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Authors: Greg Egan

Tags: #Ciencia ficción

Oceánico (24 page)

—No. Tómala en tus brazos, nada más.

Francine escudriñó la forma inerte de la camilla.

—¡No puedo! —gimió—. Cuando la abrace, ella debe sentir que es lo más valioso del mundo para mí. ¿Cómo puedo hacerle creer eso, cuando sé que podría arrojarla contra la pared sin causarle ningún daño?

Nos quedaban dos minutos. Sentí que mi respiración se volvía entrecortada. Podía enviar al Procs un código de interrupción, pero ¿qué ocurriría si al hacerlo establecía un precedente? Si uno de nosotros había dormido muy poco, si Francine llegaba tarde al trabajo, si nos convencíamos de que nuestra hija especial era tan única que merecía unas pequeñas vacaciones de sus necesidades, ¿qué nos impediría hacer lo mismo una y otra vez?

Abrí la boca para amenazarla: «O la levantas en brazos ahora mismo, o lo haré yo». Me detuve y dije:

—Sabes el daño psicológico que le causarías si la dejaras caer al suelo. El hecho mismo de que tengas miedo de transmitirle que no te sientes tan protectora como debes será, para ella, una señal tan fuerte como cualquier otra. Ella te importa. Lo percibirá.

Francine me miró fijamente, llena de dudas.

—Lo sabrá —dije—. Estoy seguro.

Francine estiró los brazos hacia la camilla y levantó en sus brazos el cuerpo laxo. Viéndola acunar a esa forma sin vida, sentí un retortijón de ansiedad en las tripas; no se parecía en nada a lo que había experimentado cuando acosté en el suelo las cinco cáscaras de plástico para inspeccionarlas.

Desterré a la barra de progreso y volé en caída libre durante los segundos finales: contemplando a mi hija, deseando que se moviera.

Su pulgar dio un respingo; luego sus piernas se movieron débilmente, como una tijera. No podía ver el resto, de modo que observé la expresión de Francine. Por un instante, creí detectar una tensión horrorizada en los extremos de su boca, como si estuviera a punto de retroceder para alejarse de ese golem. Luego la niña comenzó a berrear y a patear, y Francine se echó a llorar con una alegría inocultable.

Mientras ella elevaba a la bebé hacia su rostro y le plantaba un beso en la frente arrugada, sufrí mi propio momento de inquietud. ¡Con qué facilidad le había surgido esa reacción tierna, considerando que el cuerpo bien podía haber nacido a la vida gracias a la clase de
software
utilizado para animar a los personajes de los juegos y las películas!

Sin embargo, no había sido así. No había existido nada falso ni fácil en la ruta que nos había conducido a este momento, para no mencionar la que había recorrido Isabelle; ni siquiera habíamos intentado modelar la vida con arcilla, con nada. Sencillamente, habíamos desviado un hilito de agua de un río que ya tenía cuatro mil millones de años.

Francine apoyó a nuestra hija contra su hombro y la hamacó hacia delante y atrás.

—¿Tienes el biberón, Ben?

Caminé hasta la cocina como mareado; el microondas se había anticipado al feliz acontecimiento y la fórmula estaba lista.

Regresé a la habitación y le entregué el biberón a Francine.

—¿Puedo tenerla en brazos antes de que empieces a darle de comer?

—Claro. —Se inclinó para besarme; luego me entregó a la niña y yo la alcé del modo que había aprendido a hacerlo con los bebés de parientes y amigos, envolviéndole la nuca con mi mano. La distribución del peso, la cabeza pesada, la inestabilidad del cuello, se sentían igual que las de cualquier otro bebé. Sus ojos seguían fuertemente cerrados, mientras chillaba y sacudía los brazos.

—¿Cómo te llamas, mi niña preciosa? —Habíamos reducido la lista de nombres a una docena de posibilidades, pero Francine no había querido decidirse por ninguno hasta que hubiera visto a su hija respirar por primera vez—. ¿Ya te has decidido?

—Quiero que se llame Helen.

Mirando a la bebé, me parecía que sonaba muy de vieja. Anticuado, como mínimo. La tía abuela Helen. Helena Bonham-Carter. Me reí estúpidamente y mi hija abrió los ojos.

Se me erizó la piel de los brazos. Los ojos oscuros no podían encontrar mi cara, pero la niña no ignoraba mi presencia. El amor y el miedo recorrieron mis venas.
¿Cómo pude suponer que soy capaz de darle lo que necesita?
Aunque mi buen juicio hubiera sido impecable, mi capacidad de actuar de acuerdo a él era muy burda, más allá de toda medida.

Pero nosotros éramos lo único que tenía. Cometeríamos errores, perderíamos el rumbo, pero yo tenía que creer que algo permanecería firme. Alguna porción del apabullante amor y de la resolución que yo sentía ahora tendría que permanecer, en todas las versiones de mí que pudieran rastrear sus antecedentes hasta este momento.

