—¡Oh! —bramó, y lo hizo con tal estruendo que toda la casa pareció vibrar.
Lash
y yo tropezamos el uno con el otro y caímos hasta el final de la escalera, en un lío de brazos y patas. Intentamos levantarnos para escapar, mientras se oían los pasos de la señora Muggerage tras de nosotros, bajando los escalones. La correa de
Lash
se me enrolló en el tobillo y empecé a tirar de ella con terror.
Lash
se puso a ladrar desgañitado, con la correa estrangulándole el cuello, mientras intentaba incorporarse. Después de lo que pareció una eternidad, conseguimos ponernos en pie; cuando ya salíamos corriendo, noté que el cuchillo de carnicero pasaba a poco menos de un centímetro de mi oreja.
Al llegar a la imprenta, Cramplock estaba atareado, pero eso no le impidió dedicarme una mirada severa desde detrás de sus gafas de media luna. Sintiéndose como si todo fuera su culpa,
Lash
subió sigilosamente por la escalera hasta su cesta y me dejó solo ante el temporal.
—¿Qué horas de llegar son éstas, Mog Winter? —preguntó Cramplock en tono de reproche—. ¿Dónde se supone que has estado todo el día?
—Perdón, señor Cramplock —me disculpé—. Quería llegar antes, pero… —¿qué sentido tenía explicarle dónde había estado?— me encontraba mal —murmuré, llevándome la mano hacia la cabeza vendada en un gesto teatral, pero sabiendo que ésa era una excusa evidentemente muy pobre.
—Pero no tan mal como para rondar por las calles con tu perro —respondió enfadado—. Si no te encontrabas bien, podrías haberte quedado arriba descansando. Y yo habría podido cuidarte, si me lo hubieses pedido. —Hablaba con mucha calma, pero era evidente que estaba furioso—. Tan sólo espero que cuando no puedas trabajar me lo digas —señaló—. No es algo tan descabellado.
No dije nada. Tenía toda la razón; las mejillas me ardían de vergüenza por la regañina. Fui hacia el banco, donde había algunas planchas de impresión para desmontar. Con el tiempo había aprendido a leer las planchas, a pesar de que todo estuviera escrito del revés y las letras giradas. Pude ver que las acababa de utilizar para hacer un anuncio.
—¿Ha estado imprimiendo anuncios? —pregunté. Intenté que las palabras me salieran con naturalidad, pero en la garganta tenía un nudo de culpa tan grande como un pastel.
—Sí, Mog, como no estabas tú para hacerlo —respondió amargamente Cramplock—. Cincuenta para el farmacéutico.
Agarré una hoja de papel, la puse encima de la plancha sucia de tinta, y volví a levantarla. Había quedado impreso un pequeño anuncio cuadrado con el dibujo de un bote medicinal y un texto que proclamaba con orgullo:
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Si no queda contento, le devolvemos su dinero
Habíamos impreso ese anuncio muchas veces antes y siempre me había preguntado que quería decir «recalcitrancia»; sospechaba que se trataba de una palabra muy larga para referirse a los gases.
—Deja de perder el tiempo, ya que te has retrasado, y desmonta los tipos de la plancha —me ordenó Cramplock—. Esta tarde tengo que hacer un encargo de importancia y necesito esos tipos.
Me puse a trabajar en silencio, sabiendo que me metería en un buen lío si abusaba más de su paciencia. Me dediqué a la lenta tarea de sacar las minúsculas letras de metal y guardarlas en los cajetines donde iba cada una de ellas. A veces era difícil diferenciar las letras, y si las mezclaba por error, solía recibir algún grito, o a veces algo peor. Las mayúsculas no eran tan liadas, pero con las minúsculas era más complicado, porque tenías que vigilar que estuvieran del derecho, y a menudo costaba diferenciar una «d» de una «b» o una «p» de una «q» si no estabas muy concentrado. Una vez imprimí un total de quinientos carteles en los que el nombre de un actor famoso llamado Thomas Tibble apareció como «Thomas Tiddle», y no me di cuenta hasta que los hube hecho todos. Cramplock no era normalmente violento, pero ese día pensé que me iba a arrancar la cabeza.
