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Authors: Jorge Luis Borges & Adolfo Bioy Casares

Tags: #Cuento, Drama, Humor

Nuevos cuentos de Bustos Domecq (3 page)

VII

Querido Avelino:

El día de ayer, no te exagero, fue toda una novela de peripecias, que pusieron a prueba el temple de su héroe (ya maliciás quién es) con final imprevisto. Empecé por tirarme un lance. Durante el desayuno, de mesa a mesa, las chicas pusieron sobre el tapete el renglón excursiones. Yo aproveché un pitido oportuno de la cafetera, para deslizar el susurro: «Jacqueline, si luego fuéramos al lago…» Aunque me creas embustero, la respuesta fue: «A las doce, en el saloncito de té». A las menos diez yo estaba de facción, anticipando las más rosadas perspectivas y tascando el bigote negro. Por último apareció Jacqueline. Ni un segundo tardamos en escurrirnos al aire libre, donde noté que el eco de nuestros pasos era más bien toda la familia, inclusive Poyarré, que se había colado y nos pisaba, festivamente, los talones. Para el traslado recurrimos al ómnibus del hotel, que me salió más barato. De saber que a orillas del lago hay un restaurant, de lujo para peor, me trago la lengua antes de proponer el paseo. Pero ya era tarde. Acodada a la mesa, empuñando los cubiertos y arrasando con la panera, la aristocracia reclamaba el menú. Poyarré me susurró con el vozarrón: «Felicitaciones, mi pobre amigo. Por chiripa, se salvó del aperitivo». La sugerencia involuntaria no cayó en saco roto. La propia Jacqueline fue la primera en pedir una vuelta general de Bitter de Basques, que no fue la última. Después le tocó el turno a la gastronomía, donde no faltó ni el
foie gras
ni el faisán, pasando por el
fricandeau
y el
filet
, para redondearla con flanes. Empujose tanta comida con el descorche del Bourgogne y del Beaujolais. El café, el Armagnac y los cigarros de hoja rubricaron el ágape. Hasta Gastón, que es un cogotudo, no me escatimó la deferencia y cuando el barón en persona me pasó, en propia mano, la vinagrera, que resultó vacía, yo hubiera contratado un fotógrafo, para remitir la instantánea a la Confitería del Molino. Me la figuro ya en la vidriera.

A Jacqueline la tuve tentada de la risa, con el cuento de la monja y el papagayo. Acto continuo, con la desazón del galán al que se le terminan los temas, dije lo primero que se me ocurrió: «Jacqueline, ¿si luego fuéramos al lago?». «¿Luego?», dijo ella y me dejó con la boca abierta. «Vamos más pronto que ligero».

Esta vez nadie nos siguió. Estaban como Budas con la comida. Bien solitos los dos, bordeamos la chacota y el
flirt
, dentro del marco impuesto, claro está, por el alto nivel de mi acompañante. El rayo solar pirueteó su fugitivo garabato sobre las aguas de anilina y la naturaleza toda tomó altura para responder al momento. En el redil balaba la oveja, mugía en la montaña la vaca y en la iglesia vecina las campanas rezaban a su modo. Sin embargo, como la formalidad se imponía, me cuadré a lo estoico y volvimos. Una tonificante sorpresa nos aguardaba. En el ínterin, los patrones del restaurant, so pretexto del cierre vespertino, habían conseguido que Poyarré, que ahora repetía como gramófono la palabra «extorsión», abonara la cuenta del total, complementando el pago con el reloj. Convendrás que una jornada como ésta da ganas de vivir.

Hasta la próxima, Félix Ubalde.

VIII

Querido Avelino:

Mi temporada aquí me está resultando un verdadero viaje de estudio. Sin mayor esfuerzo me aboco a un examen a fondo de esa napa social que, dicho sea de paso, está a punto de agotamiento. Para el observador alertado, estos últimos retoños del feudalismo constituyen un espectáculo que reclama algún interés. Ayer, sin ir más lejos, a la hora del té en el saloncito, Chantal se presentó con una fuentada de panqueques cargados de frambuesas, que ella misma, por deferencia del pastelero, preparara en las propias cocinas del hotel. Jacqueline les sirvió a todos el
five o’clock
y me arrimó una taza. El barón, sin más, inició el ataque a los manjares, copando hasta dos por mano, mientras nos hacía morir de la risa, alternando casos y anécdotas, del color más subido, con una retahíla de burlas a los panqueques de Chantal, que declaró incomibles. Declaró que Chantal era una chambona, que no sabía prepararlos, a lo que Jacqueline le observó que más le valía no hablar de preparaciones, después de lo ocurrido en Marrakesh, donde el gobierno lo salvó como pudo, repatriándolo a Francia en la valija diplomática. Gastón la paró en seco, pontificando que no hay familia a la que le falten casos delictuosos y aun censurables, que es del peor gusto ventilar ante perfectos desconocidos, entre los que embóscase uno de nacionalidad extranjera. Jacqueline retrucole que si al dogo no se le ocurre meter el hocico en el obsequio del barón y caer redondo, Abdul Melek no cuenta el cuento. Por su parte Gastón se limitó a comentar que felizmente en Marrakesh no se practicaba la autopsia y que según el diagnóstico del veterinario que atendía al gobernador se trataba de un ataque de
surmenage
, tan común entre los caninos. Yo asentía por turno con la cabeza a lo que cada uno alegaba, avistando al soslayo cómo el viejito no perdía tiempo y se anexaba más y más panqueques. Yo no soy manco y me las arreglé, como quien no quiere la cosa, para quedarme con el sobrante.

À l’avantage
, Félix Ubalde.

IX

Mi querido Avelino:

Agarrate bien que ahora te remito una escena de esas que te hielan la sangre en el Gaumont. Esta mañana, yo me deslizaba lo más campante por el corredor de alfombra colorada que desemboca en el ascensor. Al pasar ante la pieza de Jacqueline, no dejé de notar que la puerta de referencia estaba a medio abrir. Ver la hendija y filtrarme fue todo uno. En el recinto no había nadie. Sobre una mesa de ruedas dominé, intacto, el desayuno. Mi madre, en eso resonaron pasos de hombre. Como pude me perdí de vista entre los abrigos colgados en la percha. El hombre de los pasos era el barón. Furtivamente se arrimó a la mesita. Yo casi me traiciono por la risa, adivinando que el barón estaba a punto de engullirse el alimento de la bandeja. Pero no. Extrajo el frasco de la calavera y las tibias y, frente a mis ojos, que retrataban el espanto, espolvoreó el café con un polvillo verdoso. Misión cumplida, se retiró como había entrado, sin dejarse tentar por las medias lunas, también espolvoreadas.

No tardé en sospechar que maquinase la eliminación de su nieta, tronchada por el hado, antes de tiempo. Me quedé con la duda de estar soñando. ¡En una familia tan unida y tan bien como los Grandvilliers no suelen suceder esas cosas! Venciendo la pavura, traté de acercarme como sonámbulo hasta la mesa. El examen imparcial confirmó la evidencia de los sentidos: ahí estaba el café todavía teñido de verde, ahí las nocivas medias lunas. En un segundo sopesé las responsabilidades en juego. Hablar era exponerme a un paso en falso; de repente me habían engañado las apariencias y yo, por calumniador y alarmista, caía en desgracia. Callar podía ser la muerte de la inocente Jacqueline y acaso el brazo de la ley me alcanzara. Esta consideración final me hizo desgañitar en un grito sordo, cosa que el barón no me oyera. Jacqueline se asomó envuelta en una salida de baño. Principié, como la situación lo exigía, por el tartamudeo; después articulé que mi deber era decirle algo tan monstruoso que las palabras no querían salir. Pidiéndole perdón por la osadía le dije, no sin antes cerrar la puerta, que su señor abuelo, que su señor abuelo, y ya me atranqué. Ella se echó a reír, miré medias lunas y taza, y me dijo: «Habrá que pedir otro desayuno. Que el que envenenó Gran Papá lo sirvan a las ratas». Me quedé de una pieza. Con el hilo de voz le pregunté cómo lo sabía. «Todo el mundo lo sabe» fue su respuesta. «A Gran Papá le da por envenenar a la gente y, como es tan chambón, casi siempre le sale mal».

Fue sólo entonces que entendí. La declaración era concluyente. Ante mi visión de argentino se abrió de golpe esa gran
terra incognita
, ese jardín vedado al medio pelo: LA ARISTOCRACIA EXENTA DE PREJUICIOS.

La reacción de Jacqueline, aparte de su encanto femenino, sería, no tardé en constatarlo, la de todos los miembros de la familia, grandes y chicos. Fue como si me dijeran en coro, sin mala voluntad, «chocolate por la noticia». El propio barón, no me lo van a creer, aceptó con sonriente bonhomía el fracaso del plan que tanto desvelo le había costado y me repitió, pipa en mano, que no nos guardaba rencor. Durante el almuerzo menudearon las bromas y, al calor de la cordialidad, les confié que mañana era el día de mi santo.

