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Authors: Michel Houellebecq

Plataforma (10 page)

Su hija, Sylvie, también tenía catorce años; parecía sentirse atraída por mí, o por lo menos buscaba mi presencia. Era menuda, graciosa, y tenía el pelo negro y rizado. ¿Tendría también el sexo negro y rizado? Ésas son las ideas que me venían a la cabeza mientras caminaba penosamente por la ladera de la montaña. Desde entonces, me he preguntado a menudo por qué, en presencia del peligro, incluso de una muerte próxima, no siento ninguna emoción especial, ninguna descarga de adrenalina. Yo buscaría en balde esas sensaciones que atraen a los que practican «deportes extremos».

No soy nada valiente, y huyo del peligro tanto como puedo; pero llegado el caso, lo recibo con la placidez de un buey.

Supongo que no hay que buscarle más explicación, que es sólo un asunto técnico, una cuestión de dosificación hormonal; parece que otros seres humanos, en apariencia semejantes a mí, no sienten la menor emoción en presencia del cuerpo de una mujer, que en aquella época me sumía, y a veces todavía lo hace, en trances imposibles de controlar. En la mayoría de las circunstancias de mi vida, he sido poco más o menos tan libre como un aspirador.

El sol empezaba a calentar. Vi que Babette y Léa habían llegado a la playa; se habían instalado a unos diez metros de mí. Las dos llevaban unas sencillas bragas de bañador blanco brasileño, idénticas, y el pecho al aire. Aparentemente habían conocido a unos chicos, pero yo no creía que se fueran a acostar con ellos: los tipos no estaban mal, tenían unos cuantos músculos, pero tampoco estaban muy bien; en resumen, que eran un poco mediocres.

Me levanté y recogí mis cosas; Babette había dejado su Elle junto a la toalla de baño. Eché una ojeada al mar: las dos se estaban bañando y bromeaban con los chicos. Me agaché rápidamente y metí la revista en mi bolsa; luego seguí andando por la orilla.

El mar estaba en calma; hacia el este, la vista llegaba lejos. Al otro lado tenía que estar Camboya, o quizás Vietnam. A medio camino del horizonte había un yate; a lo mejor algunos millonarios pasaban el tiempo así, navegando por los mares del mundo; una vida monótona y romántica a la vez.

Valérie se acercaba, casi rozando el agua; de vez en cuando se entretenía en dar un paso de lado para evitar una ola más fuerte. Yo me erguí rápidamente sobre los codos, y me di cuenta, con dolor, de que ella tenía un cuerpo magnífico, y que estaba muy atractiva con su dos piezas más bien serio; sus pechos llenaban perfectamente el sujetador del bañador.

Hice un pequeño gesto con la mano, creyendo que no me había visto, pero de hecho ella ya se había desviado hacia mí; no es fácil pillar desprevenidas a las mujeres.

—¿Está leyendo Elle.? — preguntó, mitad sorprendida, mitad burlona.

—Psch… —contesté.

—¿Puedo? — Y se sentó a mi lado. Hojeó la revista con la soltura que da la costumbre: una ojeada a las páginas de moda, otra a las primeras páginas. Elle quiere leer, Elle quiere salir…

—¿Volvió a ir a un salón de masaje anoche? — preguntó, mirándome de reojo.

—Eh…, no. No encontré ninguno.

Ella sacudió ligeramente la cabeza y volvió a sumirse en la lectura del test de fondo: «¿Estás preparada para amarle mucho tiempo?»

—¿Qué le sale? — pregunté, tras un rato de silencio.

—No estoy enamorada —contestó ella con sobriedad.

Aquella chica me descolocaba por completo.

—No entiendo muy bien esta revista —siguió ella—. Sólo habla de la moda, de las nuevas tendencias.: lo que hay que ir a ver, lo que hay que leer, las causas por las que hay que militar, los nuevos temas de conversación… Las lectoras no pueden llevar la misma ropa que esas modelos, y no veo por qué les van a interesar las nuevas tendencias. En general, son mujeres mayores.

—¿Eso cree?

—Estoy segura. Mi madre la lee.

—Quizás los periodistas hablan de lo que les interesa a ellos, no a las lectoras.

—Entonces no debería ser económicamente viable; normalmente las cosas se hacen para satisfacer los gustos del cliente.

—A lo mejor eso satisface los gustos del cliente.

Ella lo pensó y contestó, dudosa:

—Quizás…

—¿Cree que cuando tenga sesenta años ya no le interesarán las nuevas tendencias? — insistí.

—Espero que no… —dijo ella con sinceridad.

Encendí un cigarrillo.

—Si me quedo aquí voy a tener que ponerme crema…

—comenté con melancolía.

—¡Vamos a bañarnos! Ya se pondrá crema después.

Se puso de pie de un salto y tiró de mí hacia la orilla.

Ella nadaba bien. Yo no puedo decir que nade; hago el muerto vagamente, me canso enseguida.

—Se cansa enseguida —dijo ella—. Es porque fuma demasiado. Hay que hacer deporte. ¡Voy a cuidarle un poco!