—Cuando hayas acabado con esto —dijo Cramplock—, imprime un centenar de este otro.
Había armado una plancha para otro elaborado cartel y, después de que desapareciera en la trastienda para hacer cuentas, me acerqué para echar una ojeada. Incluso sin haber sacado una copia pude descifrar qué ponía. Tenía tipos de diferentes medidas, y un grabado que parecía ser de una especie de animal.
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El grabado era de un animal con una pinta algo absurda y dos largas orejas. Al lado de la criatura había una persona con las manos en alto, en lo que pretendía ser un gesto de asombro.
Entre risas, busqué algunas hojas de papel utilizado para hacer un par de copias de prueba y asegurarme de que el cartel estuviera bien compaginado.
—¿Cree que esta burra puede predecir realmente el futuro, señor Cramplock? —me atreví a preguntar, sacando una de las copias de prueba de la imprenta y examinándola.
Cramplock gruñó.
—Seguro que no, si Hardwicke tiene algo que ver en el asunto —contestó—. Es el mayor timador de Londres. Los pobres imbéciles que se congreguen en rebaño para verlo seguramente se encontrarán a un burro delante de una cortina y a su mujer chillando escondida detrás.
Imprimí cinco o seis carteles más y me los miré de arriba abajo con admiración.
—¿Le diste la factura a Flethick? —preguntó Cramplock de repente.
Me quedé de piedra.
—Ah, sí —repuse.
—Bien. Todo va bien, entonces. Me debe mucho dinero, y ya es hora de que liquide sus cuentas. El número de cosas que…
—Pero… —lo corté—, no me dio la impresión de que fuera a pagar.
Cramplock se quedó mirándome atentamente y se frotó la mejilla.
—¿Por qué? ¿Qué te dijo?
—Flethick… bueno… me dijo que le dijera que no quería ninguna de sus facturas, señor Cramplock —le expliqué y la cara se me volvió a poner roja de vergüenza—. Y después… bueno… la quemó.
Al señor Cramplock casi se le saltaron los ojos de la cara, y así habría sido si el cristal de las gafas no lo hubiera impedido.
—¿Qué hizo?
—Hum… quemó la factura —repetí, y deseé no haber tenido que decírselo nunca. Todavía no mostraba ninguna señal de entender lo que le explicaba—. La ha quemado —insistí, tratando de esbozar una sonrisa—. Quemado.
Cramplock soltó un grito como el de un pollo.
—Pero… pero… pero… ¿cómo dejaste que lo hiciera?
—No tuve más remedio —le aseguré—. No es un hombre muy amable, señor Cramplock. Estaba con muchos amigos en su casa y se comportaba de una forma muy extraña.
—Se comportará de forma más extraña todavía cuando le ponga las manos encima —graznó Cramplock—. ¡Quemarme la factura! ¿Quién se cree que es? —Ya no estaba tan sólo enojado, estaba furioso de verdad. Me apartó de la imprenta y se puso a hacer los carteles él solo, manipulando las máquinas con rabia, casi derramando la tinta sobre el cilindro. Durante los siguientes diez minutos no paró de murmurar entre dientes, y de vez en cuando dejaba cosas sobre la mesa dando golpes. Yo seguí guardando los tipos en sus cajetines, sin atreverme a decir nada más.
Pasado un rato, volvió a dirigirme la palabra.
—Por cierto —me dijo con una voz todavía preocupada—, el cartel que hiciste el otro día.
—¿El del presidiario? —pregunté sin saber lo que podía haber pasado.
—Sí, el del presidiario. Ayer vino a verme un tipo de la prisión. Por lo que parece te equivocaste con el dibujo.
Un gran terror se apoderó de mí.
—¿Me equivoqué? —pregunté, sin levantar la voz.
