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Authors: Paul Bajoria

Tags: #Infantil y juvenil, Intriga, Drama

Rastros de Tinta (11 page)

—¿El que está más cerca? ¿El alto? —pregunté.

El marinero con quien estaba hablando se levantó.

—Ése es —asintió—. Ahora he de irme. Eso es todo. —Le di las gracias y lo observé atravesar el local lleno de humo, con un paso algo inestable, y salir a la luz del día. De repente tuve el deseo de huir de aquel sitio con él.

En lugar de eso, me quedé allí de pie, pensando qué debía decirle al capitán. ¿Le debía decir que el otro día había visto a unos hombres llevándose objetos de su barco? ¿Le debía preguntar si conocía a alguien que se llamara Damyata? ¿Le debía preguntar si conocía a Coben y Jiggs?

De repente, los cuatro estallaron encolerizados. Uno de los hombres había atacado a otro. Al ponerse en pie, derramando cerveza por todas partes, pude ver que estaban jugando a las cartas. Quizá uno de ellos había hecho trampas y por eso el otro quería estrangularlo, mientras los otros dos hombres intentaban separarlos. Había escogido un mal momento para presentarme delante del capitán, pensé. La pelea acabó rápidamente; se sentaron de nuevo y los dos oponentes ya volvían a estar el uno frente al otro con las cartas en mano. Ninguno pareció reparar en mí, de pie, nervioso, junto a la mesa.

—¿Capitán Shakeshere? —le pregunté intentando sonar tranquilo.

El hombre alto se volvió en su silla y me encontré contemplándole la nariz. Tenía una nariz estrecha que parecía alzarse entre las cejas antes de descender de golpe, y un rostro largo, que parecía aún más largo gracias al cuello alto y a la espalda rígida. Iba tan tieso que parecía que lo hubieran tallado de su propio mástil. No parecía muy impresionado por mi persona, mientras me repasaba de arriba abajo.

—¿Qué pasa, chaval? —me preguntó impaciente, volviendo a la partida de cartas.

—¿Tiene un momento, señor? —le dije, hablando muy rápido—. He descubierto un par de cosas que creo que debería saber, señor, sobre cierta gente… que se lleva objetos de valor de
El Sol de Calcuta
. Ladrones, señor, eso supongo, quiero decir. Ayer vi…

Se había vuelto de nuevo hacia mí y me miraba con arrogancia, como si le molestara que lo interrumpiera durante el juego.

—¿Quién te envía? —me preguntó—. ¿Cómo es que me conoces, chaval?

—Por favor, señor, he preguntado por usted —le contesté, nervioso, metiendo y sacando las manos de los bolsillos—. Vi a unos ladrones, señor, que huían con un precioso baúl del barco. Los seguí y entonces…

—De verdad, chaval —replicó—. No tengo tiempo para tus tonterías. Vete a ver al funcionario de la aduana o ve a molestar a mi contramaestre con esa historia. ¿A mí qué me importan los ladrones, si aquí en Londres los hay en todas las esquinas?

Volvió al juego y me di cuenta de que las cartas con que las que jugaban no eran las típicas, sino que tenían dibujos y formas extraños, como las letras exóticas en la tapa de la tabaquera y en la nota que me llevé de la guarida de Coben y Jiggs.

—¿Dónde puedo encontrar al contramaestre, señor? —le pregunté, sabiendo que incluso si me decía dónde, preferiría no encontrarme con él.

—¿Qué? —masculló el capitán.

—¿Dónde puedo encontrar al…?

—¡Ya te he oído! Yo no controlo a mi tripulación para saber dónde deciden vivir en esta pocilga de ciudad. ¡Largo de aquí y déjame concentrarme!

Y eso fue lo último que conseguí de él. Siempre podía intentar buscar en El Galeón, me dije, recordando que fue allí donde me abordó el marinero que afirmaba que el contramaestre iba a por mí. Pero entonces me di cuenta de que el hombre de la levita con piernas de limpiapipas que estaba en la otra esquina me miraba atentamente, y me sonreía como si supiera quién era yo. Otro idiota o un borracho, pensé al ver cómo movía las cejas de arriba abajo. A pesar de eso decidí ir a hablar con él.

—¿No sabrá por casualidad —le pregunté—, dónde puedo encontrar al contramaestre de
El Sol de Calcuta
?

