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Authors: Mike Shepherd

Rebelde (14 page)

—Habría habido un gran revuelo contra la Tierra —dedujo lentamente—. Y hubiera hecho mi trabajo mucho más difícil.

—Además de fortalecer a varias coaliciones diferentes, ¿no es así? —preguntó Tru.

—Así es...

—¿Incluyendo a los Smythe-Peterwald de Vergel? —añadió Tru.

Padre meció la silla hacia atrás.

—Oh, los Peterwald son una familia fantástica. Henry salió conmigo en la universidad y me propuso matrimonio una preciosa noche de luna llena.

—Sí, madre, lo recuerdo —contestó Kris sin separar la vista de su padre—. Señor primer ministro —insistió, esperando la respuesta que se fermentaba en su mente de político.

—No. —Negó con la cabeza—. Ningún miembro de ningún Gobierno se atrevería a hacer algo así. Ninguna política justifica semejante riesgo. Y si el rastro se siguiese hasta un puesto de poder, se vendría abajo. No volvería a salir elegido —concluyó el líder.

—Tiene un hijo de tu edad, Kristine. Deberías conocerlo —agregó madre.

—Lo sé, madre, solo has hablado de él un millón de veces.

—¿Le has hablado a Kris de los Peterwald y los Longknife? —preguntó Tru con suavidad.

—En efecto, muchas veces —insistió madre.

—No —contestó padre. Madre le lanzó una rápida mirada perpleja, pero enseguida volvió a clavar sus ojos en Tru—. Jamás se ha demostrado que los Peterwald tengan nada que ver con la guerra o el tráfico de drogas. Solo porque Vergel suela oponerse a asuntos de cierta magnitud que afectan a Bastión, no significa que tengamos que atribuirle motivos personales.

Tru negó con la cabeza.

—Alguien estaba financiando a Unidad antes de la guerra. Ya has leído sobre esas historias. Había demasiada corrupción en los niveles más bajos. Rara vez llegaba el dinero de los impuestos a Urm; sin embargo, cada año tenía más y más. Cuando Bastión y los Longknife desmantelaron el tráfico de drogas, la fortuna de los Peterwald se esfumó y la familia huyó a Vergel. Ray les obligó a dejar el Elíseo después de que el tratado de Bastión limitase la expansión humana. Estarás de acuerdo en que los Longknife les han costado a los Peterwald mucho dinero.

—Sí. —El primer ministro se puso en pie y comenzó a caminar por la estancia, pisando con fuerza la alfombra de pelo azul—. Pero eso no demuestra nada. No tenemos ni la menor prueba que pudiera demostrar algo en un juicio. —Se volvió hacia Tru—. Y yo, mujer, soy un hombre que debe hacer valer la ley.

Tru miró a la mesa y leyó el mensaje.

—Dicen que tienen la nave correcta. Esa nave era la Tifón, la nave de tu hija. Pero le faltaba un teniente de la Marina. Normalmente, esa sería una razón suficiente para escoger otra nave.

—El capitán se moría por cumplir esta misión —observó Tommy—. En la estación se rumoreaba que estaba desesperado por convencer al comodoro Sampson de que se la asignase.

—Comprensible para un guerrero —dijo Tru—. De todos modos, imagino que también es de dominio público que Kris estaba en esa nave, y que Thorpe la estaba presionando.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Kris.

—Porque el hecho de que fuese oficial de información no significa que me pasara el día entre ordenadores. Conocí a algunos guerreros muy aplicados a los que les gustaba el olor de la pólvora... y que necesitaban saber si eras un guerrero o solo la hija de un político que quería escaparse de casa. Si hubiera sido un político, te habría tratado con guantes de seda. Pero era un guerrero, así que te presionaba.

—Vaya si me presionó —gruñó Kris.

Tru se volvió hacia padre.

—Si yo he conseguido reunir todas las piezas, podría hacerlo cualquiera. La muerte de una niña pequeña y una Longknife en un rescate frustrado levantaría a todo el sector exterior en armas. Se extenderían a petición pasaportes internos que limitarían los viajes entre la Tierra y las Siete Hermanas. No quedaría nada de la Sociedad salvo el nombre.

—¿Y quién ha dicho algo de que la pequeña fuese a morir? —Kris intentó frenar a Tru. El escenario que contemplaba le provocaba escalofríos.

—Lo siento. Lo olvidé. No has visto el plan B. —Tru murmuró unas palabras y la pantalla que reposaba en la mesa cambió—. No me sorprende no haber dado con una sola referencia al plan B en el ordenador. Tampoco hay un plan A. En cualquier caso, el inventario que hizo la policía de la cabaña cuenta con dos objetos interesantes. Primero, dos kilos de explosivos muy potentes escondidos en el fondo de la mochila donde estaba guardada la ropa de la niña, junto con una radio portátil y un detonador. En segundo lugar, una radio de haz estrecho, programada en la misma frecuencia que la de los explosivos. Si mal no recuerdo, estaban negociando que un transporte los condujese a un puerto estelar y, de ahí, a una nave que los llevase allí donde quisiesen.

