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Authors: Michel Houellebecq

Plataforma (9 page)

Tras la caída de Ayutthaya, el reino tailandés entró en un período de gran tranquilidad. La capital se estableció en Bangkok, y dio comienzo la dinastía de los Rama. Durante dos siglos (de hecho, hasta nuestros días), el reino no libró ninguna guerra importante fuera de sus fronteras, ni sufrió guerras civiles o religiosas; además logró escapar a cualquier forma de colonización. Tampoco hubo hambrunas ni grandes epidemias. En semejantes circunstancias, cuando la tierra es fértil y produce abundantes cosechas, cuando las enfermedades no se abaten sobre la población, cuando las reglas de una religión apacible impregnan las conciencias, los seres humanos crecen y se reproducen; y, en general, viven felices.

Ahora era diferente, Tailandia había entrado en el
mundo libre
, es decir, en la economía de mercado; cinco años antes había sufrido una crisis económica fulgurante, que había hecho perder a la moneda la mitad de su valor y había empujado a las empresas más prósperas al borde de la ruina. Era el primer drama serio que había padecido el país desde hacía más de dos siglos.

Uno tras otro, en un silencio bastante impresionante, volvimos al autobús. Nos fuimos al atardecer. Teníamos que coger el tren nocturno de Bangkok a Surat Thani.

9

Todas las guías destacan Surat Thani —816.000 habitantes— por su absoluta falta de interés. Todo lo que puede decirse es que constituye un paso obligado para quienes se dirigen al ferry de Koh Samui. Sin embargo está habitada, y la Guía Michelin señala que la ciudad es desde hace tiempo un importante centro metalúrgico, y que, en fecha más reciente, ha empezado a desempeñar cierto papel en el campo de la construcción metálica.

¿Y qué sería de nosotros sin construcciones metálicas? Se extrae el mineral de hierro en oscuras regiones, se transporta en carguero. Se producen máquinas-herramienta, casi siempre bajo el control de compañías japonesas. La síntesis se lleva a cabo en ciudades como Surat Thani: de ahí salen autobuses, vagones de tren, ferry-boats; todo bajo licencia NEC, General Motors o Fujimori. En parte, el resultado sirve para transportar turistas occidentales como Babette y Léa.

Podía dirigirles la palabra, ya que viajábamos juntos; no pretendía ser un amante potencial, lo que limitaba ya de entrada las conversaciones posibles; sin embargo había comprado el mismo billete de ida; así que, en cierta medida, podía establecer contacto. Resultó que Babette y Léa trabajaban en la misma agencia de comunicación; en esencia, organizaban acontecimientos. ¿Acontecimientos? Sí. Con agentes institucionales, o empresas que querían desarrollar su departamento de mecenazgo. Seguro que eso mueve pasta, pensé yo. Sí y no. Ahora las empresas se volcaban más en los «derechos humanos», las inversiones habían disminuido. Pero bueno, la cosa iba bien, de todos modos. Les pregunté por su salario: era bueno. Podría haber sido mejor, pero era bueno. Poco más o menos veinticinco veces mayor que el de un obrero de las industrias metalúrgicas de Surat Thani. La economía es un misterio.

Al llegar al hotel el grupo se dispersó, o por lo menos eso supongo; no tenía muchas ganas de comer con los demás; de hecho, estaba un poco harto de los demás. Corrí las cortinas y me tumbé en la cama. Lo raro es que me dormí de inmediato, y soñé con una morita que bailaba en el metro. No se parecía a Aicha, o eso creo. Se agarraba al pilar central, como las go-go girls. Se cubría los pechos con una minúscula cinta de algodón, que empezó a quitarse despacio. Cuando se la quitó del todo, sonrió; tenía los pechos llenos, redondos y morenos, magníficos. Entonces se lamió los dedos y se acarició los pezones. Y luego me puso una mano en el pantalón, me abrió la bragueta, me sacó el sexo y empezó a sacudírmelo. La gente pasaba a nuestro alrededor, bajaba en las estaciones. Ella se puso a cuatro patas en el suelo y se levantó la minifalda; no llevaba nada debajo. Tenía una vulva acogedora, rodeada de vello muy negro, como un regalo; empecé a penetrarla. El metro estaba bastante lleno, pero nadie nos prestaba atención. Todo aquello era inverosímil. Era un sueño hambriento, el sueño ridículo de un hombre maduro.

