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Authors: Mari Jungstedt

Tags: #Intriga, Policíaco

Nadie lo ha oído (20 page)

Una sensación abrasadora le recorrió el cuerpo. Ahora tendría que volver a mentir.

—Estaría tomando el desayuno. ¿Qué hora era?

—Las ocho y media. No encontraba las zapatillas de gimnasia de Sara.

La miró fijamente. Emma tomó otro trago de vino para ganar tiempo.

—A esa hora estaba desayunando en el comedor. El móvil se había quedado sin batería y lo había dejado en la habitación para que se cargase.

—Así que era eso —dijo, dándose por satisfecho.

Una explicación completamente lógica, pues claro que había pasado eso. Su confianza en ella se había consolidado a lo largo de los años, ¿por qué iba a dudar de ella? Nunca le había dado motivos para hacerlo.

Las mentiras la abrasaban por dentro y el ambiente distendido se acabó para ella. Empezó a recoger la mesa.

—Siéntate —protestó Olle—. Eso puede esperar.

La conversación empezó a tratar de otras cosas y enseguida desapareció su sensación de fastidio. Acostaron a los niños y se pusieron a ver un interesante
thriller
en la tele. Ella acurrucada en sus brazos, exactamente igual que otras veces. Aunque no era así.

Domingo 25 de Noviembre

A
la mañana siguiente se produjo la catástrofe. Sonó el móvil de Emma mientras estaba en la ducha y Olle leyó el mensaje. «¿Qué tal? Te echo de menos. Besos. Johan».

Cuando entró en la cocina, su marido estaba sentado a la mesa. Tenía la cara blanca de cólera y el móvil de ella en la mano.

El suelo se hundió bajo sus pies. Supo inmediatamente que lo había descubierto todo. Vio a través de la ventana que los niños estaban fuera jugando bajo la lluvia.

—¿Qué ocurre? —preguntó con la voz apagada.

—¿Qué coño significa esto? —inquirió él con la voz llena de rabia.

—¿El qué?

Emma sintió cómo le temblaba el labio inferior.

—Has recibido un mensaje —gritó Olle—. ¡Aquí! —agitó el móvil en el aire—. De un tal Johan que te echa de menos y te manda besos. ¿Quién cojones es Johan?

—Deja que te lo explique —rogó ella sentándose en el borde de una silla enfrente de él.

En ese momento se abrió la puerta de la calle.

—Mamá, mamá, mis guantes se han mojado —gritó Sara—. ¿Puedes darme otros?

—Voy —dijo su madre. Salió a la entrada y sacó otro par. Le temblaban las manos—. Aquí tienes, cariño, ahora sal a jugar con Filip. Papá y mamá quieren hablar solos un momento. Quedaos fuera jugando un ratito, ¿vale? Yo os llamo cuando estemos listos.

Le dio a su hija un beso en la mejilla y volvió a la mesa con su marido.

—He querido decírtelo, pero ha sido muy difícil —dijo mirándolo con ojos suplicantes—. Llevo un tiempo viéndome con él, pero estoy muy confundida, no sé lo que siento.

—¿Qué cojones me estás diciendo?

Sus palabras eran cortantes. Notaba que Olle intentaba contener la rabia apretando los dientes. No se atrevía a mirarlo.

—No puede ser verdad, ¡esto es increíble!

Se levantó de la mesa y se plantó delante de ella, todavía con el móvil en la mano.

—¿Qué demonios está pasando? ¿Quién es?

—Es el que me hizo una entrevista tras la muerte de Helena. Ese periodista de televisión, Johan Berg —dijo en voz baja.

Olle tiró el móvil contra el suelo de piedra con todas sus fuerzas. Con el golpe se convirtió en un amasijo de plástico y metal. Entonces se volvió hacia ella.

—¿Has estado viéndote con él desde entonces? ¿A mis espaldas? ¿Durante varios meses?

Tenía la cara descompuesta por la rabia y se inclinó sobre su mujer.

—Sí —dijo Emma débilmente—. Pero déjame que te lo explique. No nos hemos visto todo el tiempo.

