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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantastico

Némesis (18 page)

Esta percepción fue seguida de un terrible momento de pánico. El
Greymalkin.
No se hacía muchas ilusiones de que el clíper perdiera la marea por ella; lo más probable era que ya se preparara para zarpar. Índigo, asustada, hizo un movimiento para ponerse en pie, pero volvió a dejarse caer en el suelo con un agudo grito al sentir una fuerte punzada en el tobillo izquierdo; sentía como si hubiese metido el pie en una trampa. Se quedó inmóvil, con la respiración entrecortada y bañada en sudor; luego, cuando el dolor disminuyó lo suficiente para que pudiera recuperar el aliento, intentó con cautela examinar el pie. El tobillo estaba anquilosado e hinchado, de forma que tensaba y deformaba la fina piel de su bota; si la hinchazón aumentaba mucho más se vería obligada a cortar la bota por completo. Oprimió la zona con mucho cuidado, y el dolor resultante casi le hizo morderse la lengua. ¿Estaría roto? ¿O dislocado? Índigo no era médica; pero de cualquier manera no implicaba mucha diferencia, ya que ni siquiera podía incorporarse en aquellas condiciones. Y a la yegua que había alquilado no se la veía por ninguna parte.

Apoyó todo el peso en los brazos y se arrastró hacia atrás hasta que pudo apoyarse contra el tronco de un roble, una de cuyas ramas que más sobresalía había sido la causante de su caída. Sentía punzadas en la cabeza, aunque su sentido de la visión no parecía afectado; el golpe recibido no había ocasionado, al parecer, grandes daños. El arco que ni siquiera había tenido el ánimo de disparar estaba casi enterrado entre las zarzas de un arbusto cercano, y su arpa había ido a parar junto al árbol; si se estiraba, podría cogerla sin afectar a su pierna herida. No parecía haber sufrido el menor rasguño, y aunque era un sentimiento irracional se sintió más aliviada por ello que por ninguna otra cosa.

Entonces recordó lo que había ocasionado su caída, y se le puso la carne de gallina.

La presa transformada en cazador, surgiendo de la maleza como un relámpago de ferocidad asesina para desvanecerse entre las sombras con la misma rapidez con que se había manifestado. ¿Qué clase de animal era? Sólo había tenido una visión fugaz, pero sabía que era de tamaño mucho mayor que cualquier cosa que hubiera visto jamás en los bosques de su país. Y todavía andaba suelto por la vecindad; se había internado en el bosque mientras ella estaba inconsciente; acaso la contemplaba incluso en aquellos momentos, bien oculto, a la espera del momento de atacar.

De repente, Índigo se sintió asustada de estar sola.

Se esforzó por colocarse en una posición más erguida, con una mueca de dolor cuando una lanza de fuego le perforó el tobillo, y se preguntó cuán lejos se habría ido la yegua. Según como se la hubiera adiestrado, podría haber salido del bosque y galopado a casa, o podría estar aún por allí. Era posible —aunque era una posibilidad muy remota, lo sabía— que el animal respondiera al silbido que los jinetes de las Islas Meridionales utilizaban para llamar a su lado a monturas reacias.

Índigo frunció los labios y sopló, pero tenía la boca demasiado seca para poder lanzar el gorjeo de llamada. Movió la mandíbula, en un intento por inducir la salivación; lo intentó de nuevo, y esta vez por fin, aunque algo tembloroso, el silbido resonó en el bosque.

Le respondió un ave en tono quejumbroso, pero nada más. Lo intentó de nuevo... y a los pocos momentos escuchó algo que se acercaba, rodeando el claro y acercándose por entre la maleza. Algo grande, le informaron sus oídos; con toda seguridad un caballo, o...

La piel se le erizó de nuevo ante la idea:
¿o qué?
El recuerdo de lo que había visto antes de caer se apoderó de ella, y se puso tensa involuntariamente; apretó la espalda con fuerza contra el tronco mientras buscaba a tientas el arco, el corazón le palpitaba con violencia...

Un hocico castaño apareció por entre la maraña de hojas, y la yegua lanzó un suave relincho a guisa de saludo, Índigo cerró los ojos y empezó a temblar de risa provocada por la distensión. Las lágrimas brotaron de sus apretados párpados y se mordió los labios en un intento por contenerlas, ya que sabía lo fácil que resultaría sucumbir a la histeria. La yegua avanzó hasta ella y la golpeó en el hombro con el hocico; ella extendió las manos y abrazó el suave morro mientras el ataque de nervios poco a poco se apaciguaba.

