—¡Papá! ¿Un bañista?
¿Ahora?
Anders y Cecilia se echaron a reír. El coche desapareció tras la punta dejando tras de sí una ligera nube de nieve.
—Pues será alguien de Estocolmo. De la capital. Vendrá a dar una vuelta a su casa de veraneo y... a mirar el hielo, ¿qué sé yo?
Maja quedó satisfecha con la respuesta y se volvió para seguir esquiando. Pero se le ocurrió algo y se giró de nuevo.
—¿Y nosotros por qué no somos de la capital, si vivimos en Estocolmo?
Cecilia le contestó:
—Tú y yo somos de la capital, pero papá no lo es del todo porque su padre no era de allí.
—¿Mi abuelo?
—Sí.
—Entonces, ¿qué era él?
Cecilia hizo un movimiento impreciso con los labios y miró a Anders, quien dijo:
—Pescador.
Maja asintió y siguió esquiando en dirección al faro, que ahora se veía como una mancha alargada contra el cielo claro.
Simon estaba en su mirador acristalado y seguía su paseo con los prismáticos. Vio que se paraban y hablaban, los vio seguir con Maja a la cabeza. Se sonrió. Aquello era típico de Maja. Esforzarse y pelear hasta caer agotada. Aquella niña parecía como si tuviera una dinamo dentro, un pequeño motor que daba vueltas y más vueltas y se cargaba solo. La energía tenía que salir por algún sitio.
En todo, menos en la sangre, él era su bisabuelo, de la misma manera que era el abuelo de Anders. Él les había conocido a los dos antes de que ellos pudieran fijar la mirada en su cara. Él era un forastero, integrado en esta familia, aunque no era la suya.
Mientras cargaba la cafetera, siguiendo una vieja costumbre, miró de reojo hacia la casa de Anna-Greta. Sabía que ella se había ido de compras a la península y que no volvería hasta bien avanzada la tarde. Pero no podía evitar mirar, y sintió que ya la estaba echando de menos.
Más de cuarenta años juntos y aún la echaba de menos. Eso era bueno. Quizá tuviera que ver en parte con el hecho de que vivían separados. Al principio se sintió dolido cuando Anna-Greta le dijo que sí, que lo quería, pero que no, que no pensaba vivir con él. Él podía seguir alquilándole la casa como antes y si no le parecía bien pues lo sentía mucho, pero eso era lo que había.
Él se conformó con la esperanza de que las cosas cambiaran con el tiempo. Y cambiaron, pero no de la manera que él había previsto. Fue él mismo el que cambió de opinión y después de diez años llegó a la conclusión de que todo estaba organizado estupendamente. El alquiler que pagaba era más bien simbólico. No había subido ni una corona desde que empezó a alquilar en 1955. Mil coronas al año. Con ese dinero solían hacer un viaje en los transbordadores que iban a Finlandia, comer y beber bien. Era una pequeña tradición.
No estaban casados —Anna-Greta pensaba que después de su matrimonio con Erik ya había tenido más que suficiente—, pero en la práctica él era su marido, y el abuelo y bisabuelo de su nieto y bisnieta.
Volvió a salir al mirador y cogió los prismáticos. Anders y los suyos seguían peleando allá a lo lejos, ya habían llegado casi al faro. Se pararon y él apenas podía ver lo que hacían. Estaba tratando de ajustar los prismáticos para ver mejor, cuando se abrió la puerta.
—¡Hola!
Simon sonrió. Le había costado años acostumbrarse a que los vecinos que vivían allí todo el año entraran por las buenas en las casas de los demás sin molestarse en llamar. Al principio él solía llamar a la puerta de la gente y la recompensa era una larga espera. Al final cuando abrían la puerta le echaban una mirada como diciendo: ¿qué haces ahí parado? Vamos, entra de una vez.
Elof Lundberg se quitó las botas en la entrada, se aclaró la voz y luego apareció en el cuarto, como siempre con la visera puesta, y saludó con la cabeza a Simon.
—Buenos días, jefe.
—Buenos días.
Elof se humedeció los labios con la lengua, los tenía secos del frío, y echó una ojeada al cuarto. Al parecer lo que vio no le dio motivo para ningún comentario, así que preguntó:
—Bueno, ¿y qué? ¿Hay alguna novedad?
Simon meneó la cabeza.
—No. Lo de siempre.
A veces le parecía divertido lo de estar allí intercambiando frases con Elof hasta llegar al verdadero motivo de la conversación, pero hoy no estaba de humor para eso, así que contraviniendo la norma establecida le preguntó:
—Quieres la barrena para el hielo, ¿no?
Elof achicó los ojos como si aquello fuera algo tan sorprendente que tuviera que pensárselo, pero después de reflexionar un par de segundos, dijo:
—Sí. La barrena. Había pensado ir y... —mirando hacia el agua helada—... probar a ver si hay suerte.
—Debajo de la escalera, como siempre.
