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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantastico

Némesis (33 page)

Una risita desagradablemente familiar susurró por entre la niebla a su derecha, y se volvió a toda prisa, paseando a lo largo de la pared. Delante de ella, algo quebraba la simetría del mármol, y cuando se acercó más, descubrió que el muro quedaba interrumpido por un arco, dos veces su propia altura, abierto en la piedra. Más allá del arco —donde, curiosamente, la niebla no penetraba— todo era oscuridad.

Se volvió para mirar a
Grimya,
que la había seguido.

—Voy a entrar. No tienes que entrar conmigo,
Grimya;
pero debo encontrar a Némesis de nuevo.

Grimya
lanzó un resoplido.

«¿Crees que dejaré que te enfrentes a lo que sea que haya ahí dentro, tú sola?»

Dio un paso hacia adelante y atisbo en las negras fauces de la arcada.

«No huelo nada malo. ¿Entramos a ver qué nos ha preparado el demonio?»

Atravesaron bajo el arco, y salieron de las brumas tan de repente que, por un momento, Índigo se sintió desorientada, y a la vez terriblemente vulnerable sin la blanda neblina blanca para envolverla.
Grimya
se sacudió, con lo que lanzó una rociada de agua en todas direcciones; luego dio algunos pasos hacia el interior. Índigo la siguió; aguzó la vista para poder ver en la penumbra, pero todo lo que pudo discernir fue el débil reflejo de las paredes de mármol de un pasillo o un túnel que se extendía delante de ellas. El suelo era también de mármol, y sentía el frío de su lisa superficie traspasar las suelas de sus botas. Si aquel lugar había sido creado por demonios, pensó, su solidez y su forma eran muy tranquilizadoras sin embargo. Era como si hubiera penetrado en uno de los elegantes palacios orientales que su madre le había descrito tan a menudo, o...

El pensamiento se fundió en un molesto escalofrío, un brusco descubrimiento de que algo de aquel corredor le era de algún modo familiar. Se detuvo, clavando los ojos en las veteadas paredes mientras se estrujaba el cerebro; pero no acertaba a dar con la conexión.

«¿Índigo?»

Grimya
estaba algo más adelante y se había detenido para mirar a su espalda. Estaba entre las sombras y sólo se veía el brillo de sus ojos.

«Hay unos escalones aquí.»

Dejando a un lado la pregunta no contestada, Índigo fue a reunirse con ella, y vio que el pasillo terminaba en un tramo de escalones que torcía oblicuamente hacia abajo. La sensación de que aquello le era conocido regresó, esta vez con más fuerza; pero de nuevo su naturaleza se le escapó cuando intentó asirla.

«¿Seguimos la escalera?»,
inquirió
Grimya.

—Sí..., sí, creo que deberíamos hacerlo.

Fue ella quien se puso a la cabeza esta vez, mientras
Grimya
la seguía con gran dificultad al no estar familiarizada con las escaleras, pero aquella persistente sensación se negaba a abandonarla. Había recorrido aquel camino con anterioridad, o uno tan parecido a aquél que las diferencias eran casi imperceptibles. Pero ¿dónde? ¿Dónde?

Entonces le vino a la mente de pronto, y la revelación resultó tan desconcertante que se detuvo en seco, con un espantoso y estrangulado sonido aprisionado en su garganta.

«¿Qué sucede?»

Grimya
se apresuró a ponerse a su lado, atisbando por entre la oscuridad. Un poco más abajo, el tramo de escaleras terminaba en un elevado y estrecho arco; más allá, se entreveía el parpadeo de una pálida luz.

—No... no puedo. —Índigo se sintió como si se ahogara mientras contemplaba la puerta con creciente horror—. Es... ¡No puedo! —Empezó a temblar de forma incontrolada.

«Hay luz allí delante.»

Grimya
intentó sonar tranquilizadora, pero se sentía confundida y preocupada por el extraño comportamiento de Índigo.

Oh, desde luego; habría luz sin la menor duda. La cálida y confortable luz del fuego que ardía en la gran chimenea de la habitación situada al otro lado de la puerta. Lo conocía todo: el pasillo, estas escaleras, el arco, la sala, porque le era tan familiar como su propio cuerpo. Lo había conocido toda su vida, y el hecho de que las dimensiones estuvieran algo desproporcionadas, y el granito se hubiera transformado en mármol, no importaba en absoluto.

Estaban en Carn Caille.

Le resultaba imposible moverse. Los gañidos y empujones que le daba
Grimya
con el morro no provocaban en ella la menor reacción; tan sólo cuando la loba introdujo con fuerza su frío hocico en uno de los puños apretados de la muchacha consiguió ésta por fin salir de su inmovilidad con una convulsionada sacudida.

«¿Qué
sucede?»,
preguntó
Grimya
con ansiedad.
«¡No veo nada a lo que hayamos de temer!»

—Oh, pero yo sí... —Las palabras chirriaron a través de los dientes de Índigo.