Me desperté a eso de las cinco de la madrugada, y vi que había una gran mancha de esperma en las sábanas. Una polución nocturna…, era conmovedor. Para mi enorme sorpresa, también me di cuenta de que seguía empalmado; tenía que ser el clima. Había una cucaracha boca arriba en medio de la mesilla de noche; sus patas se distinguían con todo detalle. Esa ya no tenía que preocuparse de nada, como habría dicho mi padre. Mi padre, por su parte, había muerto a finales del año 2000; había hecho bien. Así toda su existencia quedaba incluida en el siglo XX, del que él era un elemento espantosamente significativo. Y yo sobrevivía, en un estado intermedio. Estaba en la cuarentena, bueno, al principio de la cuarentena, al fin y al cabo sólo tenía cuarenta años; más o menos a mitad de camino. El fallecimiento de mi padre me proporcionaba cierta libertad; todavía no había dicho mi última palabra.

Situado en la costa este de Koh Samui, el hotel evocaba a la perfección la imagen del paraíso tropical que aparece en los folletos de las agencias de viajes. Las colinas que lo rodeaban estaban cubiertas por una espesa selva. Los edificios bajos, rodeados de vegetación, descendían escalonados hasta una inmensa piscina ovalada, con un jacuzzi en cada extremo. Se podía nadar hasta el bar, que estaba en una isla en mitad de la piscina. El mar estaba unos metros más abajo, frente a una playa de arena blanca. Eché una mirada discreta por los alrededores; reconocí de lejos a Lionel, que chapoteaba entre las olas como un delfín lisiado. Me di la vuelta y llegué al bar por una delgada pasarela suspendida sobre la piscina. Miré la carta de cócteles con estudiada indiferencia; la happy hour acababa de empezar.

Acababa de decidirme por un Singapore Sling cuando apareció Babette. «Bueno…», dije, «vaya…» Llevaba un bañador de dos piezas tipo natación, pantaloncito ajustado y sujetador ancho, en una armonía de azul claro y azul oscuro.

El tejido parecía extraordinariamente fino; era uno de esos bañadores que sólo se aprecian bien cuando están mojados.

«¿No se baña?», preguntó ella. «Pues…», dije yo. Léa llegó entonces, más clásicamente sexy, con un bañador de cuerpo entero de vinilo rojo vivo con cremalleras negras que se abrían sobre la piel (una de ellas, que le atravesaba el pecho izquierdo, dejaba ver el pezón) y muy alto de caderas. Me hizo una señal con la cabeza antes de reunirse con Léa al borde del agua; cuando se dio la vuelta, me di cuenta de que tenía unas nalgas perfectas. Al principio ninguna de las dos se fiaba de mí, pero desde que les había dirigido la palabra en el ferry habían decidido que yo era un ser humano inofensivo y relativamente entretenido. Tenían razón; yo era más o menos eso.

Se zambulleron a la vez, muy conjuntadas. Volví la cabeza para husmear un poco. En la mesa de al lado había un sosia de Robert Hue.
[9]
Una vez mojado, el bañador de Babette era, desde luego, espectacular: se veían perfectamente los pezones y la raya de las nalgas; incluso se veía el ligero espesor del vello púbico, aunque lo llevaba muy afeitado. Mientras tanto la gente trabajaba, producía artículos útiles; o inútiles, a veces. Producían. ¿Qué había producido yo durante mis cuarenta años de existencia? No mucho, a decir verdad.

Había organizado información, había facilitado su consulta y su transporte; a veces también había hecho transferencias de dinero (a modesta escala: tan sólo había pagado facturas, por lo general de poca cuantía). En una palabra, había trabajado en el sector servicios. Se podía prescindir de la gente como yo. Aunque mi inutilidad era menos vistosa que la de Babette y Léa; yo era un parásito modesto y no brillaba en mi trabajo, ni sentía la menor necesidad de fingir tal cosa.

