Read Rastros de Tinta Online

Authors: Paul Bajoria

Tags: #Infantil y juvenil, Intriga, Drama

Rastros de Tinta (17 page)

BOOK: Rastros de Tinta
4.01Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

El hocico de
Lash
apareció tras de mi sobre la barra, olisqueando y babeando un poco ante los aromas que llegaban desde la pequeña rebotica.

—¿Es caldo lo que huelo, Tassie? —sonreí.

—Quizá es mucho más que caldo, señoriiito Mog —me dijo—. ¡Quizá es una gran olla de mi mejor sopa de codillo!

Los ojos se me iluminaron, y
Lash
gimoteó, imaginándose el festín, mientras Tassie desaparecía en la rebotica, todavía riendo.

Intentando parecer despreocupado, agarré con fuerza la correa de la bolsa de lona que llevaba conmigo y la metí debajo de la mesa. Esperaba que, para cualquier curioso, pareciera una bolsa llena de carteles de papel enrollados. Lo que nadie sabía era que, escondido entre los carteles, estaba el camello de metal que al parecer era el objeto más codiciado por el hampa de la ciudad. Aunque intentaba no llamar la atención, estaba tremendamente nervioso y no me atrevía a soltar la bolsa ni un segundo. Tiré a
Lash
del collar para que se sentara junto a ella.

Alcé la mirada y me di cuenta de que uno de los que bebía en la barra me estaba mirando, un pobre hombre desaliñado que se llamaba Harry Fuller, y que era el conductor de la diligencia entre Londres y Cambridge.

—Hola, señor Fuller —lo saludé—, qué buen día hace, ¿no?

—Ezo zerá pada algunoz —respondió. Hablaba un poco raro porque le faltaban los dientes de delante, no los tenía por lo menos desde que yo lo conocía. Cuando conducía el carruaje, aguantaba las riendas con las dos manos y se encajaba el látigo en el agujero que tenía entre los dientes restantes, de manera que le sobresalía de la boca como si fuera una larga pipa flexible—. Zerá güeno pada muchoz, zegudo que zí. —Era evidente que estaba de mal humor, y cómo todavía no se veía a Nick por ninguna parte, decidí preguntarle qué le pasaba.

Inmediatamente me arrepentí de haberlo hecho. En su fuerte ceceo, se puso a despotricar, hablando de todos los esfuerzos que hacía para asegurarse de que sus pasajeros viajaran cómodamente, y el sacrificio que era conducir una diligencia de ida y vuelta, hiciera el tiempo que hiciera, sin poder estar nunca en casa con la señora Fuller y los cinco o seis pequeños Fuller (parecía que no era capaz de recordar exactamente cuántos hijos tenía). Pero mientras estaba echando una ojeada al local e intentando encontrar una excusa para ponerme a hablar con otra persona, dijo algo que me hizo aguzar el oído. Al salir de Londres, unos soldados le habían parado y habían registrado la diligencia.

—¿Soldados? —le pregunté.

—Zordadoz —afirmó, rodándome a cada sílaba de gotitas de saliva que se iluminaban bajo el sol de la tarde—. Dezían que un prezidiadio ze había ezcapado.

De manera que buscaban a Coben. ¡Oh!, ¿dónde se habría metido Nick? Volví a repasar mentalmente todas las cosas que le tenía que explicar, mientras el señor Fuller seguía farfullando que estaba convencido que los soldados utilizaban la excusa del preso huido para hurgar entre el equipaje de los pasajeros, y que no eran más que unos ladrones y unos bandoleros uniformados.

—Muchoz de eioz ezperan ezcondidoz en laz cunetaz, zenorito Mog —iba diciendo.

Tassie fue quien finalmente consiguió que callara, al parecer con dos grandes platos de sopa. Uno lo dejó en la mesa delante de mí, el otro en el suelo delante de los brillantes bigotes de
Lash
. El sonido de sus lametones llenó el local cuando sumergió el hocico en la sopa, encantado.

—¿Tiene más? —le pedí.

Me miró fingiendo desaprobación.

—Trata demasiado bien a este perro —me dijo.

