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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantastico

Némesis (21 page)

Cushmagar le había enseñado a fondo la magia peculiar de la música. Índigo asintió.

—Comprendo.

—De modo que tu tener favor de la Madre Tierra. Eso, creo yo, es una señal. —Shen-Liv se puso en pie con dificultad. Bajó los ojos hacia ella y la contempló con atención—. Debo contar esto a los otros het del poblado. Las mujeres regresar para terminar cuidar tu pierna mala; más tarde comeremos aquí, entonces hablaremos más. —Meneó la cabeza, un conciso pero cortés reconocimiento de su satisfacción—. Habrá mucho que decir.

Y con estas palabras, Shen-Liv abandonó la casa.

Las dos mujeres regresaron, terminaron su trabajo y se fueron de nuevo, e Índigo no vio a nadie más durante el resto del día. Sus cuidadoras le habían dejado una jarra con agua, pero nada de comida; y aunque se sentía bastante cómoda, y agradecida por su ayuda, se sentía a la vez un poco inquieta todavía por la actitud de los aldeanos hacia ella. Las atenciones de las mujeres y la reservada cortesía de Shen-Liv no daban a entender hostilidad, pero sin embargo la habían dejado sola e indefensa, despojada de sus posesiones, hasta que desearan volverla a interrogar. Su única pizca de consuelo era la aseveración de Shen-Liv de que debía gozar «del favor de la Madre Tierra»: una declaración inconscientemente irónica pero que, estaba segura, le garantizaría su seguridad mientras él siguiera con esa creencia.

Más allá de la alargada casa el sol giraba y lanzaba rayos de un polvoriento color pardo a través de la estrecha ventana que Índigo tenía a su espalda. El fuego convertía la habitación en un lugar sofocante; cansada todavía después de la agitada noche dormitó la mayor parte de la tarde, y cuando se despertó el sol ya se ponía, del fuego no quedaban más que unas brasas y las sombras embargaban la casa. En el exterior escuchó gran actividad, cascos que batían sobre el suelo y voces de hombres que se mezclaban con el agudo parloteo de las mujeres y los gritos de los niños; un perro empezó a ladrar con ferocidad, luego aulló cuando alguien le dio una patada para que callara. Al parecer, los vaqueros habían regresado de los prados; y a los pocos minutos la puerta de la casa alargada se abrió para dar paso a varias mujeres y muchachas que empezaron a reavivar el fuego y mover los jergones hasta formar un círculo alrededor de la hoguera. Encendieron también velas de junco, las cuales daban muy poca luz pero sí gran cantidad de humo que apestaba a sebo rancio, luego las mujeres trajeron bandejas cargadas de cuencos llenos de lo que parecía una variedad de pedazos de carne y verduras. Por último instalaron un pesado trébede sobre el fuego, y sobre éste un gran caldero de hierro en el que empezó a borbotear un líquido muy condimentado.

Cuando las mujeres se retiraron, penetró un joven en la casa. Era alto para ser un habitante del País de los Caballos, y vestía de forma menos complicada que la mayoría de los hombres que había visto. Por sus modales y gestos, Índigo adivinó que era, o al menos se imaginaba ser, un guerrero. Realizó un breve examen de los preparativos, y luego se aproximó al jergón donde ella se sentaba y le dedicó una ligera inclinación. Su expresión era hostil, o quizá desaprobadora, no pudo definirlo.

—Los het del poblado venir ahora a comer. —Sus palabras sonaban abreviadas y poco naturales; el dominio que el joven tenía de su idioma era mucho menor que el de Shen-Liv—. Tú estar con respeto, y contestar cuando hablar a ti.

Índigo comprendió de repente que su resentimiento provenía del hecho de que, para los habitantes del País de los Caballos, las mujeres —excepto las mujeres sabias como la Abuela— eran poco más que muebles, y la idea de que ella disfrutara del privilegio de sentarse entre los ancianos durante su cena había ofendido el sentido del decoro del joven guerrero. Ella le dedicó una débil sonrisa irónica:

—Gracias. Creo que comprendo lo que queréis decir.

