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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantastico

Némesis (28 page)

Grimya
dijo:

—Éste no es... un lugar bueno. No quiero entrar.

De repente, a Índigo la asaltó su conciencia. Esta era su empresa, no la de la loba; al traerla a este lugar la loba había vencido su miedo pero sólo a costa de un gran empeño. Ese sacrificio era suficiente; pedirle más resultaría cruel.

Acarició el cuello de
Grimya
con la esperanza de tranquilizarla y mostrar su gratitud al mismo tiempo.

—No tienes por qué seguir más adelante,
Grimya.
Pero yo sí debo hacerlo, ¿lo comprendes?

—Sííí....

—¿Y me esperarás?

La peluda cabeza se movió en gesto afirmativo.

—Cl-claro, esperaré... aquí. No tengo miedo aquí. Pero...

—¡Qué?

Grimya
levantó los ojos hacia ella, luego en un repentino impulso le lamió la mano.

—¡Prométeme que tendrás cuidado!

Ella le sonrió, conmovida.

—Lo prometo.

Índigo tomó la ballesta que colgaba de su espalda y desenvainó el cuchillo. Penetrar con armas en un lugar sagrado para la Madre Tierra era una profanación; colocó ambas cosas sobre la hierba junto a
Grimya, y
luego avanzó despacio hacia el débil resplandor. La loba se acomodó en el suelo, y cuando Índigo volvió la mirada la discernió tan sólo como una silueta vigilante, los ojos brillantes como cabezas de alfiler en la penumbra. Alzó una mano a modo de saludo, luego volvió el rostro una vez más en dirección a la borrosa y fulgurante aureola que la atraía a través de los árboles.

El bosque era tan espeso allí que Índigo pronto empezó a preguntarse si sería totalmente natural. En algunos lugares los árboles estaban tan próximos que apenas si podía pasar entre ellos, y a cada paso se veía obligada a apartar con todas sus fuerzas ramas que se le resistían, como un nadador lucha contra una poderosa corriente. En varias ocasiones se hubo de torcer a un lado cuando la maleza resultaba impenetrable, y se hubiera perdido de no haber sido por el distante fulgor de la extraña columna que la guiaba. Pero al llegar cerca de su meta la luz pareció cambiar de repente: se apagó, aumentó, se apagó de nuevo, y parecía como si fuera a disiparse hasta que temió que la perdería de vista por completo. Índigo empezó a inquietarse, y tuvo que controlar el impulso, fruto del pánico, de golpear y arrancar la malla de ramas que tenía ante ella para abrirse paso; no fuera que su único punto de referencia se desvaneciera y la dejase absolutamente perdida allí dentro.

La maraña de arbustos terminó de forma tan inesperada que estuvo a punto de tropezar al irrumpir en el claro. Sobresaltada por lo repentino del cambio, Índigo se quedó inmóvil sobre una alfombra color esmeralda de hierba cubierta de musgo, absorta frente a la pared de roca perpendicular, a menos de diez pasos de ella, que se alzaba en la orilla opuesta del tranquilo estanque.

Aspiró despacio, y como en respuesta los árboles y los matorrales a su espalda lanzaron un susurro agitados por una débil brisa. En cada centímetro de su piel sentía el hormigueo producido por diminutas sensaciones eléctricas; sentía el lugar del que surgía el poder, si quería podía extender sus manos y tomarlo entre ellas para probarlo, para beber su esencia... Se tambaleó, y tuvo que cogerse de la rama de un pequeño árbol para mantenerse en pie mientras la cabeza le daba vueltas con fuerza. Era, realmente, un lugar sagrado, y por un instante el valor estuvo a un tris de abandonarla al recordar las viejas historias de lo que les sucedía a los que invadían la santidad de estas arboledas mágicas.

Pero ella no era un intruso. Había venido con espíritu reverente, para pedir la ayuda de las fuerzas arcanas que allí se concentraban. No llevaba ninguna arma; no pretendía hacer ningún mal. Todo lo que traía con ella era esperanza, y una silenciosa plegaria para que los guardianes de la arboleda, si es que aún mantenían su guardia, la trataran con benignidad.

El musgo bajo sus pies tenía un tacto suave y mullido; la áspera corteza del arbolito la mantenía sujeta a la tierra y a la realidad. Aspiró con fuerza de nuevo y, con plena conciencia de que lo que hacía la comprometía de forma irrevocable, penetró en la arboleda.

No se produjo ningún cambio repentino; ni furioso vendaval, ni descarga de luz cegadora, ni voz monstruosa que lanzara un atronador desafío o condena. La tranquila quietud de la noche la seguía rodeando, y cuando su acelerado pulso empezó a reducir su velocidad ligeramente, reunió por fin el valor para atravesar la verde alfombra y detenerse ante el estanque.