—No es para el perro —le expliqué, agachándome un poco para acariciarle las orejas a
Lash
—. Es para un amigo mío.

—Entonces quizá haya más —repuso, divertida—. ¿Qué amigo esperas?

—Oh, tan sólo es un chico que conozco —contesté sin darle importancia—. Eso si viene. He quedado aquí con él.

Pero cuanto más rato esperaba, más me convencía de que algo había ido mal. Quizá la nota se había quedado en la ventana y Nick no la había encontrado. O lo que era peor, ¿y si la señora Muggerage o el contramaestre la hubiesen encontrado primero? De ser así, podían estar llegando a la taberna en ese mismo momento. Cada vez que la puerta se abría, yo casi saltaba del susto, imaginándome que se presentaba alguno de los componentes de aquella imponente pareja.

Para mi alivio, a las seis y veinte, una carita asomó por la puerta del local, me vio y corrió hacia mí.

—Tengo que ajustar las cuentas contigo —me dijo en voz baja, al mismo tiempo que se sentaba.

—¿Qué cuentas? —pregunté, metiéndome en la boca la última cucharada de sopa.

—Mi padre me acaba de dar una buena paliza por algo que no he hecho. Claro que eso no es nada nuevo, pero… —De repente se calló, se quedó mirándome y arrugó la nariz—. ¿Dónde has estado? —preguntó—. Apestas a cloaca.

—Muchas gracias —dije—. Tuve que esconderme en el carro del trapero para poder pasarte la nota. Pero eso ahora no importa. ¿Qué te ha pasado?

—Papá ha vuelto esta tarde —continuó Nick—, diciendo que he estado a bordo del barco. A bordo de
El Sol de Calcuta
, ya sabes. Alguien le contó que estuve fisgoneando por allí y preguntando por el capitán. Yo le digo: «Nunca he hecho eso».

Él me dice: «A mí no me mientas» —repitió las palabras de su padre en una buena imitación de su ronca voz—. «¿Ahora me dirás que no eras tú el chico que me han descrito?» Se ve que algún marinero le había dicho que había subido un chico a bordo vestido con unas ropas manchadas de alquitrán y una camisa blanca, delgaducho, con una mata de pelo moreno y un gran corte en la frente. «¿Eras tú, verdad?», me dice papá. No, claro, pienso, pero yo sé qué otra persona ha sido.

—No se lo habrás… —empecé a decir.

—No, claro que no se lo he dicho —replicó Nick—. Pero tengo uno o dos morados de más gracias a esa conversación.

—Lo siento, Nick —me disculpé.

—Y claro que estaba hecho una furia —prosiguió Nick mirando alrededor nervioso—, después de que haya desaparecido lo que tú ya sabes.

—¿Cuándo se ha dado cuenta?

—Esta tarde al volver. Ha estado fuera toda la noche. Ha encontrado la nota, ha bajado a gritarme, me ha empujado contra la pared y ha vuelto a salir de casa. No me gustaría estar en el pellejo de Coben o Jiggs cuando les ponga la mano encima.

Tassie trajo otro plato de sopa para Nick.
Lash
saltó al verlo, pero se quedó cabizbajo al darse cuenta de que no era para él y se volvió a echar en el suelo, dejando escapar lo que pareció un suspiro.

—Míralos —oí como Tassie le decía a alguien mientras volvía a la cocina—. Se parecen el uno al otro como gotas de agua, y los dos deben estar hechos unos buenos pillos.

Y cuando pasó por delante de los grifos de la barra, no pudo evitar pasarles el paño vigorosamente.

—Escucha —dije en voz baja—. Tengo un par de historias que contarte.

—Problemas —sentenció Nick.

—Sí. —Miré a mi alrededor para asegurarme de que no había entrado nadie más en el local, y le conté lo de la serpiente en el armario y lo del hombre de Calcuta rondando delante de la imprenta.

—¿Estás seguro de que no lo soñaste? —preguntó Nick.

—Se me pasó por la cabeza —repuse—, pero mira esto. —Con las manos debajo de la mesa desdoblé la nota que había recibido por la mañana y se la acerqué a Nick para que la leyera. Él sonrió de manera siniestra.

