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Authors: Mari Jungstedt

Tags: #Intriga, Policíaco

Nadie lo ha oído (8 page)

—Yo estoy de acuerdo con Wittberg —dijo Norrby—. Creo que ha sido Bengt Johnsson. Era el mejor amigo de Dahlström y es probable que tuviera una llave extra. A no ser que fuera Dahlström quien decidió salir otra vez a medianoche. Esta vez con zapatos.

—Sí, claro que pudo ser así. Pero, suponiendo que fuera Bengan, ¿entonces para qué ir a buscar al portero? —replicó Karin.

—Para alejar las sospechas de él, evidentemente —interrumpió Norrby.

—Si el testimonio de la vecina es cierto, eso significa que Dahlström vivió un día después de la tarde de las carreras y la posterior celebración en su piso —resumió Knutas—. Por lo tanto, no murió en el transcurso de la fiesta. Probablemente el asesinato se produjo el lunes por la tarde a última hora o por la noche. La hora exacta nos la dirán pronto los forenses.

—Por cierto, hemos recogido la declaración de otro testigo que puede ser interesante —añadió Norrby—. He estado hoy allí otra vez hablando con todos los vecinos. Uno de ellos no estaba en casa y me ha llamado luego.

—¿Y?

Knutas apoyó la cabeza entre las manos preparándose para escuchar otra exposición minuciosa.

—Es una chica que va al instituto Säveskolan. Ella también oyó a alguien en la escalera el lunes por noche, a Arne Haukas. Es el vecino que vive enfrente de su casa en la planta baja, o sea, en el mismo piso que Dahlström. Es profesor de gimnasia y suele salir a correr por las tardes. Normalmente sale a las ocho, pero el lunes pasado lo oyó salir de su apartamento a las once. También lo vio a través de la ventana.

—¿Ah, sí? ¿Cómo puede estar tan segura del día y la hora?

—Porque su hermana mayor, que vive en Alva, estaba de visita en su casa ese día. Estaban aún levantadas charlando y lo vieron las dos. Esta chica lo vigila especialmente desde que descubrió que es un poco mirón. Suele mirar a través de su ventana cuando pasa corriendo. Ella cree que lo de salir a correr por las tardes sólo es una excusa para poder fisgar lo que hace la gente en sus casas.

—¿Tiene alguna prueba de esas afirmaciones?

—No. Parecía que le daba un poco de vergüenza, la verdad. Dijo que no estaba segura, que sólo era la impresión que tenía.

—¿Ese Haukas está casado?

—No, vive solo. Puede que el malestar de la chica sea fundado. Sólo he tenido tiempo de hacer una llamada para saber quién es y ha sido a la escuela Sölbergskölan, donde trabaja. El director, a quien conozco personalmente, me ha contado que a Arne Haukas lo acusaron hace unos años de mirar a hurtadillas a las chicas cuando se cambiaban de ropa. A las alumnas les parecía que entraba en el vestuario sin llamar para decirles banalidades. A cuatro de ellas les pareció tan desagradable que presentaron una queja al director.

—¿Qué pasó luego?

—El director mantuvo una conversación con Haukas, que negó las acusaciones, y ahí quedó todo. Parece que no ha vuelto a pasar. No se ha quejado ninguna alumna más.

—Parece que en ese portal viven individuos bastante extraños —señaló Wittberg—. Alcohólicos, gatos con gastroenteritis, mirones… ¿Se puede saber qué casa de locos es ésa?

Se produjo cierta hilaridad alrededor de la mesa. Knutas alzó la mano para atajarla.

—En cualquier caso, no estamos buscando a un acosador sexual sino a un asesino. Pero ese profesor de gimnasia puede haber visto algo, puesto que estuvo fuera corriendo la noche del crimen. ¿Ha sido interrogado?

—No, parece que no —respondió Norrby.

—Entonces tendremos que hacerlo hoy mismo.