Tendría una anchura de dos brazos, una depresión profunda al pie de una pared rocosa. Índigo no tenía ni idea de lo hondo que pudiera ser; el agua era como un espejo negro, y cuando se arrodilló en el borde y miró en su interior, sólo pudo ver un reflejo fantasmagórico y distorsionado de su rostro. La superficie del estanque no estaba totalmente inmóvil, no obstante: unas diminutas olas se movían sobre ella, y se dio cuenta de que lo alimentaba un delgado hilo de agua que caía de la roca que se alzaba sobre él. Al levantar la vista en busca del origen del surco, vio que éste discurría por una profunda hendidura en la superficie de la roca, y allí estaba el origen de la luz sobrenatural, ya que la hendidura dejaba al descubierto una gruesa vena de un mineral verduzco parecido al cuarzo, que relucía con una fosforescencia particular. Al reflejarse y refractarse en aquella superficie cristalina, la fosforescencia formaba la columna pálida y reluciente que la había guiado a través de los árboles.

Índigo permaneció arrodillada junto al borde del estanque, para dar a su desbocado corazón un poco de tiempo para que se calmara y recuperara. Sus sentidos estaban alerta y era perfectamente consciente del silencio que impregnaba el lugar. ¿La vigilaban? La mente de la muchacha buscó algún detalle revelador, la más nimia indicación psíquica de otra presencia, pero no descubrió nada. Los guardianes, si todavía residían allí, no estaban aún dispuestos a darse a conocer.

Concentró sus pensamientos en la revelación que la había conducido a la arboleda, y en la ayuda que esperaba obtener, luego cerró los ojos y se sosegó. La comunión con los poderes que habitaban otros planos de existencia siempre había sido un asunto silencioso y privado entre las brujas de las Islas Meridionales. El boato y la ceremonia tenían su lugar en las celebraciones públicas de la cosecha, los solsticios de invierno y primavera, pero para cuestiones menos públicas se consideraba que la Madre Tierra veía el corazón y el alma de aquellos que le pedían su bendición sin necesidad de tanta ornamentación. Los labios de Índigo se movieron en una silenciosa plegaria de invocación y se abrió a la arboleda y al poder que habitaba en ella. Sintió como el verdor la envolvía, y el frío de la noche pareció suavizarse gracias a una cálida y fluida sensación que surgía desde lo más profundo de su mente, como si se moviera a través de aguas oscuras y tranquilas. Una súplica, una esperanza, una confianza implícita: las imágenes se fundieron en su cerebro y echaron a volar...

Y algo surgió de la oscuridad para tocarla con la indefinible delicadeza de una sombra.

Un escalofrío a la vez helado y candente recorrió a Índigo mientras la excitación y el temor luchaban en su interior. Indecisa, vacilante, su mente formó una pregunta, una muda esperanza...

—Te escucho, Índigo. Abre los ojos, y verás. Parpadeó con rapidez y todo su cuerpo se estremeció. Entonces la arboleda apareció de nuevo con claridad ante sus ojos y vio que la misteriosa fosforescencia en la muesca de la roca sobre su cabeza relucía con más fuerza, mientras la columna de luz empezaba a cobrar una forma vaga. Mientras la contemplaba, la columna vaciló, titiló; y en su lugar, en equilibrio sobre una estrecha repisa en el interior de la grieta, apareció una esbelta figura.

Era casi humana, pero no del todo. Unos ojos de un vivo color esmeralda contemplaron a Índigo desde un rostro pequeño y delicado. Unos cabellos que no eran realmente cabellos sino una cascada de jóvenes hojas de sauce, caían sobre los hombros del duende hasta llegarle casi a la cintura. Estaba desnudo, era asexuado más que andrógino,
y
su piel brillaba con el color pálido de la madera de arce lustrada. Unos dedos prensiles se aferraban a la repisa como un pájaro se sujetaría a una rama; sus dedos terminaban en largas uñas translúcidas.

—¿Qué quieres, qué te trae a este lugar sagrado? —preguntó el ser.

La voz poseía un timbre curiosamente lejano, e Índigo descubrió que sus ojos no podían enfocar con claridad al duende. Era, pensó, como si no estuviera del todo en este mundo, sino que flotara entre las dimensiones de la Tierra y de su propio plano en otro mundo diferente.

La muchacha bajó la mirada y respondió:

—Busco la ayuda de los poderes que la Madre Tierra ha situado aquí. Vengo en son de paz y llena de respeto.

Se produjo un silencio durante algunos instantes mientras el duende sopesaba y meditaba sus palabras. Luego inclinó la cabeza.

—Me doy cuenta de que hablas sin artificio. ¿Cuál es la naturaleza de la ayuda que esperas encontrar?

Índigo le contó, entre titubeos, su experiencia y la revelación que la había seguido. El ser la escuchó sin hacer el menor movimiento ni cambiar de expresión, y, atreviéndose de cuando en cuando a levantar la vista para mirarle, la muchacha se preguntó qué pensamientos pasarían por su extraña mente.

Cuando el relato hubo concluido, le siguió otro silencio más largo, e Índigo sintió que los latidos de su corazón se aceleraban llenos de agitación. Por fin, el duende volvió a hablar.

—No estás iniciada en el arte de los sabios; sin embargo buscas las habilidades que los guardianes de la arboleda entregan tan sólo a los que poseen ese arte. ¿Qué te hace pensar que tienes derecho a ese favor por nuestra parte?

