Una criatura de cabellos y ojos plateados estaba de pie sobre el marchito suelo junto a la interminable carretera. Llevaba puesto únicamente un sencillo tabardo gris, y la rodeaba una inquietante y fantasmagórica aureola. Sonreía, mostrando unos dientes felinos, y la sonrisa era cruel, malévola, monstruosa.
El sobresalto la hizo maldecir con ferocidad, y se volvió en redondo con todos los músculos en tensión. El resplandeciente emisario se detuvo y volvió la cabeza, y comprendió que los ojos de la muchacha revivían los terribles sucesos acaecidos. Índigo giró otra vez muy despacio, sin pensar ni detenerse a recordar la anterior exhortación del ser, y siseó por entre sus apretados dientes:
—¿Qué es esa criatura?
Una risa suave y maligna susurró junto a ella, pero el niño de los ojos plateados no se movió, no dio la menor señal de darse cuenta de la presencia de la muchacha. El emisario repuso:
—¿No reconoces su naturaleza, Índigo? Pues debieras, ya que fuiste tú quien le dio vida.
—¿Yo?
—Sí. Es tu propia némesis. Una manifestación de aquella parte de ti misma que te llevó a penetrar en la Torre de los Pesares y a liberar a los demonios allí encarcelados. —El ser contempló a la criatura, que seguía sonriendo, y una expresión que combinaba la compasión con la repugnancia apareció en su hermoso rostro—. Mientras permaneces en este camino, no puede hacerte el menor daño; no tiene ninguna fuerza aquí, y lo que ves ahora es tan sólo un reflejo. Pero cuando abandones el camino, tu némesis será tu enemigo más mortal, de todos los demonios a los que has de enfrentarte, él es el peor.
El rostro de Índigo se puso rígido y su boca se torció.
—¡Mataré a esa cosa asquerosa! ¡La destruiré! —Con la violencia presente en cada uno de sus movimientos hizo intención de dirigirse hacia la criatura de ojos plateados, pero el emisario la retuvo.
—No puedes matarlo, Índigo. Es parte de ti, a pesar de que haya cobrado una existencia independiente. Y no puedes escapar de él, ya que dondequiera que vayas, él seguirá tus pasos. Sigue adelante, muchacha. Sigue junto a mí, y no intentes salirte del camino.
La joven siguió adelante con pasos vacilantes, pero su venenosa mirada no se apartó del rostro de la aparición ni por un instante.
—Esta criatura no tiene más que una meta: frustrar tu búsqueda —le dijo el ser con voz grave—. Y es un demonio de gran poder. Aparecerá ante ti bajo muchos disfraces, pero siempre,
siempre
resultará traicionero.
El corazón de Índigo latía con fuerza bajo sus costillas. Con voz ronca, replicó:
—¡Si no puedo matarlo, ni siquiera reconocerlo, no podré enfrentarme a él!
—Sí que podrás. Tiene un punto flaco: no puede manifestarse sin mostrar alguna parte de su figura de color plata. Ojos plateados, cabellos plateados, o incluso adornos de plata, hasta puede que un diente de plata. Guárdate de la plata, Índigo; porque el plateado es el color de tu némesis.
La muchacha dirigió una furtiva mirada a su compañero.
—¿Por qué? ¿Por qué plata?
Éste sacudió la cabeza.
—No más preguntas ahora. Hemos de seguir nuestro camino.
Índigo quiso replicar. Volvió la cabeza, miró de nuevo en dirección a la diabólica criatura...
No había nada más que la vacía carretera.
No sabía cuánto tiempo habían vuelto a andar después de aquel primer encuentro. El paisaje seguía inalterable ante sus ojos, la luz mate jamás variaba de intensidad, la carretera resultaba interminable. Entonces allá a lo lejos, delante de ellos, Índigo vio una forma que se movía despacio, como atormentada por el cansancio o el dolor, en dirección a ellos.
El segundo encuentro. La boca se le secó al recordar el odiado rostro del niño diabólico, y se preguntó qué le esperaba ahora.
