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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantastico

Némesis (34 page)

—¡Anghara!

Dio un paso hacia él, temblando; se detuvo al darse cuenta de que no se atrevía a acercarse por miedo a que también él se disolviera en la nada y lo perdiera.

—Fenran, ¿qué te han hecho? —Se volvió temblorosa hacia el sonriente demonio—. ¿Qué le has hecho?

—Ya conoces el destino de tu amor. —Los ojos de Némesis brillaban maliciosos—. Y sufrirá siempre tal y como lo hace ahora, a menos que decidas liberarlo.

Índigo empezó a retroceder, a alejarse de la plataforma.

—No es real —siseó, aunque mientras las pronunciaba, no creía en sus propias palabras—. Intentas engañarme; es tan real como mi padre, mi madre, mi...

—Es tan real como tú —Némesis interrumpió su protesta con cruel indiferencia—. Compruébalo por ti misma. Tócalo.

—No...

—Tócalo, Índigo.

Le aterrorizaba aceptar el desafío, pero una fuerza interior la obligó a avanzar despacio y subir a la plataforma. Como si estuviera atrapada en un sueño horrible vio cómo Fenran
alzaba la cabeza. Sus
ojos captaron cada detalle del destrozado rostro del joven: el sudor, la tensión, su textura agrietada y quebradiza, las hundidas mejillas y cuencas de los ojos. Lo habían destrozado en cuerpo y espíritu, y la terrible expresión que mezclaba esperanza con temor y con una incapacidad de creer en sus propios ojos era casi más de lo que la muchacha podía soportar.

Su mano tembló espasmódicamente cuando la extendió hacia él. Fenran levantó un brazo sin fuerzas, intentó susurrar su nombre: los dedos de él se aferraron a los suyos y ella cerró los ojos con un gemido de dolor al sentir su débil
y
estremecido apretón.

—Fenran...

Dio unos pasos hacia adelante para abrazarlo, pero Némesis le espetó:

—¡Suficiente!

Un zigzagueante rayo de luz centelleó como un relámpago a través de la sala chisporroteando entre Índigo y Fenran, y una fuerza terrible hizo que la muchacha perdiera pie. Cayó de la plataforma hacia atrás y oyó cómo el grito de protesta de Fenran encontraba eco en un gruñido de
Grimya
mientras caía pesadamente al suelo. La loba corrió en su ayuda, y ella, entre juramentos y sollozos, se puso en pie violentamente y se revolvió contra el demonio.

—¡Deja que me acerque a él!

Némesis bajó los ojos hacia ella, su mirada plateada resultaba fría y calculadora.

—¿Estás convencida, pues, de que no es sencillamente una ilusión?

—¡Sí! —soltó con una voz llena de veneno—. ¡Estoy convencida de ello!

—¿Entonces no te gustaría librarlo de ese tormento? —Némesis hizo un gesto con la mano para indicar el lugar donde Fenran se había dejado caer sobre una silla, al parecer, casi inconsciente ahora—. Mira a tu amor. ¿No ha sufrido suficiente? ¿No lo quieres a tu lado otra vez?

«Índigo, no escuches al demonio, no lo escuches!»

Podía haber sido
Grimya
quien le hablaba; podría haber sido su propio espíritu; no lo sabía, ni le importaba. De nuevo, sus ojos se clavaron en la figura de Fenran. No podía darle la espalda.
No podía.

Por fin dijo, su voz apenas audible:

—¿Cuál es tu precio a cambio de la liberación de Fenran?

Grimya
gruñó, y Fenran levantó la cabeza. Némesis sonrió, sus pequeños y feroces dientes reluciendo bajo la anormal luz de las llamas.

—Mi precio es muy sencillo, Índigo. Quiero que te entregues a mí, te fundas conmigo, de modo que podamos volver a vivir como una sola entidad. —Se detuvo, luego añadió con suavidad—: ¿Es éste un precio muy alto por la vida de tu enamorado?

