Read Nacidos para Correr Online
Authors: Christopher McDougall
Los ejecutivos de Rockport estaban desconcertados. Acababan de lanzar unas zapatillas para carreras de montaña y toda la campaña de marketing giraba alrededor de Leadville. La zapatilla incluso se llamaba Leadville Racer. Cuando Rick Fisher los llamó para solicitar patrocinio (“Piensa en ello, él vino a buscarnos”, me dijo después el vicepresidente de Rockport, Tony Post), Rockport había dejado en claro que los tarahumaras debían ser una parte esencial de la promoción. Rockport pondría el dinero y, a cambio, los tarahumaras llevarían las zapatillas color plátano, se ganarían a la gente y aparecerían en anuncios. ¿Les gustaba la idea?
Por supuesto, prometió Fisher.
“Luego fui a Leadville y conocí a este tipo raro”, continuó Tony Post. “Parecía un buscapleitos inconsolable. Ahí estaba la contradicción. Está esta gente tan amable, manejada por lo peor de la cultura americana. Era como.”, Post hizo un pausa para pensar, y en el silencio uno casi podía oír cómo aparecía y se formaba la idea en su cabeza. “Como si él estuviera celoso de que fueran ellos los que recibían toda la atención”.
Y así, con todos esos frentes abiertos alrededor, los tarahumaras apagaron sus cigarrillos y se colocaron torpemente junto a los otros corredores en frente de los juzgados de Leadville, el mismo lugar donde solían colgar a los ladrones de caballos. Entre abrazos y apretones de mano, esa camaradería de quienes saben que van a enfrentarse a la muerte que compartían los otros corredores poco antes de empezar, los tarahumaras se veían aislados y solos. La sonrisa cordial de Manuel Luna desapareció y su rostro se endureció como el roble. Juan Herrera se ajustó su gorra de Rockport, acomodó sus pies en sus nuevas Rockport amarillo chillón con suela gruesa de 110 dólares. Martimano Cervantes se acurrucó dentro de su capa en la fría noche de las Montañas Rocosas. Ann Trason se colocó delante de todos ellos, estiró los músculos y miró fijamente hacia la oscuridad que tenía en frente.
A quien ame al mundo como a su propio cuerpo,
se le puede confiar el mundo.
—
Lao Tzu
,
Tao Te Ching
EL DOCTOR JOE VIGIL, un ejército de una sola persona de sesenta y cinco años de edad, calentó sus manos alrededor de la taza de café mientras esperaba que los primeros haces de luz de linterna llegaran cortando los árboles hasta donde estaba él. No había ningún otro entrenador de élite del mundo cerca de Leadville, porque a ningún otro entrenador de élite le importaba un pepino lo que ocurría en ese manicomio gigante al aire libre en las Rocosas. Automutiladores, cabrones bastardos o como fuera que se llamaran a sí mismos. ¿Qué tenía eso que ver con las carreras de verdad? ¿Con el atletismo olímpico? Como deporte, la mayoría de los entrenadores de atletismo colocaban a las ultramaratones en algún lugar entre las competencias de glotones y el sadomasoquismo recreativo.
“Genial”, pensaba Vigil, mientras golpeaba sus pies contra el suelo luchando con el frío. “Váyanse a dormir y déjenme a los dementes a mí”. Porque él sabía que esos dementes sabían por dónde iban los tiros.
El secreto del éxito de Vigil se encontraba justo en su nombre: ningún otro entrenador vigilaba con más atención esos pequeños detalles cruciales que todo el resto pasaba por alto. Había sido así durante toda su vida competitiva, desde que era un enclenque niño latino intentando jugar fútbol americano en una liga que no tenía demasiados latinos, y ni hablar de enclenques. Joe Vigil no podía ganar en fuerza a esos bloques de músculo al otro lado de la línea, así que les ganaba con la cabeza; estudió los trucos del efecto palanca, propulsión y coordinación, descubriendo formas de colocar sus pies de manera que una vez en cuclillas salía disparado como un yunque propulsado por un resorte. Para cuando se graduó de la universidad, el latino enclenque formaba parte del equipo ideal de su liga. Luego se pasó a la pista de carreras y esa incansable nariz de sabueso se convirtió en el mayor cerebro que las carreras de larga distancia de los Estados Unidos jamás habían visto.
