—¿Cómo? —la mente de Robert estaba acelerada—. Una vez que has hecho eso… ¿qué pasa con los números cardinales más altos? ¿Un Oráculo para los Oráculos, capaz de probar las conjeturas sobre los números reales?
Helen sonrió enigmática.
—Sólo el primer problema debería tomarte cuarenta o cincuenta años para resolver. Por lo que respecta al resto —ella se apartó de él, moviéndose hacia la oscuridad del vestíbulo—, ¿qué te hace pensar que conozco la respuesta? —le sopló un beso, luego se desvaneció de la vista.
Robert dio un paso hacia ella, pero el vestíbulo estaba desierto.
Regresó hacia el automóvil, triste y exaltado, su corazón palpitando.
—¿Ahora adonde, señor? —preguntó el conductor con cansancio.
—Más arriba y más adentro —dijo Robert.
La noche siguiente al funeral, Jack anduvo deambulando por la casa hasta las tres de la mañana. ¿Cuándo sería soportable?
¿Cuándo?
Mientras agonizaba, ella mostró más fuerza y valor que los que ahora sentía en su interior. Pero ella los compartiría con él en las próximas semanas. Los compartiría con todos.
En la cama, en la oscuridad, trató de sentir su presencia a su alrededor. Pero fue forzado, prematuro. Una cosa era tener fe en que ella lo estaba observando, pero otra era esperar que disipara cada rastro de dolor, cada rastro de pena.
Esperó a dormirse. Necesitaba descansar algo antes del amanecer, o ¿cómo enfrentaría a los hijos de ella en la mañana?
Gradualmente, fue consciente de que había alguien parado en la oscuridad al pie de la cama. Mientras examinaba y volvía a examinar las sombras, se formó una imagen clara del rostro de la aparición.
Era el suyo. Más joven, más feliz, más seguro de sí mismo.
Jack se sentó.
—¿Qué quieres?
—Quiero que vengas conmigo. —La figura se aproximó, se detuvo cuando Jack se retrajo.
—Ir contigo, ¿adónde? —preguntó Jack.
—A un lugar donde ella te está esperando.
Jack negó con la cabeza.
—No. No te creo. Dijo que ella misma vendría por mí, cuando llegara el momento. Dijo que me guiaría.
—Entonces ella no comprendía —insistió de modo cortés la aparición—. No sabía que podía llevarte yo mismo. ¿Crees que la enviaría en mi lugar? ¿Crees que rehuiría la tarea?
Jack buscó el rostro sonriente y suplicante.
—¿Quién eres? —
¿Su propia alma, en el Cielo, rehecha?
¿Era éste un obsequio que Dios le ofrecía a todos? ¿Encontrar, antes de la muerte, lo que habría llegado a ser… si hubiera podido elegir? ¿Entonces incluso esto sería un acto de libre albedrío?
—Stoney me persuadió de dejar que su amigo tratara a Joyce —dijo la aparición—. Seguimos viviendo juntos. Ha pasado más de un siglo, y ahora queremos que te unas a nosotros.
Jack sintió que el terror lo ahogaba.
—¡No! ¡Esto es un truco!
¡Eres el Diablo!
—No existe el Diablo —respondió la figura suavemente—. Y tampoco hay Dios. Sólo personas. Pero te aseguro que las personas con el poder de dioses son más generosas de lo que jamás imaginamos.
Jack se cubrió la cara.
—Déjame. —Susurró fervientes oraciones y esperó. Era una prueba, un momento de vulnerabilidad, pero Dios no lo abandonaría así de desvalido, cara a cara con el Enemigo, durante más tiempo que el que pudiera soportar.
Descubrió su rostro. La figura todavía estaba allí.
—¿Recuerdas cuando la fe te llegó? ¿La sensación de un escudo a tu alrededor que se disolvía, un blindaje que llevabas para mantener a Dios a raya?
—Sí —Jack reconoció desafiante la verdad; no sentía miedo de que esta abominación pudiera ver en su pasado, en su corazón.
—Eso requiere fortaleza: admitir que necesitabas a Dios. Pero también es necesario el mismo tipo de fortaleza para comprender que
algunas necesidades nunca pueden ser satisfechas.
No puedo prometerte el Cielo. No tenemos enfermedades, no tenemos guerras, no tenemos pobreza, pero tenemos que descubrir nuestro propio amor, nuestra propia virtud. No hay una palabra final de consuelo. Sólo nos tenemos el uno al otro.
Jack no respondió; esta fantasía blasfema ni siquiera merecía que la cuestionara.
—Sé que estás mintiendo —dijo—. ¿Realmente crees que dejaría solos a los muchachos aquí?
—Regresarán a América, con su padre. ¿Cuántos años crees que estarás con ellos, si te quedas? Ya han perdido a su madre. Ahora será más fácil para ellos, una ruptura simple y limpia.
—¡Sal de mi casa! —gritó colérico Jack.
La figura se acercó más y se sentó sobre la cama. Puso una mano sobre el hombro de Jack, que sollozó.
