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Authors: Mari Jungstedt

Tags: #Intriga, Policíaco

Nadie lo ha oído (11 page)

Karin era de Tingstäde, una parroquia al norte de la isla. Sus padres seguían viviendo en una casa junto al pantano de Tingstäde, casi enfrente de la iglesia. Knutas sabía que tenía un hermano más pequeño, pero nunca hablaba de él ni de sus padres.

Se preguntaba muchas veces por qué seguía viviendo sola. Karin era guapa y atractiva, y cuando llegó a la comisaría de Visby, se sintió algo atraído por ella. Fue justo antes de conocer a Line, así que no tuvo tiempo de comprobarlo. No se atrevía a preguntarle a Karin directamente por su vida amorosa, la celosa defensa de su intimidad bloqueaba cualquier intento que fuera en esa dirección. Sin embargo, eso no le impedía hablar con ella de sus propios problemas. Seguro que de él sabía casi todo, y la consideraba su mejor amiga.

Llegó la comida y se concentraron en ella, hambrientos como estaban, al tiempo que hablaban de la investigación. Ambos creían que Bengt Johnsson había dicho la verdad.

—Quizá el asesinato no tenga nada que ver con el premio que ganó en las carreras —aventuró Karin—. El autor del crimen pudo robarlo como una maniobra para despistar. Quiere hacernos creer que el móvil era el dinero. La cuestión es saber cuál podría ser el motivo entonces.

—¿Sabes si estaba liado con alguna mujer?

—No. Esa Monica que estuvo en las carreras me ha dicho que se acostaban juntos a veces, pero que no era nada serio.

—¿Y antes? Quizá haya alguna historia antigua que su actual círculo de amistades desconoce.

—Cabe esa posibilidad —dijo Karin dando el último sorbo a la cerveza sin alcohol con la que había acompañado el pescado—. ¿Podría tratarse de alguna antigua ex que ha querido vengarse, de un marido celoso al que su mujer ha engañado con Dahlström o de algún vecino cansado del jaleo en el portal?

—Yo creo de todos modos que la explicación es muy sencilla. Lo más probable es que tenga que ver con el premio: alguien mató a Dahlström para robarle el dinero, así de sencillo.

—Puede ser.

Karin se levantó de la mesa.

—He de irme, tengo que interrogar a ese tal Örjan Broström, el amigo de Bengan.

—De acuerdo. Suerte.

L
a mayoría de los clientes habían abandonado el restaurante y Leif se sentó en el sitio donde antes estaba Karin.

Se sirvió una cerveza en una copa congelada y dio un par de largos tragos.

—Qué suplicio. Prácticamente todos los clientes querían pedir a la carta, en vez de elegir el menú del día. La cocina ha sido un infierno y el cocinero estaba de mal humor y ha echado la bronca a todos. He tenido que intervenir y consolar a una camarera que estaba a punto de llorar.

—¡Pobrecito! —se rio Knutas—. ¿Es guapa?

Leif hizo una mueca.

—Sí, muy divertido, cuando uno tiene que ir tratando al personal como si fueran bebés. Este restaurante, a veces, parece una guardería. Pero, ya se sabe, mucha gente significa mucho ruido en la caja y eso es lo que hace falta en esta dura época invernal. Y tú ¿qué tal?

—Mucho trabajo, como tú, la diferencia es que no se nota en la caja.

—¿Qué tal va la investigación?

—Tenemos a una persona detenida, pero, entre nosotros, dudo que sea él. Pero eso también conseguiremos resolverlo.

—¿No será alguno de sus amigos de borrachera el que lo hizo?

—Es lo más probable, ya veremos —cortó Knutas.

Pese a que Leif y él eran muy amigos, no le gustaba hablar de las investigaciones que tenía entre manos. Leif lo sabía perfectamente y lo respetaba.

—¿Qué tal Ingrid y los niños?

