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Authors: Paul Bajoria

Tags: #Infantil y juvenil, Intriga, Drama

Rastros de Tinta (16 page)

BOOK: Rastros de Tinta
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La noche estuvo plagada de sueños muy extraños.

Habían vuelto los rostros en la niebla. Cramplock era uno de ellos, rugiéndome enfurecido. Se alejaba de mí sin dejar de chillarme, pero volvía unas cuantas veces para recordarme la negligencia que había cometido. Algunas de las figuras que se acercaban a mí, apareciendo entre el humo, llevaban luces en la mano, como si quisieran verme la cara, y yo tenía que entrecerrar los ojos y apartar la mirada para que su luz no me deslumbrara. La señora Muggerage aparecía cuchillo en mano, gruñendo en voz baja entre las tinieblas, y la imagen de la ansiosa carita de Nick, con su mata de cabello negro, daba vueltas a su alrededor, esquivando el arma, mientras ella la blandía de un lado a otro sin piedad.

Y también soñé con el hombre de Calcuta, aunque su rostro no fue de los que se me apareció entre las tinieblas. Esta vez no sólo su cabeza sino todo su cuerpo se había convertido en el de un cuervo, lustroso y brillante, con ojos que eran como dos brillantes joyas, de mirada dura y penetrante. En el sueño, estaba sentado al borde de mi cama, mirándome. Pero en vez de sentirme asustado por su presencia, notaba como si estuviera cuidando de mí. Posado a los pies de mi cama, vigilante y protector; de alguna manera, su presencia parecía crucial y reconfortante, como la de los cuervos de la Torre de Londres.

Me desperté empapado de sudor, con
Lash
lamiéndome la sal de la frente. La luz del día entraba a través de la ventana y se podían oír en la calle los ruidos de la actividad matinal. Lo primero que hice fue levantarme a comprobar que el camello siguiera en su sitio, y efectivamente, todavía estaba envuelto en la manta, en el fondo del armario.

Cramplock ya estaba trabajando. Tenía la cara y las manos negras de tinta.

—Esta mañana ha llegado una carta muy extraña —fue lo primero que me dijo.

—¿De quién?

—No sé. —Me pasó un pedazo de papel rígido—. ¿Tú le encuentras algún sentido, Mog?

Lo examiné rápidamente.

—¿Dónde estaba? —le pregunté, algo incómodo.

—Clavado en la puerta —respondió con tono teatral.

Yo tragué saliva.

Chico de listo

decía,

Así listo encontró su camello.

Le haré ver la muerte en breve.

Y debajo de ese extraordinario mensaje, aparecían de nuevo las extrañas letras:

Lógicamente, era el hombre de Calcuta quien había dejado esa nota, y no cabía la menor duda sobre lo que significaba.

—No le encuentro el sentido por ningún lado —dijo Cramplock—. Debe de ser una broma de algún amigo tuyo, ¿verdad?

—Hum —respondí.

Le haré ver la muerte en breve.

No era una broma especialmente graciosa, pensé, y mi expresión debió de dejar bien claro que no me divertía en absoluto. La noche anterior, el hombre de Calcuta ya había hecho un buen intento de «hacerme ver la muerte». Estaba más claro que nunca que, tras su frustrado intento de robar el camello en la guarida de Coben, cuando yo lo amenacé con la espada, se había convencido de que yo trabajaba para Coben y Jiggs, y que escondía el camello por orden de ellos. La noche anterior debía de haberme visto entrando en casa con el paquete y se imaginó lo que escondía.

Era completamente vital encontrar otro escondrijo para el camello, y lo tenía que encontrar ese mismo día. Empezaba a pensar que ojalá hubiera hecho caso del consejo de Nick y hubiera dejado el camello donde estaba.

—Señor Cramplock —dije—, eh… ¿sabe si ha venido a vivir alguien a la casa de al lado?

Se quedó mirándome fijamente.

—No que yo sepa —contestó—. Hace siglos que no vive nadie allí. Hubo un incendio años atrás, y creo que desde entonces ha estado vacía.

—Pues… me dio la impresión de oír a alguien andando por ahí —dije con cautela.

Cramplock se encogió de hombros.

—Quizá algún pobre haya forzado la puerta y esté durmiendo dentro. Pero no es un sitio seguro. Por lo que sé, todos los pisos se vinieron abajo.

No dije nada.

—¿Pasa algo, Mog? —me preguntó Cramplock—. Últimamente te comportas de forma extraña, como si algo te rondara la cabeza.

—No es nada —repuse vagamente, sin querer involucrarlo en mis asuntos.

Pero durante todo el día tuve la mente vagando muy lejos de allí, reflexionando sobre el hombre de Calcuta, la casa vecina y todo el asunto del camello. Cuanto más pensaba en ello, más seguro estaba de que la noche anterior alguien había estado en la casa vecina, y lo más probable era que ese alguien fuera el hombre de Calcuta. Se estaba escondiendo en el edificio de al lado para espiarme. Estaba tan preocupado que no podía concentrarme en el trabajo, y Cramplock tuvo que llamarme la atención en diversas ocasiones para que dejara de soñar despierto. Una vez que me ordenó que desenrollara de la bobina un trozo largo de papel, tuve tan poco cuidado que se me rasgó por la mitad, y Cramplock me dedicó un buen grito.

