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Authors: Mari Jungstedt

Tags: #Intriga, Policíaco

Nadie lo ha oído (10 page)

Levantó la cara hacia el cielo, cerró los ojos y respiró profundamente. Emma pertenecía al grupo de los que disfrutaban del mes de noviembre. Un mes sin exigencias, a diferencia del verano con todas sus expectativas: organizar barbacoas, excursiones a la playa, visitar a los amigos y a los familiares. Y que Dios se apiadara de quien no estuviera al aire libre cuando brillaba el sol.

Cuando caía la oscuridad del otoño podía sin mala conciencia acurrucarse dentro, ver la televisión durante el día si tenía ganas o leer un buen libro. Pasar de maquillarse y andar por casa con una chaqueta llena de bolitas.

En diciembre había nuevos compromisos, entonces había que celebrar Adviento, preparar la comida y los dulces para Santa Lucía y para Nochebuena, comprar los regalos de Navidad y adornar la casa.

A sus treinta y cinco años llevaba aparentemente una buena vida. Casada, dos hijos, trabajo de profesora y una bonita casa en el centro de Roma. Tenía muchos amigos y unas relaciones bastante buenas con sus padres y con sus suegros. En apariencia todo iba bien, pero su vida sentimental era un caos. Jamás habría podido imaginarse que la ausencia de Johan le iba a doler tanto. Supuso que con el tiempo se le pasaría. Ah, cómo se equivocó. En los últimos dos meses se habían visto únicamente una vez y sólo hacía seis meses que se conocían. Ese amor debería haber muerto. Visto con lógica. Pero los sentimientos y la lógica tampoco esta vez iban a la par.

Su ausencia era dolorosa. Le hacía sentirse angustiada y la mantenía despierta por la noche.

Había tratado de olvidar y seguir adelante. Advertía preocupación en la cara de sus hijos. Sara tenía ocho años y Filip uno menos. A veces le parecía que intuían lo que estaba ocurriendo. Más que Olle. Él seguía con su vida diaria como de costumbre. Parecía como si creyera que podían seguir así, el uno al lado del otro sin tocarse, eternamente. En aquellos momentos eran como un par de viejos y buenos amigos. Parecía que se había hecho a la idea de que fuera así. Alguna vez le había preguntado cómo a pesar de todo podía estar tan contento. Quería darle tiempo, le contestó. Tiempo después del trauma que supuso la muerte de Helena y todo lo que le siguió. Olle vivía aún en el error de pensar que todo eran secuelas de los acontecimientos vividos el verano anterior. Y sí, era verdad que pensaba mucho en la terrible muerte de Helena. La ausencia tras su muerte era dura.

Le parecía ver su cara en todas partes: en el supermercado, en el patio de la escuela o caminando por las calles de Visby.

Al principio creyó que aquella tragedia era la razón por la que se había enamorado de Johan. Que había sufrido una especie de conmoción emocional. Pero no pudo quitárselo de la cabeza.

La mala conciencia le hacía sufrir mucho. Pensar que era capaz de traicionar a Olle de una forma tan terrible. Ahora la conversación telefónica con Johan había aumentado aún más su confusión. Claro que quería verlo, nada le gustaría más. Pero las consecuencias de un posible encuentro la aterraban.

Cuando miraba a Olle trataba de recordar la imagen del hombre que una vez despertó en ella la llama del amor. El hombre al que dijo sí frente al altar. Seguía siendo la misma persona. Igual que entonces. Iban a envejecer juntos costara lo que costase. Eso era lo que habían decidido hacía mucho tiempo.

J
ohan comenzó a sentir las pulsaciones en la parte superior de las sienes nada más bajarse del avión. ¡Maldita sea! Un dolor de cabeza era lo último que necesitaba justo ahora. Junto con su colega, el fotógrafo Peter Bylund, alquiló un coche en el aeropuerto y se dirigieron directamente a los antiguos locales de la televisión, que seguían aún a su disposición. Estaban situados al lado del edificio de Radio Gotland, en el centro de Visby.