Y dirigiéndose a Karin:

—¿Sabemos algo nuevo de Dahlström?

—Lo contrataron como fotógrafo en el periódico
Gotlands Tidningar
, donde estuvo trabajando hasta 1980, cuando se despidió y montó su propia empresa con el nombre de Master Pictures. La empresa fue bien los primeros años, pero en 1987 se declaró en quiebra con considerables deudas. Después no hay ningún dato de que Dahlström haya trabajado, sino que vivió de la ayuda social hasta que le concedieron la jubilación por enfermedad en 1990.

—¿Dónde viven ahora la mujer y la hija? —quiso saber Knutas.

—Su ex mujer sigue viviendo en el piso de la calle Signalgatan. La hija vive en Malmö. Sola y sin hijos, al menos sólo ella figura registrada en esa dirección. Ann-Sofie Dahlström, la mujer, ha estado en la Península, pero vuelve a casa esta tarde a última hora. Nos ha prometido venir directamente aquí desde el aeropuerto.

—Está bien —dijo Knutas—. Tenemos que traer también a la hija. Quiero que cursemos inmediatamente una orden interna de búsqueda de Bengt Johnsson. Hay que hablar con todos sus conocidos para averiguar dónde puede estar. Sohlman, tú encárgate de revisar otra vez la cerradura. La cuestión es saber cuántos estaban al tanto de que había ganado en las carreras. Hay que interrogar a todos los que estuvieron con él la tarde de las carreras. ¿Pero quién más lo sabía?

—En esos ambientes una noticia así se extiende como un reguero de pólvora —aseguró Wittberg—. Ninguno de los que hemos visto en el centro nos ha dicho ni una palabra acerca del premio, y quizá tengan sus razones para ello.

—Hay que volver a interrogarlos también, a ellos y a todos los demás —dijo Knutas—. Lo del premio arroja una nueva luz sobre el caso.

S
i había algo que Emma detestaba era coser a máquina.

«Tener que perder el tiempo con semejante cacharro», pensó, con la boca llena de alfileres y una irritación que amenazaba con convertirse en dolor de cabeza. Maldecía para sus adentros. ¿Cómo podía resultarle tan endiabladamente complicado arreglar un par de pantalones? Cuando otras cosían cremalleras como si fuera la cosa más sencilla del mundo.

Se esforzaba por hacerlo lo mejor posible, se había armado con kilos de paciencia antes de empezar y se había prometido a sí misma que esta vez no iba a darse por vencida. No iba a ceder ante la más mínima dificultad, como solía hacer. Lo que estaba claro es que era absoluta y dolorosamente consciente de sus limitaciones, y que le fastidiaban.

Había estado peleándose durante una hora con la labor y se había fumado tres cigarrillos para calmar los nervios. Sudaba tratando de colocar recta la tela de los vaqueros debajo del prensatelas. Dos veces tuvo que levantar la costura porque había quedado llena de arrugas.

En la escuela odiaba la clase de costura. El silencio, la severidad de la maestra. El que todo tuviera que ser tan minucioso, las costuras, copiar bien el dibujo, el derecho y el revés. El único suspenso que tuvo en las notas finales de la escuela primaria fue en costura. Estaba allí como un recuerdo imperecedero de su fracaso en la materia, desde los paños de cocina hasta los gorros de punto.

La señal del móvil vino a rescatarla justo en el momento oportuno. Cuando oyó la voz de Johan, su pecho comenzó a arder.

—Hola, soy yo. ¿Molesto?

—No, qué va, pero ya sabes que no puedes llamar.

—No he podido evitarlo. ¿Está en casa?

—No, juega
floorball
los lunes por la tarde.

—No te enfades, por favor.

Hubo un breve silencio. Luego su voz, grave y dulce, de nuevo. Como una caricia en la frente.

—¿Qué tal estás?

—Bien, gracias. Pero estaba a punto de tener un ataque de nervios y tirar la máquina de coser por la ventana.