—Despierta de una vez, ¿quieres? —ladró—. ¿Te quedaste tonto con el golpe que te diste el otro día en la cabeza? Pon más atención en lo que haces o te daré otro golpe que nunca olvidarás.

Me agarró del brazo y me arrastró hasta el almacén pequeño y sucio donde guardaba la mayor parte de sus papeles y tampones de madera.

—Mejor que barras el suelo y limpies estos estantes —dijo—, ya que no puedes hacer nada más complicado. Hace meses que esto se tiene que limpiar.

Al ponerme manos a la obra, pensé malhumorado que más bien hacía años. Primero tuve que sacar de en medio todas las cajas, y al moverlas descubrí montañas de polvo, porquería, harapos, antiguos botes de tinta y todo lo que se había acumulado detrás de las cajas y las estanterías a lo largo de mucho tiempo. Me puse a toser de manera tan violenta que pensé que los pulmones me iban a salir por la boca. Tras media hora de limpieza, tenía tal pinta que parecía que a mí también me hubieran encontrado en un rincón olvidado. Mientras recogía los últimos pedazos de papel usado, antes de volver a arrastrar las cajas contra la pared, me llamó la atención uno con unas palabras escritas bastante sorprendentes.

Era una breve carta escrita a mano, con una tinta de color oxido. No iba dirigida a nadie y nadie la firmaba. Simplemente decía:

No me gustan los engaños, ni tampoco les gustan a algunos de mis amigos. No hay nada que puedas esconder y te ahorrarás muchos problemas si lo recuerdas. Pensaba que lo había dejado bien claro, pero parece que necesitas un nuevo recordatorio.

Éste es tu último aviso.

Lo releí unas cuantas veces. La letra y la ortografía apuntaban a alguien con una buena educación: verdaderamente no se parecía en nada a las notas garabateadas del hombre de Calcuta, o a las que se intercambiaban los criminales, con esos dibujitos de ojos. ¿Cómo había llegado hasta allí, entre los papeles usados del almacén de Cramplock? Supuse que yo no tendría que haberla visto, porque estaba convencido de que esa nota iba dirigida a Cramplock, y de repente me pareció que él debía saber alguna cosa de la que no podía hablar.

De golpe me vino una idea a la cabeza y miré el papel a través de la luz que entraba por el ventanuco del almacén. No me sorprendió demasiado encontrar de nuevo la extraña filigrana del perro con la nariz tocando la cola.

Di un salto al ver que la puerta del almacén se abría de golpe, y cuando Cramplock asomó la cabeza, intenté esconder la nota. Estaba seguro de que se había dado cuenta de lo que tenía en la mano, pero no me preguntó nada al respecto. En lugar dijo:

—¿Has acabado ya, Mog? —fue todo lo que preguntó—. Quiero que vayas a llevar unas facturas.

Le sonreí.

—Todavía me queda poner un par de cajas en su sitio —contesté, enrojeciendo.

—Se ve mucho mejor —dijo Cramplock, inspeccionando las baldosas y seguramente recordando por primera vez en años qué color tenían—. Pero esto se tiene que ir a entregar, ahora mismo —añadió, agitando un grueso fajo de sobres.

Me puse en pie, y al levantarme unos copos de polvo pegajoso se quedaron flotando, suspendidos en el aire, como semillas de cardos.

Lash
estaba excitado ante la idea de salir del polvoriento taller y me esperaba pacientemente delante de la puerta antes de que yo saliera del almacén.

—Asegúrate de no perderlos por el camino —gruñó Cramplock cuando recogí los sobres—. Después no quiero oír ningún cuento absurdo sobre gente que quema facturas. Ni sobre cabras que se las comen, ni sobre gigantes que las destrozan de un pisotón.

Parecía estar encantado de su propio sarcasmo.

—No perderé nada —le dije—, se lo prometo.

—Mejor que sea así —me amenazó—, o el último trabajo que harás en la imprenta será un anuncio diciendo «W. H. Cramplock busca chico diligente como aprendiz de impresor».

Le dediqué una mirada para ver si estaba bromeando o no, pero como cuando lo miré, él ya se había vuelto, pensé que la advertencia iba en serio. Al echar un vistazo a algunas de las direcciones de los sobres, se me ocurrió una idea. Entregar todos esos sobres significaba estar más de una hora fuera del taller. Algunas de las facturas se tenían que llevar muy cerca de donde vivía el contramaestre. Quizá pudiera hacerle llegar un mensaje a Nick mientras hacía el reparto.

Me metí las facturas en el bolsillo, le até a
Lash
la correa al collar y salimos a la luz del sol. No pude evitar echar un vistazo al rostro negruzco del edificio de al lado. Parecía vacío, pero mi imaginación conjuró ojos que me observaban desde cada una de las oscuras ventanas, y pase corriendo ante la fachada con un escalofrío de temor.