El hombre delgado como un limpiapipas hablaba muy bajo y de forma entrecortada. La mandíbula inferior le temblaba ligeramente cada vez que intentaba pronunciar una palabra. Las cejas no paraban de movérsele todo el rato, como si tuvieran vida propia e intentaran transmitir por señas la información que la voz era incapaz de ofrecer. Esperé pacientemente a lo largo de esos eternos vacíos que se colaban en sus frases.

—E… el contrama… maestre… en el Galeón a… menudo —dijo casi sin aliento—. Hum… Hum… pero vive… ce… cerca de la… Melena del León.

—Gracias —le dije. Me volví para irme, pero él me agarró del brazo.

—T… ten c… cuidado —jadeó, soltando una visible explosión de gotitas de saliva, que brillaron bajo la luz del sol y murieron al caer, como estrellas fugaces—. N… no te m… metas… en los a… asuntos del contrama… maestre. Es p… peligroso. T… t… tiene a… amigos… pp… peligrosos. —La firmeza de su ceño sobre las temblequeantes cejas me convenció de que me estaba hablando en serio—. Escucha m… mi consejo. ¡N… n… no te m… metas en sus asuntos!

—Ha oído hablar del… —fui a decirle, pero él se llevó el dedo índice a los labios, mientras las cejas se le iban de arriba abajo de una forma alarmante. Me volví y vi a uno de los colegas del capitán mirándonos mal.

Al irme, tras darle las gracias al hombre tartamudo, pasé junto a los que jugaban a cartas y vi que de debajo del trasero del capitán salía una de esas extrañas cartas.

—Perdone —le dije—, perdone, señor, pero creo que se le ha caído una carta. Está aquí, en la silla.

El capitán se quedó mirándome incrédulo. Los otros jugadores se fueron tensando de rabia, clavándole la mirada. Al capitán empezó a ponérsele la cara roja y abrió e hizo una mueca por la que vi una dentadura perfecta, incluidas un par de piezas de oro. Al darme cuenta de lo que había hecho, mientras los ojos del capitán parecían salírsele de las órbitas, salí corriendo por la puerta antes de que ninguno de los cuatro tuviese tiempo de levantarse de la silla, y los dejé mirando la espesa humareda del local y un par de mesas volcadas.

5. EL HIJO DEL CONTRAMAESTRE

Nunca había oído hablar de la taberna La Melena del León, y mientras volvía a casa paré a unas cuantas personas para preguntarles si sabían dónde estaba. En cierto modo, me sentía atraído por ese misterioso contramaestre, pero al mismo tiempo, me daba miedo. No podía dejar de recordar las palabras del risitas en la guarida de Flethick, aquello sobre lo de cortarme el pescuezo, y después estaba el sincero consejo del hombre delgado como un limpiapipas, diciéndome que no me metiera en esos asuntos. Pero al pensarlo, me di cuenta de que no podía saber si lo había dicho porque se preocupaba por mi pellejo o porque se trataba de un cómplice del contramaestre y no quería que me entrometiera.

El día se había convertido en otra jornada de un bochorno abrasador, y algunos chicos jugaban alrededor de una bomba de agua, salpicándose los unos a los otros y saltando por encima del chorro. Tras mis aventuras matinales, estaba cansado, y el agua fresca resultaba muy tentadora. Mientras observaba chapotear a los muchachos, noté la garganta cada vez más y más seca. Uno de ellos vio que yo miraba.

—Ven a mojarte —me gritó.

Tímidamente, me uní a ellos y me quedé de pie bajo el chorro de agua. Entonces el chico que me había llamado le dio a la palanca e hizo que una gran cascada de agua me cayera sobre la cabeza. Estaba fresca y olía un poco mal. Encantado, me saqué el agua de los ojos.
Lash
correteaba alrededor del surtidor, intentando mojarse, cambiando continuamente de dirección según de donde viniera el agua y ladrando de alegría.

Había un gran abrevadero bajo el surtidor, rebosante de agua, donde la gente solía llevar los caballos a beber. De repente, uno de los chicos se quitó toda la ropa y saltó dentro. El agua se derramó por los costados y por el suelo. Los otros muchachos se echaron a reír escandalosamente y se pusieron a correr a su alrededor. Se les iban quedando los pies negros porque con el agua la tierra de alrededor del abrevadero se había convertido en fango. Atraído por el juego, me puse también a correr, esquivando el chorro de agua. El muchacho todavía estaba sentado en el abrevadero y uno de los chicos intentaba hundirle la cabeza en el agua. Chillaban y reían. Dos chicos más se quitaron la ropa e intentaron sacar al primer muchacho del abrevadero, para meterse ellos. Mientras, yo seguía dando vueltas y más vueltas alrededor del surtidor, con
Lash
ladrando y saltando a mi lado. De repente, me di cuenta de que era el único que seguía vestido.