—Imprimiste una cara que no era —dijo Cramplock malhumorado—. Te equivocaste de grabado. Ése no era el tipo. Ése era otro presidiario de hace unos meses.
Así que Bob Smitchin tenía razón. Pero estaba seguro de que ése había sido el grabado que el mismo Cramplock me había pasado para que yo lo imprimiera, de manera que el error era de él, no mío, aunque más valía que no se lo dijera en ese momento, teniendo en cuenta su mal humor.
—Me hizo sentir como un estúpido, ese tipo —continuó diciendo Cramplock—. ¿Cómo quieres que cacen a un criminal si vas y pones en el cartel la cara de otro? Esté donde esté, debe de estar partiéndose de risa. —Me lanzó un trapo viejo, sucio de tinta—. Y lo que es peor, ¡los de la prisión no pagarán! —gritó, cada vez más rabioso—. ¡Porque pusimos la cara que no era! ¿Te consideras un buen aprendiz? Pues que sepas que si no me pagan los carteles, tú te quedas sin paga esta semana, y ya está.
—Pero…
—A mí no me lloriquees, Mog Winter. Primero desapareces durante casi todo el día sin dar ninguna explicación. Después te confío un encargo de lo más sencillo y vuelves de casa de Flethick con un cuento patético sobre que ha quemado la factura, pero seguro que fuiste tú que la perdiste antes de llegar a su casa. ¡No me repliques, Mog! Y al final, para colmo, imprimes cien carteles con la cara de un tal Coben, lo único que la cara no es del tal Coben, sino que es la de otro tipo que colgaron hace meses. No servirá de nada que me mires con esos ojos, Mog, te hayas encontrado mal o no, hoy no conseguirás de mí ni una pizca de compasión.
Supongo que debí de quedarme tan blanco como el papel. Me sentía como si me hubiesen acuchillado por la espalda.
—¿Ha dicho Coben? —tartamudeé—. ¿Pero por qué demonios ha dicho Coben?
—Pues porque, como sabes, ése es el nombre del presidiario que se ha escapado —dijo Cramplock.
—No, se llamaba Cockburn —repliqué.
Cramplock se volvió, girando sobre sus talones.
—¿Es que no sabes nada, Mog Winter? Se pronuncia Coben. Se escribe Cockburn, pero por costumbre se pronuncia Coben. Ahora ya lo sabes. Y quítate de la cara esa expresión de angustia, ¡porque no pienso cambiar de idea en lo referente a tu paga!
Al salir de la imprenta, mientras cruzaba calles y más calles, el ceniciento cielo estaba lleno de palomas. Tenía que hablar con Nick. La tarde se me había hecho eterna, con Cramplock de un humor de perros y la cabeza tan saturada por todas mis aventuras recientes que no podía concentrarme en el trabajo. Como había llegado tarde, me obligó a quedarme trabajando hasta el anochecer. Pero ¿cómo quería que me concentrara en un momento como ése?
Al final me dejó ir, cuando ya casi no había luz. Pocos minutos después ya entraba sigilosamente en el desolado patio de La Melena del León, aguzando la vista por si había alguien vigilando. Esa noche dejé a
Lash
en casa a propósito. La señora Muggerage ya sabía la pinta que yo tenía y, después de haber fallado con el cuchillo de carnicero, iba tras un chico acompañado de un perro. Sin perro no resultaría tan sospechoso. La verdad es que no me hacía ninguna gracia tropezarme con ella de nuevo, ni tampoco con el contramaestre, y me pegué rápidamente contra la pared del establo al oír sus voces flotando sobre mi cabeza. Bueno, flotando no sería la palabra más adecuada, porque sus voces caían a plomo desde el piso de arriba. Cuando la señora Muggerage habría la boca, su voz sonaba como un hombre tocando un concierto sobre un yunque.
Eché un vistazo desde la esquina y pude ver a los dos en el balcón. Creo que el contramaestre estaba borracho, porque reía de manera incontrolada e iba en camiseta. Por primera vez, lo vi…