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Authors: Michel Houellebecq

Plataforma (7 page)

—No puede haber dieciséis mil…

—¡Exacto! — contestó René, todavía armado con su Guía Michelin—. Se estima que el número de muertos fue de dieciséis mil, pero en el cementerio sólo hay quinientas ochenta y dos tumbas. Son (leía siguiendo las líneas con el dedo) los
quinientos ochenta y dos mártires de la democracia
.

Cuando conseguí mi tercera estrella de esquí, a los diez años, fui a una pastelería a atiborrarme de crepes al Grand Marnier. Fue una fiestecita solitaria; no tenía amigos con los que compartir la alegría. Como todos los años por aquella época, estaba en casa de mi padre, en Chamonix. Él era guía de alta montaña y experto alpinista. Tenía amigos como él, hombres valientes y viriles; yo no me sentía a gusto entre ellos. Nunca me he sentido a gusto entre los hombres. Tenía once años la primera vez que una niña me enseñó el coño; me quedé maravillado, aquel órgano hendido y extraño me pareció adorable. Ella no tenía mucho vello, era una niña de mi edad, se llamaba Martine. Se quedó mucho rato con las piernas abiertas, apartándose las bragas para que la viera bien; pero cuando acerqué la mano le entró miedo y salió corriendo. Todo esto me parecía reciente, no tenía la impresión de haber cambiado mucho. Mi entusiasmo por los coños no había disminuido, incluso me parecía que aquél era uno de mis últimos rasgos plenamente humanos, reconocibles; en cuanto al resto, ya no estaba muy seguro.

Poco después de subir de nuevo al autobús, Sôn tomó la palabra. Nos dirigíamos hacia el lugar donde íbamos a pasar la noche, que era, según quería subrayar, realmente excepcional. No había televisión ni vídeo. Ni electricidad: sólo velas. No había cuarto de baño, salvo el agua del río. Ni colchones ni esteras. Retorno total a la naturaleza. Mentalmente, anoté que aquel retorno a la naturaleza se manifestaba de entrada como una serie de privaciones; los ecologistas jurásicos —que se llamaban, según había oído a mi pesar durante el viaje en tren, Eric y Sylvie— babeaban de impaciencia.

—Cocina francesa esta noche —concluyó Sôn, sin relación aparente con lo que acababa de decir—. Ahora nosotros comer tailandés. Pequeño restaurante también, orilla río.

El sitio era encantador. Había mesas a la sombra de los árboles. Junto a la entrada, un estanque soleado con tortugas y ranas. Me quedé mucho rato mirando las ranas; una vez más, me asombraba la extraordinaria proliferación de la vida en aquel clima. Entre dos aguas nadaban unos peces blancuzcos.

Más arriba había nenúfares y pulgas de agua. Los insectos se posaban constantemente en los nenúfares. Las tortugas observaban todo esto con la placidez que caracteriza a su especie.

Sôn vino a avisarme de que ya estaban sirviendo la comida. Me dirigí a la sala a orillas del río. Habían preparado dos mesas de seis; no quedaba un solo sitio libre. Miré a mi alrededor con un ligero pánico, pero René vino rápidamente en mi ayuda.

—¡No se preocupe, venga a nuestra mesa! — exclamó con generosidad—. Pondremos un cubierto a la cabecera.

Así que me senté a la mesa que correspondía, aparentemente, a las
parejas constituidas
: los ecologistas jurásicos, los naturópatas —que, esta vez me enteré, se llamaban Albert y Suzanne— y los dos charcuteros mayores. No tardé en convencerme de que aquel arreglo no respondía a ninguna afinidad real, sino a la situación de emergencia que había debido de presentarse en el momento del reparto de mesas; las parejas se habían reagrupado instintivamente, como en cualquier situación de emergencia; en resumen, que aquella comida no era otra cosa que una
ronda de observación
.

Al principio, la conversación versó sobre los
masajes
, tema que a los naturópatas parecía encantarles. La noche anterior, Albert y Suzanne se habían saltado las danzas tradicionales para disfrutar de un excelente masaje en la espalda. René le obsequió con una leve sonrisa picante; la expresión de Albert le dejó claro que su actitud estaba completamente fuera de lugar. El masaje tradicional tailandés, dijo fogosamente, no tenía nada que ver con quién sabe qué prácticas; era la herencia de una civilización centenaria, por no decir milenaria, que además coincidía a la perfección con las enseñanzas chinas sobre los puntos de acupuntura. Ellos mismos lo practicaban en su clínica de Montbéliard, aunque por supuesto no tenían la destreza de las facultativas talilandesas; la noche anterior les habían dado una buena lección. Eric y Sylvie le escuchaban fascinados. René dejó escapar una tosecilla incómoda; desde luego, la pareja de Montbéliard no encajaba con imágenes lúbricas. ¿A quién se le habría ocurrido la idea de que Francia era el país de la chocarrería y el
libertinaje
.? Francia era un país siniestro, totalmente siniestro y burocrático.