—Bien. Esta mañana he salido y he reservado un viaje a París. He pensado sorprenderla con una semana romántica después de Año Nuevo. Cumpliremos entonces quince años de casados.

—¿Ha pasado tanto tiempo?

—Increíble, pero cierto.

—A ti siempre se te ocurren buenas ideas. Yo ni siquiera sé qué comprarle a Line de regalo de cumpleaños. ¿Tienes alguna propuesta?

—Ah, no, eso tendrás que arreglarlo tú solo. Yo ya he puesto mi parte en lo que se refiere a los cumpleaños de tu mujer. Al menos, hasta que llegue la fiesta de los cincuenta.

Knutas sonrió azorado. Cuando Line, su mujer, cumplió cuarenta años, durante un tiempo atravesaron una difícil situación económica. Entonces los Almlöv se portaron estupendamente con ellos: pusieron a su disposición el local y los camareros para la fiesta de cumpleaños. Además, Leif conocía a los integrantes de una orquesta y consiguió que actuaran gratis. Su amigo era realmente considerado y generoso. Los Almlöv habían invitado a Knutas y su familia tanto a la casa que tenían en las montañas como al apartamento que tenían en la Costa del Sol.

Económicamente ambas familias estaban en niveles muy diferentes. A Knutas al principio le molestaba, pero con el tiempo había aceptado la diferencia. En lo tocante a su dinero, Leif e Ingrid tenían una relación relajada y nunca hablaban de ello.

Knutas pidió la cuenta, pero Leif no le dejó pagar. Cada vez que Knutas iba por allí tenían la misma discusión.

J
ohan estaba delante del cajero automático de la calle Adelsgatan cuando la vio. Venía andando desde la Puerta Sur con un niño de cada mano. Hablaba y reía con ellos. Alta y delgada, con su melena color arena cayéndole recta sobre los hombros. Cuando volvió la cabeza, vio el perfil de sus pómulos altos. Llevaba puestos unos vaqueros y una cazadora color mostaza, una bufanda de rayas alrededor del cuello y botas de ante con flecos.

Se le quedó la boca seca y se volvió. Miró hacia el cajero. «¿Desea el comprobante de su operación?» ¿Debería volverse y decir hola? La llamada de la noche anterior lo complicaba todo. No sabía si seguía enfadada.

No había saludado nunca a los niños, sólo los había visto de lejos. ¿Se fijaría en él o pasaría de largo? No había casi nadie por la calle, lo cual significaba que tendría que verlo. Sintió una ligera sensación de pánico y se volvió.

Emma se había detenido frente a un escaparate un poco más adelante. Se armó de valor.

—¡Hola!

Clavó la mirada en los deslumbrantes ojos de la mujer.

—Hola, Johan.

Los niños, con las mejillas rojas y gorros de colores vivos, lo miraron con curiosidad. Uno era un poco más alto que el otro.

—Vosotros tenéis que ser Sara y Filip —dijo tendiendo la mano—. Yo soy Johan.

—¿Y tú cómo sabes cómo nos llamamos? —preguntó la niña con el acento cantarín de Gotland.

Se parecía increíblemente a su madre. Una Emma en miniatura.

—Me lo ha dicho vuestra mamá.

La presencia de Emma hacía que le temblaran las rodillas.

—Johan es un amigo, podríamos decir —explicó Emma a los niños—. Es periodista de televisión y vive en Estocolmo.

—¿Trabajas en la tele? —preguntó la niña con los ojos como platos.

—Yo te he visto en la tele —aseguró el niño, que era más pequeño y más rubio.

Johan estaba acostumbrado a que los niños aseguraran que lo habían visto, aunque sabía que la probabilidad era pequeña. El sólo aparecía en las contadas ocasiones en las que hacía alguno de los llamados
stand-up
, en que el reportero les explica a los espectadores lo que están viendo en las imágenes.

No le dio mayor importancia.

—¿De verdad?