Cuando cayó la noche volví al vestíbulo del hotel, donde me crucé con Lionel; se había quemado por todas partes, y estaba encantado del día que había pasado. Se había bañado muchas veces; nunca se había atrevido a soñar que existiera un sitio así. «He tenido que ahorrar mucho para pagarme el viaje», dijo, «pero no me arrepiento de nada.» Se sentó en el borde de un sillón; estaba recordando su vida cotidiana. Trabajaba en Gaz de France, en el sector sudeste del extrarradio parisino; vivía en Juvisy. Tenía que ir a menudo a casas muy pobres, casas de ancianos donde la instalación incumplía las normas. Estaba obligado a cortarles el gas si no podían pagar las modificaciones necesarias.

—Hay gente que vive en unas condiciones… —dijo—. Nadie se lo imagina. Y a veces se ven cosas muy raras —prosiguió, meneando la cabeza. A él no le iba mal. Su barrio no era muy recomendable, de hecho era francamente peligroso—. Hay sitios que es mejor evitar —dijo. Pero bueno, en conjunto no le iba mal—. Estamos de vacaciones —concluyó antes de dirigirse al comedor.

Yo cogí algunos folletos y me fui a leerlos a mi habitación. Seguía sin ganas de cenar con los demás. Uno cobra conciencia de sí mismo en su relación con el prójimo; y por eso la relación con el prójimo es insoportable.

Léa me había contado que Koh Samui no sólo era un paraíso tropical, sino un sitio superguay. Todas las noches de luna llena, en la islita de Koh Lanta, que estaba allí al lado, había una rave gigantesca; la gente venía de Australia o de Alemania para participar en ella. «Un poco como en Goa…», dije. «Muchísimo mejor que en Goa», dijo ella, cortante.

Goa estaba totalmente pasada; para disfrutar de una buena rave había que ir a Koh Sumai o a Lombok.

Yo no pedía tanto. Lo único que quería, por el momento, era un sencillo body massage, seguido de una mamada y un buen polvo. Nada complicado, en apariencia; sin embargo, hojeando los folletos me di cuenta con creciente tristeza de que ésa no parecía ser, ni mucho menos, la especialidad del lugar. Había muchas cosas de tipo acupuntura, masaje con aceites aromáticos esenciales, alimentación vegetariana o tai-chi-chuan; pero nada de body massage o de go-go bars.

Además, todo parecía impregnado de una atmósfera penosamente norteamericana, por no decir californiana, articulada sobre la healthy life y las meditation activities. Leí la carta de un lector de What’s on Samui, Guy Hopkins; se definía a sí mismo como «health addict» y volvía regularmente a la isla desde hacia veinte años. «The aura that backpackers spreadon the island is unlikely to be erased quickly by upmarket tourist», concluía; era descorazonador. Ni siquiera podía ir a ver qué encontraba por ahí, porque el hotel estaba lejos de todo; a decir verdad todo estaba lejos de todo, porque no había nada. El mapa de la isla no señalaba ninguna población: sólo algunas zonas de bungalows como la nuestra, a orillas de otras tantas playas tranquilas. Entonces recordé con horror que la Guía del Trotamundos describía la isla de manera muy elogiosa. Aquí habían sabido evitar ciertas desviaciones; yo estaba más acabado que una rata. De todas formas sentía una vaga satisfacción, ligeramente teórica, ante la idea de sentirme capaz de follar. Abrí con resignación La tapadera, me salté doscientas páginas, retrocedí otras cincuenta; por casualidad, di con una escena guarra. La intriga había avanzado bastante: Tom Cruise estaba ahora en las islas Caimán, poniendo a punto no sé qué dispositivo de evasión fiscal; o denunciándolo, no estaba claro. Sea como fuere, conocía a una espléndida mestiza, y la chica no se asustaba de nada.

