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Authors: Jorge Luis Borges & Adolfo Bioy Casares

Tags: #Cuento, Drama, Humor

Nuevos cuentos de Bustos Domecq (7 page)

»—Dos mil quinientos nacionales —dije de golpe, con la voz engrosada.

»Al ventajero se le demudó el color y en vez del correctivo que yo esperaba me pidió una semana. Yo soy el enemigo del pichuleo y lo emplacé a dos días vista.

»—Dos días. Ni un minuto, ni un día, ni un año más. Pasado mañana, a las diecinueve y cincuenta y cinco clavadas, en la cabina telefónica número dos de Constitución, te venís con el toco en un sobre. Yo llevaré un pilot de goma y clavel rojo en el ojal.

»—Pero, Catanga —protestó Cárdenas—, por qué nos vamos a costear si usted vive a la media cuadra.

»Comprendí su punto de vista, pero llevo por lema no aflojar.

»—En Constitución he dicho, pasado mañana, en la cabina dos. De no, no te acepto un centavo.

»Descargué esas palabras inexorables, lustré la dentadura con el tapete verde, me la calcé con un segundo guau-guau, y, sin darle tan siquiera la mano, salí rápido, como el que teme que se le enfríe la sémola.

»El lunes, a la hora combinada, cuál no sería mi sorpresa al encontrarme en plena Constitución con el mozo Cárdenas que, con el semblante severo, me hizo entrega de un sobre. Cuando lo abrí donde usted sabe, ahí estaba la plata.

»No sé por qué salí con la mente puesta en chorizo y en chocolate. Detuve en seco a un 38 y en mi calidad de uno de los 36 pasajeros sentados, pero parado, no cejé hasta que el coche de tranvía me repatrió en la esquina de Darragueira. La serata pintaba favorable: como quien no quiere la cosa, me dejé caer en el Nuevo Parmesano, donde antes de encerrarme en la cama jaula quise festejar la victoria, recorriendo, sin tanto apuro, el renglón sopas. Pavesa, cultivadora y de arroz ya eran etapas superadas y el regusto de la buseca se abría camino entre la cebolla cuando, al portar a mis fauces un Semillón último modelo, vi que en la puerta giratoria se estaban riyendo unos masajistas. Previo examen me pudieron identificar: yo era el señor del saco inmenso, con olor a comida, que pasó a extorsionar a la señora Mariana y ellos los japoneses de la misma ocasión. Por el puro aburrimiento de comer solo y para dejar bien sentado que estaba en fondos, multipliqué las manifestaciones de afecto y antes que me pudiera desdecir, ya degustaban en mi mesa, en número de cuatro, el pastel de fuente. La torta pascualina los entretuvo mientras yo embolsaba la sémola. Los tintoreros meta Bilz, hasta que me dio un poquito de rabia la contumacia. Para inculcarles lo que es bueno pasé del vino Toro al vino Titán, regando el minestrón con sidra La Farruca. La raza amarilla, en las primeras de cambio, se hacía dura para seguirme, pero yo como fierro. A lo campeón de estilo pecho mandé a rodar de un saque circular los envases de Bilz, que a no ser por el calzado de doble suela usted se lastimaba los pieses. Medio acalorado, vaya usted a fantasear por qué, lancé mi primer guau-guau de la noche y emplacé al mozo a que fuera reponiendo los vidrios rotos con sus buenas botellas de espumante. ¡Lo que es conmigo van a aprender a distinguir un Moscato de un café con leche con medias lunas! les grité a mis amigos. Había elevado, lo confieso, la voz y los pobres nipones, aturullados, tuvieron que vencer la repugnancia y besar los golletes. ¡A beber tocan, a beber tocan! les gritaba con la cara encima este energúmeno, uniendo el ejemplo al precepto.

»¡El escorchador veterano, el farrista en forma, el gran bufón de las cuchipandas de Villa Gallinal, renacía en mí, formidable! Los pobres me miraban desinteresados. Yo no quise exigirles muy mucho esa primera noche, porque el japonista no tiene aguante y viene como embriagado con el mareo.