—Te llamas Helen —dije.

6

22041

—¡Sophie!
¡Sophie!
—Helen corría delante de nosotros, hacia las puertas de arribo por donde estaban entrando Isabelle y Sophie. Sophie, ahora casi de dieciséis años, era mucho menos demostrativa, pero sonrió y saludó con la mano.

—¿Alguna vez has pensado en mudarte? —dijo Francine.

—Puede ser, si primero cambian las leyes europeas —respondí.

—Vi un trabajo en Zürich al que podría postularme.

—No creo que debamos poner todo patas arriba para que ellas estén juntas. Quizás se llevan bien porque se visitan ocasionalmente y por la red. No es que no tengan otras amigas.

Isabelle se acercó y nos saludó con besos en las mejillas. Las primeras veces, yo detestaba sus visitas, pero ahora me parecía más una prima levemente autoritaria que una funcionaría dedicada a la protección infantil cuya sola presencia implicaba que podíamos haber cometido alguna fechoría.

Sophie y Helen nos alcanzaron. Helen se colgó de la manga de Francine.

—¡Sophie tiene novio! Daniel. Me mostró su fotografía. —Hizo gesto de desmayarse, burlonamente, con una mano en la frente.

Miré a Isabelle, que dijo:

—El chico va a la misma escuela. Es muy dulce, de verdad.

Sophie hizo una mueca, abochornada.

—Los niños de tres años son «dulces». —Se volvió hacia mí y dijo—: Daniel es encantador, sofisticado y
muy
maduro.

Me sentí como si me hubiese caído un yunque en el pecho. Mientras cruzábamos el estacionamiento, Francine murmuró:

—No tengas un infarto todavía. Tienes mucho tiempo para ir acostumbrándote a la idea.

Las aguas de la bahía centelleaban bajo el sol mientras cruzábamos el puente rumbo a Oakland. Isabelle describió la última sesión del comité parlamentario europeo sobre los derechos de los iada. El borrador de una propuesta que garantizaba la categoría de persona a cualquier sistema que contuviera y actuara según una cantidad significativa de información proveniente de ADN humano estaba ganando apoyo; era un concepto difícil de definir rigurosamente, pero la mayoría de las objeciones eran más hilarantes que prácticas. «¿La Base de Datos Proteomica Humana es una persona? ¿La Simulación Psicológica Referencial de Harvard es una persona?». Las BDPH modelaban el cerebro solamente en términos de lo que éste extraía de la corriente sanguínea o infundía en la misma; en las simulaciones no había nadie que se estuviera volviendo loco en silencio.

Por la noche, cuando las chicas estaban arriba, Isabelle comenzó a sondeamos gentilmente. Traté de que mis dientes no rechinaran demasiado. Por cierto, no la culpaba por tomarse en serio sus responsabilidades; si, a pesar del proceso de selección, hubiéramos resultado ser unos monstruos, las leyes penales no habrían ofrecido una solución. Nuestro compromiso, asumido en el contrato de licencia, era la única garantía de que Helen fuese tratada humanamente.

—Este año está obteniendo buenas calificaciones —advirtió Isabelle—. Debe de estar adaptándose.

—Sí —contestó Francine. Helen no tenía derecho a una educación estatal gratuita y la mayoría de las escuelas privadas se habían mostrado abiertamente hostiles, o bien habían inventado excusas tales como que sus pólizas de seguro calificarían a Helen como maquinaria peligrosa. (Isabelle había llegado a un acuerdo con las aerolíneas: durante los vuelos, Sophie tenía que ser desactivada y parecer dormida, pero no le exigían que la embalara ni que la hiciera viajar en la bodega de carga). La primera escuela comunitaria que habíamos intentado no había funcionado, pero finalmente encontramos otra, cerca del campus de Berkeley, donde todos los padres se sentían felices de contar con la presencia de Helen. Esto la había salvado de la perspectiva de ingresar en una escuela de la red; no eran tan malas, pero estaban pensadas para niños aislados, geográficamente o por alguna enfermedad, circunstancias que no se podían superar de otro modo.

Isabelle nos dio las buenas noches sin quejas ni consejos; Francine y yo nos quedamos sentados junto al fuego un rato, sonriéndonos mutuamente. Era agradable obtener un informe libre de manchas por una vez en la vida.

A la mañana siguiente, mi alarma sonó una hora más temprano. Me quede inmóvil por un momento, esperando a que se me aclararan las ideas, antes de preguntarle a mi buscador de conocimiento por qué me había despertado.

Aparentemente, la visita de Isabelle había aparecido publicada como artículo principal en algunos boletines de la Costa Este. Un grupo de miembros del Congreso habían estado siguiendo el debate de Europa y no les gustaba el rumbo que estaba tomando. Isabelle, declaraban, había entrado sigilosamente al país, como una agitadora. A decir verdad, ella se había ofrecido a testificar ante el Congreso en cualquier momento en que desearan conocer más sobre su trabajo, pero ellos nunca la habían convocado.