Además de su doctorado y dos maestrías, la búsqueda de Vigil en pos del perdido arte de las carreras de distancia lo había llevado a las profundidades de la estepa rusa, a las alturas de los andes peruanos y más allá de las tierras altas del Valle del Rift en Kenia. Quería saber por qué los velocistas rusos tenían prohibido dar un solo paso hasta que fueran capaces de bajar de un salto y descalzos unas escaleras de veinte pies, y cómo unos cabreros de sesenta años en Machu Picchu eran capaces de escalar los Andes con una dieta mísera de yogurt y hierbas, y cómo los corredores japoneses entrenados por Suzuki-san y Koide-san podían misteriosamente convertir caminatas lentas en maratones rápidas. Buscó a los antiguos maestros y se metió en sus cabezas, absorbiendo sus secretos antes de que se los llevaran a la tumba. Su cerebro era algo así como la Biblioteca del Congreso de todo el conocimiento relacionado con las carreras, buena parte del cual había desaparecido de cualquier otra parte del planeta que no fuera su cabeza.
Su investigación dio resultados sensacionales. Vigil se hizo cargo del moribundo programa de cross country de su alma mater, el Adams State College de Alamosa, Colorado, y lo convirtió en una auténtica pesadilla para sus rivales. Los Harriers de Adams State ganaron veintiséis títulos nacionales en treinta y tres años, entre los que se incluye la más asombrosa demostración de poderío jamás vista en una carrera por un campeonato nacional: en 1992, los corredores de Vigil se hicieron con los cinco primeros puestos en el campeonato de la II División de la NCAA, consiguiendo el único pleno de la historia en un torneo nacional. Vigil también llevó a Pat Porter a la consecución de ocho títulos del USA Cross Country (el doble de los conseguidos por el ganador del oro olímpico Frank Shorter, cuatro veces más que el ganador de la plata Meb Keflezighi), y fue nombrado entrenador universitario del año en catorce ocasiones, todo un récord. En 1988, Vigil fue designado entrenador del equipo olímpico de larga distancia norteamericano que compitió en los juegos de Seúl.
Y eso explicaba por qué, en ese momento, el viejo Joe Vigil era el único entrenador de Estados Unidos tiritando de frío en un bosque congelado a las cuatro de la mañana, aguardando para ver a una profesora de ciencias de una universidad comunitaria y a siete hombres que llevaban vestido. Visto lo visto, nada en las ultramaratones tenía lógica, y puesto que a Vigil no le cuadraban las cuentas, estaba seguro de que algo importante se le estaba escapando.
Tomemos esta ecuación: ¿Cómo es posible que casi todas las mujeres que corrían en Leadville llegaran al final y ni la mitad de los hombres terminaran la carrera? Cada año, más del noventa por ciento de las corredoras se iban a casa con una hebilla, mientras que el cincuenta por ciento de los hombres regresaban con una excusa. Ni siquiera Ken Chlouber podía explicar el altísimo porcentaje de mujeres que llegaba hasta el final, pero vamos si sabía explotarlo: “Todos mis corredores son mujeres”, dice Chlouber. “Hacen su trabajo hasta el final”.
Y qué tal esta: ¿Quita a los tarahumaras de la carrera del año pasado y con qué te encuentras?
Respuesta: Una mujer alcanzando la meta.
Con todo el barullo alrededor de los tarahumaras, casi nadie además de Vigil prestó demasiada atención al llamativo hecho de que Christine Gibbons había perdido el tercer lugar por unas pulgadas. Si la banda del ventilador de la camioneta de Rick Fisher se hubiera roto en Arizona, una mujer habría estado a treinta y un segundos de robar el show.
¿Cómo era posible? Ninguna mujer figura entre los cincuenta más rápidos del mundo cuando de tiempo por milla se trata (los 4:12 del récord mundial femenino fueron alcanzados hace un siglo por los hombres y es constantemente superado por muchachos de secundaria). Cuando se trata de maratones, alguna mujer
puede
colarse entre los veinte primeros (en 2003, el récord mundial de 2:15:25 conseguido por Paula Radcliffe estaba sólo a diez minutos por encima de las 2:04:55 del récord mundial masculino conseguido por Paul Tergat). Pero en las ultramaratones, las mujeres se llevaban el gato al agua. ¿Por qué, se preguntaba Vigil, la brecha entre los campeones masculinos y femeninos se hacía más corta conforme
más larga
era la carrera? ¿No debería ser al revés?
