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Authors: Mike Shepherd

Rebelde (18 page)

El joven Peterwald, sin embargo, sonreía de oreja a oreja y le estaba extendiendo la mano. Debía de tener la misma edad y altura que Kris y poseía aquel aspecto cincelado que los padres con demasiado dinero y ego otorgaban a sus hijos en aquellos días de descendencia manipulada genéticamente. Kris le estrechó la mano, pero antes de que llegase a decir nada, el comunicador de Tommy y el suyo sonaron al unísono. Miró rápidamente su muñeca y leyó: «Su permiso ha sido cancelado. Una emergencia en Olimpia precisa su retorno inmediato a filas».

¡Pues vaya permiso!
Pero Kris preguntó inmediatamente después, ceñuda:

—Olimpia... ¿dónde está eso?

Antes de que Nelly pudiese contestar, el abuelo Peligro rió.

—Oh, ese lugar. Te ha tocado una muy buena, niña. Es una nueva colonia, no tiene ni cincuenta años. Un volcán ha entrado en erupción en el lado opuesto del planeta al asentamiento principal.

—Qué suerte —dijo Kris, arrastrando las palabras.

—No creas. La erupción, que ha debido de ser colosal, ha vertido tantas cenizas a la atmósfera que el planeta se ha saltado el verano. Todas las cosechas se han ido al traste. Ahora han perdido una de las corrientes oceánicas y han sufrido unos cuantos días de lluvia, con sus noches.

—¿Unos cuantos? Ya les gustaría —intervino el abuelo Ray—. Ha estado lloviendo durante los últimos doce meses y nada apunta a que vaya a parar. Me parece que te espera todo un trabajo por delante, jovencita. Hambrunas, inundaciones y, ah, claro, una pérdida absoluta de autoridad civil. Bandas armadas hasta los dientes y desesperadas deambulando por un entorno anegado, luchando por lo poco que queda. —Ray sonrió en dirección a Peligro—. Sí, parece que a esta chica le ha tocado una bien buena.

—Me recuerda a los viejos tiempos. —Peligro rió.

Madre frunció el ceño. El joven Peterwald se encogió de hombros y Kris, pese a las malas noticias, sintió que se había quitado una tonelada de peso de encima. Presentaron sus disculpas a los presentes y emprendieron camino.

9

Un antiguo teniente de la EAO advirtió una vez:

—Estar de tránsito es lo más parecido a ser un civil que viste de uniforme. Y no me vengáis con sonrisas. Es un infierno. Y si eres el oficial de más alto rango, es todavía peor.

Kris solo había estado de tránsito una vez: entre Bastión y Alta Cambria. El oficial de más alto rango había sido un comandante. Había pasado la mayor parte del pasaje en la esquina de un bar al que se refería, alternativamente, como el cuartel general de la Marina o el club de oficiales. Kris se había centrado en aquello que Nelly fue capaz de encontrar sobre la clase kamikaze y no salió de su ensimismamiento hasta que llegaron a su destino.

Entonces deseó haber tomado mejores notas. En aquel viaje, Kris era la oficial de más alto rango.

No había muchos oficiales entre los que elegir: primero dos, luego cuatro alféreces recién salidos de la academia. Pero Kris se graduó un poco antes que Tommy, principalmente por sus puntuaciones en el campo de tiro. Los dos alféreces que se unieron a ellos en Esperanza se habían licenciado una semana más tarde que Kris. Kris lo supo a través de sus fichas, ya que en cuanto los dos embarcaron, se dirigieron a sus habitaciones sin mediar palabra y no salieron salvo para comer.

—Dudo que la puerta que separa sus habitaciones se cierre a menudo —se burló Tommy. La puerta entre las habitaciones de Kris y la suya permanecía cerrada... salvo cuando Kris necesitaba ayuda con tareas oficiales, como revisar los registros de vacunación del personal a su cargo. Kris era la responsable de todos los integrantes de la Marina que iban a bordo, como si fuesen sacos de patatas. También tenía que verificar que todo el mundo tuviese sus vacunas al día y todo preparado para Olimpia. Por desgracia, aquellos requisitos podían cambiar. Las condiciones en Olimpia eran malas y estaban empeorando. El planeta no solo estaba incubando toda clase de nuevas enfermedades, sino que otras que los humanos sanos habían mantenido bajo control se estaban convirtiendo en una pandemia—. Tifus —masculló Tommy—. Pensaba que nos habíamos deshecho de él hace un par de siglos.

—Yo también, pero debe de haber un brote en Olimpia, porque la gente está empezando a contagiarse.

Aquel problema en particular hizo que Kris recorriese en círculos la cubierta en Alta Esperanza, esperando recibir un cargamento urgente de vacunas mientras la nave Dama Hespéride se preparaba para levantar la pasarela y partir. Los viales llegaron unos segundos antes de que la cuarta fecha de entrega del tercer oficial de la nave expirase, de modo que Kris no tuvo que quedarse en la estación mientras la nave se alejaba. Kris no estaba segura de que eso le hubiese importado.