El último invierno que se heló el agua —hacía de ello tres años—, Elof había ido a pedirle prestada la barrena un par de veces por semana. Simon le dijo entonces que no tenía más que cogerla cuando la necesitara y dejarla en su sitio cuando hubiera terminado. Elof masculló algo que parecía indicar que estaba de acuerdo, pero siguió entrando para preguntárselo cada vez que la necesitaba.
El tema había quedado resuelto por esta vez, pero parecía que Elof no tenía prisa. A lo mejor quería calentarse un poco antes de salir. Señaló con la cabeza los prismáticos que Simon tenía en la mano.
—¿Qué andas mirando?
Simon apuntó hacia el faro.
—La familia está fuera esquiando en el hielo, yo... los vigilo desde aquí.
Elof miró a través de los cristales pero no pudo ver nada.
—¿Dónde los ves tú?
—Allí, junto al faro.
—¿Han ido hasta el faro?
—Sí.
Elof seguía mirando fijamente a través de la ventana, movía las mandíbulas como si estuviera masticando algo invisible. Simon quería acabar con aquello antes de que Elof notara el olor a café y se invitara él solo. Quería estar un poco tranquilo. Elof se mordió los labios y preguntó de pronto:
—¿Tendrá uno de esos... teléfonos móviles? Anders, quiero decir.
—Sí, ¿por qué?
Elof suspiró profundamente mientras miraba por la ventana en busca de lo que no se podía ver. Simon no entendió a qué venía aquello, así que volvió a preguntar.
—¿Por qué preguntas si tiene móvil?
Elof se quedó callado unos segundos. Simon pudo oír los últimos borbotones del agua cayendo en la cafetera. Elof se volvió y con la mirada clavada en el suelo dijo:
—Creo que deberías llamarle y decirle que... tiene que volver a casa ya.
—¿Por qué?
Se volvieron a quedar en silencio y Simon percibió que ya llegaba desde la cocina el aroma del café. Parecía que Elof no lo había notado. Suspiró y dijo:
—El hielo puede ser inestable allí fuera.
Simon pegó un bufido.
—¡Pero si toda la bahía está cubierta con más de medio metro de hielo!
Elof suspiró aún más fuerte mientras estudiaba el dibujo de la alfombra. Después tuvo una reacción inesperada. Alzó la cabeza, miró a Simon fijamente a los ojos y dijo:
—Haz lo que te digo. Llama al chico. Dile que coja a su familia y que vuelva a casa.
Simon observó los acuosos ojos azules de Elof. Se notaba que lo decía en serio. Simon no comprendía cuál podía ser el problema, pero nunca había oído a Elof hacer una advertencia con tal seriedad. Pasó algo entre ellos, no sabía exactamente qué, pero algo hizo que fuera hasta el teléfono y marcara el número del teléfono móvil de Anders.
—Hola, soy Anders. Deja el mensaje después de la señal.
Simon colgó el auricular.
—No contesta. Lo tendrá apagado. ¿Qué es lo que pasa?
Elof volvió a observar la bahía de nuevo. Después apretó los labios y asintió, como si acabara de tomar una decisión.
—Seguro que irá bien de todas formas. —Y, dirigiéndose a la entrada, añadió—: Bueno, cogeré la barrena, te la devuelvo en un par de horas.
Simon oyó que se abría y se cerraba la puerta de la calle. Una corriente de aire frío se arremolinó a sus pies. Alzó los prismáticos y escudriñó la zona del faro. Tres hormiguitas trepaban en ese momento por la roca del faro.
—¡Espera un poco!
Anders indicó por señas a Maja y a Cecilia cómo debían colocarse y sacó una, dos, tres fotografías con distintos grados de zum. Maja forcejeaba todo el tiempo para escaparse, pero Cecilia la tenía cogida a su lado. Parecían unas fotos magníficas, con dos personas pequeñas en mitad de la nieve y la torre del faro alzándose detrás de ellas. Anders hizo un gesto de aprobación con el pulgar y volvió a guardar la cámara.
Maja y Cecilia subieron hasta la puerta del faro, pintada de color rojo brillante. Anders se quedó allí con las manos en los bolsillos contemplando la torre de más de veinte metros de altura. Estaba hecha de piedra, de granito. Una construcción que parecía edificada para aguantar en pie cualquier inclemencia.
Menudo trabajo tuvo que ser. Transportar hasta aquí toda esta piedra, levantarla y ponerla en su sitio
...
—¡Papá! ¡Papá, ven!
Maja estaba al lado de la puerta del faro dando saltos de alegría, agitando los guantes en el aire.
—¿Qué pasa? —preguntó Anders acercándose a ellas.
—Está abierta.
Así era. Al otro lado de la puerta había un cepillo petitorio y una repisa con folletos. En un letrero ponía que la Fundación del Archipiélago les daba la bienvenida al faro de Gåvasten: «Si lo deseas puedes coger un folleto con información y subir al faro, se agradecen todas las ayudas».
Anders rebuscó en los bolsillos y encontró un billete de cincuenta coronas bastante arrugado y lo echó alegremente en el cepillo vacío. Aquello superaba todas sus expectativas. No había pensado ni por un momento que el faro estuviera abierto, y menos en invierno.