—¿Explicármelo? —gritó Olle—. Explícaselo a un abogado. Fuera de aquí. ¡Vete ahora mismo!

La agarró con fuerza del brazo y la levantó de la silla.

—Fuera de aquí, tú ya no tienes nada que hacer aquí. Lárgate para que no tenga que verte. Vete al infierno, no quiero volver a verte nunca más. ¿Me oyes? ¡Nunca más!

Al oír el jaleo, los niños aparecieron en el vano de la puerta. Al principio se quedaron pasmados y luego los dos empezaron a llorar. Lo cual no frenó a Olle. A empujones echó a Emma al porche descalza y después le tiró la cazadora y las botas.

—Ahí tienes, y ¡ni se te ocurra llevarte el coche! —gritó quitándole el llavero.

Dio otro portazo.

Emma se puso las botas y la cazadora. La puerta se volvió a abrir y su bolso salió volando por los aires.

Se encontró tirada en mitad del frío. La calle estaba desierta.

Era la mañana de un domingo de noviembre y todo había saltado por los aires. Se quedó mirando fijamente la puerta cerrada. El bolso se había volcado al caer y su contenido estaba esparcido por el porche y las escaleras. Recogió mecánicamente las cosas. Demasiado aturdida para llorar, se encaminó hasta la verja y la abrió, luego se dirigió hacia la derecha, sin saber por qué. No se fijó en los vecinos que dos casas más allá, hablando y riendo, se montaron en el coche y se marcharon. La mujer levantó la mano a modo de saludo, pero no obtuvo respuesta.

Se sentía vacía por dentro, como paralizada. Tenía la cara rígida. ¿Qué era lo que había hecho? ¿Adónde podía ir? No podía volver a su propia casa.

El polideportivo que había junto a la escuela estaba desierto. Soplaba el viento del norte. Miró hacia la carretera principal, por donde pasaba algún que otro vehículo.

¿Qué horarios tenían los autobuses los domingos? Nunca había tenido que hacerse esa pregunta.

Lunes 26 de Noviembre

L
a sauna tenía una temperatura de ochenta grados. Knutas llenó el cacillo de madera y echó más agua sobre las piedras ardientes. La temperatura aumentó aún más.

Habían hecho mil quinientos metros y estaban más que satisfechos. Un par de veces a la semana, Knutas y Leif procuraban hacer un hueco para ir juntos a nadar, al menos durante los seis meses de invierno. Knutas nadaba regularmente en la piscina de Solbergabadet durante todo el año. En realidad le gustaba más ir a nadar solo. Se le aclaraban las ideas cuando estaba en el agua, dando una brazada tras otra. Pero ésta era una manera de relacionarse. Aunque tenían que aguantar bastantes bromas pesadas de sus colegas por ir a la piscina, porque decían que eso era más propio de mujeres. Los hombres jugaban juntos al tenis, al golf o a los bolos.

En la sauna hablaban de cualquier asunto trivial o permanecían completamente en silencio. Ése, según Knutas, era el distintivo de un buen amigo. Le molestaban profundamente las personas que se empeñaban en darle incesantemente a la lengua, aunque no tuvieran nada sensato que decir.

Knutas le contó el numerito que le había montado Line el día de su cumpleaños y Leif se rio de lo lindo. Nunca llegarían a comprender del todo a las mujeres, en eso estaban los dos patéticamente de acuerdo.

Tenían hijos de la misma edad y discutían los problemas de la adolescencia, que ya habían empezado a aparecer. Sus hijos eran compañeros de clase y la semana anterior Leif había descubierto que fumaban a escondidas. Resulta que habían estado fumando colillas y el hijo de Leif, que llevaba el pelo largo para horror de sus padres, se había quemado los rizos de un lado.