¿Brindaron por mi salud en el Molino?

Tuyo, el Indio.

X

Querido Avelino:

Hoy fue el gran día. Son las diez de la noche, que aquí es tarde, pero no puedo retener la impaciencia y te informo con lujo de detalles. ¡Los Grandvilliers, por medio de Jacqueline, me convidaron a comer en mi honor, en el restaurant que está cerca del lago! En la proveeduría de un argelino alquilé ropa de etiqueta y el correspondiente par de polainas. Me habían apalabrado para las siete en el bar del hotel. A las siete y media pasadas, el barón compareció y, poniéndome la mano en el hombro, me dijo con una broma de mal gusto: «Dese preso inmediatamente». Llegó sin el remanente de la familia, pero todos ya estaban en la escalinata y pasamos al ómnibus.

En el local, donde más de uno me conoce de vista y me saluda con aprecio, comimos y charlamos a cuerpo de rey. Fue una cena a todo trapo, sin el menor lunar: el mismo barón bajaba vuelta a vuelta a la cocina, para supervisar las cocciones. Yo estaba entre Jacqueline y Chantal. Copa va, copa viene me sentí a mis anchas, como si estuviera en la calle Pozos, y hasta no vacilé en modular el tango
El ciruja
. Al traducirlo a continuación, descubrí que la lengua de los galos carece de la chispa de nuestro lunfardo porteño y que yo había comido demasiado. Nuestro estómago, hecho a la parrillada y a la buseca, no se halla capacitado para tanto
voulez-vous
como requiere la gran cocina francesa. Cuando sonó la hora del brindis, trabajo me costó incorporarme en los remos traseros, para agradecer, no tanto en mi nombre como en el de la patria lejana, el homenaje a mi cumpleaños. Con la última gota de champagne dulce, nos batimos en retirada. Afuera respiré bien hondo la atmósfera y sentí un comienzo de alivio. Jacqueline me dio un beso en la oscuridad.

Te abraza, el Indio.

P. S. de la una a.m.: Los calambres han vuelto. Carezco de la fuerza para arrastrarme a la pera del timbre. El cuarto sube y baja a todo lo que da y yo sudo frío. No sé qué le habrán puesto a la salsa tártara, pero el gusto raro no amaina. Pienso en ustedes, pienso en la barra del Molino, pienso en los domingos de fútbol y…
[1]

La fiesta del monstruo

Aquí empieza su aflicción.

H
ILARIO
A
SCASUBI
.
La Refalosa.

—Te prevengo, Nelly, que fue una jornada cívica en forma. Yo, en mi condición de pie plano y de propenso a que se me ataje el resuello por el pescuezo corto y la panza hipopótama, tuve un serio oponente en la fatiga, máxime calculando que la noche antes yo pensaba acostarme con las gallinas, cosa de no quedar como un crosta en la perfomance del feriado. Mi plan era sume y reste: apersonarme a las veinte y treinta en el Comité; a las veintiuna caer como un soponcio en la cama jaula, para dar curso, con el Colt como un bulto bajo la almohada, al Gran Sueño del Siglo, y estar en pie al primer cacareo, cuando pasaran a recolectarme los del camión. Pero decime una cosa ¿vos no creés que la suerte es como la lotería, que se encarniza favoreciendo a los otros? En el propio puentecito de tablas, frente a la caminera, casi aprendo a nadar en agua abombada con la sorpresa de correr al encuentro del amigo Diente de Leche, que es uno de esos puntos que uno se encuentra de vez en cuando. Ni bien le vi su cara de presupuestívoro, palpité que él también iba al Comité y, ya en tren de mandarnos un enfoque del panorama del día, entramos a hablar de la distribución de bufosos para el magno desfile y de un ruso, que ni llovido del cielo, que los abonaba como fierro viejo en Berazategui. Mientras formábamos en la cola pugnamos por decirnos al vesre que una vez en posesión del arma de fuego nos daríamos traslado a Berazategui aunque a cada uno lo portara el otro a babucha, y allí, luego de empastarnos el bajo vientre con escarola, en base al producido de las armas, sacaríamos, ante el asombro general del empleado de turno ¡dos boletos de vuelta para Tolosa! Pero fue como si habláramos en inglés, porque Diente no pescaba ni un chiquito, ni yo tampoco, y los compañeros de fila prestaban su servicio de intérprete, que casi me perforan el tímpano, y se pasaban el Faber cachuzo para anotar la dirección del ruso. Felizmente el señor Marforio, que es más flaco que la ranura de la máquina de monedita, es un antiguo de esos que mientras usted lo confunde con un montículo de caspa está pulsando los más delicados resortes del alma del popolino, y así no es gracia que nos frenara en seco la manganeta, postergando la distribución para el día mismo del acto, con el pretexto de una demora del Departamento de Policía en la remesa de las armas. Antes de hora y media de plantón, en una cola que ni para comprar kerosene, recibimos de propios labios del señor Pizzurno orden de despejar al trote, que la cumplimos con cada viva entusiasta que no alcanzaron a cortar enteramente los escobazos rabiosos de ese tullido que hace las veces de portero en el Comité.

