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Authors: Mari Jungstedt

Tags: #Intriga, Policíaco

Nadie lo ha oído (29 page)

—He conseguido que nos conceda una entrevista en exclusiva y, por lo tanto, ¡está claro que vamos a tener esa entrevista!

Johan se encontraba fuera de la ciudad, en un campo justo al lado del lugar donde habían hallado el cuerpo de Fanny, con Peter y un campesino de la zona que creía haber visto por allí las luces de los faros de un coche por la tarde, dos semanas antes.

—No entrevisto a personas que se encuentran en estado de choque —aseguró con decisión—. Ella, en estos momentos, no puede evaluar las consecuencias.

—Pero si quiere hacerlo, ¡yo mismo he hablado con ella!

—¿
Qué
es exactamente lo que quieres que le pregunte al día siguiente de que hayan encontrado a su hija asesinada?
¿Cómo se siente?

—Vete a la mierda, Johan. Quiere hablar, quizá para ella sea una manera de enfrentarse a lo ocurrido. Ha decidido hacerlo. Está descontenta con el trabajo de la policía y desea hablar de ello, y además quiere pedir ayuda a la gente para encontrar al asesino.

—A Fanny la descubrieron ayer. No hace ni veinticuatro horas. Puedo imaginarme mejores maneras de sobreponerse a los hechos que hablar en televisión. No creo que se pueda defender algo así.

—Por todos los demonios, Johan, he quedado en que pasaríais a verla por casa de su hermana en Vibble a las dos.

—Max, no puedes pisotear mi integridad profesional de periodista, no voy a hacer esa entrevista. Sencillamente, no puedo hacerme responsable de ella, esa mujer está conmocionada y debería estar en el hospital. En estos momentos está atravesando una situación muy delicada y me parece una indecencia que tratemos de sacar provecho de su debilidad. Ella no es consciente de la gran repercusión que tiene aparecer en televisión. A veces hemos de tomar algunas decisiones por los demás, porque no siempre están en condiciones de tomarlas ellos mismos.

Miró a Peter, que estaba a su lado y ponía los ojos en blanco y le soplaba a Johan que le dijera que él se negaba a grabar una entrevista con la madre. Al mismo tiempo, oyó la respiración agitada de Grenfors en el auricular.

—Tú haz la entrevista, que las decisiones éticas ya las tomaremos aquí en la redacción —gritó Grenfors al otro lado—. Ya puedes hacer la entrevista, la quiero para la emisión de esta tarde. He prometido pasarles la entrevista a
Aktuellt, Rapport
y
24:am
.

—¿Y la quieren todos? —preguntó Johan poniéndolo en duda.

—De eso puedes estar seguro. Ponte en marcha ahora mismo, tal vez se arrepienta y hable para otra cadena.

—Bien, deja que la entreviste
TV3
, o los periódicos de la tarde si quieren, yo no lo hago.

—¿Quieres decir que te niegas? —continuó Grenfors.

—¿Qué quieres decir con que me «niego»?

—Sí, que no quieres realizar un trabajo que yo te mando hacer. ¡Joder! ¡A eso se le llama negarse a trabajar!

—Llámalo como quieras. No lo hago.

Johan apretó la tecla del teléfono y cortó la llamada, tenía la cara encendida. El vapor de su respiración se agitaba en impetuosas bocanadas a su alrededor. Se volvió hacia Peter y el campesino.

—¡Qué cerdo de mierda!

—Mándalo a tomar por culo —lo consoló Peter—. Ahora vamos a seguir trabajando, que me congelo.

El paisano, que había presenciado sorprendido la discusión telefónica mientras esperaba para que lo filmaran, fue entrevistado. Habló del coche que llegó por el camino rural hacía dos semanas por la tarde cuando él salió al establo para ordeñar las vacas. Andando por el patio, había visto las luces desde el camino. Nadie solía conducir por allí a esas horas. No supo decir qué tipo de automóvil era. Se quedó un rato esperando, pero como el coche no volvió a aparecer, se cansó y prosiguió con sus quehaceres.

Johan y Peter regresaron a la ciudad. Planearon hacer dos reportajes, uno que tratara del trabajo de la policía y otro que se centrara en la reacción al día siguiente de conocerse la noticia entre los compañeros de clase, el personal de la cuadra, los vecinos y los habitantes de Visby en general.

Muchos habían albergado la esperanza de encontrar viva a Fanny, aunque ésta hubiera ido debilitándose a medida que transcurrían los días. Ahora la consternación era muy grande.

De vuelta en el hotel por la tarde, Johan intentó ponerse en contacto con Grenfors, que se negaba a hablar con él. Éste había conseguido que un becario hiciera la entrevista con la madre, que, no obstante, después de varias discusiones entre el presentador del programa y el jefe de redacción, nunca llegó a emitirse. Tampoco hubo nadie que mostrara interés por dicha entrevista. «Sólo la ha hecho para demostrar quién manda», pensó Johan cuando un colega le contó más tarde toda la movida que se había organizado en la redacción. Santo cielo, el trabajo se convertía a veces en un charco de ranas.

