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Authors: Mari Jungstedt

Tags: #Intriga, Policíaco

Nadie lo ha oído (15 page)

Pasó junto a Jungfrutornet, la torre de la Virgen, una de las muchas atalayas defensivas de la muralla. Acerca de esta torre existía una antigua leyenda, según la cual, cuando en el siglo XIV el rey danés Valdemar Atterdag se disponía a conquistar Visby y despojar a la ciudad de sus riquezas, contó con la ayuda de una joven para entrar por una de las puertas de la muralla. La joven se había enamorado de Atterdag y el monarca le había prometido casarse con ella y llevarla con él a Dinamarca si le abría la puerta a él y a sus hombres. La muchacha lo hizo y los daneses saquearon Visby. El soberano no cumplió su promesa y abandonó a la joven a su suerte una vez logrado su objetivo. Cuando se conocieron los hechos, la joven fue condenada a ser emparedada viva en esa torre. Según la leyenda, aún podían oírse sus gritos pidiendo ayuda. Cuando Johan pasó por allí, en medio de la oscuridad, podía imaginarse muy bien a la joven allí dentro. El viento ululaba y quizá fuese su grito desesperado lo que trasmitía. Pese al frío, disfrutaba de aquel tiempo.

Cuando pasó el Jardín Botánico, aparecieron las lomas de Strandgärdet, y allá, a lo lejos, se veían las luces del hospital.

De pronto, oyó un grito. Un grito de verdad.

Avanzó hacia delante en la oscuridad y descubrió a una señora mayor que yacía en una pendiente con un terrier ladrando a su alrededor.

—¿Qué le pasa?

—Me he caído y no me puedo levantar —se lamentó la mujer con voz temblorosa—. Me duele horriblemente el pie.

—Espere, que voy a ayudarla —la tranquilizó Johan agarrándola bien del brazo—. Ahora con cuidado, levántese despacio.

—Muchas gracias, ha sido horrible —se lamentaba la mujer cuando se puso en pie.

—¿Le duele? ¿Puede apoyar el pie?

—Sí, creo que sí. ¿Tú no serás uno de esos que van por ahí robando a las señoras mayores, verdad?

Johan no pudo evitar reír. Se preguntó qué aspecto tendría con su cazadora negra, la barba de tres días y el pelo revuelto.

—No tiene por qué preocuparse. Me llamo Johan Berg.

—Pues menos mal. Ya he tenido bastante por hoy. Mi nombre es Astrid Persson. ¿Serías tan amable de acompañarme a casa? Vivo allí, en la calle Backgatan, más arriba del hospital.

La mujer señaló con un dedo cubierto por el guante.

—Por supuesto —dijo Johan sujetándola por debajo del brazo. Llevaba en la otra mano la correa del pequeño terrier, y juntos empezaron a caminar hacia la calle Backgatan.

Astrid Persson insistió para que entrase a tomar una taza de leche caliente chocolateada. Su marido Bertil había empezado a inquietarse y le agradeció mucho su ayuda.

—¿No eres de aquí, verdad?

—No, he venido por motivos laborales. Soy periodista y trabajo en la Televisión Sueca, en Estocolmo.

—¿Ah, sí? ¿Has venido para informar sobre el asesinato?

—¿Se refiere al de Henry Dahlström?

—Sí, claro. ¿Sabes algo acerca de quién lo hizo?

—No, no sabemos casi nada de ese tema. La policía no quiere dar apenas información. Al menos, de momento.

—Así que es eso.

Bertil sorbió su leche chocolateada.

—Era un hombre simpático, ese Dahlström.

—¿Lo conocía?

—Ya lo creo. Me ayudó con un par de trabajos de carpintería. El garaje lo construyó él y quedó muy bien.

—Y también hizo buena parte del trabajo cuando abrimos las ventanas de la buhardilla —apuntó la mujer—. Trabajaba de carpintero, ¿comprendes?, cuando era joven. Antes de hacerse fotógrafo.

—¡No me diga! ¿Y podía trabajar de carpintero, a pesar de lo que bebía?

—Ya lo creo, lo hacía bien. Parecía que se esforzaba aún más. Es verdad que alguna vez noté que olía a alcohol, pero eso no influía en su trabajo. Hacía lo que tenía que hacer, venía a la hora y eso. Sí, cumplía estupendamente. Y, además, era muy agradable, reservado pero simpático.

Astrid asintió confirmándolo. Estaba sentada con el pie encima de un taburete después de que su marido se lo hubiera vendado con gran solicitud.

—¿Cuánto tiempo hace de eso? —preguntó Johan.

—Bueno, el garaje lo hicimos hace varios años, ¿cuándo pudo ser?

Miró con gesto interrogante a su mujer.

—¿Cuatro o cinco años, quizá? Y la ventana del tejado la hicimos el año pasado, ¿no?

—¿Hacía ese tipo de trabajos para otras personas?

—Sí, claro que lo hacía. A mí me lo recomendó un conocido de Hembygdsföreningen
[2]
.

—¿Se lo han contado a la policía?

Bertil Persson pareció molesto. Dejó la taza de leche sobre la mesa.