Olía a cerrado. En los rincones había pelusas grandes como ovillos de lana y los ordenadores estaban cubiertos por una fina capa de polvo. Hacía tiempo que no había estado allí nadie.

El primer reportaje que tenían en el orden del día trataba del futuro del camping de Björkhaga. Un terreno de acampada clásico de finales de los años cuarenta, situado en un paraje idílico junto a una playa de arena fina en la costa oeste de la isla. Durante los meses de verano estaba lleno de lugareños y de turistas. Muchos eran clientes fijos que volvían año tras año porque apreciaban su tranquilidad, aunque no dispusiera de todas las comodidades. Ahora habían traspasado ese suelo municipal a una empresa privada. El plan consistía en convertir el camping de Björkhaga en un moderno centro de veraneo. Las protestas de los habitantes del municipio y de los campistas no se habían hecho esperar.

La historia contaba con todos los elementos para poder convertirse en un buen reportaje televisivo: imágenes del camping solitario que había alegrado la vida de tantas familias a lo largo de los años, un intenso conflicto entre la población local indignada y un empresario con vista para los negocios que contaba con el apoyo de los mandamases del ayuntamiento.

Así pues, un trabajo fácil. Ya había concertado las entrevistas desde Estocolmo, sólo tenía que ponerse en marcha. Para Johan el mayor reto era mantenerse alejado de Emma. Ahora sólo los separaban unos pocos kilómetros.

L
a sala de interrogatorios estaba sencillamente amueblada con una mesa y cuatro sillas. La grabadora era nueva, como todo lo demás. Era la primera vez que se usaba.

Bengt Johnsson no parecía tan relajado como la tarde anterior. Estaba encogido en la silla con la ropa azul de la prisión mirando a Karin y a Knutas, que estaban sentados enfrente de él. Tenía el pelo negro recogido en la nuca en una fina cola de caballo y los bigotes tan hundidos como las comisuras de los labios.

Concluidas las formalidades preliminares, Knutas se echó hacia atrás en la silla y observó al hombre sospechoso de haber matado a Henry Dahlström. Cada interrogatorio era de suma importancia para la investigación. Crear confianza entre el interrogado y la persona que dirigía el interrogatorio era de vital importancia. Por eso Knutas se obligó a sí mismo a ir despacio.

—¿Cómo te encuentras? —empezó—. ¿Quieres beber algo?

—Sí, joder. Una cerveza me vendría estupendamente.

—Lo siento, pero no podemos ayudarte con eso —sonrió Knutas—. ¿Un refresco o café?

—Una Coca-Cola, entonces.

Knutas llamó para pedir un refresco.

—¿Puedo fumar?

—Sí, claro.

—Genial.

Johnsson sacó un cigarrillo dando unos golpecitos a su arrugada cajetilla de John Silver y lo encendió con cierto temblor en la mano.

—¿Puedes contarnos cuándo fue la última vez que viste a Henry?

—Fue al día siguiente de que ganara en las carreras. Por la tarde. Yo estaba con un colega en el centro y apareció por allí
el Flash
. Yo tenía una buena trompa, así que no lo recuerdo muy bien.

Se interrumpió cuando se abrió la puerta y entró un policía con el refresco.

—¿Qué pasó?

—Charlamos un poco.

—¿Quién era el colega que estaba contigo?

—Se llama Örjan. Örjan Broström.

—¿Qué hicisteis luego?


El Flash
se fue enseguida.

—¿Cómo se fue de allí, paseando?

—Se fue andando hacia la parada del autobús.

—¿No has vuelto a verlo desde entonces?

—No.

—Entonces eso fue el lunes 12 de noviembre, un día después de las carreras.

—Sí.

—¿Qué hora era?