»El martes de matina el mozo me dijo que cuando rodé por tierra los japoneses me cargaron y me dejaron en mi propia cama. Esa noche luctuosa manos desconocidas me aligeraron de dos mil quinientos pesos. La ley me amparará, tenté decir con la garganta, como lengua de loro y en menos tiempo que usted tarda en hacer unos buchecitos, ya estaba yo en la seccional auxiliando con franco desinterés a las fuerzas del orden. Señor Auxiliar, repetí, yo sólo pido que descubran al desorbitado que me robó los dos mil quinientos pesos y que me devuelvan el importe del hurto y que descarguen todo el peso del código sobre ese vil malandra. Mi petitorio era simple, como toda melodía arrancada a un gran corazón, pero el Auxiliar, que es un detallista que ama andar por las ramas, me vino con preguntas del todo ajenas y para las que yo, sinceramente, no estaba preparado. Sin ir más lejos ¡pretendió que yo le explicara el origen de ese dinero! Comprendí que nada bueno podría salir de esa curiosidad malsana y abandoné la comisaría a toda furia. A las dos cuadras, en el negocio que puso N. Tomasevich, que es la eminencia gris del Popolare, ¿con quiénes me topo? Cuando lo sepa le viene la conmoción cerebral. Con los japoneses, muertos de risa y con ropa nueva, que se estaban comprando bicicletas. ¡Un japonés en bici, hágame el obsequio! Infantiles, irremisiblemente infantiles, no sospechaban la tragedia que carcomía mi pecho de hombre y apenas contestaron con la risita al superficial guau-guau que les arrojé desde la otra vereda. Se alejaron a impulso del pedal, la urbe indiferente los tragó, sin una sola mueca.

»Yo vengo a ser como la pelota de goma, que cuando la patean, rebota. Luego de permitirme un alto en la ruta (cosa de atracar en mi mesita del Popolare, para cargar un litro de sopa), llegué marcando un tiempo meritorio a la casa, por lo demás hipotecada, de Julio Cárdenas. El propio interesado me abrió la puerta.

»—¿Sabe, compañerazo —le dije, ensartándole el índice en el umbligo— que los dos ayer nos costeamos al puro ñudo? Así es, Julito, y no llore. Hay que ponerse a tono con la época, hay que ir a los papeles. El que no corre, vuela. Para que el asunto tome color me tenés que abonar la segunda cuota. Aprendete el guarismo de memoria: mangangases, dos mil quinientos.

»El punto vino de una tesitura terrosa que parecía el monumento a la miga y balbuceó no sé qué despropósito que no le quise oír.

»—Nuestra consigna debe ser no fomentar sospecha —le recalqué—. Mañana miércoles, a las diecinueve y cincuenta y cinco te espero en el pie de la estatua de D. Esteban Adrogué, en el foco suburbano del mismo nombre. Yo iré de rancho negro, prestado; vos podés agitar un diario en la mano.

»Salí sin darle tiempo en que me estrechara la mía. “Si mañana percibo”, me dije, “hago promesa de volver a invitar a los japoneses”. Esa noche casi no dormí con la gana de acariciar el papel moneda. El larguísimo día tocó a su fin. A las diecinueve y cincuenta y cinco en punto ya hacía un rato largo que circulaba, bajo el rancho negro de referencia, por los perímetros de la estatua. La lluvia, que a las diecisiete y cuarenta no superaba los ribetes de una persistente garúa, revistió contornos enérgicos a partir de las cuarentinueve y temí que el farol y el propio señor Adrogué, juguetes del pampero huracanado, se me pusieran de sombrero. Del otro lado de la plaza, cerca del eucalipto que no ostentaba ni un rato de sosiego, había todo un quiosco, que me brindaba un asilo precario, si me daba su venia el señor diariero. Otro menos de su palabra que yo no se hubiera quedado como tabla, desafiando los elementos y con el rancho negro medio pastoso, que me renegría la cara; el joven Cárdenas, digamos, que brilló por su ausencia. Hasta las veintidós no cejé, duro bajo la ducha, pero todo tiene su fin, hasta la paciencia de un santo. ¡La sospecha de que Cárdenas no venía mereció mi atención! Sin más aplausos que los de mi propia conciencia, me enrosqué, por fin, en el ómnibus. Al principio, las francas alusiones de los pasajeros que yo empapaba medio me distrajeron, pero no bien la embocamos en Montes de Oca intuí la plena magnitud del suceso: ¡Cárdenas, a quien no trepidé en llamar amigo, no había concurrido a la cita! ¡El famoso caso del ídolo que lleva pies de barro! Del ómnibus pasé al subterráneo y del subterráneo a casa de Cárdenas, sin tan siquiera plantificarme en el Popolare, a confortar el vientre con una sémola, a riesgo de que el personal me castigara por haber malgastado el rancho negro en teñir la cara y demás indumento. Con todos mis pieses y manos di en patear la puerta de calle, tonificándome para la empresa con mi ya clásico y violento guau-guau. El propio Cárdenas abrió.