—Vamos —exclamó uno de ellos—. Tú también te puedes meter.

Me paré, y los vi forcejeando y riendo en el borde del abrevadero, delgaduchos, desnudos, con los cuerpos resbaladizos por el agua.

—No —repuse—. Mejor me voy.

—Aaah, venga… —insistió tirándome de la manga—. No tendrás miedo a mojarte, ¿verdad?

—No, es que… —No sabía cómo explicarme. Uno de los otros chicos se levantó, chorreando, y de repente tuve miedo de que me agarraran y me arrancaran la ropa para hacerme una broma—. No. Dejadme ir —dije, alejándome.

El primer muchacho se quedó mirándome, de repente hostil.

—Haz lo que te dé la gana —replicó.

Me enrollé la correa de
Lash
a la muñeca.

—Tengo que encontrar la taberna La Melena del León —expliqué algo incómodo—. ¿Sabéis dónde está?

El chico me indicó la dirección con el dedo y me dedicó una mirada larga y desconfiada, mientras le daba las gracias y me iba, con la ropa mojada pegada a la piel y
Lash
lamiéndome los dedos mojados.

Me costó un poco encontrar el lugar. La taberna se escondía en el laberinto de calles alrededor del Christ's Hospital, entre un taller y unos establos muy sucios y destartalados, de los que salía una peste que me convenció de que allí todavía encontraban cobijo algunos seres vivos. Eché una ojeada y vi un par de caballos viejos y lastimosos. Uno de ellos tosía sin parar. Después de unos segundos, me di cuenta de que en el establo también había una persona sentada encima de una caja vieja en una esquina. Era un viejo andrajoso de cabellos grises, que parecía estar sumido en un profundo sueño. Daba la impresión de ser una cabeza sin cuerpo colocada sobre una pila informe de ropas grises, y de hecho estaba envuelto en una manta de caballo. Preferí no seguir investigando por si al final resultaba que estaba muerto.

No se veía a nadie en el patio de ladrillo que había entre los edificios contiguos a la taberna. Oí el goteo de un desagüe, y cuando torcí la esquina, me encontré con un chorro de agua sucia que salía de una tubería en el muro y que dejaba una mancha de mugre marrón hasta el suelo en los ladrillos del muro. Unos escalones de piedra conducían a una puerta a media altura en uno de los lados de la casa. Allí, en ese patio irregular e insalubre, debía de ser donde vivía el temido contramaestre.

Decidí que era más prudente no llamar a ninguna puerta. Agarré bien fuerte la correa de
Lash
y eché un vistazo a través de la ventana más próxima, pero estaba tan sucia que no pude ver nada. El lugar parecía desierto, pero en uno de los balcones más altos había ropa tendida: unos pantalones de hombre y un par de enormes pololos.

Vi una reja a la altura del suelo, y cuando me agaché para mirar por ella, pude ver otra ventanita mugrienta detrás, pero tampoco se veía nada; estaba opaca de tanta suciedad. Cuando estaba a punto de rendirme, me pareció ver una cabeza detrás de la reja.

Me puse a cuatro patas, como un escarabajo, y volví a mirar. La ventana se abrió en un fuerte crujido, y
Lash
saltó hacia atrás del susto, soltando el bufido que siempre lanzaba cuando algo lo sorprendía.

Apareció la cara de un chico, con el pelo corto y desaliñado, como si llevara un nido de pájaros por sombrero.

—¿A quién buscas? —preguntó.

—Oh… eh… a nadie —respondí tontamente.

—¿Entonces por qué estás de rodillas mirando a través de la reja? —preguntó desconfiado—. ¿Has perdido algo?

Eché una mirada hacia el patio que se abría a mis espaldas.

—¿Conoces a un contramaestre? —le pregunté.

—Mi papá —contestó el chico—. Ahora no está. ¿Quién lo quiere?

—No es que lo quiera —repuse. ¿Qué podía explicarle a aquel muchacho?

—¿Eres de
El Sol de Calcuta
? —me preguntó, y pensé que sin duda creía, como todos, que yo era marinero—. ¿Para qué has venido aquí? —Empezaba a ser hostil—. ¿Cómo te llamas?

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