Ya no estaba sola. Todo lo que necesitaba era montar en la silla y podría salir del bosque y cabalgar de regreso a través de los páramos hasta Linsk. Si el
Greymalkin
había abandonado el puerto sin ella, no tardaría en encontrar otro barco en el que pudiera zarpar. Pero cuando, con la ayuda de la correa de un estribo, se levantó a duras penas sobre la pierna sana, comprendió que no podría montar sin ayuda: su tobillo sencillamente no podía aguantar la presión. La yegua se agitó nerviosa, sin comprender el retraso, y tras varios minutos de vanos esfuerzos seguidos de igual número de pensamientos inútiles, Índigo abandonó el intento. Necesitaría encontrar algún lugar elevado desde el que dejarse caer sobre la silla, pero no tenía a la vista nada que pudiera servirle, y no podía desplazarse muy lejos en busca de un sitio apropiado. Además, los oblicuos rayos de sol empezaban a pasar del ámbar al rojo sangre, y comprendió que el día tocaba a su fin. Pronto sería de noche, y el solo intento de encontrar el camino de regreso en aquella enorme zona boscosa resultaría una temeridad. No tenía ni idea de la extensión del bosque; si se equivocaba de camino, se perdería en sus profundidades. Era mucho mejor permanecer donde estaba hasta que amaneciera; a lo mejor entonces su tobillo estaría lo bastante recuperado para permitirle montar.

Se recostó otra vez contra el árbol. Aquél era un buen lugar para establecer un campamento provisional; la verdad es que no quería arriesgarse a una nueva caída por buscar un lugar mejor. Enrolló las riendas del animal a una raíz del roble que sobresalía del suelo y empezó a examinar lo que llevaba encima en busca de algo que pudiera ayudarla a pasar la noche. Agua: una preparación temprana le había enseñado que jamás debía salir a cabalgar o de caza sin un odre lleno de agua. No había comida, pero quizás hubiera brotes o raíces comestibles al alcance de su mano si los buscaba, y si no, las punzadas del hambre no eran nada de lo que debiera preocuparse. Su mayor problema era resguardarse. A pesar de la gruesa bóveda de hojas, el bosque ofrecía muy poca protección contra la lluvia o el frío penetrante, y su abrigo, aunque caliente, podía no ser suficiente para evitar que se helara si la temperatura nocturna bajaba tanto aquí como en su país. No había ninguna cueva ni matorral lo bastante espeso como para ofrecerle refugio, pero como mínimo tendría un fuego: en su morral guardaba pedernal y yesca junto con su cuchillo, y en el suelo del bosque había suficientes restos de hojas y ramas para hacer una buena hoguera.

Mientras la yegua mordisqueaba los pastos del extremo del claro, Índigo se puso a trabajar. Jamás había tenido que encender un fuego por sí misma con anterioridad, pero recordaba haber observado a los criados cómo preparaban las piras en las chimeneas de Carn Caille, o en los bosques cuando las cacerías duraban dos días seguidos. Pronto tuvo ante ella un buen montón de broza, corteza y hojas; pero lograr que la pira se encendiera resultó menos sencillo; el material estaba húmedo, y cuando consiguió por fin que prendiera la primera chispa y la avivó con un soplido al tiempo que la protegía con una mano, estaba agotada y desanimada.

No obstante, cuando el fuego por fin empezó a arder, tuvo un inesperado golpe de suerte. No supo si la luz o el olor a madera quemada habían despertado su curiosidad o si simplemente se paseaba sin rumbo por el bosque; pero un crujido la alertó, y a la moribunda luz del ocaso vio aparecer a un pequeño jabalí junto a un abedul. Era muy joven, probablemente no tendría más de dos meses, e Índigo se puso alerta al instante, consciente de que su madre podría muy bien estar por los alrededores y de que una jabalina adulta podía resultar peligrosa. Pero ni se veía ni oía a ningún animal de mayor tamaño; el jabato la observaba como hipnotizado por la luz del fuego. Incluso cuando ella se inclinó despacio y con cautela para tomar su arco siguió sin moverse, y tan sólo ante el sonido de la cuerda al tensarse se volvió y salió a toda prisa.

Índigo disparó y el jabato dio un salto en el aire con un chillido de dolor cuando la saeta se incrustó en su costado. Rodó sobre sí mismo entre pataleos y aullidos, y luego, al cabo de algunos segundos, se quedó inmóvil fuera de alguna convulsión ocasional.

Índigo apretó los dientes para reprimir el dolor y se arrastró unos metros hasta donde estaba el jabato herido, y acabó con él a cuchillazos. Dio gracias en silencio a la Madre Tierra por sus habilidades cinegéticas y por la insistencia de Imyssa en que, princesa o no, debía saber cómo preparar y cocinar aquello que cazase. Quitarle las tripas al jabato resultó una tarea sucia y desagradable, pero se las arregló para conseguirlo, luego cortó una pierna y la ensartó en una rama descortezada que apoyó en ángulo sobre el fuego, de modo que la carne quedara suspendida sobre las llamas. La pierna chisporroteó y pronto desprendió un aroma que hizo revolverse los jugos gástricos de su estómago; entretanto, la yegua seguía pastando. Cansada de tanto esfuerzo, y aún bajo los efectos dolorosos de su caída, Índigo se quedó dormida apoyada sobre el tronco del árbol.

Cuando despertó era negra noche. El fuego ardía todavía, pero muy débilmente; el descuido y un abundante rocío lo habían reducido a unas perezosas ascuas. Revolvió a su alrededor enseguida en busca de más leña, y suspiró aliviada cuando las llamas se alzaron de nuevo y las sombras que la rodeaban se alejaron del renovado círculo de luz.