Despacio, casi sin darse cuenta de lo que hacía, bajó un escalón, y percibió un desigual declive del mármol, un lugar donde un pedazo del escalón se había roto hacía tantos años que el áspero reborde estaba ahora liso de tanto pisarlo. Sería el quinto escalón desde el pie de la escalera... Miró, contó, y se mordió la lengua cuando su recuerdo se vio confirmado. En una ocasión había caído en aquella escalera, tenía entonces seis años, e Imyssa la había consolado y lavado la herida con uno de sus ungüentos de hierbas...

El temblor se convirtió en violentas convulsiones que sacudieron su columna vertebral. Bajó otro escalón.
Grimya
se mantuvo a su lado; la miraba preocupada a los ojos tratando de averiguar qué pensaba. Pero sus pensamientos eran demasiado turbulentos; demasiado incontrolados... Otro escalón, otro más, y estaba ya al pie de la escalera, frente a la arcada y a su puerta abierta.

Esto era lo que Némesis había querido decir cuando le había echado en cara sus propios deseos.
Pregunta a tu corazón, a tu alma: ¿qué es aquello con lo que realmente sueñas?
Había sabido la respuesta entonces, pero se había negado a reconocerlo o a admitirla. Ahora, ésta se había alzado del reino de los fantasmas para enfrentarse a ella.

Índigo avanzó dando un traspié y se agarró a la piedra esculpida que enmarcaba la entrada. No podía huir de aquello: no había ningún sitio al que pudiera ir. No podía hacer más que enfrentarse a ello,
y rezar
porque no le faltara el valor. Aspiró muy profundamente, el aire frío le hirió la garganta,
y
cruzó el umbral.

Todo estaba tal y como ella lo había conocido. Allí estaban las altas ventanas, con las cortinas echadas por ser de noche. Allí estaban las largas mesas de los banquetes, aunque también ellas, al igual que las paredes, habían sido convertidas en mármol. Allí estaba la magnífica chimenea con el fuego encendido; pero las llamas no tenían el reconfortante color dorado y anaranjado del fuego auténtico. En lugar de ello, ardían con un pálido color azul nacarado, y no desprendían el menor calor. Llamas fantasmales; un eco de la realidad en la sala vacía.

No quería volver la cabeza hacia el lugar donde sabía que estaría la plataforma real, pero una fuerza la obligaba a saberlo o todo o nada. Y allí estaba la mesa principal, el enorme sillón labrado del rey, de mármol ahora como todo lo demás, sus brillantes almohadones rojos convertidos en otros de un apagado verde azulado.

Fantasmas...

En lo más profundo del sillón del rey, se movió una delgada figura.

Grimya
gruñó, con los pelos del lomo erizados, e Índigo sintió el cálido contacto de la piel de la loba contra su pierna cuando Némesis se puso en pie con una elegancia obscena. Extendió una mano, en sardónica parodia de un saludo real.

—Bienvenida a casa, Índigo.

Ella siseó una maldición y enseguida ladeó la cabeza, repelida y enloquecida por la visión de una criatura tal sentada en el lugar —incluso aunque fuera la réplica de aquel lugar— que había sido de su padre. Sus dedos se cerraron con fuerza sobre la piel de
Grimya;
la presencia de la loba le proporcionaba un hilillo de consuelo, aunque era un hilo débil e inseguro.

—¡Ésta no es mi casa! —Soltó las palabras con todo el desprecio del que fue capaz, y Némesis dejó escapar su suave risita.

—Cierto. Y Carn Caille, el
auténtico
Carn Caille, te está vedado. Pero podría ser diferente, si lo deseas. —El demonio le dedicó una sonrisa calculadora.

—¡No lo deseo! —La violenta refutación de Índigo fue apoyada por un gruñido de
Grimya.

Némesis ignoró a la loba y regresó a la silla, trazó un dibujo con los dedos en los brazos labrados mientras paseaba con deliberación alrededor de la plataforma. Luego se detuvo, la miró de nuevo, y sus ojos plateados centellearon con peligrosa seguridad en sí misma. —¿Estás segura de eso? Después de todo, fuiste feliz en Carn Caille. La mayoría de tus recuerdos son agradables, ¿no es así? —E hizo chasquear los dedos.

Índigo estaba totalmente desprevenida para lo que sucedió. Abrió la boca para maldecir a Némesis de nuevo y su mandíbula se cerró con incrédulo horror cuando una figura penetró por la puerta, de detrás de la plataforma que sólo su familia había utilizado. Cabellos castaños, encanecido pero todavía abundante; un ahorro de movimientos que contrastaba con su corpulencia, la marca del guerrero diestro y valiente; las ropas, el cinturón tachonado, la espada de gala, el desgarrón en su capa que Imyssa había zurcido...

Índigo se tambaleó hacia atrás y cayó casi encima de
Grimya;
se llevó una mano a la boca al tiempo que su voz se alzaba en un gemido ahogado.

—Padre...

Némesis chasqueó los dedos de nuevo. Y detrás de Kalig apareció la reina Imogen, serena y sonriente, tomada de la mano por su esposo con graciosa formalidad mientras se dirigían a sus asientos. E inmediatamente después, Kirra, despeinado y sonriente, como si recordara alguna broma sólo conocida por él.

