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Authors: Michel Houellebecq

Plataforma (8 page)

Todo empezó con el arroz pringoso. Estaba ligeramente dorado, aromatizado con canela; una receta original, creo. Josiane cogió al toro por los cuernos y decidió abordar de frente la cuestión del
turismo sexual
. Ella lo consideraba absolutamente asqueroso, no había otra palabra. Era escandaloso que el gobierno tailandés tolerase ese tipo de cosas, la comunidad internacional tenía que movilizarse. Robert la escuchaba con una sonrisita que no auguraba nada bueno. Era escandaloso pero no sorprendente, siguió ella; los dueños de buena parte de aquellos establecimientos (o
burdeles
, no se los podía llamar de otra manera) eran
generales
, y por eso gozaban de protección.

—Yo soy general… —intervino Robert. Ella se quedó de piedra, con la mandíbula inferior colgando de un modo lamentable—. No, no, es broma… —desmintió él con una leve mueca—. Ni siquiera me gusta el ejército.

Aquello no pareció hacerle la menor gracia a Josiane. Le costó un momento reponerse, pero contraatacó con fuerza reduplicada.

—Es completamente vergonzoso que unas bestias vengan a aprovecharse con total impunidad de la miseria de esas chicas. Todas vienen de las provincias del norte o del nordeste, las regiones más pobres del país.

—No todas… —objetó él—. También las hay de Bangkok.

—¡Es esclavitud sexual! — aulló Josiane, que no le había oído—. ¡No hay otra palabra!

Yo bostecé ligeramente. Ella me echó una mirada fulminante, pero siguió, poniendo a todo el mundo por testigo.

—¿No les parece escandaloso que cualquier cerdo pueda venir a tirarse a unas chiquillas por un bocado de pan?

—No por un bocado de pan… —protesté con modestia—.

Yo he pagado tres mil baths, más o menos el precio francés.

Valérie se volvió hacia mí y me miró, sorprendida.

—Le ha salido un poco caro… —observó Robert—. En fin, si la chica valía la pena…

Josiane temblaba de los pies a la cabeza, empezaba a preocuparme un poco.

—¡Pues a mí, pensar que un viejo cerdo pueda pagar para meterle la polla a una cría me da ganas de vomitar! — chilló con una voz sobreaguda.

—No tiene por qué acompañarme, mi querida señora…

—contestó Robert tranquilamente.

Ella se levantó temblando, con el plato de arroz en la mano. En la mesa de al lado, todas las conversaciones se habían interrumpido. Yo estaba seguro de que le iba a tirar el plato a la cara, creo que sólo la retuvo un resto de pánico escénico. Robert la miraba con la mayor seriedad, con los músculos tensos bajo el polo. No parecía de los que se dejan hacer, me lo imaginaba perfectamente dándole un tortazo a Josiane. Ella dejó el plato con tal violencia en la mesa que lo partió en tres pedazos; luego se dio la vuelta y desapareció en la noche, andando deprisa hacia los bungalows.

—Psss —dijo él, reservado.

Valérie estaba encajonada entre los dos; él se levantó con elegancia, rodeó la mesa y se sentó en el sitio de Josiane, por si Valérie también quería irse. Pero ella no se movió; el camarero trajo los cafés en ese momento. Valérie bebió dos sorbos y luego se volvió otra vez hacia mí.

—¿Entonces, es verdad? ¿Ha pagado por una chica? — preguntó sin levantar la voz. El tono era intrigado, pero sin franca reprobación.

—Esas chicas no son tan pobres —intervino Robert—, pueden pagarse motos y trapos. Algunas hasta se operan los pechos. Y no es barato. Aunque también ayudan a sus padres —concluyó, pensativo.

En la mesa de al lado, tras intercambiar algunas frases en voz baja, los comensales se separaron rápidamente; sin duda por solidaridad. Nos quedamos solos y dueños del terreno, en cierto modo. La luna ya iluminaba de pleno la superficie del embarcadero, que brillaba ligeramente.

