno a uno a tenerlos en una fila.

—¿Quién está al mando aquí? —le susurró Tom.

La cortante respuesta de Kris murió en su garganta cuando vio movimiento por el rabillo del ojo. La puerta del edificio de administración se abrió. De él salió un oficial de la Marina con uniforme de combate, recto como una estatua, con una vara de mando golpeteando su cadera. No había duda de quién estaba al mando. Y, a juzgar por la expresión ceñuda en su rostro a medida que observaba los hombres a los que iba a dirigir, era evidente lo que pensaba de ellos.

—Atención —ordenó Kris.

—¿Quién está al mando? —intervino el oficial, formulando la pregunta como un desafío.

—Yo, señor —respondió Kris, sin dudar por un momento a la hora de asumir su responsabilidad.

—¿Y quién eres tú?

—La alférez Longknife, señor.

—Bien. —La observó un instante, pero no pareció importarle mucho lo que vio, así que le dio la espalda—. Forme al personal a su cargo en dos divisiones, alférez.

Era una orden fácil, pero no había modo de que Kris la obedeciese debidamente. Por toda la bondad, por todo lo más sagrado y por la Marina, Kris debía dirigirse a un jefe y ordenarle a él o a ella que formase las divisiones. Cualquier otro protocolo se salía de lo oficial. Pero Kris solo contaba con un par de oficiales de segunda clase que no habían mostrado la menor iniciativa, ni a bordo de la nave ni al llegar. No, ella, y puede que Tommy, eran los únicos que poseían la más mínima ilusión de liderazgo.

¿Qué había dicho el abuelo Peligro aquella mañana que viajó en esquife por primera vez, con permiso de sus padres o sin él? «Si, hagas lo que hagas, va a estar mal, al menos hazlo con estilo.» Se volvió hacia Tommy.

—Alférez Lien, forme una división con su equipo del autobús.

Él saludó.

—Sí, señora. —Puso cara de ponerse manos a la obra... y pisó un profundo socavón. Pese a ello, mantuvo el equilibrio y se alejó.

Kris se volvió hacia aquella empapada amalgama de tripulantes espaciales y marines.

—Los que hayan ido en el autobús conmigo, que formen ante mí. Los oficiales formarán en filas a mi izquierda. —Como sugerencia, señaló el lugar donde quería que se ubicasen. Estos siguieron sus indicaciones y obedecieron. Kris contaba con un oficial de segunda y dos de tercera; eso le dio margen para proferir la primera orden—. ¡En formación! —Los oficiales extendieron los brazos. Hasta el recluta más novato cayó en la cuenta de que debía sentir los dedos de un compañero tocándole el brazo derecho. Todos imitaron el gesto.

A veinte metros a la derecha de Kris, los pasajeros del autobús de Tommy hicieron lo mismo. En un tiempo sorprendentemente breve, aquella muchedumbre se había convertido en dos divisiones de tres filas. Seguían calados hasta los huesos y protestando por ello, pero al menos parecían marines.

Los otros dos oficiales observaron bajo un tejadillo que los protegía del agua, como si estuviesen ahí para contemplar un espectáculo. Kris siguió el consejo de Hancock y los ignoró cuando puso la misma expresión severa de Tommy, saludó e informó a su superior.

—Divisiones listas, señor. Todos los recién llegados presentes. —El teniente coronel se volvió, todavía ceñudo.

—¿Tiene un manifiesto, alférez? —Kris lo extrajo de su bolsillo. Podría haberlo enviado desde su ordenador al del oficial, pero este lo había solicitado a la antigua, y, al fin y al cabo, él era quien poseía el rango superior.

El oficial cogió los papeles y, sin echarles siquiera un vistazo, se los guardó en el bolsillo.

—Bienvenida a la base de la Marina de Puerto Atenas. Soy el teniente coronel Hancock, y esta es toda la bienvenida que puede esperar en este lugar.