—¿Qué quiere decir «así listo encontró su camello»? —preguntó—. ¿Que el camello estaba preparado?

—Creo que quiere decir que he sido muy astuto, ¿no crees? —dije—. Igual el hombre de Calcuta no habla bien nuestro idioma o algo así. Pero la cuestión es que él sabe que lo tengo, ¿no? Creo que lo que estaba buscando en la guarida de Coben y Jiggs, cuando me encontró dentro del arcón, era también el camello. Y creo que nos está vigilando desde la casa contigua a la imprenta de Cramplock. Seguro que me ha visto ir y venir todo el tiempo.

—Ya te dije que era una estupidez —replicó Nick—. Sólo has tenido en tu poder el camello unas pocas horas y ya tienes a gente enviándote serpientes vivas y amenazas de muerte.

Empezaba a pensar que tenía razón, pero no dije nada. Nick seguía mirando la nota bajo la luz de la lámpara.

—¿Qué es esto? —Señalaba con el dedo las extrañas letras que había al final del mensaje.

—Es algún tipo de escritura —aventuré—. La había visto antes. En la cabina del capitán, en la tapa de una cigarrera. Y también en uno de los pedazos de papel que me llevé de la guarida de Coben y Jiggs.

—Baja la voz —musitó Nick. Dejé de hablar. Estaba tan excitado que me había olvidado de hablar bajo. Durante unos momentos reinó el silencio, mientras Nick empezó a zamparse la sopa.

—¿Qué le dijiste al marinero de
El Sol de Calcuta
? —me preguntó, pasado un rato.

—¿Hum? Le dije… bueno… que… que era el hijo del contramaestre —le confesé, poniéndome rojo—, y que había ido a hacer un recado de parte de mi padre, de tu padre, es decir. Y que tenía algo que ver con la Compañía de las Indias del Este. Me sonó importante, lo había leído en un documento.

—Le dijiste que tú eras yo —concluyó Nick, secamente.

—Más o menos. Pero entonces no te conocía. Ni tan sólo sabía que el contramaestre tenía un hijo. Lo… lo supuse, porque era por quien todo el mundo me tomaba.

Nick se metió en la boca otra cucharada de sopa, sin decir nada.

—De todas maneras —dije ansioso por cambiar de tema de nuevo—, tenemos que cambiar de escondrijo el camello. El hombre de Calcuta no dejará mi casa en paz hasta que lo encuentre.

—Quizá es suyo —dijo Nick—. ¿No has pensado en eso? Quizá sólo intenta recuperarlo porque es de su propiedad. ¿Dónde lo tienes ahora?

—Aquí —contesté—, bajo la mesa. ¡No mires! Nos podría ver alguien. —Esta vez fue Nick quien miró alrededor nervioso, mientras yo agarraba la cuchara y me tomaba un poco de su sopa—. Tengo que enseñarte otra nota —añadí, limpiándome los labios—. La encontré en el almacén de la imprenta. —Metí la mano en el bolsillo pero no pude encontrar la nota, y lo dejé estar porque no quería llamar la atención—. Te la enseñaré más tarde, pero creo que alguien se la envió a Cramplock. Es como una… una amenaza. —Intenté recordar cómo empezaba la nota—. Algo así como «No me gustan los engaños, y tampoco a mis amigos» —cité de memoria.

Nick esbozó una mueca.

—A ver si lo he entendido bien —murmuró—. Te está vigilando el hombre de Calcuta, que tiene de mascota a una serpiente mortal y que vive en la casa de al lado de la tuya. Alguien te envía notas amenazándote de muerte. Y para rizar el rizo, Cramplock también está liado en el asunto. Creo que esto es demasiado, Mog. Me parece que estarías mejor si lo dejaras correr.

Me moví en la silla algo incómodo.

—Oh, hay otra cosa más —insistí—. Los soldados buscan a Coben. Están registrando los carruajes que salen de la ciudad. Me lo ha explicado un cochero con el que he estado hablando.

Nick apuró las últimas gotas de sopa de su plato y dejó la cuchara limpia de un lametazo.