—¿Tan buenas son esas pequeñas masajistas?… —preguntó René, pensativo.

—¡Ah, señor mío! — exclamó Robert con una emoción voluntariamente grandilocuente pero, según me pareció, sincera a fin de cuentas—. ¡Son una maravilla! ¡Una pura maravilla! Y eso que usted no conoce Pattaya. Es un balneario de la Costa Este —continuó con entusiasmo— totalmente dedicado a la lujuria y el estupro. Los primeros en llegar fueron los norteamericanos, durante la guerra de Vietnam; después, muchos ingleses y alemanes; y ahora empieza a haber polacos y rusos. Allí todo el mundo está servido, hay para todos los gustos: homosexuales, heterosexuales, travestis… Es Sodoma y Gomorra, todo en uno. Incluso mejor, porque también hay lesbianas.

—Ah, ah… —El ex charcutero aún parecía pensativo. Su mujer bostezó tranquilamente, se disculpó y se volvió hacia su marido; estaba claro que tenía ganas de acostarse.

—En Tailandia —concluyó Robert— todo el mundo puede tener lo que desea, y todo el mundo puede tener algo
bueno
. Se habla mucho de las brasileñas, o de las chicas de Cuba.

Yo he viajado mucho, señor, he viajado por placer, y no dudo en decirle que, para mí, las tailandesas son las mejores amantes del mundo.

Valérie, sentada frente a él, le escuchaba con la mayor seriedad. Se escabulló poco después con una leve sonrisa, seguida por Josette y René. Lionel, que no había dicho una palabra en toda la velada, se levantó a su vez; yo le imité. No tenía muchas ganas de seguir charlando con Robert. Así que lo dejé solo en la noche, estatua aparente de la lucidez, pidiendo un segundo coñac. Parecía poseer una inteligencia compleja y llena de matices; a menos, quizás, que
relativizara
, lo que siempre crea la ilusión de la complejidad y del matiz. Delante del bungalow, le deseé buenas noches a Lionel.

El zumbido de los insectos saturaba la atmósfera; estaba casi seguro de que no iba a pegar ojo.

Empujé la puerta y encendí una vela, más o menos resignado a continuar la lectura de
La tapadera
. Los mosquitos se acercaban, las alas de algunos se carbonizaban en la llama, sus cadáveres se enviscaban en la cera fundida; ninguno se posaba sobre mí. Y sin embargo yo estaba lleno hasta la dermis de sangre alimenticia y deleitosa; pero ellos retrocedían mecánicamente, incapaces de salvar la barrera olfativa del dimetilperóxido cárbico.

Había que felicitar a los laboratorios Roche-Nicolas, creadores del repelente Tropic. Apagué la vela, la volví a encender, asistí al ballet cada vez más denso de las sórdidas maquinitas voladoras. Al otro lado del tabique oía a Lionel, que roncaba suavemente en la oscuridad. Me levanté, encendí otro bastoncillo de citronela y fui a mear. Habían hecho un agujero redondo en el suelo del cuarto de baño; daba directamente al río. Se oían chapoteos, ruidos de aletas; intenté no pensar en lo que podía haber allí abajo. Cuando me estaba metiendo otra vez en la cama, Lionel se tiró una larga serie de pedos.

—¡Tienes razón, chaval! — aprobé con energía—. ¡Como decía Martín Lutero, no hay nada como tirarse en el saco de dormir un pedo!

Mi voz resonaba en la noche de manera extraña, por encima del rumor del agua y del persistente zumbido de los insectos. Oír el mundo real ya era, en sí, un sufrimiento.

—¡El reino de los cielos vale por un tapón de cera! — grité otra vez en la noche—. ¡El que tenga oídos para oír, que oiga!