«Mitch oyó un ruido seco y vio cómo la falda de Eilene resbalaba hasta sus tobillos, descubriendo un tanga sujeto por dos cordoncillos.» Me bajé la cremallera de la bragueta. Después venía un párrafo extraño, psicológicamente poco comprensible: «Vete, le decía una voz interior. Tira la botella de cerveza al mar y la falda a la arena. Corre hasta el apartamento como si te persiguieran todos los diablos. ¡Vete!» Afortunadamente, Eilene no oía la misma vocecita: «Con gestos muy lentos se llevó las manos a la espalda para desabrocharse la parte superior del bikini, que resbaló descubriendo los pechos; desnudos, parecían todavía más llenos. “¿Quiere sostenerme esto?”, preguntó ella, tendiéndole la tela suave y blanca, ligera como una pluma.»

Yo me la estaba machacando con ganas, intentando imaginar mestizas con minúsculos trajes de baño en mitad de la noche. Eyaculé con un suspiro de satisfacción entre dos páginas. Se iban a pegar; bueno, tampoco era un libro de los que se leen dos veces.

Por la mañana, la playa estaba desierta. Me bañé justo después del desayuno; el aire era tibio. El sol pronto empezaría a ascender en el cielo, aumentando el riesgo de cáncer de piel en los individuos de raza blanca. Quería quedarme en la playa más o menos el tiempo necesario para que me arreglaran la habitación, y luego subir a tumbarme, poniendo el aire acondicionado a tope; había decidido tomarme el día libre con toda tranquilidad.

Por su parte, Tom Cruise no dejaba de darle vueltas al asunto de la mestiza; incluso consideraba la posibilidad de contarle el incidente a su mujer (que no se conformaba con que la amaran, y ahí estaba todo el problema; encima quería seguir siendo la más sexy, la más deseable de todas las mujeres). El muy imbécil se comportaba exactamente como si estuviera en juego el futuro de su matrimonio. «Si ella conservaba la sangre fría y se mostraba magnánima, él le diría que lo sentía, que lo sentía muchísimo, y prometería que nunca más volvería a ocurrir. Si, por el contrario, ella se echaba a llorar, el imploraría su perdón —de rodillas si hacía falta— y juraría sobre la Biblia que nunca más lo volvería a hacer.»

Obviamente, el resultado era más o menos el mismo en ambos casos; pero los remordimientos permanentes del héroe, a pesar de su falta de interés, terminaban por interferir en la historia, que de todos modos era de lo más seria: había mafiosos malísimos, el FBI, puede que hasta rusos. Al principio uno se sentía irritado; al final, realmente enfermo.

Lo intenté con mi otro best-seller norteamericano,
Control total
, de David G. Balducci; pero era todavía peor. Esta vez el héroe no era un abogado, sino un joven informático superdotado que trabajaba ciento diez horas por semana. Por el contrario, su mujer era abogada y trabajaba noventa horas semanales; tenían un hijo. El papel de los malos le había tocado a una compañía «europea» que llevaba a cabo maniobras fraudulentas para apoderarse de cierto mercado. El mercado de la empresa norteamericana en la que trabajaba el héroe. Durante una conversación con los malos de la compañía europea, éstos encendían «con la mayor frescura» varios cigarrillos; infestaban literalmente el aire, pero el héroe conseguía soportarlo. Hice un agujero en la arena para enterrar los dos libros; el problema es que ahora tenía que encontrar algo que leer. Vivir sin leer es peligroso, obliga a conformarse con la vida, y uno puede sentir la tentación de correr riesgos. A los catorce años, una tarde en que la niebla era especialmente densa, me perdí esquiando; tuve que atravesar zonas de aludes. Recordaba sobre todo las nubes plomizas, muy bajas, y el silencio absoluto de la montaña. Sabía que aquellas masas de nieve podían desprenderse de pronto, a causa de un movimiento brusco por mi parte o incluso sin motivo aparente, a consecuencia de una mínima subida de la temperatura o de un soplo de viento. Me arrastrarían varios cientos de metros en su caída, hasta el pie de las rocas; entonces moriría, probablemente en el acto. Sin embargo, no sentía el menor miedo. Me fastidiaba que las cosas acabaran así, por mí y por los demás. Habría preferido una muerte mejor preparada, en cierto modo más oficial, con una enfermedad, una ceremonia y lágrimas. Lo que más sentía, en realidad, era no haber conocido el cuerpo femenino. Durante los meses de invierno, mi padre alquilaba el primer piso de su casa; aquel año lo había cogido una pareja de arquitectos.

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