Y me retorció el bíceps. Oh, no, pensé, no. Pero ella acabó calmándose y volvió a la arena para tostarse al sol, después de secarse vigorosamente el pelo. Estaba guapa así, con 89 el largo pelo negro desgreñado. No se quitó el sujetador, era una pena; me habría gustado que se quitara el sujetador. Me habría gustado ver sus pechos, allí y en ese mismo momento.

Ella vio que le miraba el pecho y sonrió brevemente.

—Michel… —dijo tras un corto silencio. Yo me sobresalté al oír mi nombre—. ¿Por qué se siente tan viejo? — preguntó, mirándome a los ojos.

Era una buena pregunta; me quedé un poco cortado.

—No está obligado a contestar ahora mismo —dijo ella amablemente—. Tengo un libro para usted —siguió, sacándolo del bolso. Reconocí con sorpresa la portada amarilla de la colección Masque, y un título de Agatha Christie, El valle.

—¿Agatha Christie? — dije, alelado.

—Léalo, de todas maneras. Creo que le va a interesar.

Asentí con la cabeza como un imbécil.

—¿No va a comer? — preguntó ella al cabo de un minuto—. Ya es la una.

—No… No, no creo.

—No le gusta mucho la vida de grupo, ¿verdad?

Era inútil contestar; sonreí. Recogimos nuestras cosas y nos fuimos juntos. En el camino nos cruzamos con Lionel, que vagaba un poco como un alma en pena; nos hizo un gesto amable, pero ya no parecía divertirse tanto. No es raro que haya tan pocos hombres solos en los clubs de vacaciones, La gente los observa, tensos, rozando el límite de las actividades de entretenimiento. La mayoría de las veces dan media vuelta y se van; a veces se lanzan y participan. Dejé a Valérie delante de las mesas del restaurante.

En todos los relatos de Sherlock Holmes se reconocen los rasgos característicos del personaje; pero, además, el autor siempre introducía un detalle nuevo (la cocaína, el violín, la existencia del hermano mayor Mycroft, la afición a la ópera italiana…, ciertos servicios prestados en otra época a las familias reales europeas…, el primer caso resuelto por Sherlock, cuando aún era un adolescente). Con cada nuevo detalle se dibujaban nuevas zonas de sombra, y al final surgía un personaje realmente fascinante: Conan Doyle había conseguido la mezcla perfecta entre el placer del descubrimiento y el placer del reconocimiento. Pero siempre me había parecido que Agatha Christie, al contrario, daba demasiada importancia al placer del reconocimiento. En sus descripciones iniciales de Poirot tenía tendencia a limitarse a unas cuantas frases clásicas, reducidas a las características más evidentes del personaje (su pasión maníaca por la simetría, sus lustrosos botines, lo mucho que se cuidaba el bigote); en sus obras más mediocres uno llegaba a tener la impresión de que había vuelto a copiar esas frases de presentación, tal cual, de un libro a otro.

Pero lo cierto es que El valle era interesante por otro motivo. No por el ambicioso personaje de Henrietta, la escultora, a través de quien Agatha Christie había intentado representar no sólo los tormentos de la creación (la escena en que ella destruía una de sus estatuas, justo después de haberla terminado penosamente, porque sentía que le faltaba algo), sino el sufrimiento concreto que ocasiona el hecho de ser artista:

esa incapacidad de ser realmente feliz o desgraciado, de sentir realmente el odio, la desesperación, el júbilo o el amor; esa especie de filtro estético que se interpone, irremisiblemente, entre el artista y el mundo. La novelista había puesto mucho de sí misma en este personaje, y su sinceridad era evidente.

Desgraciadamente, la artista, que en cierto modo vivía aislada del mundo, que sólo experimentaba las cosas de manera ambigua y doble, y en consecuencia con menor violencia, era por eso mismo un personaje menos interesante.

Profundamente conservadora, hostil a cualquier idea de reparto social de la riqueza, Agatha Christie había mostrado, a lo largo de toda su carrera de novelista, unas posiciones ideológicas muy tajantes. Este compromiso teórico radical le permitía, en la práctica, mostrarse a menudo bastante cruel en la descripción de esa aristocracia inglesa cuyos privilegios defendía. Lady Angkatell era un personaje grotesco, en el límite de lo verosímil, y a veces casi aterrador. La novelista estaba fascinada por su criatura, que había olvidado hasta las reglas que se aplican a los seres humanos corrientes; debía de haberse divertido mucho escribiendo frases como: «Es tan difícil conocer de verdad a la gente cuando hay un crimen en casa…»; pero lo cierto es que sus simpatías no estaban con lady Angkatell. Por el contrario, hacía un cálido retrato de Midge, obligada a trabajar como vendedora para ganarse la vida, y que pasaba los fines de semana entre gente que no tenía ni idea de lo que era un trabajo. Valiente y activa, Midge sentía por Edward un amor sin esperanzas. Por su parte, Edward se consideraba a sí mismo un fracasado: nunca había podido hacer nada, ni siquiera llegar a ser escritor; redactaba pequeñas crónicas llenas de ironía desencantada en oscuras revistas para bibliófilos. Le había propuesto matrimonio a Henrietta tres veces, sin éxito.