Lionel se dio la vuelta en la cama y gruñó levemente, sin despertarse. Yo no veía muchas soluciones: tendría que tomarme otro somnífero.

8

Algunos matojos de hierba bajaban por el río, empujados por la corriente. Se reanudaba el canto de los pájaros, elevándose de la selva ligeramente brumosa. Muy hacia el sur, en la salida del valle, los extraños contornos de las montañas birmanas se dibujaban a lo lejos. Ya había visto antes aquellas formas redondeadas y azuladas, entrecortadas sin embargo por bruscas rupturas. Quizás en los paisajes de los primitivos italianos, durante alguna visita a un museo, en los años del instituto. El grupo no se había despertado todavía; a esa hora la temperatura seguía siendo suave. Yo había dormido muy mal.

Tras la crisis de la víspera, flotaba cierta benevolencia en torno a las mesas del desayuno. Josette y René parecían estar en plena forma; por el contrario, los ecologistas jurásicos estaban en un estado lamentable; me di cuenta en cuanto los vi llegar renqueando. Los proletarios de la generación anterior, que no se avergüenzan de apreciar las comodidades modernas cuando se presentan, son mucho más resistentes que sus hijos en caso de incomodidad evidente, por mucho que éstos últimos presuman de ideas «ecologistas». Éric y Sylvie no habían pegado ojo en toda la noche; Sylvie, además, estaba literalmente cubierta de ampollas rojas.

—Sí, los mosquitos la han tomado conmigo —confirmó con amargura.

—Tengo una crema calmante, si quiere. Es muy eficaz; puedo ir a por ella.

—Oh, sí, es muy amable; pero primero vamos a tomar un café.

El café era asqueroso, aguachirle, casi imbebible. En eso, por lo menos, reinaban las reglas norteamericanas. La joven pareja tenía un aire ridículo, casi me daba pena ver cómo el «paraíso ecológico» se derrumbaba a sus pies; pero sospechaba que aquel día todo me iba a dar pena. Volví a mirar al sur.

—Creo que Birmania es muy hermosa —dije a media voz, más bien para mis adentros.

Sylvie lo confirmó con seriedad: sí, ella también había oído decir que era muy hermosa; aun así, se había
prohibido
ir a Birmania. No quería ser cómplice de semejante dictadura, ayudar a mantenerla a base de divisas. Sí, sí, pensé yo, las divisas.

—¡Los derechos del hombre son importantes! — exclamó ella, casi con desesperación.

Siempre que la gente habla de «derechos del hombre», tengo la impresión de que lo dicen con
segundas
; pero no creo que fuera el caso; no en ese momento.

—Pues yo dejé de ir a España
después
de la muerte de Franco —intervino Robert, sentándose a nuestra mesa. No lo había visto llegar. Parecía fresco como una rosa, con toda su capacidad para incordiar intacta. Nos dijo que se había acostado borracho como una cuba, así que había dormido muy bien. Había estado a punto de cagarla varias veces, de caerse de cabeza al río mientras volvía al bungalow, pero al final había llegado bien—.
Inch Allah
—concluyó con voz sonora.

Tras esta caricatura de desayuno, Sylvie me acompañó a la habitación. Por el camino nos cruzamos con Josiane. Tenía un aire sombrío, poco comunicativo, y ni siquiera nos miró; ella también parecía lejos del camino del perdón. Me había enterado de que era profesora de letras
en la vida civil
, como decía con gracia René; no me sorprendió lo más mínimo. Era exactamente el tipo de hija de puta que hace muchos años me hizo renunciar a mis estudios literarios.

Le di a Sylvie el tubo de crema calmante.

—Se lo devuelvo enseguida —dijo.

—Puede quedárselo, no creo que encontremos más mosquitos; parece que no les gusta la orilla del mar.

Ella me dio las gracias, se acercó a la puerta, vaciló y se volvió hacia mí:

—¡Pero seguro que usted no aprueba la explotación sexual de los niños!… —exclamó angustiada.