—No estoy muy seguro, pero la mayoría de los comercios estaban cerrados y ya era de noche. Casi no había gente por la calle, así que sería bastante tarde.

—¿A qué te refieres? ¿Las diez, las once de la noche?

—No, no, joder. No era tan tarde. Las siete o las ocho, quizá.

—¿Y no has vuelto a ver a Henry desde aquella tarde?

—No, no hasta que lo encontramos en el cuarto de revelado, vamos.

—El portero dice que llamaste a su casa, ¿es cierto?

—Sí.

—¿Por qué lo buscabas?

—Llevaba ya unos cuantos días sin verlo. Y uno empieza a preocuparse, ¿no?, cuando no ves a un colega por ningún sitio.

—¿Por qué te fuiste cuando lo encontrasteis?

Se hizo un silencio antes de que Johnsson comenzara a hablar de nuevo.

—Bueno, es que… había hecho una cosa muy tonta, bueno, una grandísima tontería.

—Sí —dijo Knutas—. ¿Qué fue lo que hiciste?

—El domingo estuvimos en las carreras de caballos toda la peña, era el último día, así que parecía un poco especial. Estábamos
el Flash
, Kjelle y yo, y dos tías, además, Gunsan y Monica. Estuvimos comiendo en casa del
Flash
antes de ir y luego cuando ganó quiso celebrarlo y nosotros también, así que fuimos a su casa después. Montamos una especie de fiesta allí, por la noche.

Bengt se calló. Knutas notó claramente el giro que había dado el interrogatorio. Ahora empezaba a ponerse interesante.

—Sí, y al
Flash
le habían puesto todo el dinero en la mano allí en las carreras, las ochenta mil coronas, en billetes de mil. Me enseñó dónde los había guardado, en un paquete en el armario de la limpieza. Más tarde, cuando los demás estaban en el cuarto de estar, no pude evitarlo. Pensé que tal vez no notaría nada si me llevaba algunos billetes. Yo andaba muy jodido de dinero y
el Flash
parecía que andaba bien de pasta últimamente, entonces pensé que… bueno, eso.

Se calló y miró a los policías con ojos suplicantes.

—Pero yo no lo maté, eso no lo hice yo. No podría hacer jamás una cosa así. Pero me llevé parte del dinero.

—¿Cuánto?

—Unas veinte mil —dijo Johnsson en voz baja.

—En la casa de veraneo sólo había diez mil. ¿Dónde está el resto?

—Me lo he gastado. En priva, esto del
Flash
ha sido muy duro.

—¿Pero, por qué huiste del sótano? —repitió Knutas.

—Tuve miedo de que creyerais que había sido yo quien había matado al
Flash
, puesto que había cogido su dinero.

—¿Qué hiciste por la tarde el 12 de noviembre?

—¿Qué día era?

—El lunes pasado, cuando te encontraste con Henry junto a la estación de autobuses.

—Como ya he dicho, estuve allí hasta las ocho o las nueve. Luego me fui con Örjan a su casa. Estuvimos bebiendo hasta que me quedé dormido en su sofá.

—¿Qué hora era entonces?

—No sé.

—¿Dónde vive Örjan?

—En la calle Styrmansgatan, número 14.

—Está bien. Entonces él podrá confirmar tu declaración.

—Sí, aunque estábamos muy bebidos los dos.

Los interrumpieron unos golpecitos en la puerta. Era la respuesta de la Central de Huellas. Hicieron una pequeña pausa y los policías abandonaron la sala. Johnsson quería ir al lavabo.

Efectivamente, las huellas de Dahlström aparecían en los billetes. El resultado carecía de importancia si la policía decidía creer la historia de Johnsson. Se habían encontrado otras huellas, pero ninguna que coincidiera con las del registro de delincuentes.

—¿Qué hacemos ahora? —le preguntó Karin mientras tomaban un café de la máquina.

—No sé. ¿Le crees?