Tu salvación o tu perdición,
había dicho el emisario,
una inspiración para tu búsqueda, y a la vez una amenaza a tu resolución.
Se estremeció, y tuvo que hacer un esfuerzo para avanzar.
La lejana figura estaba cada vez más cerca, y se dio cuenta de que, al igual que su némesis, no avanzaba por la carretera sino que andaba por la árida tierra que bordeaba el sendero. Una vez más una intuición que no podía definir le dijo, mucho antes de que el viajero quedara claramente visible, que cuando sus caminos se cruzaran resultaría ser alguien a quien ella conocía.
Y la sensación de reconocimiento, cuando llegó, resultó más aterradora de lo que jamás podría haberlo sido su némesis.
Un horrible sonido brotó de su garganta y se cubrió la boca con el dorso de una mano, mordiendo la carne mientras su mente intentaba rechazar lo que sus ojos le decían. El emisario se detuvo y volvió la mirada hacia ella.
—No puedes evitarlo, Índigo. Debes enfrentarte a tu segundo encuentro.
No podía responder, no podía protestar. El viajero seguía andando hacia ella, su andar vacilante, irregular, como si se tambaleara por un desquiciado y solitario sueño. No advertía la presencia de Índigo; aunque parecía como si la mirara directamente a ella, sus ojos contemplaban otro mundo, y lo que reflejaban la hizo echarse hacia atrás horrorizada. Sus manos empujaban algo invisible que parecía impedirle el paso, era como un nadador que se debatiera en aguas profundas. Y sangraba. La sangre manaba de las heridas de su cuerpo, de sus piernas; caía de una abertura en su pálido y demudado rostro, enmarañaba sus negros cabellos; fluía sin cesar un inagotable río carmesí que a su paso no dejaba ni manchas ni rastros en el suelo.
La parálisis provocada por el choque se desvaneció y de la garganta de Índigo surgió un grito desgarrador.
—¡Fenran!
Antes de que el emisario pudiera detenerla se lanzó hacia adelante, con los brazos extendidos y dando manotazos, en dirección a su novio muerto. Salió de la carretera y se estrelló contra una barrera intangible, sólida como una pared de piedra, que la lanzó hacia atrás estupefacta. Retrocedió entre alaridos al ver, tan sólo por un instante, una fugaz visión de otro mundo más allá de la barrera: un mundo de cielos aullantes y nieblas sulfurosas, en el que unos árboles deformes retorcían sus podridas ramas en el interior de un espeso y hediondo bosquecillo por entre el que se debatía Fenran como una mosca en la tela de una araña. Entonces la espantosa visión desapareció y sólo quedó la figura destrozada de Fenran dando tumbos como un mimo enloquecido junto a la interminable carretera.
Unas manos frías sujetaron a Índigo cuando intentó de nuevo dirigirse hacia su amor. No tenía fuerzas suficientes para luchar contra el emisario, y tuvo que limitarse a contemplar cómo Fenran seguía adelante arrastrando los pies, sin darse cuenta de su presencia, luchando por abrirse paso por entre los sofocantes y monstruosos árboles que sólo él podía ver.
—Pero está muerto —susurró Índigo—. Yo lo vi
morir...
—Vive, pero no en la forma en que tú comprendes la vida. —La criatura resplandeciente observó con profunda compasión a la abatida figura que se alejaba—. Y en eso radica tu esperanza. Los demonios puede que hayan mutilado el cuerpo de Fenran, pero no pudieron destruir su espíritu. Está atrapado en su reino, una dimensión más allá de este mundo. Si tienes éxito en la tarea que te ha impuesto la Madre Tierra, entonces se lo podrá liberar de su cautiverio y serte devuelto, pero sólo si tienes éxito; porque hasta que los siete demonios no hayan sido destruidos Fenran es y seguirá siendo su prisionero.
Índigo contempló con tristeza a la figura que se alejaba, luego cerró los ojos abrumada por el pensamiento de los tormentos que debía de sufrir su amado. Desesperada, musitó con los dientes apretados:
—¿Cómo puede ser tan cruel la Madre Tierra?