La ultramaratón parecía ser un universo paralelo donde no se aplica ninguna de las reglas que rigen el planeta Tierra: las mujeres eran más fuertes que los hombres; los más viejos eran más fuertes que los jóvenes; tipos salidos de la Edad de Piedra con sandalias eran más fuertes que cualquiera. Y eso por no hablar del millaje. La tensión cortante sobre sus piernas era extraordinaria. Se supone que correr cien millas a la semana es un pasaje directo a una lesión por sobrecarga, y aun así estos ultradementes hacían cien millas diarias. Algunos de ellos estaban doblando esa cifra semana tras semana mientras entrenaban, pese a lo cual no se lesionaban. ¿Realizaba la ultramaratón un proceso de autoselección, atrayendo únicamente a los corredores con cuerpos indestructibles? ¿O habían descubierto los ultramaratonistas el secreto para aguantar millajes extremos?
Así que Joe Vigil se había despegado de las sábanas, había metido dos termos de café en el auto y había conducido toda la noche para ver a estos artistas del cuerpo realizar su show. Los mejores ultramaratonistas del mundo, sospechaba, estaban a punto de redescubrir los secretos que los tarahumaras jamás habían olvidado. La teoría de Vigil lo había llevado al borde de una decisión tan importante que podía cambiar su vida y, esperaba, la de millones de personas. Tan solo necesitaba ver a los tarahumaras en persona para verificar algo. No era su velocidad; Vigil probablemente sabía más acerca de sus piernas que ellos mismos. Lo que Vigil moría por ver en profundidad era sus cabezas.
De repente, Vigil contuvo la respiración. Algo acababa de salir flotando del bosque. Algo con el aspecto de unos fantasmas… o unos magos, surgiendo de una nube de humo.
Desde el pistoletazo de salida, el equipo tarahumara tomó a todo el mundo por sorpresa. En lugar de quedar rezagados como en los dos últimos años, avanzaron como una oleada, atacando la acera de la Calle Sexta para bordear al pelotón y ponerse al frente desde el inicio. Se estaban moviendo rápido. “Demasiado rápido, al parecer,” pensó Don Kardong, maratonista olímpico en 1976 y escritor veterano de la revista
Runner’s World
, que miraba desde la barrera lateral.
Pero Manuel Luna había pasado un año reflexionando acerca de la forma en que corrían los gringos, y había hecho un buen trabajo dando instrucciones a sus nuevos compañeros de equipo. El recorrido es bastante amplio bajo los postes de luz, les dijo, luego adelgazaba de repente cuando entrabas en el bosque, convirtiéndose en una oscura pista de un solo carril. Si no estás al frente, te topas con un muro sólido de corredores en pausa que buscan el camino con sus linternas, para luego continuar en una sola fila. Lo mejor es acelerar al comienzo y evitar el atasco, aconsejó Luna, y aligerar el paso después.
Pese a lo peligroso de ese ritmo, Johnny Sandoval, que venía de la vecina ciudad de Gypsum, Colorado, se mantuvo pegado a Martimano Cervantes y Juan Herrera. “Que todos pierdan la cabeza con Ann y los tarahumaras —pensó—, mientras yo me hago con un trofeo”. Tras terminar noveno en la edición anterior con un tiempo de 21:45, Sandoval había entrenado durante un año como nunca antes. Discretamente, había estado viniendo a Leadville a lo largo del verano, corriendo una y otra vez cada tramo del trayecto hasta que hubo memorizado todos los giros, peculiaridades y pasos de agua. Sandoval estimó que si lograba hacer el recorrido en diecinueve horas, ganaría. Y estaba preparado para hacerlo.
Ann Trason tenía previsto encontrarse al frente del pelotón, pero empezar corriendo a razón de ocho minutos por milla era una locura. Así que se contentó con no perder de vista la luz de las linternas de los tarahumaras conforme penetraban el bosque que rodea el lago Turquesa, segura de que les daría el alcance en breve. De aquí en adelante el sendero era oscuro y estaba sembrado de rocas y raíces, lo que, dada la peculiaridad de los puntos fuertes de Ann, jugaba a su favor: Ann adoraba las carreras nocturnas. Ya en la universidad, la medianoche era su momento favorito para agarrar una linterna y una amiga y trotar a través del campus en silencio, con todo el mundo reducido a unos
flashes
y destellos en un pequeño globo de luz. Si alguien era capaz de recuperar el tiempo perdido corriendo a ciegas sobre un terreno traicionero, esa sin duda era Ann.