El joven frunció el entrecejo, luego se volvió y avanzó, muy erguido, en dirección a la puerta, donde se colocó en posición de firmes mientras los ancianos del poblado —los het— entraban uno tras otro. La Abuela, observó Índigo, no estaba entre ellos: aquélla era una reunión sólo de hombres. Ocuparon sus lugares sobre los jergones y formaron un semicírculo que irradiaba de Shen-Liv; se intercambiaron unas envaradas reverencias y dio comienzo la cena.

Existía, tal y como Índigo descubrió enseguida, un gran protocolo que debía observarse durante la sencilla función de cenar. Shen-Liv entonó unas palabras rituales sobre el hirviente caldero, antes de que nadie pudiera empezar a comer, las cuales remató con un florido gesto al que sus compañeros dieron su aprobación con gruñidos y golpeando el suelo con las palmas de las manos. Tras esto, todos los presentes bebieron, en estricto orden de prioridad, de una jarra comunitaria. Índigo fue la última; al igual que habían hecho los hombres, levantó la jarra con ambas manos, se llevó el borde a los labios y bebió un trago tan largo como se atrevió. El brebaje era un té de hierbas tibio, suave e inocuo. Completado todo este ceremonial, los reunidos empezaron a comer. Se tomaron pedazos de carne o de verdura que se sumergían con gran cuidado —una vez más volvía a observarse un estricto orden de precedencia— en el hirviente caldero, y se comían sin la ayuda de platos ni de cuchillos. Índigo estudió a sus anfitriones y siguió su ejemplo, observando, también, que el banquete se llevaba a cabo en un pétreo silencio. La comida era probablemente muy saludable, pero para su paladar resultaba poco apetitosa. Las verduras eran insípidas, y sospechó que la carne pudiera ser de caballo o incluso de perro, cuyo sabor se disfrazaba mediante una generosa adición de especias al caldero. Por educación, no puso la menor objeción mientras los cuencos circulaban una y otra vez alrededor del fuego, pero se sintió agradecida cuando la comida tocó a su fin.

Con terrible formalidad, los het sacaron unas pipas de caña corta, que llenaron con hojas curadas y empezaron a fumar. Con gran alivio por su parte no se esperaba que Índigo tomara parte en este ritual; y mientras el humo de las pipas se mezclaba con el del fuego para formar una cortina perfumada por entre las vigas, Shen-Liv rompió el silencio que persistía ya desde hacía más de una hora.

—He hablado con los het —dijo a Índigo—, y la Abuela ha descifrado las señales. Nosotros de acuerdo que hay muy buen presagio en acontecimientos que trajeron a ti aquí.

Los demás ancianos contemplaban ahora a Índigo con atención, y uno o dos que, al igual que Shen-Liv, era evidente que comprendían el idioma de las Islas Meridionales, traducían lo que se decía a sus compañeros en susurrados aparte.

—La Abuela dice —continuó Shen-Liv—, que alguien que ha estada cara a cara con shafan y no resultar herido debe tener poder contra tales dominios.

—¡Shen-Liv, yo no soy una hechicera! —protestó Índigo—. Si la Abuela cree...

—No interrumpir. —Shen-Liv levantó una mano y sus compañeros arrugaron la frente en señal de desaprobación—. Digo,
poder.
No magia. Es don, como habilidad con caballos, como cantar. La Abuela decir es don de la Madre Tierra, y el don debe usarse para echar shafan de aquí. Ahora. —Se inclinó hacia ella, con un dedo levantado como si regañara a una criatura—. Tú tienes instrumento de hacer música desconocido para nosotros.

—Mi arpa... —La voz de Índigo sonaba muy débil.