—Ella no fue la que infligió a Fenran sus sufrimientos, Índigo —repuso el ente con voz muy seria y una nota de severidad—. Los demonios son creación del hombre, no Suya; Ella no puede controlarlos, y Ella tampoco puede liberar a tu amado. Sólo tú tienes el poder para hacerlo, si así lo deseas.
—¿Si así lo deseo? —Llena de amargura, Índigo se volvió contra el ser—. ¿Piensas acaso que no daría mi vida, mi alma, por salvarlo? ¿Crees que me importa otra cosa?
—Conozco tus sentimientos mejor quizá de lo que los conoces tú misma, criatura. Y en ellos está tu mayor peligro, ya que en tu deseo por salvar al hombre a quien amas, puedes olvidar con demasiada facilidad la tarea más importante. Eso es lo que quise decir cuando dije que el segundo viajero de este camino simbolizaría tu salvación o tu perdición.
Empezó a comprender. Con gran deliberación y un gran esfuerzo para no volver la cabeza de nuevo en la dirección que el espectro de Fenran había tomado, dijo:
—¿Responderás a una pregunta?
El emisario inclinó la cabeza.
—Lo haré.
—¿Cómo puedo encontrar y destruir a los siete demonios?
El ente lanzó un suspiro.
—La Madre Tierra desearía que la respuesta fuera tan sencilla como la pregunta. Todo lo que puedo decirte es esto: encontrarás a los siete demonios uno a uno, aunque la naturaleza de cada encuentro puede variar. A algunos los encontrarás bajo la forma de maldad humana; otros puede que te conduzcan a reinos astrales. Es cosa tuya el enfrentarte y destruir a esos mensajeros del mal con los recursos de tu propia mente y de tu corazón; pero con cada triunfo tu poder crecerá. —El ser sonrió comprensivo—. Será un largo camino, Índigo. Verás cambiar al mundo a tu alrededor mientras tú permaneces inalterable, sin envejecer. Pero aunque no puedas morir de muerte natural, debes, sin embargo, permanecer alerta, ya que eres vulnerable a otras fuerzas. Pero reconocerás a tus enemigos cuando los encuentres; y
puedes
triunfar, si utilizas lo que posees con sensatez y no tienes miedo. Tienes el poder para redimirte a ti y a tu amor. Todo eso te lo concede la Madre Tierra, y de buen grado.
Índigo bajó la mirada hacia el polvoriento suelo a sus pies.
—Intentas ofrecerme algo de esperanza —dijo por fin, con voz marchita—. Ojalá pudiera encontrar consuelo en ella.
—Con el tiempo, quizás, aprenderás a hacerlo. —El ser extendió una mano hacia ella—. Debemos irnos. El final del camino no está muy lejos.
No se atrevió a mirar por encima del hombro, ya que no sabía qué temía más: si volver a ver la figura tambaleante y mutilada de Fenran, o no ver nada más que una carretera
vacía.
Se pusieron en marcha, uno junto al otro.
Y de improviso, frente a ellos apareció una puerta. Un momento antes no había habido nada más que la interminable carretera, y al siguiente, un arco de pálida luz cobró forma directamente frente a ellos. Lo que fuera que hubiera en el interior del arco quedaba oscurecido por una cambiante y densa neblina, e Índigo vaciló indecisa, pero el ser sonrió.
—No vaciles, criatura. Aquí acaba nuestro camino juntos.
Se acercaron al arco, y a medida que se acercaban la neblina empezó a agitarse, deshaciéndose para revelar un enrejado de ramas y del vivo color verde de las hojas tiernas. Algo en aquella escena que emergía ante ella hizo que Índigo sintiera una dolorosa sensación de familiaridad, y al cabo de un instante habían cruzado ya el arco y estaban de pie sobre una hierba suave y abundante, con la luz del sol penetrando por entre los árboles, que formaban un dosel sobre sus cabezas.