Índigo miró a Fenran, su rostro atormentado, y las advertencias del emisario de la Madre Tierra sonaron de nuevo en su cerebro.
Tu salvación o tu perdición.
Hacer lo que Némesis quería de ella significaría ceder ante el mal que había dentro de sí misma y abrir las compuertas a los demonios que había soltado de la Torre de los Pesares. Su monstruosa influencia se esparciría por todo el mundo sin que nada pudiera enfrentársele, y su misión se convertiría en cenizas incluso antes de empezar. Traicionaría la confianza de la Madre Tierra.

Pero existía otro deber, otro obligación. Su amor, su torturado amor a merced de todos los horrores de este mundo. ¿Darle la espalda, aunque fuera por el bien mayor, no era otro tipo de maldad? No podía hacerlo. Era demasiado humana, demasiado débil...

Tu salvación o tu perdición...

Su boca se movió espasmódicamente e intentó negar lo que sabía era la verdad.

—Mientes. —Su voz era aguda—. No posees el poder de devolverme a Fenran...

—Pues sí lo tengo. Y lo haría con mucho gusto —la voz de Némesis se convirtió en un suave y persuasivo murmullo—. Piensa, Índigo; piensa en Carn Caille, tu hogar. Podrías regresar allí con Fenran, y ocupar el lugar que te corresponde en el trono, para continuar el linaje de Kalig. Piensa en ello. Vivir el resto de vuestros días en paz, libres de tormentos, libres de duros trabajos, libres de las celadas del cruel destino. —El demonio se detuvo, luego añadió con infinita dulzura—: ¿No es eso lo que quieres en lo más profundo de tu corazón?

—¡No! —La voz de Fenran hendió la sala de repente y se puso en pie con un esfuerzo, las manos apretadas con fuerza contra la mesa y blanco por el esfuerzo que le suponía mantener el cuerpo erguido—. ¡Anghara, no lo escuches! El demonio miente; ¡quiere hacerte caer en una trampa!

Némesis se revolvió furiosa contra él.

—¡Cállate!

Efectuó un movimiento amplio y brusco con el brazo, y Fenran lanzó un aullido y se apartó tambaleante de la mesa como si hubiera recibido un tremendo golpe. Cayó contra la silla, se desplomó sobre ella y quedó allí tendido estremeciéndose.

—¡No lo toques! —chilló Índigo—. ¡No te atrevas a tocarlo!

Némesis giró en redondo sobre uno de sus talones y la miró desde la plataforma. Toda apariencia de amistad había desaparecido de repente de su expresión; sus ojos eran crueles, calculadores, siniestros.

—Eso no fue nada comparado con las agonías que ya ha padecido —dijo sin la menor emoción—. Y su tormento no ha hecho más que empezar. Los de mi clase son muy hábiles y sutiles en el arte de infligir sufrimiento. —Dio un paso hacia ella—. Te he ofrecido una elección muy simple. Toma lo que te ofrezco... ¡o condena a tu enamorado a seguir a nuestra merced!

—¡No, Anghara! —La protesta de Fenran estaba llena de dolor pero no exenta de ferocidad—. ¡No te dejaré hacerlo!

Némesis giró de nuevo para hacerlo callar, pero Índigo gritó desesperada:

—¡No lo hagas!

El demonio se detuvo, y la miró desafiante.

—¿Bien, Índigo?

No podía abandonarlo. Lo amaba demasiado para dejarlo seguir sufriendo. Al infierno con el emisario y sus advertencias.

Tu salvación o tu perdición...

Al infierno la salvación. Al infierno el castigo, y al infierno su misión.

—Suéltalo —dijo con voz ronca—. Suéltalo, y pagaré tu precio.

—¡Anghara! —Fenran estaba en pie de nuevo—. ¡No seas estúpida! ¡No puedes hacer esto!

Ella vio su extraviada mirada, y las lágrimas anegaron sus ojos.