—No sé de quién se tiene que esconder más, ese Coben —comentó Nick—. Si de los soldados o de mi papá. —Me dedicó una mirada de lo más significativa. Después hubo un silencio. Oí la risa de Tassie y no pude evitar echar otro vistazo a la bolsa que tenía a mis pies.

—Y entonces, ¿qué vamos que hacer con esto? —le pregunté al final.

Nuestras sombras se alargaban ante nosotros como títeres de palo siempre que las apiñadas casas dejaban un claro por el que se colaba la luz rojiza del sol. Cada vez que alguien doblaba una esquina inesperadamente, a mí me daba un vuelco el corazón.

—Tranquilízate, haz el favor —murmuró Nick—. Nos delatarás.

—¿Queda mucho para llegar? —pregunté. Estaba convencido de que lo que estábamos haciendo resultaba evidente para cualquiera que pasara. «Ese mocoso del perro parece nervioso», debían decir todos. «Ah, sí, claro, lo que lleva es un camello robado y va a Aldgate a esconderlo.»

—No mucho —respondió Nick. Ya me había dicho que íbamos a ir expresamente por un camino que daba mucho rodeo, para así despistar a los posibles espías, y por eso estábamos tardando el doble en llegar a nuestro destino.

—Perdona —dijo una voz aguda desde una oscura esquina. Estuve a punto de salir corriendo, pero Nick me agarró del hombro. Era un viejo polvoriento apoyado en un muro derruido.
Lash
se acercó a él para olfatearlo y yo, nervioso, lo hice volver a mi lado.

—¿Lo has oído? —divagaba para sí el hombre, canturreando con acento irlandés—. Qué cosa más extraordinaria, de veras. —Tenía una voz musical, como una flauta—. Máááááás que extraordinaria. —El rostro le desapareció de repente, como si se replegara sobre sí mismo, y después volvió a aparecer de sopetón. Nos costó un rato entender que eso había sido una sonrisa—. ¡Música! —añadió, solemnemente—. La música más extraordinaria que jamás haya oído.

—Eh… sí —dije, tirando de Nick.

—Nunca he oído música igual —seguía hablando el vagabundo—. Como una gaita… como una flauta… como un violín… como nada que haya escuchado antes en mi vida. ¡Qué música! —canturreó—. ¿No suena como si todas las serpientes del mundo se entrelazaran las unas con las otras? ¿Por qué suena ahora esta música? Es música venida de muy lejos.

Nick me dio un codazo para que siguiéramos la marcha y dejamos al vagabundo allí sentado, riendo y canturreando para sí.

—¿No es extraño? —comentó Nick—. ¿Qué decía de una música que sonaba como serpientes?

—Supongo que la gente como él se debe de imaginar todo tipo de música —dije—, de la misma manera que se imaginan ver todo tipo de cosas. Un borracho me dijo una vez que había visto a una mujer volver a casa con una larga crin y cascos de caballo. Juraba que había visto cosas de todo tipo.

—Debe de ser divertido, en cierta manera —repuso Nick—, imaginar que ves y oyes cosas. Sin saber la diferencia entre la vida real y los sueños.

—A mí me suena mucho a mi vida actual —musité.

Doblamos la esquina y entramos en una ancha avenida, todavía llena de carruajes y carretillas. Nick se paró delante de la puerta de una tienda tan desvencijada que parecía abandonada. Justo sobre nuestras cabezas, debajo de una ventana baja de la fachada, pude distinguir las palabras SPINTWICE — JOYERO Y ORFEBRE, pintadas con letras sucias de hollín. Llamé a
Lash
y lo agarré de la correa. Nick golpeó en una puertecilla que casi no parecía lo suficientemente alta para que nosotros pasáramos y menos aún un cliente adulto. Después de unos segundos, la puerta se abrió y detrás asomó una cara de niño. Al ver a Nick, el chico acabó de abrir la puerta y desapareció dentro de la tienda. Lo seguimos.

BOOK: Rastros de Tinta
4.01Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Bet Your Life by Jane Casey
5 Merry Market Murder by Paige Shelton
The Girl on the Outside by Walter, Mildred Pitts;
All for Maddie by Woodruff, Jettie


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024