—Hemos regresado a tu mundo —explicó el ente—. Estos bosques están a un día y medio de camino del Puerto de Ranna. Ahora te dejaré, para regresar a mi propio reino, y tú deberás ir a Ranna y embarcarte para abandonar las Islas Meridionales.
Índigo contempló la que sería una de sus últimas imágenes de los grandes bosques de su país; luego se detuvo. Sus nudillos se volvieron blancos al crispar inconscientemente los puños.
—Pero... —De nuevo volvió a pasear la mirada en derredor suyo, frenética esta vez como si creyera ver alucinaciones. Pero sus ojos no la engañaban. Las hojas de los árboles que la rodeaban eran tiernas, acababan de brotar; demasiado brillantes para ser hojas de otoño.
—Es primavera... —Su voz sonó gutural a causa de la sorpresa de su descubrimiento—. Y cuando abandoné Carn Caille, era...
—Lo sé. Pero ya te dije que el curso del tiempo fluye de forma diferente en el sendero por el que hemos viajado. Mientras nosotros andábamos, en la Tierra han transcurrido siete meses.
El rostro de Índigo se tornó gris.
—¿Siete meses...?
—Sí. El mundo ha girado sobre sí mismo, y empieza a brotar vida nueva. —El ser sonrió bondadoso—. Es tiempo de esperanza.
¿Esperanza?,
pensó abatida. En algún lugar, un pájaro lanzó un agudo y estridente gorjeo en una exuberante melodía y notó cómo sus labios se movían para formar una inesperada sonrisa irónica, aunque la verdad es que no sabía si reír o llorar.
El emisario le dijo:
—Es la hora de partir, Índigo. Recoge tus cosas.
Fue entonces cuando vio por primera vez las dos bolsas que descansaban sobre la hierba a unos pocos pasos. Una de ellas, de fina piel, tenía una forma que le resultó familiar, y se inclinó para tocarla con dedos vacilantes.
Su arpa. Era un poderoso vínculo con Carn Caille, Cushmagar y todo lo que se había visto obligada a dejar atrás. El emisario volvió a dedicarle una bondadosa sonrisa.
—La música posee su propia y poderosa magia. Recuérdalo siempre. —Dio un paso adelante y, ante su sorpresa, posó ambas manos sobre sus hombros de una forma que insinuaba un afecto que no quería o no podía expresar—. Puede que nos encontremos de nuevo; pero entretanto recuerda todo lo que te he dicho. Hay peligro en el camino que tienes ante ti, pero también esperanza. Posees habilidades aún sin descubrir; utilízalas bien, si te es posible, y no quedarás sin recompensa. —El ser se interrumpió y luego sonrió—. En tu empresa no te verás totalmente sin amigos. Tu tercer encuentro no queda muy lejos, y será uno en el que podrás confiar. La Madre Tierra no te desea ningún mal, Índigo.
El aire empezó a relucir como si el sol hubiera fluctuado de repente y cobrado más fuerza. Al cabo de un segundo, Índigo vio que el arco de luz situado detrás del emisario se estremecía, mientras sus colores se arremolinaban con renovada energía. Entonces un perfumado soplo de aire le rozó el rostro sin que pareciera provenir de ningún sitio, y el arco y el ser resplandeciente desaparecieron.
R
anna era el puerto más bullicioso de las Islas Meridionales; y aún más en aquella época del año en que las rutas marítimas se acababan de volver a abrir después de las tormentas invernales. La carretera que conducía a Ranna mostraba un tránsito febril ahora durante la mayor parte de las horas de luz, que eran mucho más largas, y el enorme puerto natural estaba atestado de barcos de todos los tamaños y clases, mientras que en los muelles la actividad era incesante. Un enorme y pesado velero de la clase Oso se balanceaba fuera del puerto en la marea de la tarde; perseguía la estela de una barca más ligera y rápida que se dirigía al continente oriental. A los costados del gran velero dos remolcadores danzaban sobre las relucientes aguas como delfines alrededor de una ballena, para acompañarlo fuera de las aguas costeras.