»—El buen corazón rinde a pura pérdida —le espeté, calándolo hasta el osatura con una sola palmada—. Tu mentor financiero, tu segundo padre, meta esperar al pie de la lluvia y vos, inactivo, bajo techo. ¡Apreciá mi disgusto! Ya te creía moribundo, indispuesto (porque sólo un cadáver podía faltar a tu cita de honor) y aquí te vengo a sorprender más sano que una sopa de avena. Si es para escribir un libro.

»Me dijo no sé qué disparate, pero yo como si me hablara en inglés.

»—Si podés, ponete razonable —le dije con la cara encima—. ¿Qué fe puedo depositar en vos si entrás a fallar en las primeras de cambio? Si tiramos juntos, podemos recorrer un largo camino; de no, temo que el más negro fracaso ponga el punto final a nuestros sueños. Comprendé que no se trata ni de vos ni de mí, simple combinación de dos o tres átomos; se trata de dos mil quinientos pesos. A formar, a formar, se ha dicho.

»—No puedo, don Urbistondo —fue la respuesta—. No tengo plata.

»—¿Cómo no vas a tener si tuviste la vez pasada? —le contesté a vuelta de correo—. Sacá los pezzolanos de ese colchón que ha de ser como el cuerno de la abundancia.

»Medio dificultoso para hablar, al fin respondió:

»—La plata no era mía. La saqué de la caja de la empresa.

»Lo miré con asombro y asco.

»—¿Estoy departiendo, entonces, con un ladrón? —le pregunté.

»—Sí, con un ladrón —respondió esa pobre cosa.

»Yo me lo quedé mirando y le dije:

»—Pedazo de imprudente, no te das cuenta que eso me robustece. Mi soberanía ahora es incuestionable. Por un lado te domino con el desfalco a la empresa; por el otro, con las picardías de la señora.

»Lo último se lo espeté desde el suelo, porque ese débil de espíritu me estaba propinando una soba que bueno, bueno. Claro está que al ratito, con el mareo de la biaba, la arquitectura de la frase me salió deficiente y el pobre púgil, a duras penas, consiguió entender:

»—Pasado mañana… diecinueve y cincuenta y cinco… coronando la Plaza de Cañuelas… última tolerancia… dos mil quinientos de la nación distribuidos en sobre único… no me pegués tan fuerte… yo portaré pilot y clavel… a un amigo de tu viejo no le pegués tan fuerte… ya me sacaste la chocolata, date un respiro… sabés que soy inexorable… la función no se suspenderá por mal tiempo… andá con Borsalino tirando a verde…

»Lo último se lo espeté desde la vereda, porque hasta allí me acompañó a puntapieses.

»Recobré la vertical como pude, y aquí me caigo, aquí me levanto, gané la cucha, donde gocé de un sueño bien merecido. Me dormí con la cantinela: dos noches y dos días y soy dueño de dos mil quinientos curso legal.