—¡Ayúdenme! —Pero no sabía de quien estaba invocando ayuda.
—¿Recuerdas la escena en
La silla de roble.
¿Cuando la Arpía atrapa a todos en su cueva subterránea, y trata de convencerlos de que no existe Nescia? Sólo este pálido submundo es real, les dice. Todo lo que creyeron haber visto fue sólo un engaño. —El rostro del joven Jack sonrió con nostalgia—. Y nuestro querido y viejo Hombrospesados tuvo una respuesta: él no creía mucho en este «mundo real», como lo llamaba ella. E incluso aunque ella estuviera en lo correcto, dado que cuatro niños pudieron construir un mundo mejor, él prefería continuar creyendo que el mundo imaginado por los niños era el real.
«¡Pero pusimos todo patas para arriba! El mundo real es más rico, más extraño y más maravilloso que todo lo imaginado. Milton, Dante, Juan el Divino son los que te atraparon en un submundo gris y monótono. Ahí es donde estás ahora. Pero si me das tu mano, puedo sacarte».
El pecho de Jack estaba inflamado.
No podía perder su fe. La mantuvo soportando cosas peores que ésta. La mantuvo a través de cada tortura e indignidad que Dios había aplicado al cuerpo frágil de su esposa. Nadie podía sacársela ahora.
Se canturreó a si mismo:
—En los tiempos de problemas, El me encontrará.
La mano fría apretó más fuerte su hombro.
—Puedes estar con ella ahora. Sólo di la palabra y llegarás a ser parte de mí. Te llevaré a mi interior, verás a través de mis ojos y viajarás de regreso al mundo donde vive ella todavía.
Jack sollozó abiertamente.
—¡Déjame en paz! ¡Sólo déjame llorarla!
—Si es eso lo que quietes —asintió triste la figura.
—¡Es lo que quiero!
¡Vete!
—Cuando esté seguro.
De pronto, el pensamiento de Jack regresó al largo desvarío que le había echado Stoney en el estudio. Éste había afirmado que cada elección abría su propio camino. Ninguna decisión podía ser definitiva.
—¡Ahora sé que estás mintiendo! —gritó triunfante—. Si creyeras todo lo que te dijo Stoney, ¿cómo podría significar algo mi elección? ¡Siempre te diría que sí, y siempre te diría que no! ¡Sería todo lo mismo!
—Mientras estoy aquí contigo —respondió solemnemente la aparición—, tocándote,
no puedes ser dividido.
Tu elección importa.
Jack se frotó los ojos y miró el rostro de la aparición. Parecía creer en cada palabra que decía. ¿Y si éste era en verdad su gemelo metafísico hablando tan honestamente como podía, y no el Diablo con una máscara? Tal vez hubiese un grano de verdad en la espantosa visión de Stoney, tal vez ésta era otra versión de sí mismo, una persona viviente que creía con honestidad que ellos dos compartían una historia.
Entonces era un visitante enviado por Dios, para enseñarle humildad. Para enseñarle compasión hacia Stoney. Para mostrarle a Jack que él también, con un poco menos de fe y un poco más de soberbia, podría haber sido condenado por toda la eternidad.
Jack extendió una mano y tocó el rostro de esta pobre alma perdida.
Allí, pero por voluntad de Dios, iré.
—Ya tomé mi decisión. Ahora déjame
Fin de «Oráculo»
Nota del autor:
Cuando las vidas de los personajes ficticios de esta historia tienen paralelo con figuras históricas reales, me serví de las biografías realizadas por Andrew Hodges y A. N. Wilson. La formulación autodual de la relatividad general fue descubierta por Abhay Ashtekar en 1986 y, desde entonces, ha conducido a desarrollos innovadores en la gravedad cuántica, pero las implicaciones ofrecidas aquí son irreales.
2003
Me encontraba caminando hacia el norte por George Street, rumbo a la estación de ferrocarril Town Hall, cavilando sobre las maneras de resolver la tramposa tercera pregunta de mi tarea de álgebra lineal, cuando me topé con una pequeña multitud bloqueando el camino. No reflexioné demasiado sobre el motivo por el que estaban allí; acababa de pasar por un restaurante muy concurrido y frecuentemente veía grupos de personas reunidas frente a él. Pero una vez que comencé avanzar, dando un rodeo para esquivar a la gente y desplazándome hacia el interior de un callejón para no tener que caminar en medio del tránsito, resultó evidente que no se trataba de simples comensales, provenientes del almuerzo de despedida de algún colega que se jubilaba y demorando su regreso a la oficina el mayor tiempo posible. Vi con mis propios ojos qué era exactamente lo que les llamaba la atención.
En el callejón, a veinte metros de distancia, había un hombre tirado de espaldas en el suelo, protegiéndose el rostro ensangrentado con las manos, mientras otros dos hombres, que estaban de pie junto él, lo golpeaban implacablemente con una especie de varas delgadas. Al principio pensé que las varas eran tacos de billar, pero luego advertí que tenían garfios metálicos en los extremos. Yo había visto esas armas siniestras una sola vez, en otro sitio: mi escuela primaria, donde un celador encargado de las ventanas las utilizaba al comenzar y al finalizar el día de clase. Se empleaban para abrir y cerrar las arcaicas ventanas con bisagras cuando estaban demasiado altas para alcanzarlas con las manos.