A una distancia prudencial la barra se rehízo. Loiácomo se puso a hablar que ni la radio de la vecina. La vaina de esos cabezones con labia es que a uno le calientan el mate y después el tipo —vulgo, el abajo firmante— no sabe para dónde agarrar y me lo tienen jugando al tresiete en el almacén de Bernárdez, que vos a lo mejor te amargás con la ilusión que anduve de farra y la triste verdad fue que me pelaron hasta el último votacén, sin el consuelo de cantar la nápola, tan siquiera una vuelta.

(Tranquila, Nelly, que el guardaguja ya se cansó de morfarte con la visual y ahora se retira, como un bacán, en la zorra. Dejale a tu Pato Donald que te dé otro pellizco en el cogotito).

Cuando por fin me enrosqué en la cucha, yo registraba tal cansancio en los pieses que al inmediato capté que el sueñito reparador ya era de los míos. No contaba con ese contrincante que es el más sano patriotismo. No pensaba más que en el Monstruo y que al otro día lo vería sonreírse y hablar como el gran laburante argentino que es. Te prometo que vine tan excitado que al rato me estorbaba la cubija para respirar como un ballenato. Reciencito a la hora de la perrera concilié el sueño, que resultó tan cansador como no dormir, aunque soñé primero con una tarde, cuando era pibe, que la finada mi madre me llevó a una quinta. Creeme, Nelly, que yo nunca había vuelto a pensar en esa tarde, pero en el sueño comprendí que era la más feliz de mi vida, y eso que no recuerdo nada sino un agua con hojas reflejadas y un perro muy blanco y muy manso que yo le acariciaba el Lomuto; por suerte salí de esas purretadas y soñé con los modernos temarios que están en el marcador: el Monstruo me había nombrado su mascota y, algo después, su Gran Perro Bonzo. Desperté y, para haber soñado tanto destropósito, había dormido cinco minutos. Resolví cortar por lo sano: me di una friega con el trapo de la cocina, guardé todos los callordas en el calzado Fray Mocho, me enredé que ni un pulpo entre las mangas y las piernas de la combinación —mameluco—, vestí la corbatita de lana con dibujos animados que vos me regalaste el Día del Colectivero y salí sudando grasa porque algún cascarudo habrá transitado por la vía pública y lo tomé por el camión. A cada falsa alarma que pudiera, o no, tomarse por el camión, yo salía como taponazo al trote gimnástico, salvando las sesenta varas que hay desde el tercer patio a la puerta de calle. Con entusiasmo juvenil entonaba la marcha que es nuestra bandera, pero a las doce menos diez, vine afónico y ya no me tiraban con todo los magnates del primer patio. A las trece y veinte llegó el camión, que se había adelantado a la hora, y cuando los compañeros de cruzada tuvieron el alegrón de verme, que ni me había desayunado con el pan del loro de la señora encargada, todos votaban por dejarme, con el pretexto que viajaban en un camión carnicero y no en una grúa. Me les enganché como acoplado y me dijeron que si les prometía no dar a luz antes de llegar a Ezpeleta me portarían en mi condición de fardo, pero al fin se dejaron convencer y medio me izaron. Tomó furia como una golondrina el camión de la juventud y antes de media cuadra paró en seco frente del Comité. Salió un tape canoso, que era un gusto cómo nos baqueteaba y, antes que nos pudieran facilitar, con toda consideración, el libro de quejas, ya estábamos transpirando en un brete, que ni si tuviéramos las nucas de queso Mascarpone. A bufoso por barba fue la distribución alfabética; compenetrate, Nelly; a cada revólver le tocaba uno de nosotros. Sin el mínimo margen prudencial para hacer cola frente al
Caballeros
, o tan siquiera para someter a la subasta un arma en buen uso, nos guardaba el tape en el camión del que ya no nos evadiríamos sin una tarjetita de recomendación para el camionero.

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