—Sí —dijo el chico con solemnidad.

—La próxima vez a ver si me saludas.

Filip asintió.

—¿Qué tal? —la pregunta de Emma sonó indiferente.

—Bueno, pues bien. Estoy aquí con Peter. Estamos realizando un reportaje sobre el camping de Björkhaga.

—¿Ah, sí? —dijo ella con desapego.

—¿Y tú?

—Bien. Sí. Muy bien.

Echó una rápida ojeada a su alrededor como si tuviera miedo de que alguien se pudiera fijar en ellos.

—Trabajando, como siempre. Hay mucho que hacer.

Johan sintió una creciente irritación.

—¿Cuánto tiempo te vas a quedar? —le preguntó Emma.

—Vuelvo a casa mañana o el jueves. No está decidido aún. Depende un poco.

—Ya, ya.

Se hizo un silencio entre los dos.

—Mamá, ven.

Filip tiraba del brazo de Emma.

—Sí, cariño, ya voy.

—¿Podemos vernos?

Tenía que preguntárselo, aunque ya le había dicho que no.

—No. No sé.

Emma bajó la mirada. Él intentó atrapársela.

Los niños tiraban de ella. Ya no hacían caso de él, querían seguir.

—¡Mamá! —chillaron.

De pronto, lo miró directamente a los ojos. Dentro de él. Todo se detuvo durante un breve segundo. Luego dijo lo que había estado esperando:

—Llámame.

E
l apartamento de Örjan Broström estaba en el tercer piso y las ventanas daban a la calle Styrmansgatan. Cuando llamaron al timbre de la puerta, un perro empezó a ladrar como loco. Alternaba los ladridos con profundos gruñidos. Instintivamente dieron un paso atrás.

—¿Quién es? —se oyó que preguntaba una voz de hombre al otro lado.

—La policía, abra la puerta —ordenó Wittberg.

—Un momento —replicó la voz.

Como pudieron comprobar, Örjan no estaba solo en casa. En la cocina había dos hombres musculosos con la cabeza rapada, estaban jugando a las cartas, bebiendo cerveza y fumando. Hablaban algún idioma de Europa del Este. Estonio, supuso Karin.

—¿Quiénes son tus amigos? —preguntó después de sentarse en el cuarto de estar.

—Unos colegas de Estocolmo.

—¿De Estocolmo?

—Eso es.

Örjan Broström la miró malhumorado. Llevaba puesta una camiseta sin mangas que dejaba al descubierto sus musculosos bíceps y su piel blanca como la leche. Eso, sin mencionar todos sus tatuajes. Para su espanto, Karin observó que llevaba algo parecido a una cruz gamada tatuada en un hombro. Tenía el pelo grasiento y una expresión dura en el rostro.

Sujetaba con una mano el collar del perro de pelea, que no dejó de gruñir mientras él se encendió un cigarrillo. Los miró en silencio a través del humo, con los ojos entornados. Un viejo truco entre los delincuentes, deja siempre que hable primero la pasma.

—¿Conocías a Henry Dahlström?

—Conocer, conocer…, sabía quién era.

—¿Sabes lo que le ha ocurrido?

—Sé que ha muerto.

—¿Cuándo lo viste por última vez?

—No me acuerdo.

—Piénsalo un poco, podemos hacer este interrogatorio en la comisaría, tal vez eso te ayude a recordar —señaló Wittberg.

—Qué coño, no creo que sea necesario.

Hizo un gesto que quizá pretendía parecer una sonrisa.

—Entonces tendrás que colaborar un poco más. Puedes empezar tratando de recordar cuándo fue la última vez que lo viste.

—Sería en el centro, sólo nos veíamos allí. En realidad no éramos colegas.

—¿Por qué no?

—¿Ese viejo? ¿Un viejo borracho? ¿Por qué iba a querer yo ser amigo suyo?

—No lo sé, ¿y tú?