—No, ¿por qué íbamos a hacerlo? ¿Qué importancia tiene que estuviera aquí haciendo algún trabajillo? Ellos no se ocupan de esas cosas.

Se acercó a Johan con aire confidencial y bajó la voz.

—Bueno, el caso es que el dinero se lo pagábamos en negro. Vivía de las ayudas sociales y quería cobrar así. ¿No irás a decir nada?

—Me extraña que a la policía en la situación actual le interese cómo cobraba. Están trabajando en la investigación de un asesinato y esta información es importante para ellos. No puedo guardármela para mí solo.

Bertil alzó las cejas.

—¿Qué estás diciendo? Entonces corremos el riesgo de ir a la cárcel por haber contratado mano de obra ilegal.

Parecía asustado. Astrid Persson le puso la mano en el brazo.

—Como he dicho, no creo que la policía se tome ese asunto tan en serio —dijo Johan.

Se levantó. Quería largarse de allí cuanto antes.

—Esto te lo he contado a ti en confianza —se desmoronó Bertil Persson, y parecía como si creyera que tenía los días contados.

—Lo siento, pero no puedo hacer otra cosa.

El hombre agarró a Johan del brazo con firmeza y cambió el tono de voz, se volvió zalamero.

—Pero escucha, no será tan importante. Mi mujer y yo pertenecemos a la Iglesia, nos parece un poco vergonzoso que esto llegue a saberse. ¿No podemos olvidar todo el asunto?

—Lo siento —cortó Johan, y retiró el brazo con más brusquedad de la que hubiera deseado.

Se apresuró a dejar la casa tras una fría despedida.

K
nutas se hundió en la silla del escritorio y sostenía la que debería ser su última taza de café del día; al menos, eso sería lo mejor para su estómago. Los resultados preliminares de la autopsia realizada por el médico forense mostraban justo lo que esperaban, que Henry Dahlström había muerto a consecuencia de los impactos recibidos en la parte posterior de la cabeza, infringidos con un martillo. El autor del crimen había asestado un gran número de golpes utilizando tanto la parte roma como la uña del martillo.

La muerte se había producido probablemente el lunes 12 de noviembre a última hora o tal vez al día siguiente. Aquello encajaba perfectamente con los datos que tenían. Todo indicaba que la muerte se había producido por la noche, después de las diez y media, cuando los vecinos habían oído a Dahlström bajar al sótano.

Knutas empezó a llenar la pipa con minuciosidad, al tiempo que seguía estudiando las fotos y leyendo la descripción de las lesiones.

Resolver un asesinato era como resolver un crucigrama. La solución rara vez se descubría directamente, sino que era necesario dejar reposar algunos detalles un día y concentrarse en otras pistas. Cuando volvía a examinar lo que había dejado a un lado, a menudo se le ocurrían nuevas ideas. Y lo mismo ocurría con el crucigrama, se quedaba francamente sorprendido de que le hubiera costado tanto solucionarlo. Al mirarlo de nuevo, estaba más claro que el agua de qué se trataba.

Knutas se colocó al lado de la ventana, la abrió un poco y encendió la pipa.

Luego estaban los testigos. Los conocidos de Dahlström no tenían nada verdaderamente interesante que contar. En realidad, no hicieron más que confirmar lo que la policía ya sabía. Tampoco había aparecido nada nuevo que pudiera reforzar las sospechas contra Johnsson, y el fiscal había decidido ponerlo en libertad. Aún se le consideraba sospechoso por robo, pero no había motivos para que siguiera en prisión.

Para Knutas casi estaba totalmente descartado que Johnsson fuera el culpable. Sin embargo, no dejaba de pensar en ese tal Örjan. Un tipo desagradable. Había estado en la cárcel por un delito de lesiones graves. Ese hombre sí que podía ser capaz de matar.

En el interrogatorio lo había negado, claro, y había asegurado que apenas conocía a Dahlström, cosa que confirmaron el resto de los integrantes del grupo. Lo cual, de todos modos, no impedía que hubiera podido asesinar a Dahlström.

El profesor de gimnasia, Arne Haukas, que vivía en el mismo portal que Dahlström, había sido interrogado acerca de sus actividades la noche del crimen. Aseguró que sólo había estado fuera echando una de sus habituales carreras. Explicó que había salido a correr tan tarde porque había estado viendo una película en la tele. Cerca había un sendero con alumbrado público, por lo que correr por la noche no era ningún problema. No había visto ni oído nada raro.

E
l sonido del teléfono sacó a Knutas de sus reflexiones. Era Johan, quien le contó los trabajos de carpintería que Dahlström había realizado en casa de Bertil y Astrid Persson en la calle Backgatan. Knutas se quedó sorprendido.

—Qué raro que no hayamos oído nada de eso. ¿Sabes el nombre de más gente para la que haya trabajado?

—No, el viejo se ha enfadado cuando le he dicho que tenía que comunicárselo a la policía. Pregunta en la Hembygdsföreningen, allí fue donde le recomendaron a Dahlström.

—Eso haremos. ¿Nada más?

—No.

—Gracias por llamar.

—No hay de qué.