Emma sintió el cosquilleo de su risa suave en la boca del estómago.

—¿Estabas tratando de coser? ¿Qué ha pasado con tus buenos propósitos?

Ella recordó que una vez, el verano pasado, había intentado coserle un agujero que tenía en el jersey con la aguja y el hilo que había en el hotel. Después prometió que no volvería a intentarlo nunca más.

—Se ha ido a la porra como todo lo demás —dijo sin pensárselo dos veces. «Nada de crear expectativas», le gritaba la sensatez, al mismo tiempo que el corazón la alentaba.

—¿Qué quieres decir?

Johan trató de mostrarse sereno, pero Emma pudo oír la esperanza en su voz.

—Ah, nada. ¿Qué quieres? Sabes que no puedes llamar —repitió.

—No he podido evitarlo.

—Pero si no me dejas en paz, me impides reflexionar —dijo suavemente.

Trató de convencerla para que se vieran al día siguiente cuando él iba a viajar a Gotland.

Emma se negó, aunque su cuerpo pedía a gritos verlo. Una batalla entre la razón y los sentimientos.

—No insistas. Ya es bastante duro como es.

—¿Pero qué sientes por mí, Emma? Sé sincera. Tengo que saberlo.

—Yo también pienso en ti. Todo el tiempo. Estoy tan confundida que no sé lo que voy a hacer.

—¿Te acuestas con él?

—Basta ya —le contestó irritada.

Johan oyó cómo se encendía un cigarrillo.

—Pero, dímelo, ¿lo haces? Quiero saber si lo haces.

Ella suspiró profundamente.

—No, no lo hago. No me apetece lo más mínimo. ¿Ya estás contento?

—¿Y cuánto tiempo vas a poder seguir así? Alguna vez tendrás que decidirte, Emma. ¿Y él no nota nada, es completamente insensible? ¿No se pregunta por qué actúas así?

—Pues claro que lo hace, pero cree que es una reacción por todo lo que pasó en verano.

—Aún no has contestado a mi pregunta.

—¿Qué pregunta?

—Qué sientes por mí.

Otro profundo suspiro.

—Te quiero, Johan —dijo en voz baja—. Eso es lo que lo hace tan difícil.

—Pero, joder, Emma. Entonces ya está. No podemos seguir así mucho tiempo. Sólo es cuestión de que te decidas y le cuentes las cosas como son.

—Qué mierda es esa de las «cosas como son» —saltó ella encolerizada—. ¡Tú no sabes cómo son!

—No, pero…

—Pero ¿qué?

La rabia y el llanto asomaban ahora en su voz.

—¡Tú no tienes ni puñetera idea de lo que es tener la responsabilidad de dos hijos! No puedo sentarme en el sofá y llorar todo el fin de semana porque te echo de menos. Ni decidir simplemente irme contigo porque es lo que quiero. O lo que necesito. O tengo que hacerlo para sobrevivir. Porque todo en mi vida gira alrededor de ti, Johan. Eres lo primero en lo que pienso al despertar y lo último que veo en la retina antes de quedarme dormida. Pero no puedo dejarme arrastrar por eso. Tengo que funcionar. Sacar adelante la casa, el trabajo, la familia. Tengo que pensar sobre todo en mis hijos. Qué consecuencias va a tener para ellos el que yo deje a Olle. Tú andas por ahí en Estocolmo y sólo tienes que ocuparte de ti. Un trabajo divertido, un apartamento propio y acogedor en el centro de la ciudad, montones de cosas que puedes hacer. Si te sientes mal porque me echas de menos puedes elegir entre un montón de cosas para disipar esos pensamientos. Tú vas a los bares, te encuentras con amigos, vas al cine. Y si quieres estar triste y llorar por mí, puedes hacerlo. ¿Adónde demonios puedo ir yo? Puedo irme con sigilo al lavadero y llorar. Yo no puedo irme así sin más a dar una vuelta por la ciudad sólo porque estoy triste o hacer cualquier otra cosa. ¿Encontrar gente nueva y divertida, quizá? ¡Sí, claro, esto está lleno de gente así!