No quedaba claro si habían sido periodistas o activistas anti-iada los que habían conseguido su itinerario y escarbado un poco, pero ahora todos los detalles estaban desparramados por todo el país y los manifestantes ya se estaban congregando frente a la escuela de Helen. Habíamos enfrentado pelotones de gente de los medios, de fanáticos y de activistas anteriormente, pero las imágenes que me mostraba el buscador eran perturbadoras: eran las cinco de la mañana y la multitud ya había rodeado la escuela. Tuve el recuerdo de algunos videos de noticias que había visto cuando era adolescente, que mostraban jovencitas de escuela, en Irlanda del Norte, abriéndose paso bajo los golpes de los manifestantes de una protesta organizada por la facción política opositora; ya no me acordaba de quiénes eran los católicos y quiénes los protestantes.

Desperté a Francine y le expliqué la situación.

—Podríamos decirle que se quede en casa —sugerí.

Francine parecía estar debatiéndose entre dos opciones, pero finalmente coincidió.

—Probablemente se acabe todo cuando Isabelle se marche, el domingo. Faltar un día a la escuela no es exactamente capitular ante la chusma.

En el desayuno, le conté las noticias a Helen.

—No voy a quedarme en casa —dijo.

—¿Por qué no? ¿No quieres tener más tiempo para parlotear con Sophie?

Eso le causó gracia.

—¿Parlotear? ¿Eso lo decían los
hippies?
—En su cronología personal de San Francisco, todo lo que había existido antes de su nacimiento pertenecía al mundo retratado en los museos turísticos de Haight-Ashbury.

—Charlar. Escuchar música. Interactuar socialmente en la forma que más te agrade.

Analizó esta última definición de final abierto.

—¿Ir de compras?

—No veo por qué no. —No había manifestantes frente a la casa y, aunque probablemente nos estaban vigilando, la protesta era demasiado grande como para trasladarse con facilidad. Tal vez todos los demás padres también harían quedarse en casa a sus hijos, dejando solos a los diversos agita-carteles para que se pelearan entre ellos.

Helen lo reconsideró.

—No. Eso lo haremos el sábado. Quiero ir a la escuela.

Eché una mirada a Francine. Helen agregó:

—No pueden lastimarme. Estoy grabada en copias de seguridad.

—No es agradable que te griten —le dijo Francine—. Que te insulten. Que te empujen.

—No creo que sea
agradable
—respondió Helen con desprecio—. Pero no les voy a permitir que me digan lo que tengo que hacer.

Hasta la fecha, un puñado de extraños se le habían acercado lo suficiente como para insultarla a los gritos, y algunos niños de su primera escuela se habían comportado casi tan violentamente como cualquier matón (común, no adicto a las drogas ni sicótico) de nueve años, pero ella nunca se había enfrentado a algo como esto. Le mostré las noticias en vivo. No se inmutó. Francine y yo nos retiramos a la sala para deliberar.

—Creo que no es una buena idea —dije. Por sobre todo lo demás, yo estaba comenzando a ser presa de un terror paranoide de que Isabelle nos echara la culpa de toda la situación. Menos ilusa, ella fácilmente podía desaprobamos por exponer a Helen a los manifestantes. Y aunque eso no fuera suficiente para que nos revocara la licencia de inmediato, erosionar la confianza que había depositado en nosotros finalmente podía llevamos a sufrir el mismo destino.

Francine lo pensó por un momento.

—Si vamos con ella, si los dos caminamos junto a ella, ¿qué nos van a hacer? Si nos ponen un dedo encima, es agresión física. Si tratan de quitárnosla a la fuerza, es robo.

—Sí, pero hagan lo que hagan Helen escuchará todo el veneno que le escupirán encima.

—Ella mira las noticias, Ben. No será la primera vez que lo oye.

—Oh, mierda. —Isabelle y Sophie habían bajado para desayunar; oí que Helen, con calma, les contaba sus planes.

—Olvídate de complacer a Isabelle —dijo Francine—. Si Helen quiere hacer esto sabiendo lo que trae aparejado y nosotros podemos mantenerla a salvo, deberíamos respetar su decisión.

Sentí una punzada de furia ante la insinuación no declarada: habiendo llegado tan lejos para permitirle a nuestra hija tomar decisiones significativas, yo sería un hipócrita si me interpusiera en su camino.
¿Sabiendo lo que trae aparejado?
Sólo tenía nueve años y medio.

Admiraba su coraje, sin embargo, y realmente creía que podíamos protegerla.

—Está bien —dije—. Llama a los otros padres. Yo informaré a la policía.

Apenas nos bajamos del coche, nos detectaron. Sonaron gritos y una ola de gente furiosa se lanzó hacia nosotros.

Miré a Helen y apreté su mano con más fuerza.

—No te sueltes de nosotros.

Ella me sonrió con indulgencia, como si yo le estuviera advirtiendo algo trivial, como vidrios rotos en una playa.

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