»Aquellos que os habéis alistado para ayudar, echad un vistazo alrededor. Las cosas no van a mejorar. Se os asignará equipamiento y armas de fuego. No os separéis de ellos, durante la misión o en la base. Cuando no estéis en una misión, no se os permite sacarlos de la base. ¡Oficiales! —Su expresión se tornó más severa, si es que aquello era posible—. También se os asignará equipo informático y armas de mano. Si sois listos, también solicitaréis un fusil. Si no sabéis cómo utilizarlos, aprended.

»He enviado a tres de vosotros a casa —gruñó a las tropas—. Puede que uno de ellos conserve el brazo. He enviado a tres personas a casa y, hasta ahora, los únicos disparos efectuados han sido los de una joven que abrió fuego contra un nativo con su propia pistola. Ella sostiene que lo hizo en defensa propia. Él tiene testigos que afirman lo contrario. Está siendo juzgada por un tribunal civil, ya que lo hizo fuera de la base y estando de permiso. Mi consejo, chicos y chicas, es que os quedéis en la base y consideréis que me debéis los permisos. Hacedlo y puede que lleguéis a casa, con vuestras mamás, de una pieza.

Se volvió hacia ella.

—Así que alférez Longknife, ¿eh? ¿Es usted de esos Longknife?

Kris volvió la cabeza lo justo para mirarle a los ojos.

—Sí, señor. —No añadió «el general Peligro le envía recuerdos», aunque se sintió tentada. Peligro jamás enviaría recuerdos al coronel Hancock. No a ese Hancock.

—Me lo imaginaba. —Frunció el ceño—. Bien, alférez, que sus oficiales estén listos para informar al administrador, que después recojan su equipo y se registren en sus dependencias. Si se dan prisa, puede que lleguen a tiempo para el rancho antes de que el comedor cierre por la noche. El administrador se encargará de distribuir las raciones y las asignaciones. Le aconsejo que entregue todo el dinero en metálico que lleve encima, así como las tarjetas de crédito personales. Llevarlas por aquí significa jugarse la vida. —Redirigió su agria mirada de las tropas en formación a los dos alféreces, luego a Tom y, por último, a Kris—. Que sus oficiales pasen a verme cuando hayan terminado.

—Sí, señor —dijo Kris a la par que saludaba. El gesto que recibió como respuesta pareció el manotazo desganado con el que se aparta a un insecto.

La alférez se volvió hacia sus tropas. Parecían tan confundidas como ella. Si aquello era lo que consideraban liderazgo en aquel lugar... Pero ese no era su problema. La lluvia estaba ganando intensidad y Kris parecía la única oficial en los alrededores que se preocupaba por ellos.

—Oficiales de segunda, rompan filas y llamen por su nombre a los propietarios de los petates —ordenó Kris. Tras aquellas palabras, las tropas se organizaron. Kris se aseguró de que los soldados recogían sus pertenencias de forma ordenada para luego dejarlos en el edificio de oficinas que se extendía ante ellos, donde el administrador se ocupaba de colocarlos en la planta baja. Desde allí, fueron trasladados a la armería para recoger su equipo y armas. Sin apelotonarse, los recién llegados entraron de forma ordenada en sus barracones y, desde allí, al comedor. Por supuesto, los dos últimos de la lista se calaron hasta los huesos.

La fortuna quiso que los otros dos oficiales fuesen llamados inmediatamente. Cogieron su equipo y se dirigieron al interior del edificio. El petate de Kris también fue de los primeros. Recordó en qué parte del barro se encontraba y permaneció con su menguante grupo, reemplazando a uno de los encargados de anunciar los nombres en cuanto este encontró su equipaje. Con expresión de dolor, Tom reemplazó al segundo encargado. Cuando llamaron a la última persona, Tom y Kris siguieron al empapado recluta hasta llegar al edificio, con las botas «impermeables» caladas y contribuyendo con un par de litros a los profundos charcos que cubrían las baldosas del recibidor.

—¿Realmente teníamos que hacer eso? —preguntó Tommy.

—El abuelo Peligro me hubiese dado una buena lección si los hubiese dejado solos bajo la lluvia.

—Ningún miembro de mi familia se hubiese quejado. ¿Qué te parece si la próxima vez lo echamos a suertes? Cara, hacemos lo que dice tu familia; cruz, lo que dice la mía.