Hablaban de su miedo a hacerse mayores, de su temor a que les saliera barriga y a que sus músculos se relajasen, a la aparición del vello blanco en el pecho. Knutas no solía pensar mucho en la vejez ni en la muerte, pero a veces reflexionaba sobre cómo iba transcurriendo el tiempo y se preguntaba cuántos años le quedarían. Se imaginaba haciéndose cada vez más mayor, con la inmovilidad y los achaques que eso llevaba consigo. ¿Cuánto tiempo podría seguir disfrutando? ¿Hasta que tuviera sesenta y cinco, setenta o incluso hasta los ochenta? Cuando empezaba a pensar en esas cosas, le producía angustia su vicio de fumar, aunque fumaba muy poco. La mayoría de las veces no hacía más que chupar la pipa apagada, jugaba y se entretenía con ella, solamente la encendía unas pocas veces al día.

Leif se enfrentaba a la misma inquietud, aunque no fumaba. Le contó que se había comprado un aparato para hacer gimnasia en casa y que entrenaba una hora todas las mañanas. El resultado estaba a la vista, constató Knutas con cierta envidia. Apreciaba la franqueza de Leif y el poder contarle sus cosas. Cuando se trataba de temas relacionados con el trabajo, regían otras normas. Leif no solía preguntarle a Knutas nada relacionado con su trabajo. Lo cual no impedía que a éste le entraran a veces ganas de contarle a su amigo alguna que otra cosa. A menudo era bueno hablar con alguien ajeno a los pasillos de la comisaría, alguien que tuviera una perspectiva distinta. La mayoría de las veces era Line la que cumplía ese papel. Ella le había ayudado en numerosas ocasiones a ver las cosas de otra manera.

No llegó al trabajo hasta las once. En el escritorio tenía una nota de Norrby escrita a mano y una copia de un interrogatorio enviada por la policía de Uppsala. La joven que había estado con el testigo en el puerto fue rastreada hasta una dirección en esa ciudad. Ese día sólo hubo un pasajero de allí cuya edad coincidía con la descripción. Se llamaba Elin Andersson y en el interrogatorio, con el cual la policía de Uppsala claramente los había ayudado durante el fin de semana, la muchacha había reconocido que conocía a Niklas Appelqvist, que habían estado juntos en el puerto la mañana del día 20 de julio antes de que ella tomara el barco, pero que en el muelle no había llamado su atención ninguna persona en particular. Así pues, sus sospechas se confirmaban, había sido el joven vecino de Dahlström quien había revelado esa información a Johan Berg. A Knutas le irritaba sobremanera que un testigo tan importante se negara a hablar con ellos. Y no porque hubiera tenido ningún encontronazo con la policía anteriormente, una búsqueda en el registro de delincuentes había dado negativo.

C
uando entró en la sala de reuniones media hora después, se dio cuenta enseguida de que había cierta agitación flotando en el ambiente. Karin y Kihlgård habían revisado los papeles de Dahlström durante el fin de semana y se veía claramente en sus caras que habían averiguado algo, porque estaban a punto de reventar de ganas de contárselo a sus colegas. Kihlgård tenía delante un plato con dos panecillos y una taza grande de café. Comía mientras rebuscaba entre sus papeles. Grandes migas de pan caían sobre la mesa. Knutas suspiró.

—¿Y vosotros dos tenéis algo que contar?

—Ya lo creo —dijo Kihlgård—. Resulta que Dahlström tenía una libreta en la que apuntaba a sus clientes. Tenemos una apretada lista con los nombres, las fechas, lo que construyó y cuánto le habían pagado.

—El asunto es de mayor envergadura de lo que pensábamos —añadió Karin—. Ha hecho obras de carpintería para la gente durante más de diez años. El primer trabajo se remonta a 1990. Algunos de los que han utilizado los servicios de Dahlström son personas muy conocidas en Visby.

Todos miraron atentos a Karin cuando mostró la lista con los nombres.

—¿Qué os parece…? Ahora agarraos bien… ¿El alcalde, el socialdemócrata Arne Magnusson?

Un murmullo de sorpresa recorrió la sala.

—Magnusson, ese socialista de toda la vida —se rio Wittberg—. ¡No puede ser! Pero si siempre está defendiendo los impuestos elevados y, al igual que Mona Sahlin, no para de hablar de lo estupendo que es pagarlos. ¡Es demasiado divertido! Siempre anda con sus discursos moralizantes. ¡El peor predicador de Visby!