—Arpa. —Repitió la palabra como para grabarla en su memoria—. Bien. Utilizarás arpa. Y también tienes un arma, como un arco pero no igual. Dispara muy lejos, creo, y con mucha más fuerza.

Ella asintió.

—Es una ballesta. El principio es el mismo que el del arco, pero resulta, como vos decís, más potente.

—¿Y saber usarla tú? ¿Ser hábil?

—Sí. Me enseñó mi padre, el... —Índigo se interrumpió, consciente de que había estado a punto de pronunciar el nombre de Kalig y sabedora de que no debía,
no podía;
tragó saliva y sintió un fuerte nudo en la garganta—. Mi padre fue un gran cazador.

Todo esto fue debidamente traducido a los demás, y algunos de los het menearon la cabeza, a todas luces reacios a aceptar el que una mujer aprendiera habilidades propias de un hombre. Siguió una rápida discusión entre ellos, durante la cual Índigo escuchó la palabra «shafan» varias veces. Luego Shen-Liv se volvió hacia ella de nuevo.

—Muy bien. Los het estar de acuerdo, y ahora yo decir a ti qué deber hacerse. Cuando tú curas, y tu caballo cura, tú regresar bosque donde ver shafan, y tocar música para atraer shafan adonde tú estar. Cuando shafan viene tú estarás preparada. Tú matar shafan, y enviar de vuelta al lugar siniestro del que salir.

A sus palabras siguió un profundo silencio. Índigo contempló con asombro a Shen-Liv, quien mostraba una humilde sonrisa de satisfacción, mientras luchaba por controlar la oleada de furia que provocaran sus palabras. «Así de sencillo. Irás allí, y con tan sólo un arpa y una ballesta matarás al demonio que ha estado atormentando al País de los Caballos...»

—Shen-Liv —aspiró con fuerza y se mordió la lengua para evitar que la cólera aflorase y la obligara a arrojar a la cabeza del anciano el primer cuenco vacío que tuviera a mano—. Me parece que no he comprendido bien lo que queréis decir. Desde luego ¿no pretenderéis que regrese al bosque, y mate a esta..., esta cosa, este demonio, sin ayuda?

La sonrisa de Shen-Liv se alargó un poco más.

—Sí. Como yo he dicho a ti.

—Y tal como os he dicho, ¡no soy una hechicera! —Índigo sabía que el tono de su voz iba subiendo, pero no le importó—. No soy un superhombre; si vuestros propios cazadores no pueden matar al shafan, ¿cómo, en nombre de todos los mares, creéis que
yo
podré?

Permaneció impávido.

—He explicado. Todo está claro y sencillo...

—¿Sencillo?

—No gritar —la amonestó Shen-Liv con severidad—. La Abuela decir que tú tener el poder para enfrentar shafan; por lo tanto no haber peligro para ti.

—Shen-Liv. —Tenía que intentarlo una vez más, hacerle comprender que la declaración de la Abuela no era suficiente, que no poseía ningún poder innato contra cualquiera que fuese la criatura que rondaba por el bosque y amenazaba el pueblo—. Por favor, escuchadme. Tal y como he dicho antes, no soy una hechicera. No tengo poder contra los demonios, y no sé nada de vuestro shafan. Si voy sola al bosque a echar a esa criatura, fracasaré, o ella me matará. O ambas cosas.

—Tú no ir sola —le aseguró Shen-Liv con afabilidad—. Acompañar cazadores de aquí, y estarán cerca por si haber problemas. —Sus ojos se entrecerraron de repente, y sus siguientes palabras llevaban una velada amenaza—. Los het han decidido. Esta cosa debe hacerse.

Índigo comprendió lo que se ocultaba detrás de aquella implicación. No le dejaban alternativa.

Entrelazó los dedos con calma y se quedó mirándolos.

—¿Y si... descubro que soy incapaz de intentar lo que me pedís?

Shen-Liv apretó los labios.