Me esperaba algo así; meneé la cabeza y contesté con cansancio:

—No hay tanta prostitución infantil en Tailandia. No más que en Europa, en mi opinión.

Ella agachó la cabeza, no demasiado convencida, y salió.

De hecho, yo disponía de informaciones más precisas gracias a un curioso libro titulado
The White Book
, que había comprado durante el viaje anterior. No llevaba ni el nombre del autor ni el del editor; parece que lo había publicado una asociación llamada Inquisition 2000. So capa de denunciar el turismo sexual, daban todas las direcciones, país por país; cada capítulo informativo estaba precedido por un párrafo breve y vehemente que invocaba el respeto al plan divino y pedía el restablecimiento de la pena de muerte para los delincuentes sexuales. Sobre el tema de la pedofilia, el White Book era muy claro: desaconsejaban formalmente Tailandia, que ya no tenía ningún interés, si es que alguna vez lo había tenido. Era mucho mejor ir a Filipinas, o mejor todavía a Camboya; el viaje podía resaltar peligroso, pero valía la pena.

El apogeo del reinado jemer tuvo lugar en el siglo XII, época de la construcción de Angkor Vat. Luego las cosas se jodieron; los birmanos se convirtieron en el principal enemigo de Tailandia. En 1351, el rey Ramathibodi I fundó la ciudad de Ayutthaya. En 1402, su hijo Ramathibodi II invadió el imperio de Angkor, que estaba en su ocaso. Los treinta y seis soberanos sucesivos de Ayutthaya dejaron huellas de su reinado con la construcción de templos budistas y palacios.

En los siglos XVI y XVII, según la descripción de los viajeros franceses y portugueses, era la ciudad más espléndida de Asia. Las guerras con los birmanos continuaron, y Ayutthaya cayó en 1767, tras quince meses de sitio. Los birmanos saquearon la ciudad, fundieron el oro de las estatuas y sólo dejaron ruinas a su paso.

Ahora era un lugar muy apacible; una ligera brisa levantaba el polvo entre los templos. Del rey Ramathibodi no quedaba gran cosa, salvo unas pocas líneas en la
Guía Michelin
. La imagen del Buda, por el contrario, seguía muy presente, y conservaba todo su sentido. Los birmanos habían deportado a los artesanos tailandeses para construir templos idénticos unos cientos de kilómetros más lejos. La voluntad de poder existe, y se manifiesta en forma de
historia
; en sí misma es radicalmente improductiva. La sonrisa del Buda seguía flotando sobre las ruinas. Eran las tres de la tarde. Según la
Guía Michelin
, hacían falta tres días para una visita completa, y un día para una visita rápida. En realidad, nosotros sólo teníamos tres horas; era el momento de sacar las cámaras de vídeo. Me imaginé a Chateaubriand en el Coliseo, con su cámara Panasonic, fumando cigarrillos; probablemente Benson y no Gauloises Light. De cara a una religión tan radical, seguro que sus posiciones habrían sido 76 ligeramente diferentes; habría sentido menos admiración por Napoleón. No me cabía duda de que habría sido capaz de escribir un excelente
Espíritu del budismo
.

Josette y René se aburrieron un poco durante la visita; me dio la impresión de que enseguida empezaron a andar en círculos. Lo mismo que Babette y Léa. Los ecologistas jurásicos, por el contrario, parecían sentirse como peces en el agua, y los naturópatas también; organizaron un impresionante despliegue de material fotográfico. Valérie estaba pensativa y caminaba a lo largo de las avenidas; sobre las losas, entre la hierba. Así es la cultura, me decía yo, jode un poco, y eso está bien; devuelve a cada cual a su propia nada. Dicho esto, me preguntaba cómo lo habían
hecho
los escultores de la época de Ayutthaya. ¿Cómo habían conseguido darles a las estatuas del Buda una expresión de comprensión tan luminosa?

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