El bosque estaba muy silencioso. La yegua ya no mordisqueaba la hierba sino que permanecía inmóvil con la cabeza gacha, durmiendo en esa forma peculiar en que duermen los caballos. Las aves estaban calladas ahora; tampoco soplaba viento suficiente para alborotar las hojas y hacer que susurraran, e Índigo sintió un escalofrío en la columna ante la incómoda soledad de estar aislada en el enorme y oscuro silencio. Este no era lugar para un ser humano solo; la luz de la hoguera dibujaba caprichosas sombras que convertían la maleza en una vaga amenaza apenas dibujada, sin forma ni simetría; los árboles, en fantasmales y sensibles vigilantes, criaturas procedentes del reino de las antiguas historias y supersticiones. Aunque luchó contra el impulso, Índigo no pudo evitar el recuerdo de los deliciosos e inofensivos relatos de Imyssa, emocionantes en la acogedora seguridad de su dormitorio iluminado por el fuego de la chimenea en Carn Caille, pero que ahora habían sido transportados de forma siniestra al terreno de lo tangible. El Caminante Castaño, alto como un roble pero delgado como el más joven de los árboles, con su único ojo y la boca en el centro del pecho de la que brotaba el incesante ulular que era el último sonido que escuchaban sus víctimas. Los Dispersadores; criaturas achaparradas de pelaje abigarrado, con quinientos dientes cada una, cuyo nombre provenía de su costumbre de esparcir los huesos de aquellos que chocaban contra ellos, cuando habían consumido los últimos restos del tuétano. Ginnimokki, de quien se decía que en una ocasión había sido una mujer, pero ahora era un esqueleto viviente que se arrastraba, se enfurecía y aullaba.

Un escalofrío le recorrió toda la columna vertebral como una onda expansiva y la dejó sin aliento. No quería pensar en aquellas viejas historias macabras, pero se agolpaban en su cerebro de forma espontánea, atraídas por la profundidad del bosque, su oscuridad y su silencio. Cualquiera de esos horrores o una docena de otros parecidos podía surgir de entre las sombras en cualquier momento, surgir del reino de los sueños para enfrentarse a ella. Y no tenía defensa, no había muros de piedra que la protegieran, ni niñera que la adormeciera con sus canciones.

Índigo sintió un temor enfermizo que no había sentido desde la infancia. Miedo a lo desconocido, a la soledad, a los monstruos sin forma que vagabundeaban por las noches solitarias; un terror profundamente arraigado que era mucho peor que el otro temor más natural a animales de rapiña que pudieran acechar. Extendió una mano y agarró la bolsa que contenía el arpa, de la que sacó el instrumento, con dedos helados y torpes. El hambre que la había asaltado antes había quedado anegada por un temor nauseabundo; la pierna del jabato seguía cociéndose, pero ahora la idea de comer le revolvía el estómago. Lo que necesitaba era espiritual, no corporal. Sólo la música podría mantener a raya los horrores de la noche... y de su mente.

El arpa estaba desafinada y gimió como un espíritu atormentado cuando pulsó las cuerdas. Temblando, Índigo la afinó; luego se acomodó y aspiró profundamente varias veces antes de empezar, despacio primero pero ganando seguridad luego, a entonar una dulce canción marinera. El sonido del arpa con el telón de foro del bosque resultaba de una impresionante belleza; sin muros que la encerraran, las nítidas notas relucían y temblaban en la oscuridad, y se dio cuenta de que respondía a la música, que su pulso reducía su marcha, que su mente se relajaba como si la música la consolara. Tras la canción marinera interpretó una danza del Mes del Espino, una celebración de la llegada del verano; luego una canción de la cosecha que subía y bajaba con el ritmo del ondulante maíz y las veloces guadañas.

Estaba ya a mitad de la canción de la cosecha cuando vio unos ojos pálidos que la observaban desde la oscuridad.

La música se detuvo con una horrible disonancia, y el arpa cayó al suelo con un enojado «clang» al perder Índigo el control de sus manos. Paralizada por el susto, clavó los ojos en el pedazo de maleza, en los dos círculos dorados que capturaban la luz del fuego y la reflejaban con un brillo salvaje.

La razón luchó por imponerse. Aquello no era una manifestación sobrenatural; era simplemente un animal del bosque. El resplandor de las llamas, el olor de la carne que se asaba...; desde luego que aquello atraería depredadores. ¿Un felino? Había visto gatos monteses en las Islas Meridionales, y era posible que habitaran en el País de los Caballos, también. Pero éstos no eran ojos de gato. ¿Qué eran, entonces?

Algo se movió, algo que era un punto más oscuro que las sombras. Con un movimiento reflejo propio del cazador, Índigo intentó ponerse en pie de un salto, olvidando su tobillo torcido; éste cedió bajo su peso y volvió a caer al suelo con un aullido de dolor. Cuando se recuperó y miró de nuevo, los ojos estaban más cerca.

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