Henrietta había sido la amante de John, y admiraba su brillante personalidad, su fuerza; pero él estaba casado. Su asesinato daba al traste con el sutil equilibrio de deseos insatisfechos que unía a los personajes: Edward comprendía por fin que Henrietta no le querría nunca, que no estaba ni estaría a la altura de John; sin embargo tampoco parecía ser capaz de aproximarse a Midge, y su vida parecía definitivamente echada a perder. Ya partir de ese momento, El valle se convertía en un libro conmovedor y extraño; uno se sentía como si estuviera ante aguas profundas y movedizas. Cuando Midge salvaba a Edward del suicidio, y él le pedía que se casaran, Agatha Christie conseguía algo muy bello, una especie de deslumbramiento a la manera de Dickens.

Ella le abrazó. El le sonrió:

—Eres tan cálida, Midge…, tan cálida…

Sí, pensó Midge, eso es la desesperación. Algo glacial, un frío y una soledad infinitos. Hasta entonces, nunca había entendido que la desesperación era fría; siempre la había imaginado ardiente, vehemente, violenta. Pero no.

La desesperación era eso: un abismo sin fondo de oscuridad helada, de intolerable soledad. Y el pecado de desesperación del que hablaban los sacerdotes era un pecado frío, que consistía en aislarse de cualquier contacto humano, cálido y vivo.

Terminé el libro a eso de las nueve de la noche; me levanté y me acerqué a la ventana. El mar estaba en calma, minadas de manchitas luminosas bailaban en la superficie, un leve halo rodeaba el disco lunar. Sabía que esa noche había un full moon rave party en Koh Lanta; seguro que iban Babette y Léa, junto con buena parte de la clientela. Es fácil renunciar a la vida, dejar la vida de lado. Mientras se organizaba la velada, los taxis empezaban a llegar al hotel y todo el mundo se agitaba en los pasillos; yo no sentía nada más que un triste alivio.

10

La frontera entre Tailandia y Birmania atraviesa la zona norte del istmo de Kra, una estrecha lengua de tierra montañosa que separa el golfo de Tailandia y el Mar de Andaman.

Al llegar a Ranong, en el extremo sur de Birmania, el istmo sólo mide veintidós kilómetros; se ensancha progresivamente para formar la península malaya.

De los cientos de islas que salpican el Mar de Andaman sólo algunas están habitadas, y ninguna de las pertenecientes a territorio birmano sufre la explotación turística. Por el contrario, las islas de la bahía de Phang Nga, en territorio tailandés, aportan al país el 43 % de los ingresos anuales en materia de turismo. La más importante es Phuket, donde los resorts se empezaron a desarrollar a mediados de los años ochenta, sobre todo con capital chino y francés (el grupo Aurore convirtió rápidamente el sudeste asiático en un sector clave para su expansión). Y no hay duda de que la
Guía del Trotamundos
, en el capítulo dedicado a Phuket, llega a su mayor grado de odio, elitismo vulgar y masoquismo agresivo. Empiezan diciendo:

«Phuket, para algunos, es la isla de moda; para nosotros, ya está pasada. Hay que ver esta “perla del océano índico” para comprobarlo… Hace algunos años todavía la elogiábamos: sol, playas de ensueño, dulzura de vivir. A riesgo de desafinar en 94 mitad de esta hermosa sinfonía, confesamos la verdad: ¡ya no nos gusta Phuket! Patong Beach, la playa más famosa, se ha llenado de cemento. Aumenta la clientela exclusivamente masculina, se multiplican los bares con camareras, la sonrisa se vende y se compra. En cuanto a los bungalows para trotamundos, se han sometido a una operación de cirugía estética, versión “excavadora mecánica”, para dejar sitio a unos hoteles que se llenan de europeos solitarios y barrigones.»

Íbamos a pasar dos noches en Patong Beach; yo me instalé con confianza en el autobús, dispuesto a representar mi papel de europeo solitario y barrigón. El viaje terminaría, a bombo y platillo, con una estancia libre de tres días en Koh Phi Phi, un destino tradicionalmente considerado como un paraíso. «¿Qué decir de Koh Phi Phi?», se lamentaba la guía de vacaciones, «es casi como si a uno le piden que hable de un amor frustrado… Quiere decir algo bueno, pero se le estrangula la voz.» El masoquista manipulador no se conforma con ser desgraciado; quiere que los demás también lo sean. A unos treinta kilómetros, el autobús se detuvo para poner gasolina; yo tiré la
Guía del Trotamundos
a la papelera de la estación de servicio. El masoquismo occidental, me dije. Dos kilómetros después, me di cuenta de que ahora sí que no me quedaba nada que leer; iba a tener que afrontar el final del viaje sin el menor texto impreso que me sirviera de pantalla. Eché una ojeada a mi alrededor, se me habían acelerado las pulsaciones, de repente el mundo exterior me parecía mucho más cercano. Al otro lado del pasillo, Valérie había reclinado su asiento y tenía la cara vuelta hacia la ventanilla; parecía fantasear o dormir.

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