Lo que debía hacerse era no olvidar cuál era su cometido y preguntarse siempre por qué hacía uno las cosas y qué interés tenía para el público en general y sopesar éste frente al daño que se podía causar a la gente. Él estaba convencido de que había actuado correctamente al negarse a ponerse en contacto con Majvor Jansson. Nadie podía obligarlo a entrevistar a personas que se encontraban conmocionadas.

Era una lección que había aprendido después de tantos años en la televisión. En algunas ocasiones había hecho lo que querían sus impacientes jefes y había entrevistado a personas que acababan de perder a un familiar o habían sufrido un accidente. Sólo para complacerlos. Después se había dado cuenta de que aquello estaba mal. Aun cuando las personas entrevistadas quisieran hablar para compartir su desgracia o para dar publicidad a un problema, se encontraban confusas y no eran capaces de pensar con claridad. Cargarles a ellos la responsabilidad era algo que no se podía defender. Además, no eran conscientes de las consecuencias de su participación. El impacto de la tele era enorme. Las imágenes y las entrevistas podían volver a ser reproducidas en cualquier otro contexto, sin que ellos tuvieran la posibilidad de impedirlo. Se volvía a abrir la herida cada vez.

E
ra como si se encontrara dentro de una burbuja de cristal, aislada del mundo. Alguien había desconectado el cable, interrumpido la marcha, detenido el tiovivo.

Estaba tumbada de espaldas en el suelo del pequeño cuarto de estar de Viveka. Su amiga se había ido a pasar el fin de semana fuera y ella podía estar tranquila y pensar.

El piso era un remanso de paz. No quería que ningún ruido la molestara, nada de radio, nada de televisión, nada de música. Deseaba poder hundirse profundamente en una oscuridad ingrávida que sólo la envolviera a ella.

Dentro de su cuerpo crecía otro cuerpo. Un pequeño ser que era ella y Johan. Mitad él y mitad ella. Cerró los ojos y se pasó la mano por la lisa piel. De momento no se notaba nada por fuera, pero el cuerpo iba enviando señales. Le dolían los pechos, había empezado a sentirse mal por las mañanas y las ganas de comer naranjas era tan grande como en sus embarazos anteriores. «¿Qué sería lo que tenía dentro? —se preguntaba—. ¿Una niña o un niño? ¿Una hermana pequeña o un hermano pequeño?».

Dejó que las yemas de sus dedos se deslizaran describiendo círculos por debajo del jersey, hasta llegar a la entrepierna para dar la vuelta y seguir hacia arriba, alrededor del ombligo y continuar hacia sus delicados pezones. El pequeño le contó que, él o ella, estaba allí. Ya succionaba el alimento a través del cordón umbilical, crecía día a día. Había calculado que estaba de ocho semanas. ¿Cuánto había avanzado el desarrollo? Olle y ella habían seguido con suma atención la evolución fetal de Sara y de Filip. Olle le leía en voz alta un libro sobre lo que pasaba cada semana. Estaban tan ilusionados.

Ahora todo era distinto. Este fin de semana tenía que tomar una decisión. Quedarse con él o no. Se lo había prometido a Olle. Su marido había reaccionado con sorprendente tranquilidad cuando le dijo que estaba embarazada. No había ninguna duda de que él no era el padre del niño. Fría y secamente le explicó que si seguía adelante con el embarazo, el divorcio era un hecho. No pensaba hacerse cargo del crío de Johan y tener que cargar con su amante toda la vida. Si quería que continuaran siendo una familia, sólo podía hacer una cosa: quitárselo de encima, como dijo. Quitárselo de encima. A Emma la expresión le sonaba absurda. Como si se tratara de quitarse una postilla. Sólo rascar y tirarlo al servicio.

Sólo deseaba que otra persona hubiera podido tomar la decisión por ella. Decidiera lo que decidiese, iba a hacerlo mal.

Lunes 17 de Diciembre

E
l lunes por la mañana Knutas recibió una llamada telefónica nada más entrar en el despacho.

—Hola, soy Ove Andersson, el portero de la calle Jungmansgatan. Nos conocimos por lo del asesinato de Henry Dahlström.

—Hola, sí claro.

—Bueno, pues el caso es que estamos limpiando el cuarto de revelado que tenía Dahlström, vamos a volver a usarlo para guardar las bicicletas. Bueno, yo estoy ahora aquí abajo.

—Sí…

—Hemos encontrado algo raro, ¿sabe?, detrás de un respiradero. Es una bolsa de plástico con un paquete dentro. Está precintado con cinta adhesiva y no he querido abrirlo porque he pensado que a lo mejor destruyo alguna huella.

—¿Qué aspecto tiene?

—Es un paquete de papel marrón con cinta adhesiva normal alrededor, pesa poco y parece más o menos como un montón de tarjetas postales.