—Vosotros dos, llegáis tarde. He terminado con esos oficiales hace una hora —se quejó un corpulento oficial de primera clase—. Por vuestra culpa voy a llegar tarde a la cena.

—Habrías tenido que esperar a todos estos —dijo Kris mientras señalaba al resto de la tripulación, que se estaba registrando.

—No, solo tengo que esperaros a vosotros, los oficiales. El coronel me dijo que me asegurase de que teníais alojamiento, órdenes y recibos. Entonces habré terminado con las tareas.

—Pensaba que el coronel había sugerido que trabajásemos desde el amanecer hasta el atardecer. Que así estaríamos a salvo —observó Tommy.

—¿Y quién quiere estar a salvo? Escucha, ahí fuera hay un montón de mujeres desesperadas. Es increíble lo que un poco de dinero puede conseguir. —El oficial de primera clase miró los papeles que estaba extendiendo a Kris—. Ah, cierto, eres una Longknife. Vosotros siempre podéis comprarlo todo.

Kris firmó su recibo y se guardó el dinero para sí.

—¿Dónde está el jefe de la operación, la armería y el comedor?

—Estás delante de lo más parecido que tenemos a un jefe de operaciones, señorita. Nosotros, los pringados alistados, no vamos a llevarnos ni la mitad de la paga por solucionar este desastre. Aquí no viene nadie a menos que haya cabreado a alguien de lo lindo.

—¿Y tú? —preguntó Kris.

Él ignoró la pregunta.

—La armería está al otro lado del camino que lleva a los barracones. El comedor es el edificio alto. Cierran en media hora, así que yo me daría prisa en ir.

—Gracias por el consejo. —Kris echó un vistazo a las órdenes—. ¿Debo informar directamente al coronel Hancock?

—Hancock quiere supervisar toda la operación. Además, tampoco le sobran oficiales. Solo hay un par de los buenos. La mayoría de los superiores preferiría un recorte de sueldo a estar aquí. No tardarás en darte cuenta. Bueno, ya he terminado contigo, así que me largo. —Se volvió hacia la puerta—. Apagad las luces antes de marcharos.

Tom guardó las órdenes y los recibos en los bolsillos de su traje de combate.

—Siempre es un placer trabajar con gente motivada. ¿Crees que la cosa mejorará?

Kris guardó los papeles y se echó el petate al hombro.

—No lo sé. Creo que primero iré a agenciarme un fusil y un arma de mano; después ya veremos si me da tiempo a comer. —Kris se hizo con su equipo, un arma larga y otra corta; guardó lo primero en su habitación, lo segundo en el almacén de armas del edificio y después echó a correr hacia el comedor, llegando cinco minutos antes del cierre. Lo que le sirvieron en la bandeja no habría ganado ningún premio, a menos que el jurado estuviese compuesto por porqueros, pero le llenó el estómago. Ella y Tom estaban llevándose a la boca los primeros bocados cuando sus localizadores pitaron. Kris hizo un gesto a Tommy para que siguiese comiendo. Sospechaba de qué se trataba.

—Aquí los alféreces Longknife y Lien. ¿En qué lo podemos ayudar, señor?

—¿Dónde demonios están? —protestó el coronel Hancock.

—Disfrutando de una cena deliciosa y nutritiva, señor, en el comedor. Justo lo que una chica hambrienta necesita, coronel.

—Les dije que me informasen en cuanto hubiesen terminado. —Tommy empezó a levantarse. Kris le indicó con un gesto que se volviese a sentar.

—Sí, señor, eso tenía previsto hacer. Vimos que los recién llegados estaban registrándose correctamente, recogimos nuestros informes y recibos, nuestro equipo y armas, lo guardamos todo y estábamos disfrutando del primer bocado de esta estupenda comida que están sirviendo en el comedor, señor. Estaremos con usted en media hora.

—¿Qué van a hacer, dar un paseo bajo la luz de la luna?

—Puede, señor. De hecho, ha dejado de llover hace dos minutos. —Tommy estaba perplejo. Kris se limitó a sonreír.

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