—Ah, sí. Constantemente está haciendo campaña para que los bares cierren a la una en verano y para que se prohíba fumar —se burló Sohlman.

—Si esto sale a la luz…, va a ser un festín para los periodistas —dijo Norrby extendiendo las manos.

—Una cabaña de madera en 1997 —leyó Karin de la lista—. Cinco mil coronas en negro más cierta cantidad de alcohol a modo de pago. ¿Os cabe en la cabeza?

Knutas se puso serio.

—Esto es una absoluta insensatez.

—Espera y verás, hay más cosas interesantes —continuó Karin—. Bernt Håkansson, jefe de servicio del hospital, y Leif Almlöv, restaurador, y buen amigo tuyo, ¡Anders!

—¡No me jodas!

Knutas se puso rojo como un pimiento.

—¿También está en esa lista?

—Una sauna en su casa de campo por diez mil coronas, no estuvo mal el pago.

La mala leche brillaba en los ojos de Karin. Disfrutaba haciéndolo rabiar. Kihlgård parecía igual de satisfecho. Ahora habían conseguido algo con lo que regodearse. Bien por ellos.

—De todos modos, no es el único. Aquí hay otra decena de nombres.

—¿No habrá nadie de esta casa? —preguntó Wittberg inquieto—. Dime que no hay nadie, por Dios.

—No, por suerte no hay ningún policía. Pero sí alguien que se apellida como tú, Roland Wittberg, ¿es pariente tuyo?

Wittberg negó con la cabeza.

—Déjame ver —le pidió Knutas.

Reconoció una buena parte de los nombres.

—¿Qué hacemos con esto?

—Pues, para empezar, podemos tratar de averiguar si mantenían alguna otra relación con Dahlström —dijo Karin cogiendo la lista.

K
nutas llamó a Leif en cuanto llegó a su despacho. Se sentía tremendamente irritado.

—¿Por qué no me has dicho que recurriste a Dahlström?

Se produjo un silencio.

—¿Estás ahí?

—Sí.

Se oyó un profundo suspiro.

—¿Por qué no me has dicho nada de la sauna? —insistió Knutas.

—Ya sabes la cantidad de chanchullos que hay en el gremio de la hostelería. Pensé que si se hacía público que había empleado mano de obra en negro de forma privada, la gente pensaría que lo hago también en el negocio. Iban a considerarme inmediatamente sospechoso y luego las autoridades me harían la vida imposible.

—¿No pudiste pensar eso antes de encargarle que te construyera la sauna?

—Tienes razón, fue una estupidez. Justo entonces la cosa iba algo jodida en el restaurante, e Ingrid no paraba de hablar de esa maldita sauna. No es una disculpa, pero, tal vez, una explicación. Espero no haberte puesto ahora en una situación comprometida.

—No te preocupes por mí. Además, hay más gente que tiene motivos para estar preocupada. Tenemos una lista con un montón de personas que han hecho lo mismo. Si te dijera quiénes son, no te lo ibas a creer.

K
nutas se retrepó en la silla después de la conversación y empezó a llenar la pipa. Estaba satisfecho de que no hubiera ningún policía en la lista y aceptó la explicación de su amigo. ¡Cielos! ¿Quién no había hecho alguna tontería? Una vez, hacía mucho tiempo, él mismo había mangado un paquete de calzoncillos en un comercio de la calle Adelsgatan. Cuando estaba en la tienda con el paquete en la mano le entraron unas ganas irresistibles de experimentar lo que se sentía al birlar algo. Salió directamente del establecimiento con el paquete bajo el brazo. Pasó tantos nervios que iba temblando, pero cuando traspasó la salida lo invadió una sensación de felicidad. Una especie de inaccesibilidad. Era como si el hecho en sí lo hiciera inalcanzable. Cuando se había alejado lo suficiente del comercio y se dio cuenta de que se había librado, miró el paquete para descubrir sencillamente que se había equivocado de talla.

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