—Puedo, Fenran... ¡y si es la única forma de salvarte, lo haré!

Él se revolvió contra ella furioso, con repentinas y renovadas energías.

—¡He dicho que no! ¡Condenarás al mundo entero al infierno!

—¡No me importa el mundo! ¡La Madre Tierra ha pedido demasiado de mí!

—¿Y qué hay de lo que
yo
te pido a ti?

El rostro de la muchacha palideció.

—¿Tú...?

—¡Sí!

Con una sensación que le hizo sentir la impresión de que la tierra cedía a sus pies, Índigo comprendió la intensidad de la cólera de Fenran, cólera que no iba dirigida contra Némesis, sino contra
ella.

O quizá no había la menor diferencia...

—Te digo que no debes hacerlo, Anghara. No sólo por ti, sino por mí. —Fenran se secó el sudor de la frente—. ¡Si cedes ante esta monstruosidad, eso quiere decir que no eres mejor que un demonio!

—¡Silencio! —Némesis se dirigió hacia él con una mano alzada para golpearlo.

—¡No callaré! ¡Anghara, escúchame! Lo que esta criatura te ofrece no vale la pena obtenerlo; ¡y no viviré contigo en un mundo que hemos ayudado a destruir!

Némesis siseó como una serpiente enfurecida. Una luz centelleó violentamente en la sala y Fenran chilló con fuerza cuando un rayo de energía chocó contra él y lo arrojó por los aires hacia atrás. Tanto él como la silla fueron a chocar contra el suelo de la plataforma y Némesis se precipitó hacia adelante, con el rostro convulsionado de furia y malicia. La mano del demonio se alzó de nuevo...

—¡No! —aulló Índigo.

Némesis se detuvo. Durante unos horribles segundos el cuadro que aparecía ante los ojos de Índigo permaneció inmóvil y rígido: Fenran acurrucado junto a la silla volcada, el demonio preparado para arrojar un segundo rayo de agonía. Entonces, muy despacio, Némesis se volvió para mirar a la temblorosa muchacha, y ésta retrocedió ante la clara malevolencia de sus ojos plateados. La lengua de serpiente hizo su aparición, y Némesis siseó con perniciosa deliberación:

—Mi paciencia se ha agotado...

Índigo sintió como si su cerebro se hiciera pedazos. Ella era humana, tan sólo humana. Fácil presa de las debilidades humanas, arrastrada por emociones humanas. No podía soportar una prueba así; no tenía la fuerza necesaria. Era demasiado débil. Y quería a Fenran demasiado.

Dio un paso hacia adelante, se tambaleó sobre sus piernas que no querían sostenerla, y su voz suplicó:

—Hagámoslo. —Vio pero no registró la luz de triunfo que apareció detrás de la fría máscara plateada de los ojos del demonio—. Acepto tu precio: ¡hagámoslo!

Y se tambaleó de nuevo hacia adelante para tomar la mano que le tendía Némesis.

17

L
os dedos de la criatura se extendieron hacia ella, su rostro sonrió con la cruel alegría de la victoria. Índigo tendió su brazo, y salida de ningún sitio una voz estalló en su cabeza, un aullido sin palabras de furiosa y desesperada negación. Una forma oscura pareció explotar de la penumbra a su espalda, y
Grimya
saltó entre ella y el demonio, retorciendo su poderoso cuerpo en el aire de forma que arrojó a Índigo contra el suelo de la sala.

—¡
Grimya!

Había olvidado la existencia de la loba en medio de la confusión de su encuentro; ahora rodaban ambas en una furiosa y violenta maraña. Índigo, con los brazos agitados por la desesperación, escupía y lanzaba maldiciones contra el ser que luchaba por apartarla de su objetivo.

La voz de
Grimya
la atravesó implacable.

«¡No te dejaré hacerlo! ¡El demonio te ha robado la razón y te ha debilitado! Índigo, escúchame...»