—No tengo ningún derecho —respondió Índigo—. Pero creo que el poder que hay en mi interior me fue entregado por la Madre Tierra, y temo poder ofenderla si lo utilizo de forma temeraria o inconsciente.

El duende meditó sobre ello.

—Es cierto que todos estos poderes son un don de la Madre Tierra y que Ella no entrega sus dones sin una buena causa. —Su silueta empezó a relucir—. Si las palabras de tus labios son las palabras de tu corazón, entonces puede ser que se te conceda lo que pides. Pero hay que probar tu sinceridad, y si fallas la prueba conoceremos tu engaño y recibirás el castigo apropiado. ¿Estás dispuesta a abrirnos tus secretos más íntimos?

Índigo levantó la cabeza y descubrió que el extraño ser sonreía, débilmente pero con amabilidad, pensó.

—Sí —contestó sin vacilar—. Estoy dispuesta.

—Muy bien. Es muy sencillo. Simplemente introduce tus manos en el agua del estanque.

Índigo se inclinó hacia adelante. La superficie del espejo era como un espejo negro, pero mientras se inclinaba hacia ella pudo ver, detrás de su propio reflejo, el débil brillo del cuerpo etéreo del duende. Sus dedos hendieron la superficie, la atravesaron; sintió cómo la profunda y gélida frialdad del agua envolvía sus manos...

De repente, sin previo aviso, el panorama que la rodeaba se inclinó con violencia, y en un instante el estanque dejó de ser un estanque y empezó a convertirse en un túnel, el profundo vórtice de una boca que se abría ante ella. Sintió que se desplomaba hacia adelante, gritó, y en esa fracción de segundo, mientras daba bandazos entre dimensiones, tuvo una última y rápida visión del duende reflejado en las negras aguas antes de que el estanque desapareciera. Se inclinaba hacia adelante desde la grieta, su rostro contorsionado por una expresión de diabólica satisfacción, y de su boca abierta surgió por un instante una lengua bífida y plateada.

Plateada...


¡Grimya!

Índigo escuchó su propio alarido de desesperación como si surgiera de un enorme abismo, y oyó el aullido de respuesta, el estrépito de algo pesado y potente que se abalanzaba por entre los árboles. Sintió el contacto del musgo bajo sus dedos y escarbó con frenesí para sujetarlo mientras el bosque se doblaba hacia adentro, sobre sí mismo, y el suelo se alzaba a sus pies. Algo enorme y hueco se precipitó hacia ella, se sintió agarrada, zarandeada; oyó un gruñido gutural, temerariamente cercano, intentó gritar de nuevo y perdió contacto con el mundo para precipitarse impotente a un vacío de luces caóticas y colores imposibles, con los ecos de su propio chillido resonando en sus oídos.

Hacía algún tiempo ya que era consciente de que algo gemía cerca de ella, pero su mente y su cuerpo parecían paralizados y era incapaz de responder. Sólo cuando la intensa oscuridad empezó al fin a dar paso a una penumbra nacarada y gris fue capaz de levantar la cabeza y buscar el origen del sonido.

Estaba tendida en lo que parecía una roca desnuda. Lo que la rodeaba resultaba invisible; la oscuridad se había reducido lo suficiente para permitirle ver a unos pocos centímetros en cualquier dirección. Pero la forma gris que yacía asustada y desamparada a sus pies resultaba inconfundible.


Grimya...
—Índigo se enderezó con un esfuerzo y extendió la mano en dirección a la loba mientras una asombrada sensación de alivio recorría su cuerpo.

«¡Índigo!» Grimya
levantó la cabeza de golpe y sus ojos brillaron como dos pedazos de ámbar.
«¡No estás herida!»

Índigo se dio cuenta con un sobresalto de que oía con toda nitidez el lenguaje mental de la loba. ¿Significaba eso que estaba dormida y soñaba? ¿O anunciaba algo mucho menos agradable?

No tuvo oportunidad de detenerse a pensar en ello, porque
Grimya
estaba ya de pie, meneando la cola con renovada esperanza. Le lamió el rostro a la muchacha.

«¡No podía despertarte! ¡Pensé que no regresarías a mí!»

—No... no me he hecho daño. —Clavó los ojos en la oscuridad pero seguía sin ver nada aparte de la superficie desnuda sobre la que se sentaba—.
Grimya,
¿sabes dónde estamos?

«No.
Pero no me gusta. No veo nada, no huelo nada. Eso no
es normal.»

Índigo luchó con su recalcitrante memoria. Lo último que recordaba era haber caído, y un gruñir a su espalda, y que el estanque se había convertido en una enorme boca negra...

Y plata. Sintió un nudo en el estómago cuando en su memoria apareció la última imagen que había visto del duende de la arboleda. Aquel rostro deformado había adquirido de repente un aspecto que reconoció, y la lengua plateada que surgiera de su sonriente boca le confirmó la verdad. La criatura de la arboleda no había sido un duende, ni un guardián; era Némesis. El demonio de su propia personalidad siniestra, arquitecto del mal que ella había desatado; su más terrible enemigo.

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