Cuando llegué al patio de La Melena del León, la señora Muggerage estaba claramente a la vista. Desde el estrecho callejón la vi colgando la colada en el patio, moviéndose entre las prendas goteantes, como si fuera un gran simio en un bosque de ropa blanca. No podía colarme sin ser visto. Retrocedí hasta salir del callejón y até a
Lash
al poste más próximo.

Mientras lo ataba, oí una música familiar que venía del final de la calle. Un viejo carro se acercaba traqueteando. Lo conducía un viejo gitano desdentado con una gorra marrón. Era el trapero. De repente tuve una idea y corrí hacia él, haciéndole señales para que se detuviera.

Sin duda, la señora Muggerage no se sorprendería al ver el carro del trapero entrar al patio desde el callejón, con las ruedas botando sobre los baches del suelo.

—¿Tiene trapos o chatarra? —preguntó el viejo como en un gemido, mirándola a los ojos. Ella le hizo una mueca y se acercó a él.

—¿Quién le manda entrar hasta aquí, arrastrando ese carro infestado de pulgas? —le gritó—. No tenemos trapos ni chatarra, así que largo de aquí.

—¿Trapos o chatarra? —volvió a gemir el viejo. Yo no tenía muy claro si era idiota, o simplemente lo hacía ver, pero le estuve muy agradecido. Mientras la señora Muggerage le chillaba, me bajé sigilosamente de detrás del carro, donde me había escondido entre trapos pestilentes. Ocultándome entre las grandes sábanas que había colgadas en el patio, me escabullí hasta la rejilla del sótano.

No me atreví a chillar ni a hacer ningún ruido. Soplaba un viento suave, y de vez en cuando una de las sábanas se balanceaba, dejándome ver la figura de la señora Muggerage, discutiendo con el viejo trapero de expresión ausente, a pocos palmos de donde yo estaba. Escondido en la parte trasera del carro, había aprovechado para escribir una nota.

NICK

¡PROBLEMAS!

CABEZA DE MUÑECA 6

M

Un grito resonó en el aire cuando el caballo del trapero empezó a comerse la colada de la señora Muggerage. Metí los dedos por la rejilla, colé la nota por una de las grietas de la ventanita y me dispuse a volver de puntillas hasta el carro.

Pero la señora Muggerage había empezado a darle tortazos en la cabeza al débil trapero, y éste, al encontrar el ataque algo molesto, arreó al caballo y se fue bamboleante hacia La Melena del León antes de que yo tuviera la oportunidad de volver a esconderme entre los harapos. La enorme mujer se volvió, posando las manos sobre sus prominentes caderas, y me pilló escondiéndome detrás de las sábanas.

Una gran sonrisa de satisfacción cruzó el grueso rostro y, sin avisar, se abalanzó sobre mí. Fue como intentar esquivar un edificio que se derrumbara. Iba por el patio, sin decir nada, sonriendo mientras yo intentaba esquivar sus brazadas. Si uno de sus brazos me hubiese dado, me habría dejado seco.

La señora Muggerage podía ser fuerte y gorda, pero, por suerte, no era demasiado ágil, y la sonrisa se le fue transformando en una mueca cuando empecé a torearla en el laberinto de sábanas. La esperé detrás de unos pololos, que colgaban de la cuerda como si fueran la vela mayor de un navío, y la observé cómo planeaba su próximo movimiento. Cuando la tuve lo suficientemente cerca para agarrarme del pescuezo, se lanzó hacia mí. Yo la esquivé y salí corriendo. Mientras huía del patio a toda prisa, miré hacia atrás y vi su oronda figura enredada en sus propios pololos, intentando respirar entre la ondulante tela. En sus esfuerzos por liberarse, arrastró la cuerda y toda la ropa fue a parar sobre el suelo fangoso.

—¿Pero qué le ha pasado en la cabeza, señoriiito Mog? —me preguntó Tassie esa tarde al verme entrar en La Cabeza de la Muñeca.

—Un crío me lanzó un ladrillo —le dije francamente.

—En una pelea, ¿verdad?

—No exactamente —respondí dócil.

—Bueno, si no le sabe mal que se lo diga —dijo Tassie, sacando brillo a los grifos—, esta tarde no huele muy bien, señoriiito Mog.

Había cuatro personas en la barra y las conocía a todas. Al parecer, no había ningún espía, pero tampoco había rastro de Nick.

—¿Ya son las seis, Tassie? —le pregunté.

—Eche un vistazo allí, señoriiito Mog —respondió Tassie—. Ese reloj de gran tamaño ha estado allí desde el primer día que usted puso el pie en esta taberna, y lo que es más, desde mucho tiempo antes de que usted naciera. Así que dígame usted a mí si ya son las seis.

Avergonzado, consulté el gran reloj de péndulo que había en la pared, con la esfera algo deslustrada y tan grande como dos veces mi cabeza. Eran las seis y cinco. Estaba claro que Tassie no estaba de humor para tonterías esa tarde.

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