Wittberg se volvió hacia Karin, que meneaba la cabeza. Le resultaba difícil relajarse en aquel apartamento tan reducido con el perro al otro lado de la mesa sin quitarle los ojos de encima. Además, el hecho de que estuviera todo el tiempo gruñendo no contribuía a mejorar las cosas, ni tampoco su pelo erizado y su rabo tieso. Tenía ganas de encender un cigarrillo, ella también.

—¿Puedes llevarte de aquí al perro? —pidió.

—¿Qué? ¿A
Hugo?

—¿Se llama así? Suena demasiado inocente para un perro como éste.

—Tiene una hermana que se llama
Josefin
—masculló Örjan mientras llevaba el perro a los hombres que estaban en la cocina.

Oyeron que intercambiaban unas palabras y luego soltaron una insolente risotada. Se cerró la puerta de la cocina. Örjan volvió y lanzó una mirada burlona a Karin. Ésta pensó que aquélla era hasta ahora la primera señal de vida que había aparecido en sus ojos.

—¿Dónde lo viste la última vez? —volvió a preguntar Wíttberg.

—Tuvo que ser aquella vez por la tarde, hace una semana, cuando estaba con Bengan en la estación de autobuses.
El Flash
pasó por allí.

—¿Qué hicisteis?

—Estuvimos bebiendo.

—¿Cuánto tiempo?

—No sé, media hora, quizá.

—¿Qué hora era?

—Alrededor de las ocho, creo.

—¿Puedes recordar qué día fue eso?

—Tuvo que ser el lunes pasado, porque el martes hice otra cosa.

—¿Qué?

—Es algo personal.

Ninguno de los policías se molestó en seguir preguntándole sobre el tema.

—¿Has estado en casa de Henry Dahlström alguna vez? —preguntó Karin.

—No.

—¿Y en su cuarto de revelado?

Örjan negó con la cabeza.

—Pero Bengan y él eran buenos amigos y tú solías ir con Bengan. ¿Cómo es posible que no estuvieras nunca allí?

—No se presentó la ocasión. Además, joder, me acabo de mudar, sólo llevo tres meses viviendo aquí.

—Está bien. ¿Qué hicisteis luego el lunes por la tarde, cuando Dahlström se marchó a casa?

—Bengan y yo seguimos sentados un rato, aunque hacía un frío del carajo, y luego vinimos a mi casa.

—¿Qué hicisteis?

—Nos relajamos en el sofá, estuvimos viendo la tele y bebimos bastante.

—¿Estuvisteis solos?

—Sí.

—¿Qué pasó después?

—Creo que nos quedamos fritos en el sofá los dos. Yo me desperté a medianoche y me metí en la cama.

—¿Puede corroborar alguien que lo que dices es cierto?

—No lo creo, no.

—¿Llamó alguien durante ese tiempo?

—No.

—¿Bengan estuvo contigo toda la noche?

—Yes.

—¿Estás seguro? Acabas de decir que te dormiste.

—Él se quedó dormido antes que yo.

—¿Qué hiciste entonces?

—Zapeé un poco en la tele.

—¿Qué viste?

—No lo recuerdo.

Los interrumpió uno de los tipos musculosos:

—Oye, Örjan,
Hugo
parece inquieto, vamos a sacarlo a dar una vuelta.

Örjan miró su reloj de pulsera.

—Bien, sí, seguro que necesita salir. La correa está colgada en un gancho de la entrada. Y no le dejéis comer hojas, le sientan fatal.

«Fantástico —pensó Karin—. Qué consideración».

Abandonaron a Örjan Broström sin haber hecho ningún progreso. No era precisamente una persona a la que desearan volver a ver.

C
uando Knutas regresó a su despacho tras el almuerzo, llamaron a la puerta. Norrby, una persona normalmente comedida, parecía presa de un entusiasmo que hacía mucho tiempo que no veía en su colega.

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