—Si el líder se las hubiera arreglado para no estar en ese transporte, se hubiera encontrado en la posición ideal para hacerlo saltar en pedazos en cuanto ascendiese —dedujo Kris, respirando con lentitud.

—Desde luego, tenía el equipo para ello —dijo Tommy—. Podría haberla hecho estallar antes de que llegase a la órbita y los pedazos se habrían precipitado sobre medio Sequim.

—Todo eso son suposiciones —intervino el primer ministro.

—Y no significan nada —dijo madre, fría y distante.

Había alguien para quien sí significaban algo. Alguien que deseaba ver a Kris y a aquella niña pequeña muertas. ¿Quién se beneficiaría de semejante situación? Kris no estaba al corriente de la reciente propuesta de Sequim. Pero sí quería saber acerca de la que tuvo lugar diez años atrás.

—Padre, ¿quién se ofreció a ayudarte a reunir el dinero para pagar el rescate de Eddy?

—Kristine Anne —intervino madre.

—Ya es suficiente, jovencita —dijo padre mientras se ponía en pie.

—Señor primer ministro, su próxima cita le espera —le informó el interfolio.

—Hágala pasar —ordenó. Madre se dirigió rápidamente hacia la salida privada, muy atribulada, mientras buscaba su caja de pastillas. Extrajo dos, no, tres de las rosas, y se las tragó. Kris negó con la cabeza; lo más seguro es que hiciesen que madre olvidase toda la reunión. Tru recogió los componentes de su ordenador y Kris y Tom se pusieron en pie. Cuando la puerta se cerró tras la madre de Kris, padre acercó su rostro hasta dejarlo a escasos centímetros de la nariz de Tru.

»Trudy, esta vez has ido demasiado lejos. Tengo que negociar con seiscientos mundos. Lo último que necesito es que vuelvas a mi propia familia contra mí. Tendré que emplearme a fondo para conseguir que mi mujer me dirija la palabra en un mes —dijo mientras miraba hacia la puerta por la que su esposa acababa de marcharse. Después se volvió hacia Kris, con el rostro encendido de ira—. Y tú, jovencita, vas a pasar la noche aquí, en la residencia. No quiero que andes cerca de esta chalada.

—Padre —le interrumpió Kris—, recuerda que no hay dormitorios libres. Has convertido los últimos que quedaban en oficinas para asistentes especiales.

El primer ministró murmuró algo a su ordenador, frunció el ceño cuando obtuvo respuesta y se volvió hacia Kris.

—¿Cómo habéis llegado aquí?

—Nos trajo Harvey.

—Harvey te llevará a casa Nuu. Haz lo que te venga en gana, como si quieres marcharte, pero no le dirijas la palabra a Tru. Puedo trasladarte a Infierno en la Tierra y lo haré si vuelve a sacar este tema. Mujer —añadió volviéndose a Tru—, mi chófer te llevará a casa.

—Eso no soluciona nada, William —dijo Tru—. No puedes escapar de la realidad.

—Nada lo solucionará, así que da igual —dijo el primer ministro mientras les daba la espalda. Tru caminaba hacia la puerta que madre había cruzado cuando el chófer del primer ministro asomó la cabeza por el umbral.

Kris, ansiosa por largarse de allí cuanto antes, salió por la puerta por la que había llegado, con Tom tras ella. A mitad de camino, Kris se detuvo, haciendo que su compañero chocase levemente con ella.

—Padre, necesito saber cómo reuniste el dinero para pagar el rescate de Eddy.

El líder, ajustándose el abrigo y adecuando su semblante para la reunión, ya se dirigía hacia la entrada principal de su oficina.

—Dado que insistes, te lo diré. Le pedí el dinero a mi padre, tu abuelo. Y él no me pidió nada a cambio. Ahora, largo.

Kris se marchó a toda prisa mientras padre abría la puerta para recibir a su próxima cita.

8

—¿Tu padre siempre es así? —preguntó Tommy.

El camino a casa estuvo protagonizado por un incómodo silencio. Kris agradeció que alguien lo rompiese, aunque la pregunta no tuviese una respuesta concreta. Kris había tenido toda la vida para acostumbrarse a su familia, pero Tommy había sido arrojado a ella por las malas... y había pedido mantenerse al margen de todo aquello.

—¿Qué es lo que te llama la atención de la forma de ser de mi padre?

Tommy se encogió de hombros.

—No lo sé. Siempre es tan protocolario... Quiero decir, si les contase a los míos que alguien quiere matarme, no me preguntarían si tengo pruebas que tengan validez en un juicio.

—Pues mi padre sí —contestó Kris con naturalidad.

—Entonces tú padre sí que sería capaz de trasladarte a Infierno en la Tierra.

—Desde luego —contestó, sin pensárselo dos veces.

—A su propia hija. Tienes que estar bromeando.

—Necesito un trago —declaró, mirando por la ventana del coche para contemplar los alrededores por primera vez desde que abandonaron la oficina de su padre. Estaban doblando una esquina del distrito universitario—. Harvey, para en el Scriptorum.