B
ajo la atenta supervisión de Knutas, Sohlman abrió el paquete, cerrado a conciencia, que había sido enviado a la sección de técnicos criminalistas. El paquete contenía fotografías. Borrosas sin duda, pero no cabía ninguna duda de qué tipo de fotos se trataba. Eran casi idénticas y parecían tomadas desde el mismo ángulo. Pudieron distinguir la espalda de un hombre que estaba practicando sexo con una mujer joven o más bien con una niña. Ésta no aparentaba tener ni la mitad de años que él. No se veía la cara de la chica, tapada, en parte, por el hombre y, en parte, por su larga melena morena. Tenía los brazos estirados de una manera extraña, como si estuviera atada a algo. El hombre estaba inclinado sobre ella y tapaba casi a la muchacha con su cuerpo voluminoso, pero se veía con claridad una de sus piernas. La chica era negra.

Sohlman y Knutas se miraron.

—Esta tiene que ser Fanny Jansson —señaló Knutas finalmente—. ¿Pero quién es el hombre?

—Vete tú a saber.

Sohlman se pasó la mano por la frente. Sacó una lupa y empezó a estudiar la fotografía detenidamente.

—Mira esto. Hay un cuadro colgado detrás de ellos. Se ve algo rojo y un…, sí, ¿qué es esto…, un perro quizá?

Le pasó la lupa a Knutas. Se veía una esquina del cuadro.

—Parece un perro echado sobre una especie de tela roja. Puede que sea un cojín, o un sofá.

Sohlman hojeó las imágenes con ansiedad. Ninguna de ellas revelaba más detalles.

Se dejaron caer cada uno en una silla. Knutas buscó su pipa en el bolsillo.

—Bien, pues ahí tenemos la conexión —dijo Knutas en voz baja—. Dahlström sacó fotos de alguien que mantenía relaciones sexuales con Fanny Jansson. Tuvo que tomar las fotos a escondidas y luego debió de chantajear al hombre pidiéndole dinero. De ahí las veinticinco mil coronas. Eso lo explica todo; el hombre del puerto, el dinero, Fanny…

—Eso significa que el hombre al que vemos aquí es el asesino —afirmó Sohlman apuntando a la espalda blanca con su índice enguantado.

—Probablemente. Es fácil de imaginar por qué mató a Dahlström, ¿pero a Fanny? Si es que es ella, no podemos estar completamente seguros.

Knutas tomó una de las fotografías y la miró detenidamente.

—¿Quién cojones será?

T
ras el sorprendente hallazgo, Knutas convocó una reunión con el equipo que dirigía la investigación. Había cierta excitación nerviosa en el ambiente, el rumor de lo que contenía el paquete se había extendido por los pasillos. Sohlman había escaneado las fotos y las proyectó en la pantalla que había delante. Wittberg fue el primero que alzó la voz.

—¿Estamos seguros del todo de que la chica de la foto es Fanny Jansson?

—Su madre ha estado aquí hace un momento y la ha identificado. ¿Veis la pulsera del reloj en el brazo izquierdo de la chica? Ese reloj lo recibió Fanny como regalo de cumpleaños el año pasado.

—¿Cómo ha reaccionado la madre? —preguntó Karin.

—Se ha derrumbado —suspiró Knutas—. ¿Y quién no lo haría, después de ver a su hija de esta manera?

—¿Quién es ese jodido asqueroso? —gruñó Norrby.

—Todo lo que hemos deducido hasta ahora es que se trata de un hombre adulto, no se trata en absoluto de un chico de su edad.

—Parece que ella está atada —apuntó Kihlgård—. Tiene los brazos estirados por encima de la cabeza, seguro que está ligada a algo.

—Mirad esto, ya veréis —dijo Sohlman y proyectó una fotografía en la que se apreciaban mejor los detalles—. Aquí se ve un cuadro al fondo. Todo lo que hemos podido distinguir en él es un perro echado en un sofá rojo o algo así. Al fondo vemos también el papel pintado de color amarillo con rayas finas y parte del respaldo de una silla. Parece que se trata de una silla antigua con el respaldo alto y decoraciones labradas. El fotógrafo ha tomado todas las imágenes desde el mismo ángulo, el hecho de que sean tan borrosas puede deberse a que fueran tomadas desde el exterior, a través de una ventana. La cuestión es saber dónde se han hecho. Lo más lógico es pensar que tiene que haber sido en algún sitio aquí en la ciudad o cerca de aquí, en un lugar al que se pueda acceder con facilidad. Porque, si no, ¿cómo habría podido descubrir Dahlström a Fanny y a ese desconocido?

—Tal vez sea un cuarto trastero —propuso Norrby—. O una sala de reuniones. Puede ser en casa de alguno de los conocidos de Dahlström.

—La estancia parece luminosa, ¿no veis la luz que entra por la ventana? Da la sensación de que se trata de una habitación amplia —opinó Karin.

—La verdad, me pregunto cómo conoció ese hombre a Fanny —dijo Wittberg—. ¿Puede ser algún conocido de su madre?

—¡Sería el colmo! Si es así, sería espantoso —Karin hizo una mueca.

—Yo creo que las fotografías parecen pornográficas —dijo Kihlgård mirando una de ellas—. También puede tratarse de algún delito sexual. Quizá fuera un grupo entero de hombres los que utilizaban a Fanny, y éste sólo sea uno de ellos. Quizá la habían arrastrado a la prostitución y la habían obligado a venderse a los hombres de la zona.

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