Maja ya estaba subiendo las escaleras, Anders y Cecilia la siguieron. La desgastada escalera de caracol era tan estrecha que no podían subir dos personas a la vez. Los ventanucos estaban cerrados con contraventanas de hierro sujetas con tuercas de mariposa.
Cecilia se detuvo. Anders se dio cuenta de que estaba cogiendo aire. Le tendió la mano y le preguntó:
—¿Qué tal vas?
—Bien.
Cecilia se agarró con fuerza a la mano de Anders y siguió subiendo. Tenía tendencia a la claustrofobia y la torre del faro, en ese aspecto, era una pesadilla. Los gruesos muros de piedra casi se juntaban y absorbían todos los ruidos; la escasa luz que los rodeaba procedía de la puerta de abajo y de alguna fuente de luz más débil en lo alto.
Después de subir unos cuarenta escalones más, la escalera estaba totalmente oscura a sus espaldas, mientras que, por contra, la luz que llegaba desde lo alto fue adquiriendo mayor intensidad. Arriba, en algún sitio, oyeron la voz de Maja:
—¡Venid! ¡Venid! ¡Mirad!
La escalera terminaba con una trampilla abierta en un suelo de madera. Se encontraron en una sala redonda en la que varios ventanucos con cristales gruesos dejaban entrar una parte de la luz. En mitad de la sala había otra puerta abierta que conducía a una torre dentro de la torre, desde donde penetraba la luz a raudales.
Cecilia se sentó en el suelo y se pasó la mano por la cara. Cuando Anders se sentó en cuclillas a su lado, ella le hizo un gesto con la mano para que se alejara:
—No es nada. Solo tengo que...
Maja gritaba desde lo alto de la torre y Cecilia le dijo que podía irse, que ella subiría enseguida. Anders le acarició el pelo y fue hasta la puerta que conducía a otra escalera de caracol, esta vez de hierro. La luz le cegó cuando subió los veinte escalones que conducían al corazón y el cerebro del faro: el reflector.
Anders se quedó parado con la boca abierta: ¡aquello era tan bello...!
De la oscuridad subamos la luz
[1]
. Después de haber ascendido a oscuras por la escalera era impresionante llegar arriba. Salvo un zócalo encalado en la parte de abajo, las paredes eran una cúpula de cristal y todo era cielo y luz. En el centro de la sala estaba el reflector: una linterna con prismas y trozos de cristal de geometría exacta y de diferentes colores. Un santuario consagrado a la luz.
Maja tenía la nariz y las manos pegadas contra la pared de cristal. Cuando oyó llegar a Anders, señaló el hielo, hacia el nordeste.
—Papá, ¿qué es eso?
Anders entornó los ojos a causa de la intensidad de la luz y miró el hielo. No pudo ver nada aparte del manto blanco, y a lo lejos, en el horizonte, el sutil reflejo del archipiélago de Ledinge.
—¿A qué te refieres?
Maja seguía señalando. Allí. En el hielo.
Una ráfaga de viento hizo que la nieve suelta se arremolinara y se moviera como un espíritu sobre la límpida superficie. Anders sacudió la cabeza y se volvió hacia el interior de la sala.
—¿Has visto esto?
Observaron el reflector y Anders tomó unas cuantas fotos de Maja a través de él, detrás y delante del aparato. La pequeña y el caleidoscopio de luces se refractaban en todas las direcciones. Cuando ya estaban listos, apareció Cecilia por la escalera y también ella se quedó sorprendida.
Sacaron la bolsa de las provisiones y comieron en la sala de luces mientras contemplaban el archipiélago desde lo alto tratando de localizar los puntos más destacados. Maja quería saber lo que decían las pintadas que había en la pared blanca, pero como una buena parte de lo escrito precisaba explicaciones no aptas para una niña de seis años, Anders cogió el folleto informativo y empezó a leer en voz alta.
La parte baja del faro se había construido ya en el siglo
XVI
; era una plataforma en la que se hacía fuego para señalizar la ruta a los barcos que navegaban rumbo a Estocolmo. Después se construyó encima el faro y se instaló un reflector que al principio se iluminaba quemando aceite y después queroseno.
Ya con eso tuvo Maja más que suficiente y estaba a punto de empezar a bajar las escaleras. Anders consiguió agarrarla del buzo.
—Alto ahí. ¿Adónde vas?
—Voy a mirar qué era eso que te he dicho.
—No te vayas lejos.
—No, no lo haré.
Anders la soltó y Maja siguió bajando las escaleras. Cecilia la siguió con la mirada.
—¿No deberíamos...?
—Sí. Pero ¿adónde podría irse?
Estuvieron un par de minutos terminando de leer el folleto, se enteraron de que con el tiempo instalaron un equipo automático de AGA, de que el faro dejó de usarse en 1973 y que entonces había pasado a depender de la Fundación del Archipiélago, que de modo simbólico había colocado en él una bombilla de cien vatios que en la actualidad se abastecía con paneles fotovoltaicos.