—¡No! —Golpeó la mancha borrosa de color gris moteado que tenía ante ella con los puños apretados—. Déjame sola, no tienes ningún derecho...

«¡Tengo ese derecho! ¡Soy tu amiga!»

—¡Maldita sea tu amistad, un millón de maldiciones para ti y todos los tuyos! —chilló Índigo.

Con todas las energías que pudo reunir arrojó a la loba lejos de ella, pero
Grimya
volvió a saltar antes de que pudiera ponerse en pie y le cerró el paso hasta el demonio que las contemplaba. Ambas se quedaron inmóviles, agazapadas, mirándose la una a la otra en un silencio que se había transformado de repente en mortal.

«Índigo.
»

La muchacha percibió las agitadas emociones que se ocultaban bajo la voz de la loba que escuchaba en su cerebro.

«Esto no debe ser.»

Índigo aspiró con fuerza.

—¡Apártate de mi camino!

«No lo haré. Te detendré, Índigo. Te detendré, aunque tenga que matarte.»

La muchacha le dedicó una mueca burlona, un gesto despectivo.

—He dicho que...

Grimya
gruñó. Tenía los pelos del cuello erizados y sus ojos relucían rojos como el fuego; de repente ya no era una amiga en la que confiar sino un depredador, un atacante. Sus cuartos traseros se estremecieron de energía contenida y sus colmillos aparecieron blancos como el marfil bajo la turbadora luz.

«No
me pongas a prueba, Índigo. No me obligues a hacer esto.
»

Algo en el interior de Índigo gritaba, gritaba, pero era demasiado débil y estaba demasiado lejos para que pudiera comprenderlo y aceptarlo. Mostró sus propios dientes; consciente de que la lucidez empezaba a abandonarla, dio un paso adelante...

Grimya
saltó como un muelle al que se suelta de repente y con violencia. Índigo tuvo una breve impresión de su cuerpo musculoso y contraído, escuchó silbar el aire, escuchó el potente chasquido de colmillos al cerrarse a pocos centímetros de su garganta y cayó de espaldas sobre el suelo. Su columna vertebral golpeó el suelo de mármol con un crujido que la sacudió hasta la médula, y se encontró tendida en el suelo bajo la rugiente y babeante loba. Un aliento ardiente cayó sobre su rostro; sus ojos se clavaron en las fauces cavernosas de
Grimya...

«¡Lucha contra mí!»

Era la voz de la loba que rugía en su cerebro.

«¡Si quieres a tu compañero, a tu Fenran, lucha contra mí! ¿O eres como todos los demás humanos: un ser débil que se esconde tras palabras vacías?»

Índigo sintió una furia renovada que ardía y borboteaba en su interior; pero esta vez era una onda de choque, un tornado, un cataclismo de furia. Su boca se abrió para lanzar una salvaje avalancha de nuevos juramentos, y lo que surgió fue un rugido animal.

Supervivencia.
Sintió el poder en sus mandíbulas, la fuerza en sus hombros; sintió la cálida densidad de la piel que cubría su estremecido cuerpo.
Loba.
Aplastó las orejas, notó el frío mármol bajo sus afiladas garras.
Loba.
Sus labios se abrieron para mostrar en su boca unos caninos afilados como cuchillos.
Loba. Grimya,
su hermana, su propia familia, con los ojos inyectados en sangre y salvajes, colocada sobre ella mientras se desprendía de su capa de humanidad. No quería luchar contra
Grimya...

Y el resto de confusión se hizo añicos cuando vio el mundo, la sala, la figura de cabellos plateados de Némesis, a través de los ojos de
Grimya, y
se dio cuenta de lo que había hecho la loba. El demonio la había enredado en una telaraña de sus propias emociones. Y
Grimya
había comprendido que sólo había una forma de hacer trizas aquella telaraña y liberarla de su propia debilidad.
Loba.
—Su cerebro y su sangre estaban llenos de las sensaciones de una nueva conciencia libre de trabas—.
Loba.

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