Me volví hacia los demás espectadores.
—¿Alguien llamó a la policía?
Sin mirarme, una mujer asintió y dijo:
—Usaron un teléfono móvil, hace un par de minutos.
Los asaltantes debían de saber que la policía estaba en camino, pero al parecer estaban tan comprometidos con su tarea que no pensaban abandonarla hasta que fuera absolutamente necesario. Permanecían de espaldas al gentío; tal vez no eran completamente imprudentes y temían que los identificaran. El hombre que estaba en el suelo estaba vestido como un ayudante de cocina. Aún se movía, tratando de protegerse pero hacía menos ruido que sus atacantes; la necesidad o la capacidad de gritar de dolor habían desaparecido de su cuerpo a fuerza de golpes.
En cuanto a sus pedidos de auxilio, bien podía haberse ahorrado la molestia.
Un escalofrío me recorrió el cuerpo; me sobrevino una helada Y enfermiza sensación de revoltijo en las tripas un momento antes de darme cuenta conscientemente:
Voy a presenciar el asesinato de alguien Y no voy a hacer nada.
Pero esta no era una pelea de borrachos en la que unos pocos curiosos pueden acercarse y separar a los contrincantes; los dos asaltantes debían de ser criminales en serio, encargándose de un ajuste de cuentas. Mantener distancia de algo así era una cuestión de sentido común. Yo podría ir a la corte, salir de testigo, pero nadie podría esperar nada más de mí. Menos aún cuando otras treinta personas se habían comportado exactamente igual que yo.
Los hombres del callejón no tenían pistolas. Si hubiera sido así, ya las habrían usado. No iban a liquidar a nadie que se interpusiera en su camino. Una cosa era no convertirse en mártir, pero ¿cuánta gente podían dejar fuera de combate con sus varas esos dos vagabundos enojados?
Desabroché mi mochila y la apoyé en el suelo. Absurdamente, eso me hizo sentir más vulnerable; siempre me preocupaba perder los libros de texto.
Piénsalo. No sabes lo que estás haciendo.
No había participado en nada parecido a una pelea de puños desde los trece años. Miré a los extraños que me rodeaban, preguntándome si alguno vendría conmigo si les imploraba que corriéramos todos juntos hacia los hombres. Pero eso no iba a ocurrir. Yo era un joven debilucho, de dieciocho años y con una camiseta adornada con las Ecuaciones de Maxwell. No tenía presencia ni autoridad. Nadie me secundaría en el escandaloso combate.
Solo, estaría tan indefenso como el sujeto del suelo. Esos hombres me partirían el cráneo en un instante. Entre la multitud había media docena de oficinistas de contextura sólida, de veintitantos años; si esos jugadores de rugby de fin de semana no se sentían competentes para intervenir, ¿qué posibilidades tenía yo?
Me agaché para recoger la mochila. Si no iba a ayudar en nada, no tenía sentido quedarme allí. Me enteraría de lo ocurrido en el noticiero vespertino.
Comencé a desandar mis pasos, enfermo de desprecio por mí mismo. Esto no era la
kristallnacht.
Mis nietos no me harían preguntas embarazosas. Nadie me lo reprocharía jamás.
Como si eso fuera la medida de todo.
—A la mierda. —Dejé caer la mochila y corrí por el callejón.
Antes de que advirtieran mi presencia, llegué a estar tan cerca que sentía el olor del sudor de los tres cuerpos por encima del tufo de la basura en putrefacción. El agresor más próximo me miró por encima del hombro con expresión ofendida, luego divertida. No se molestó en reposicionar su arma en el aire: cuando le envolví el cuello con un brazo, con la esperanza de hacerle perder el equilibrio, me incrustó el codo en el pecho, dejándome sin aliento. Seguí sujetándolo desesperadamente, manteniendo la presión, pero sin poder aumentarla. Cuando trató de soltarse haciendo palanca, logré darle un puntapié y hacer que sus pies resbalaran. Ambos caímos sobre el asfalto, yo debajo de él.
El hombre se zafó y se levantó trabajosamente. Al tiempo que yo luchaba por enderezarme, imaginándome un gancho de metal clavándose en mi cara, alguien silbó. Levanté la vista y vi al segundo hombre haciéndole un gesto a su compañero; miré hacia donde él miraba. Una docena de hombres y mujeres se acercaban por el callejón, avanzando juntos a paso rápido. No era un panorama especialmente amenazador —yo había visto muchedumbres mucho más enojadas, con símbolos de la paz pintados en sus rostros— pero la simple superioridad numérica era suficiente para garantizar alguna inconveniencia. El primer hombre retrocedió lo necesario para patearme las costillas. Luego los dos huyeron.