Kris dudaba que la Libertina, vieja y hecha polvo, hubiese sido una buena nave en algún punto de su historia. Aunque ningún miembro de la tripulación mercantil se lo aconsejase, Kris aprendió deprisa a abrocharse el cinturón de su asiento y agarrarse con fuerza a su destartalado equipamiento. Parecía que los motores de la Libertina tenían problemas a la hora de mantener la potencia estable. Los acelerones y frenazos de la nave se vieron sometidos a violentos cambios en la gravedad, que pasaba de una pequeña fracción a tres unidades y vuelta a empezar, sin la menor advertencia.

Las carcajadas y vítores de la tripulación civil hicieron que los pasajeros se sintiesen como animales en un zoo, más que como personal de la Marina dirigiéndose a salvar un planeta.

Un vistazo en los registros explicó a Kris que sus compañeros hubiesen tardado tanto en adaptarse a los salvajes modos de la Libertina. Para muchos, aquel era su primer viaje espacial. La mayoría de los reclutas acababan de licenciarse. Otros ni siquiera habían terminado el entrenamiento básico, y saltaba a la vista que no sabían ni cómo ponerse el uniforme de forma adecuada. Kris llamó a uno de sus petulantes oficiales de tercera clase y le ordenó que echase una mano a los más despistados. «Sí, señora», respondió antes de ir a solucionar aquel banal problema. Sin embargo, cuando Kris echó la vista atrás, comprobó que el oficial había optado por dirigirse al bar, y que el recluta seguía tan desaliñado como antes.

Kris optó por leer en profundidad los registros de personal de los que disponía. Cuando terminó, negó con la cabeza y llamó a la puerta que separaba su habitación de la de Tommy.

—Adelante —gritó él. Lo encontró inmerso en la lectura.

—¿Te has fijado en nuestras tropas? —preguntó ella, mostrando su propio lector.

—Eso creo. No tienen buena pinta.

—No, me refiero a sus registros. No tenemos más que dos oficiales de segunda y cuatro de tercera. Todos están en su segundo o tercer reclutamiento y les sacaron de las EAO para este trabajo. Los dólares de Bastión no han llegado a ninguna parte; las últimas políticas han hecho que ni siquiera salgan del planeta.

—Le hace sospechar a uno que esta misión en Olimpia es el modo que tiene la Marina de decirnos a todos que o espabilamos o nos larguemos —comentó Tommy, sin separar la vista de su lector—. O puede que solo quiera que nos marchemos y punto.

Kris no le preguntó su opinión acerca de lo que aquello decía sobre ellos dos. ¿Acaso padre estaba intentando otra estrategia para que volviera donde él quería?
Ni de coña, señor primer ministro.

—¿Sabías que el sistema de Olimpia tiene siete puntos de salto? —preguntó Tommy a medida que la pausa se prolongaba.

—No —dijo ella, echando un vistazo a su lector. Mostraba Olimpia y sus alrededores.

—Pero lo importante es que desde cada uno de esos siete saltos puedes llegar a casi cualquier lugar en el espacio humano en dos o tres más.

—Podría ser un excelente puesto comercial —murmuró.

—Eso parece, pero entonces, ¿por qué envían a lo más bajo de la flota?

Kris frunció el ceño.

—Nelly, ¿cuál será la organización de la misión una vez en el terreno?

Nelly tardó más de lo habitual en llenar el lector de Kris de datos. Finalmente apareció una tabla de organización.

—Lo siento —se disculpó—. Los informes diarios no cambian de un día para otro sin explicación.

Tommy arqueó una ceja al escuchar eso. Hasta los alféreces novatos sabían que la Marina se tomaba los informes diarios (o cualquier informe, ya puestos) muy en serio.

—¿Quién está dirigiendo el espectáculo?

—El teniente coronel James T. Hancock —dijo Nelly.

—Él... —suspiró Tommy.

—Debe de ser otro —trató de tranquilizarlo Kris, pero no pidió a Nelly que lo comprobase. Había cosas que era mejor comprobar primero. En vez de eso, observó la tabla de organización. Las misiones sin importancia como en la que se encontraban embarcados no estaban sujetas a ninguna estructura específica; los comandantes tenían margen para improvisar en el terreno. No obstante, solían seguir la estructura de un batallón o regimiento, dependiendo de la magnitud del problema. Olimpia no era tan extenso como para requerir un batallón, y los treinta informes diarios no parecían decidirse entre precisar más o menos de doscientos marines. Pero la tabla de organización tenía el aspecto de un puñado de amebas bailando una de las danzas irlandesas de Tommy en la pantalla del comandante.

—Comunicaciones, servicios médicos, inteligencia, finanzas, operaciones de abastecimiento, policía militar —enumeró Tommy—, todos responden directamente ante el comandante, y luego está este enorme sector administrativo, que se lleva la mayor parte del personal.

—¿Te has fijado en quién falta? —dijo Kris.

Tommy levantó la vista hacia ella y luego puso los ojos en blanco.