Su familia. Sus parientes más cercanos; sus desaparecidos seres queridos... Índigo intentó gritar una negativa a esta espantosa posibilidad, pero el único sonido que consiguió producir fue un apenas audible e inarticulado grito de dolor y desesperación. De rodillas ahora, e inconsciente a la presencia de
Grimya,
que seguía de pie gruñendo y con los pelos del lomo erizados en protectora amenaza delante de ella, no podía hacer otra cosa que mirar paralizada, mientras Némesis se hacía a un lado para permitir que el rey y la reina ocuparan sus lugares en la mesa principal. Los labios de su madre se movían, y su padre rió como respuesta; pero ningún sonido surgió de sus bocas. Y tampoco parecieron darse cuenta de la presencia de Némesis ni de su aturdida hija, sino que se sentaron en sus sillas, y amontonaron comida invisible en platos invisibles, y se llevaron copas de vino invisibles a los labios. Eran máscaras, que representaban sus papeles en fantasmal silencio; fantasmas que en la muerte representaban de una forma insensata los placeres cotidianos de que habían disfrutado en vida.

—Recuerdos —dijo Némesis con crueldad—. ¿No te recuerdan la herencia que te ha sido robada?

Índigo escuchó la voz mental de
Grimya
como quien intenta despertar de una pesadilla, procedente del mundo real pero inalcanzable, inconexa; sólo cuando la loba apretó su cálido y sólido cuerpo contra ella consiguieron penetrar las palabras en su conciencia y resultar coherentes en su cerebro.

«Índigo, ¿qué sucede? ¿Qué ves? ¡Dímelo!»

—Mi familia... —Su lengua estaba reseca y apergaminada en su boca, y alzó una mano temblorosa para indicar hacia la mesa principal. —Están ahí, en esta sala—. ¡Mi familia!

Grimya
miró con atención y vio únicamente a Némesis y las sillas de mármol vacías. El demonio sonrió ante su confusión.

—Tu amiga loba carece de nuestra sutileza, Índigo.

Dio un paso hacia adelante y
Grimya
se agazapó para saltar, mostrando los colmillos amenazadora. Némesis no le hizo el menor caso, pero la intervención del animal liberó a Índigo de su parálisis.

—Están muertos. —Se puso en pie, dio un paso, dos, en dirección a Némesis. Detrás del demonio, en la mesa, Kalig, Imogen y Kirra continuaron su silenciosa mascarada sin sentido; no podía soportar su visión—. Muertos —repitió—. No puedes volverlos a la vida. ¡No puedes hacerme creer que puedes volverlos a la vida!

—Desde luego —Némesis reconoció esta verdad con una maliciosa inclinación de cabeza—. No soy tan estúpida como para intentar negarlo. Pero aunque tu familia esté más allá de mis posibilidades para devolverla a la vida, existe otro a quien amaste; y él todavía vive, en cierta forma. El es el quid del trato que me gustaría hacer contigo.

El poco color que quedaba aún en el rostro de Índigo desapareció; su piel se volvió repentinamente gris como el cielo invernal.

—¿Trato...?

No,
gritó algo en su interior.
No escuches; no dejes ni que pronuncie las palabras...

Némesis sonrió, una obscenidad en el inocente rostro de la criatura.

—Deja que te muestre lo que tengo que ofrecer. —Levantó una mano, hizo un gesto indolente, y los fantasmas de Kalig, Imogen y Kirra se inmovilizaron; hizo otro gesto, y las figuras se disolvieron como el humo produciendo una ligera brisa.

Índigo contempló, paralizada, los espacios vacíos, y Némesis extendió la mano en dirección a la puerta que había detrás de la plataforma.

Subió a la plataforma tambaleante como si unas manos invisibles lo empujaran, y se quedó allí balanceándose, aturdido, asido al borde de la mesa para no caer. Índigo intentó dar voz a la violenta sensación de rechazo que aullaba en su mente pero sus cuerdas vocales estaban paralizadas, agarrotadas. Todo lo que podía hacer era mirar fijamente los cabellos empapados de sudor, los huesos del rostro casi cadavérico, los ojos grises desenfocados y enloquecidos por el recuerdo de imágenes que la muchacha no podía comprender. Llevaba las ropas manchadas de sangre que vestía cuando ella lo vio caer víctima del demonio en el patio de Carn Caille. Y todavía, de una forma horrible, espantosa, continuaba sangrando...

Grimya
alzó la cabeza y dejo escapar un prolongado y terrible aullido. El sonido sacó a Índigo de su conmocionada inmovilidad, y, capaz de hablar ahora, gritó:

—Fenran... ¡Oh, amor mío!

Fenran levantó la cabeza con dificultad. Sus miradas se encontraron, y la comprensión apareció en los ojos del joven como si alguien lo hubiera abofeteado en pleno rostro. Chocó contra la mesa, tropezó y estuvo a punto de caer de rodillas.

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