—A mí también me dieron un masaje, pero la chica terminó por los cojones… —intervine sin convicción. Como estaba masticando anacardos nadie me entendió; excepto Sylvie, que me miró horrorizada. Bebí un trago de cerveza y le sostuve la mirada sin sentirme incómodo; ¿sería capaz aquella chica, al menos, de ocuparse
correctamente
de una polla?

Bueno, no había pruebas. Mientras tanto, podía dedicarme a esperar el café.

—Es verdad que las niñas son muy monas… —dijo Josette cogiendo un trozo de papaya y contribuyendo así al malestar general. El café tardaba lo suyo. ¿Qué se puede hacer al final de una comida cuando no te dejan fumar? Yo asistía tranquilamente al aumento del fastidio mutuo. Concluimos la conversación, no sin esfuerzo, con algunos comentarios sobre el tiempo.

Volví a ver a mi padre clavado en la cama, fulminado por una depresión súbita que resultaba terrorífica en un hombre tan activo; lo rodeaban sus amigos alpinistas, incómodos, impotentes ante aquella enfermedad. Una vez me dijo que si hacía tanto deporte era para embrutecerse, para no pensar: yo estaba convencido de que había logrado vivir toda su vida sin hacerse una sola pregunta sobre la condición humana.

7

Ya en el autobús, Sôn volvió a tomar la palabra. La región fronteriza que íbamos a atravesar estaba poblada en parte por refugiados birmanos, de origen karen; pero eso no era un inconveniente. Karenes bien, dijo Sôn, valientes, niños trabajan bien en colegio, no preocupar. Nada que ver con ciertas tribus del Norte, con las que no tendríamos ocasión de cruzarnos durante el viaje; y, según ella, no nos perdíamos nada. Sobre todo en el caso de los akkhas, a los que parecía tener bastante manía. A pesar de los esfuerzos del gobierno, los akkhas se mostraban incapaces de renunciar al cultivo de la adormidera, su actividad tradicional. Eran vagamente animistas y comían perros. Akkhas malos, subrayó Sôn con energía: aparte cultivo adormidera y cosecha frutos, no saber hacer nada; niños no trabajar en colegio. Dinero mucho gastado por ellos; resultado ninguno. Ser completamente inútiles, concluyó con un gran espíritu de síntesis.

Así que al llegar al hotel observé con curiosidad a aquellos famosos karenes, que trajinaban a orillas del río. Ahora que los tenía en el punto de mira —sin metralleta, claro—, no me parecían tan malos; lo más evidente es que adoraban a sus elefantes. Su mayor alegría parecía ser bañarse en el río y cepillar el lomo de sus elefantes. Cierto que no se trataba de
rebeldes karenes
, sino de
karenes corrientes
, que precisamente habían huido de la zona de conflicto porque estaban cansados de todas aquellas historias y la causa de la independencia karen les importaba bastante poco.

En la habitación, un folleto me resumió la historia del
complejo turístico
, que había nacido gracias a una hermosa aventura humana: la de Bertrand Le Moal,
trotamundos pionero
, que en la década de los sesenta se enamoró del lugar y «allí plantó el petate». Con esfuerzo, y también con ayuda de sus amigos karenes, creó poco a poco aquel «paraíso ecológico», del que ahora podía disfrutar una clientela internacional.

Cierto que el sitio era espléndido. Suspendidos sobre el río, que vibraba bajo los pies, había pequeños chalets de madera de teca delicadamente tallada, unidos por una florida crujía. El hotel estaba encajonado en el fondo de un valle; una espesa selva cubría las laderas. En cuanto salí a la terraza, se hizo un profundo silencio. Tardé unos segundos en comprender por qué: todos los pájaros habían dejado de cantar a la vez. Era la hora en que la selva se prepara para la noche.

¿Qué grandes predadores habría en aquellos bosques? Seguramente poca cosa, dos o tres leopardos; pero me apostaba algo a que abundaban las arañas y las serpientes. Anochecía deprisa. En la otra orilla, un mono solitario saltaba entre los árboles; lanzó un chillido breve. Parecía ansioso, con ganas de reunirse con su grupo.

Volví a la habitación y encendí las velas. El mobiliario era escaso: una mesa de teca, dos catres de madera rústica, sacos de dormir y esteras. Me pasé un cuarto de hora embadurnándome concienzudamente de loción antiinsectos. Los ríos son bonitos, pero, ya se sabe, atraen a los mosquitos.

También había una barrita de citronela para quemar; la precaución no me pareció inútil.

Cuando salí a cenar, se había hecho completamente de noche; entre las casas colgaban guirnaldas de bombillas multicolores. Así que en aquella aldea había electricidad, pensé; simplemente, no se habían molestado en instalarla en las habitaciones. Me detuve un momento y me apoyé en la barandilla para mirar el río; la luna había salido y se reflejaba en el agua. Enfrente se distinguía confusamente la masa oscura de la selva; de vez en cuando se oía el graznido ronco de un ave nocturna.