—Mucho ladrar, pero poco morder.

—Eso es, todo ladrar y nadie que eche una mano.

—Quizá no haya más que administración.

—Esperaremos para comprobarlo. —Kris suspiró. Quizá padre tuviese razón, los problemas del día a día eran suficientes para mantenerla ocupada. Quizá los problemas del mañana se solucionasen entre ellos antes de afectarla.

Kris se preguntó si su padre era, en el fondo, un optimista.

Dos días después, Olimpia se presentó ante sus ojos, dándole a Kris la primera oportunidad de ver el desastre al que había sido convocada. El orbe brillaba con más intensidad de lo que Kris hubiera esperado después de que una pequeña isla de treinta kilómetros de longitud y doce de anchura estallase hasta verse reducida a polvo. Pese a las cenizas que cubrían la atmósfera, alcanzó a ver una serie de tormentas sobre el océano para sumarse a las ya saturadas y enormes nubes que no dejaban de verter agua, en su intento por atravesar una cordillera. El desierto que dejaban tras ellas mostraba signos recientes de haber estado anegado. Incluso la sombra de la lluvia estaba empapada.

—¿Tú eres la mujer a cargo de esos demonios que están haciendo pedazos mi nave? —Kris se volvió para dar con un hombre panzudo que no se había afeitado en días y se dirigía con paso torvo hacia ella, con algo parecido a un sombrero de capitán colgando apenas de su cabeza y un papel en la mano.

—Me temo que soy la oficial de más alto rango —reconoció Kris.

—Firme aquí.

—Y aquí dice...

—Mi contrato estipula que lleve a noventa y seis reclutas y cuatro oficiales a los servicios de emergencia de Olimpia.

—Nelly, ¿tenemos un total de noventa y seis reclutas? —Kris había estudiado los ficheros pero no había llegado a fijarse en las cifras.

—Sí.

—Kris, la nave está abarrotada —informó Tom a través de la red.

—¿Tienes noventa y seis reclutas a bordo?

—No lo sé.

—Cuéntalos.

La voz de Tommy desapareció durante un largo minuto, al cabo del cual regresó:

—Noventa y seis reclutas presentes, señora. Otros dos reclutas y yo te estamos esperando.

—Ve yendo —dijo Kris antes de despedirse—. Quiero una copia.

El capitán extrajo una segunda hoja bajo la primera; la firma de Kris había dejado su marca en ella.

—Gracias, capitán. Con suerte, no volveremos a compartir ningún trayecto.

Kris recogió su bolsa. El traje de combate de los marines era el uniforme del día, la noche y la semana de operaciones que tenía ante ella. El viejo suboficial de Bastión que los reunió disfrutó mucho observando que los nuevos alféreces tenían permiso para mancharse las manos en aquel viaje. Por lo que parecía, tendrían oportunidades de sobra.

El viaje en lanzadera transcurrió de manera nefasta, y continuó empeorando a medida que los nuevos reclutas expulsaban sus respectivos almuerzos. Si Kris no se hubiese apretado tanto las correas, se habría levantado a relevar al piloto. Pero claro, volar en un esquife era una cosa; un transporte para cien pasajeros, otra bien distinta.

Dentro de lo que cabe, fueron afortunados; Puerto Atenas disfrutaba de una tregua entre las tormentas que lo estaban sacudiendo aquel día. El aterrizaje, sin embargo, fue una experiencia completamente distinta. Al bajar, Kris encontró una pista en mal estado, llena de grietas y surcos.

—¿Es que esta gente no tiene orgullo? —bufó un recluta.

—En Refugio nunca hubiésemos permitido que estuviese en estas condiciones.

—Ya me gustaría ver vuestra pista después de un año de lluvia ácida —replicó un lugareño mientras vaciaba la plataforma de carga.

—Parece que los nativos no tienen sentido del humor —observó Tommy.

—Creo que se ha acabado disolviendo, como la pintura de los edificios.

Entre hileras rojas, la terminal mostraba fragmentos de su pintura original. En el pasado pudo estar llena de alegres tonos azules, verdes, naranjas... Pero todos los colores lucían entonces el mismo aspecto gris.

Dos autobuses se aproximaron a la pista, pero sus puertas permanecieron cerradas mientras las tropas de Kris aguardaban bajo la lluvia. Solo cuando el repiqueteo sobre la nave cesó se abrieron las puertas.

Un par de docenas de reclutas echaron a correr hacia la pista a través de la lluvia. No tenían órdenes de partir ni ninguna instrucción que los instase a abandonar la formación en estampida. Muy pocos dedicaron a los refuerzos otra cosa que no fuese un grito o gesto obscenos. Tommy los miró y después se encogió de brazos hacia Kris.

Con los autobuses vacíos, los otros dos alféreces se sentaron en los primeros asientos del más próximo.

—¿Me están esquivando o ignorando? —murmuró Kris, inmóvil bajo la lluvia mientras observaba cómo los noventa y seis reclutas subían a los vehículos.

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