»La tarde de la cita llegó por fin. A mí me barrenaba el sobresalto de que el paganini viajara en el mismo tren. Si la carambola se daba ¿qué hacer? ¿Caer en brazos uno del otro, retrasar el saludo hasta coronar la Plaza de Cañuelas, volver en diferente convoy o en el mismo convoy en diferente coche? Tanta incógnita interesante me daba fiebre.

»Respiré al no ver en el andén a Cárdenas, de Borsalino y con sobre. Qué iba a verlo a ese informal que no vino. Mismo que en Adrogué estuve de plantón en Cañuelas; en todos esos pueblos del sur no hace más que llover. Juré cumplir con el dictado de mi conciencia.

»Farfarello, al día siguiente, me recibió con la sonrisita glacial. Yo malicié que tenía miedo que lo viniera a amolar con mi cinejoya. Le quité la espina al respecto.

»—Señor —le dije—, me presento en carácter de caballero para depositar una delación. Usted computará lo que vale; en el peor de los casos medio me consolará la seguridad de haber cumplido con mi deber. Me inspira, le soy franco, el prurito de ganar la amistad de la S. O. P. A.

»El señor Farfarello me contestó:

»—Laconismo se llama la manera de ganar esa amistad. Para mí que le pegaron esa paliza para que se callara la boca, que más tiene de umbligo.

»El tono de confianza me hizo explayarme.

»—Usted, señor, alberga una serpiente en su seno. Ese ofidio es el empleado Julio Cárdenas, conocido en el hampa por Telescopio. No le basta faltar a la moral en este severo recinto: con fines inconfesables les ha robado dos mil quinientos pesos.

»—La acusación es grave —me aseguró, con facha de perro—. Cárdenas ha sido, hasta ahora, un empleado correcto. Voy a buscarlo, para proceder al careo.

»Desde la puerta, agregó:

»—Usted tomó la precaución de venir ya golpeado, pero algún punto de la trompa le queda para que se la pongan como tomate.

»Me pregunté si Cárdenas no volvería a violentarse y me retiré, sin más, a la inglesa. Con el mismo empuje con que bajé de un saque los cuatro pisos, escalé un micro de la Corporación, formato gigante. Cosa de fenecer de rabia: si no pasa el rodado enseguida, asisto a un espectáculo jefe: Cárdenas, descubierto el desfalco, zambulle desde el cuarto piso del edificio propio de la S. O. P. A. y queda difundido en el pavimento como una tortilla Gramajo. Sí, señor, el tarado se suicidó, según usted mismo lo supo por la fotito que trajeron los vespertinos. Me perdí la función, pero una de nuestras grandes almas argentinas (mi hermano de leche, el doctor Carbone) tienta consolarme, observando, con lujo de detalles, que si yo me demoro, recibo en pleno coco los sesenta kilos de Cárdenas y el finado soy yo. Tiene razón el Momo Carbone, la Providencia está de mi lado.

»Esa misma noche, sin dejarme afectar por la deserción de mi socio, calcé el Birloco y remití una carta, de la que guardo copia, que usted no se escapará de escuchar:

Señor Farfarello:

De mi consideración: Aguardo de su proverbial hidalguía que usted confiese que al pintarle yo al
grosso modo
la negra delincuencia de Cárdenas, pensó que el encomiable celo que me inspira todo lo que respecta a la S. O. P. A., me impeliera acaso a cargar las tintas, formulando una «grave acusación», del todo ajena a mi carácter. LOS HECHOS HAN VENIDO A JUSTIFICARME. El suicidio de Cárdenas patentiza que mi acusación era exacta y no uno de tantos bolazos de fantasía. Una tenaz y desinteresada campaña, dirigida con suma prolijidad y a costa de desvelos y sacrificios me ha permitido, al fin, desenmascarar a un amigo. Este cobarde se ha hecho justicia por su mano, sustrayéndose al código, conducta que soy el primero en repudiar.

Sería lamentable de todo punto que la filmadora de que usted es digno gerente no reconociera mi labor en pro de la empresa, labor para la cual inmolé gozoso mis mejores años.

Suyo afectuosísimo,

(Sigue la firma)

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