Los grupos humanos compuestos de un mínimo de tres personas tienen una tendencia aparentemente espontánea a dividirse en dos subgrupos hostiles. Servían la cena en un embarcadero en mitad del río; esta vez habían preparado dos mesas de ocho. Los ecologistas y los naturópatas ya se habían instalado en una de ellas; los ex charcuteros en otra, de momento solos. ¿Qué habría provocado la ruptura? Quizá la discusión de mediodía sobre los masajes, que en el fondo no había ido nada bien. Además, por la mañana, Suzanne, sobriamente vestida con un blusón y un pantalón de lino blancos —bien pensados para subrayar su sequedad de formas— había resoplado de risa al ver el vestido de flores de Josette.

Sea como fuere, ya había empezado la distribución. Con cierta cobardía, empecé a andar un poco más despacio para que Lionel, mi vecino de asiento en el avión y ahora de bungalow, me adelantara. Eligió muy deprisa, de modo apenas consciente; me dio la impresión de que ni siquiera fue una elección movida por las afinidades, sino una especie de
solidaridad de clase
, o más bien (porque él trabajaba en GDF,
[8]
y por lo tanto era funcionario, mientras que los otros eran ex pequeños comerciantes) una
solidaridad de nivel educativo
, René nos saludó con evidente alivio. En ese momento, nuestra decisión todavía no era crucial; si nos hubiéramos unido a los otros, habríamos confirmado enérgicamente el aislamiento de los ex charcuteros; mientras que así, en el fondo, sólo habíamos equilibrado las mesas.

Babette y Léa llegaron poco después y se sentaron, sin la menor vacilación, en la mesa de al lado.

Pasado un buen rato —ya habían servido los entremeses—, Valérie apareció a la entrada del embarcadero; miró a su alrededor con aire indeciso. En la mesa vecina, al lado de Babette y Léa, había dos sitios libres. Valérie dudó un poco más; luego se decidió de pronto y vino a sentarse a mi izquierda.

Josiane había tardado más que de costumbre en arreglarse; debía de haberle costado trabajo maquillarse a la luz de las velas. Su vestido de terciopelo negro no estaba mal; un poco escotado, pero sin pasarse. Ella también hizo una pausa, y luego se sentó enfrente de Valérie.

Robert llegó el último, con paso vacilante; seguro que había empinado el codo antes de cenar, lo había visto un rato antes con una botella de Mekong. Se dejó caer pesadamente en el banco, a la derecha de Valérie. Un grito breve pero espantoso se elevó de la selva cercana; probablemente un pequeño mamífero que acababa de vivir sus últimos instantes.

Sôn pasó entre las mesas para comprobar que todo iba bien, que estábamos perfectamente instalados. Ella cenaba sola con el conductor; un reparto poco democrático que ya en el desayuno había despertado la reprobación de Josiane.

Pero creo que, en el fondo, ella lo prefería así, aunque no tuviese nada contra nosotros; por muchos esfuerzos que hiciera, las largas discusiones en francés le pesaban un poco.

En la mesa de al lado, charlaban animadamente sobre la belleza del lugar; la alegría de encontrarse en plena naturaleza, lejos de la civilización; los valores esenciales, etc.

—Es que es genial —confirmó Léa—. ¿Han visto? Estamos en plena selva de verdad… Es que no me lo creo.

A nosotros nos costaba más encontrar un terreno común. Frente a mí, Lionel comía plácidamente, sin hacer el menor esfuerzo por animar la reunión. Yo miraba de reojo con nerviosismo. En un momento dado vi a un gordo barbudo salir de las cocinas para arengar violentamente a los camareros; tenía que ser el famoso Bertrand Le Moal. Para mí, hasta entonces, su mérito más obvio era haberles enseñado a los karenes la receta del
gratin dauphinois
. Era delicioso; y el asado de cerdo era perfecto, crujiente y tierno a la vez.

—Lo único que falta es un poco de tintorro… —dijo René con melancolía. Josiane frunció los labios con desprecio. No hacía falta preguntarle lo que pensaba de los turistas franceses que no podían viajar sin su tintorro. Valérie salió en defensa de René con bastante torpeza. Dijo que con la cocina tailandesa el vino no se echaba de menos, pero que con la francesa habría estado justificado. De todas formas, ella sólo bebía agua.

—¡Si uno viaja al extranjero —recalcó Josiane—, es para probar la cocina
local
y conocer las costumbres
locales
.! Si no, más vale quedarse en casa.

—¡Estoy de acuerdo! — gritó Robert. Ella se interrumpió, cortada, y le miró con odio.

—A veces ponen demasiadas especias… —confesó Josette con timidez—. Parece que a ustedes no les desagrada… —dijo mirándome, sin duda para aligerar la atmósfera.

—No, no, a mí me encanta. Cuantas más especias, más me gusta. En París siempre voy a restaurantes chinos —contesté apresuradamente. Así la conversación se desvió hacia los restaurantes chinos, que en los últimos tiempos se habían multiplicado tanto en París. A Valérie le gustaban mucho por los menús de mediodía: no eran nada caros, estaban mucho mejor que los sitios de comida rápida, y seguro que todo era mucho más sano. Josiane no tenía nada que decir sobre el tema, comía en el restaurante de la empresa; en cuanto a Robert, debía de pensar que la conversación era indigna de él. En resumen, que las cosas fueron más o menos bien hasta los postres.

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