Emma cortó la llamada en cuanto oyó abrir la puerta de la calle.

Olle estaba en casa.

A
nn-Sofie Dahlström tenía las manos más secas que Knutas había visto jamás. Se las frotaba continuamente de tal manera que la piel se le pelaba y le caía en el regazo. Llevaba el cabello castaño recogido en la nuca con un pasador de plástico. Tenía la cara pálida y sin maquillar. Knutas comenzó lamentando la muerte de su ex marido.

—Hacía mucho tiempo que no manteníamos ningún contacto. Han pasado muchos años desde la última vez que hablamos.

Su voz se fue apagando.

—¿Cómo era Henry cuando ustedes estaban casados?

—Estaba trabajando casi siempre, volvía tarde y trabajaba también los fines de semana. No tuvimos mucha vida de familia. Yo me ocupé más de nuestra hija, Pia. Quizá fue también culpa mía el que las cosas salieran como salieron. Seguramente lo excluí. Él bebía cada vez más. Al final la situación se volvió insoportable.

«Típico de las mujeres —pensó Knutas—. Especialistas en echarse la culpa del mal comportamiento de los hombres».

—¿A qué se refiere cuando dice que se volvió insoportable?

—Estaba borracho casi siempre y descuidaba su trabajo. Mientras tuvo su empleo fijo en
Gotlands Tidningar
las cosas le iban bastante bien. Los problemas comenzaron cuando se estableció por su cuenta y no tuvo a nadie por encima. Empezó a beber entre semana, pasaba la noche fuera, perdió encargos porque no aparecía a tiempo o no se ocupaba de entregar las fotos que había prometido. Al final presenté una demanda de divorcio.

Mientras hablaba seguía frotándose las manos de aquella manera tan extraña. Se oía el roce. La mujer advirtió la mirada de Knutas.

—Se me ponen así en invierno y no hay ninguna crema eficaz. Es por el frío. No puedo hacer nada para evitarlo —añadió alzando un poco la voz.

—No, claro. Disculpe —se excusó Knutas y cogió la pipa para fijar la atención en otra cosa.

—¿De qué manera afectó su adicción a la bebida a su hija Pia?

—Se volvió una niña callada e introvertida. Pasaba cada vez más tiempo fuera de casa. Decía que iba a estudiar a casa de las amigas, pero sus notas eran cada vez peores. Empezó a faltar a clase y después llegó lo de la comida. Tardé bastante tiempo en darme cuenta de que algo iba mal de verdad. El segundo año, en el semestre de otoño, los médicos constataron que padecía anorexia y no superó la enfermedad hasta que terminó el bachillerato.

—¿Siguió con los estudios, a pesar de la enfermedad?

—Sí, no padecía los síntomas más graves, pero sufría trastornos alimentarios, eso era evidente.

—¿Cómo consiguieron ayuda?

—Por suerte, yo conocía a un médico del hospital que había trabajado en una clínica para pacientes con trastornos alimentarios en la Península. Él me ayudó. Consiguió convencer a Pia, y fuimos allí. Entonces sólo pesaba cuarenta y cinco kilos con su metro setenta y nueve de estatura.

—¿Cómo reaccionó su marido?

—Él no quería ver ni oír nada. Fue en la fase final de nuestro matrimonio.

—¿Qué hace su hija ahora?

—Vive en Malmö y trabaja de bibliotecaria en la biblioteca municipal.

—¿Está casada?

—No.

—¿Tiene hijos?

—No.

—En su opinión, ¿qué tal le va?

—¿A qué se refiere?

—A si se encuentra bien.

La mujer lo miró directamente a los ojos sin pronunciar palabra. Le temblaba la ceja derecha. Se podía cortar el silencio. Finalmente se volvió tan denso que se vio obligado a interrumpirlo.

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