—Sí, la verdad es que sí —respondió mirando a Knutas—. Me parece que está diciendo la verdad.

—A mí también. Si hubiera alguien que pudiera corroborar su declaración, deberíamos soltarlo inmediatamente. Me parece que el robo del dinero deberíamos dejarlo a un lado, de momento.

—Su colega, ese tal Örjan, aparece un poco por todas partes. Deberíamos hacerle una visita —sugirió Karin.

—Tendré que hablar con Birger para ver qué hacemos con Bengt Johnsson, si va a seguir aquí o no. Creo que lo mejor es interrumpir ahora el interrogatorio. ¿Quieres ir a almorzar?

E
n Visby la oferta de restaurantes que sirvieran comidas a mediodía era limitada en la época invernal. La mayor parte de los locales abrían sólo por la tarde, y por eso, cuando querían probar algo que no fuera la magra oferta de la cafetería de la comisaría, acababan normalmente en el mismo sitio. Por supuesto, salía más caro, pero valía la pena. Klostret estaba decorado en el clásico estilo de las posadas y tenía un prestigioso cocinero. Su dueño, Leif Almlöv, era uno de los mejores amigos de Knutas. Nada más cruzar la puerta se encontraron con el ruido, el trajín y las carreras de las camareras. Todas las mesas estaban ocupadas.

Leif los vio y los saludó.

—Hola, ¿qué tal?

Le dio un ligero abrazo a Karin y a Knutas un apretón de manos, mientras seguía con la mirada la actividad a su alrededor.

—Bien. Es asombroso lo lleno que está esto —exclamó Knutas.

—Hay una convención en la ciudad. Ayer fue igual. Una locura. ¿Queríais comer?

—Sí, pero, en vez de eso, veo que tendremos que conformarnos con un perrito caliente.

—No, no, ni hablar, enseguida os prepararé una mesa. Sentaos un momento en el bar.

Le gritó al camarero que les pusiera algo de beber, que invitaba la casa. Tras sentarse cada uno en su taburete con una cerveza, Karin encendió un cigarrillo.

—¿Has empezado a fumar? —exclamó Knutas sorprendido.

—No, qué va, sólo fumo cuando estoy de fiesta o cuando tengo problemas.

—¿Ah, sí? ¿Y éste en cuál de los supuestos lo incluyes?

—En el último. Tengo una situación personal algo complicada.

—¿Quieres hablar de ello?

—No. Leif nos está haciendo señas, ya tenemos mesa.

A veces Karin lo sacaba de quicio. Siempre tan extremadamente reservada con su vida privada. Es verdad que en ocasiones hablaba de sus viajes, de sus familiares o de algún evento al que hubiera asistido, pero casi nunca le contaba nada importante.

No solían verse fuera del trabajo, salvo en alguna que otra fiesta. Knutas sólo había estado en casa de Karin en contadas ocasiones. Vivía en la calle Mellangatan, en un piso bastante amplio con vistas al mar. La única compañía masculina de la que le había oído hablar con más detalles era su cacatúa
Vincent
, que campaba en su jaula en medio de la sala de estar. Las historias acerca de él eran muchas:
Vincent
, entre otras muchas cosas, era un campeón jugando al ping-pong con el pico y asustando a los invitados no deseados gruñendo como un perro.

En realidad no sabía mucho de Karin, aparte de su afición por el deporte. Jugaba al fútbol en tercera división y, a juzgar por lo que se decía, era buena. De fútbol te podía hablar todo lo que quisieras. Era centrocampista en el equipo P18 de Visby y jugaba en una liga de la Península, lo que significaba que a menudo jugaba fuera de la isla. Knutas podía imaginarse que, si actuaba en el campo igual que en el trabajo, sería dura de pelar en la lucha por el balón, a pesar de lo pequeña que era. Compartía su afición al balompié con Erik Sohlman. Podían hablar de fútbol incansablemente.

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