—Eso será lamentable —dijo—. Los het tendrán necesidad de quedar arpa, y quedar arma, por si hombres de aquí tener éxito donde tu fallar. —La miró fijamente a los ojos, su mirada resultaba intimidadora—. Y desde luego quedar caballo también, como pago de amabilidad contigo en tu desgracia.

—Entiendo.

Desde luego, había dejado muy clara su posición. O accedía a sus deseos, o la echarían del poblado sin caballo y sin ninguna de sus pertenencias para que sobreviviera como mejor pudiera. La verdad era, pensó Índigo, que no podía hacer otra cosa que ceder.

Los het esperaban su respuesta. Deseó poder decir algo que borrara la sonrisita de autocomplacencia del rostro e Shen-Liv; pero sabía cuál debía de ser su respuesta.

—Muy bien, Shen-Liv. Puesto que me habéis ofrecido esta oportunidad, no seré tan maleducada como para rehusarla.

Su ironía se perdió en el anciano. La sonrisa de éste se transformó en una risa radiante de oreja a oreja, y asintió, haciendo tintinear los discos de cobre de su frente.

—Eso ser bueno. Y ahora que todo ser como debe ser, hay muchos preparativos que hacer. —Levantó las rodillas y, con cierto esfuerzo, empezó a incorporarse. Los demás ancianos siguieron su ejemplo—. Las mujeres ocuparán de ti. Cuando todo preparado, nosotros informar a ti.

Le dedicaron una cortés reverencia, uno tras otro, y se dirigieron a la puerta. Shen-Liv fue el último en marchar, y ya en el umbral se detuvo y volvió la cabeza.

—Nosotros desear a ti buena noche —dijo, y sonrió con la satisfacción del que se ha salido con la suya antes de seguir a sus compañeros y perderse en la oscuridad.

11

Í
ndigo pasó los tres días siguientes en el poblado de los vaqueros. Su tobillo se curó con rapidez, pero pronto descubrió que, en realidad, era una prisionera, ya que se le prohibió abandonar la pequeña cabaña, en parte almacén y en parte prisión, a la que se la trasladó después de su encuentro con los het. Ni tampoco volvió a ver a Shen-Liv: sus únicos visitantes eran las mujeres que venían mañana y tarde a traerle comida y agua, y que, o bien no comprendían sus preguntas, o se les habían dado instrucciones para que no respondieran a nada de lo que dijera.

Al parecer, los ancianos ya no sentían el menor interés por su bienestar; había aceptado hacer lo que querían, y hasta que llegara el momento de llevar a cabo sus planes la consideraban indigna de cualquier atención. Esos planes, entretanto, se iban completando, pero a Índigo no se la hacía partícipe de las agitadas discusiones que se celebraban en la cercana casa alargada. No era más que un peón, y mujer además; su papel, a los ojos del het, era llevar a cabo las órdenes que se le dieran sin ningún tipo de objeciones ni preguntas.

La arrogancia de los ancianos enloquecía a Índigo, pero dos explosiones de cólera que chocaron con la indiferencia de las mujeres que la atendían, y el descubrimiento de un guardia armado al otro lado de su puerta, calmaron su furia al darse cuenta de que no podía hacer nada para cambiar las cosas. Carecía de aliados, de armas, ni siquiera podía comunicarse con sus guardianes; y si se negaba a cooperar, lo mejor que podía esperar era que se le permitiera cruzar la empalizada con las ropas que llevaba. Todo lo que le quedaba era esperar, e intentar ser paciente.

Ya que no tenía otra cosa que hacer se dedicó a pasar durmiendo tantas de aquellas horas de tedio como le fue posible. Pero el dormir sólo le acarreó un miasma mental y físico; sus músculos reclamaban ejercicio y sus pensamientos se transformaban con demasiada frecuencia en una febril confusión en la que alternaba el sueño con el insomnio. Y se vio atacada de pesadillas: a veces eran imágenes del pasado, pero casi siempre eran tenebrosas y horribles premoniciones de lo que le aguardaba.

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