Harvey no tocó los mandos del coche.

—Señorita Kristine, no creo que eso sea lo más sensato.

—¿Acaso algo de lo que he hecho hoy lo ha sido? ¿Vas a decirle al coche que se dirija al Scriptorum, o tengo que hacer que Nelly lo piratee?

—He actualizado el sistema de seguridad del coche desde que se graduó —gruñó Harvey.

—Y yo he actualizado a Nelly. ¿Quieres que comprobemos quién se compró la mejor actualización?

Harvey dio nuevas instrucciones al coche. Pese a que el tráfico del distrito universitario era, como habitualmente, un caos, el ordenador localizó una plaza de aparcamiento a media manzana del Scriptorum; viajar a bordo de un coche con una matrícula personalizada de la flota del primer ministro tenía sus ventajas. El Scriptorum no había cambiado nada en los cuatro o cinco meses que habían transcurrido desde que Kris se graduó. Una nueva partida de novatos se reunía ante las mesas más próximas a la puerta. En la mesa de los estudiantes de último grado tenía lugar el inevitable bullicio; Kris escuchó la palabra «delegación» y se sintió tentada de unirse. Pero ya no estaba en el último curso. Y, además, discutir a favor o en contra de la Tierra cuando no se trataba más que de un juego era una cosa, pero en aquel momento era real, y ella era una oficial en activo que tendría que asumir las consecuencias de sus palabras. De algún modo, se había acabado la diversión.

Kris se acomodó ante una mesa de la sección de profesores. Relajándose en la silla, intentó observar aquel lugar como lo había hecho durante sus cuatro años de educación universitaria. La luz difusa mostraba cada grieta y desperfecto en aquellas paredes de agua y barro que pretendían emular ladrillos. Sobre el olor a pizza y cerveza destacaba el de los estudiantes: sudor, lectores y hormonas, confiriéndole la atmósfera de una librería, más que de un bar. Las gruesas mesas de madera estaban cubiertas con las marcas que grababan los estudiantes. La mesa en la que Kris y su clase de «conflictos del siglo XXIV» habían grabado sus iniciales el sábado en el que se reunieron allí se extendía a través de la estancia; el viejo doctor Meade se había negado a hablar de los conflictos de seiscientos planetas sin una cerveza en la mano, de modo que se saltaban sus clases y quedaban allí todos los sábados del semestre. La mesa estaba ocupada: una docena de estudiantes la habían cubierto de lectores, láminas y teclados. Algunos estaban realmente concentrados en su trabajo, mientras varias parejas se concentraban en sí mismas. Kris sonrió al observar aquella escena tan familiar.

—¿Qué quieres? —preguntó un camarero-estudiante, con la falta de tacto característica de los servicios que se ofrecían en el Scriptorum.

Tom le pasó la pregunta a Kris con una mirada. Harvey se sentó en una silla, con la espalda perfectamente recta y una mueca de circunspecta desaprobación en su rostro. Había conducido a Kris al colegio en muchas ocasiones cuando tenía doce años y la resaca le martilleaba la cabeza. Debería haberla llevado con su bisabuelo Peligro. En aquel momento, observaba a Kris con silencioso reproche y severa expresión, como lo haría el sargento de artillería.

Aquello respondía a la pregunta de por qué Kris sobrellevaba tan bien la presencia de supervisores y sargentos en la EAO. Había vivido con uno de ellos permanentemente a su lado, caramba. Y, cómo no, sabía lo que pensaban tras aquellas expresiones agrias y formales con las que se dirigían a los futuros oficiales.

—Yo tomaré agua con gas, con un chorrito de lima —pidió Kris. Y Harvey se relajó un poco, que era todo el margen que estaba dispuesto a conceder a Kris. Todo cuanto Kris necesitaba, por otra parte.

—Yo tomaré un refresco con cafeína, lo que tengáis en este planeta —fue el pedido de Tom.

—Lo mismo para mí —dijo Harvey.

—Ahora mismo, soldaditos —obedeció el camarero. Cuando regresó a la barra, añadió—: ¿No se supone que los militares no pueden entrar en un bar?

Kris reaccionó con perplejidad ante aquel comentario. Vestían ropa de civil, aunque Tom y Harvey llevaban el pelo cortado al estilo militar, y Kris lo llevaba mucho más corto y peinado que cuando se sentaba junto al doctor Meade y mantenían apasionadas discusiones. La joven estuvo a punto de ponerse en pie, responder a aquel mocoso y echarle una buena bronca. Al menos eso era lo que todo alférez hacía con los reclutas díscolos.

Pero el camarero no era ningún subordinado y, pese a que Kris entró en el Scriptorum para sentirse en casa, era cierto que ella y los suyos tenían prohibido entrar en aquel lugar. La estancia estaba llena de soñadores que no tenían la menor idea del coste de sus alocadas acciones y carecían de la responsabilidad para pagar las consecuencias. Ahora que Kris se había jugado la vida por un plan que ella misma había elaborado, aquel lugar se le antojaba ramplón, irreal, una pérdida de tiempo. Estuvo a punto de marcharse.

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