Knutas colgó pensativo el auricular. Así que Dahlström realizaba trabajos extra en casa de la gente. Esos datos abrían una nueva vía de investigación. Envió a Johan un pensamiento agradecido.

F
anny fue directamente a casa después de la escuela. En la puerta se encontró con Jack, el novio de su madre. El hombre la miró, pero no se molestó en saludarla. Sólo pasó acelerado por delante de ella. La puerta del piso no estaba cerrada y Fanny se dio cuenta enseguida de que algo no iba bien. Miró en la cocina, pero allí no había nadie.

Encontró a su madre tumbada en el sofá debajo de una manta. Ésta se había deslizado y se veía su cuerpo desnudo. Encima de la mesa había botellas vacías de cerveza y de vino y un cenicero lleno de colillas.

—Mamá —dijo Fanny zarandeándola por los hombros—. ¡Despierta!

No dio señales de vida.

—Mamá —repitió Fanny con un nudo en la garganta sacudiéndola más fuerte—. Mamá, por favor, despierta.

Por fin abrió los ojos y balbuceó:

—Tengo que vomitar, trae un cubo.

—¿Cuál?

—El que hay debajo del fregadero, el rojo.

Fanny fue corriendo a la cocina y cogió el cubo. No llegó a tiempo. Su madre había vomitado encima de la alfombra.

Llevó a su madre al dormitorio. La tapó con el edredón y colocó el cubo al lado de la cama.
Mancha
había empezado a lamer la vomitona. Lo apartó, buscó el papel de cocina y consiguió quitar lo peor, pero comprendió que había que lavarla. Echó agua caliente en la bañera, puso detergente y metió dentro la alfombra. La dejó en remojo mientras limpiaba, recogía las botellas, vaciaba el cenicero y ventilaba la casa. Cuando terminó se hundió en el sofá.

Mancha
gruñía, el pobre necesitaba salir. Pensó seriamente si debería llamar a su tía y decirle que ya no podía más. Llegó a la conclusión de que no se atrevía, su madre se pondría como loca. ¿Pero qué pasaría si seguía bebiendo de aquella manera? Se arriesgaba a perder el trabajo, y ¿qué iban a hacer entonces?

Fanny no tenía fuerzas para pensarlo. De todos modos, pronto no iba a poder aguantar más.

Jueves 22 de Noviembre

E
l olor a café recién hecho y a bollos de canela calientes le salió al encuentro cuando llegó a la sala de reuniones a la mañana siguiente. Alguien se había tomado la molestia. Miró hacia Kihlgård. Había sido él, claro. El ambiente alrededor de la mesa era muy animado. Karin tonteaba con Wittberg, que evidentemente había estado de juerga la noche anterior y ahora la entretenía contándole alguno de sus ligues, suponía Knutas. Tenía una botella de Coca-Cola en la mesa delante de él, ésa era la señal más clara de que tenía resaca.

Kihlgård y Smittenberg estaban sentados con las cabezas muy juntas encima de un periódico, el fiscal con un lápiz en la mano y Kihlgård con un bollo, naturalmente. ¡Santo Dios, estaban haciendo un crucigrama! Norrby y Sohlman se hallaban junto a la ventana viendo cómo granizaba y llovía a la vez, y parecía que hablaban del tiempo.

La verdad, aquello parecía un cóctel. Increíble lo que podían conseguir unos bollos recién hechos.

Knutas se sentó como de costumbre en el extremo de la mesa y carraspeó ruidosamente, pero nadie le prestó atención.

—A ver, atención —probó—. ¿Empezamos?

No hubo ninguna reacción.

Miró malhumorado a Kihlgård. Muy propio de ese gilipollas. Venir y hacerse el simpático con unos bollos y armar este barullo. Knutas no tenía nada en contra de tener ratos agradables en el trabajo, siempre y cuando se supiera elegir el momento adecuado. Estaba de un humor de perros después de la bronca que había tenido con Line por la mañana.

Todo empezó porque ella se quejó de que había ropa tirada, de que nadie había echado de comer al gato y de que el lavavajillas estaba lleno y él no lo había puesto la noche anterior, a pesar de que fue el último en irse a la cama. Cuando descubrió que Knutas, aunque lo había prometido cientos de veces, había olvidado comprar un bastón nuevo de
floorball
para Nils, que había roto el suyo y tenía un partido por la tarde, fue la gota que colmó el vaso. Line explotó.

El murmullo que había en la sala obligó a Knutas a levantarse de la silla y dar unas palmadas.

—A ver, ¿puedo rogaros un poco de atención? —rugió—. ¿Vamos a trabajar o quizá habéis pensado dedicar el día a actividades sociales?

—¡Qué buena idea! —gritó Kihlgård—. ¿No podemos quedarnos dentro, alquilar una buena película y hacer palomitas? Hace tan malo; estoy congeeeelado.

Subió la voz haciendo un falsete. Levantó los brazos y agitó las palmas de las manos, moviendo las caderas al mismo tiempo. Con su impresionante corpulencia, la escena resultaba tremendamente cómica. Maldito payaso. Ni siquiera Knutas pudo evitar esbozar una sonrisa.

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