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Authors: Christopher McDougall

Nacidos para Correr (11 page)

BOOK: Nacidos para Correr
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Parecía que no podía ir a peor. Y fue a peor.

Los vecinos de Ken estaban bebiendo demasiado, pegando a sus esposas, hundiéndose en la depresión o marchándose del pueblo. Una especie de psicosis colectiva estaba aplastando la ciudad, un síntoma temprano de muerte cívica: primero, la gente pierde los medios para perseverar; luego, tras las peleas a cuchillo, arresto y avisos de desalojo, pierde el deseo de superación.

“Cientos de personas estaban haciendo las maletas y marchándose”, recuerda el doctor John Perna, que dirige la sala de urgencias de Leadville. Su sala estaba por entonces tan llena como la unidad quirúrgica de un hospital militar; en lugar para atender las lesiones de trabajo habituales como torceduras de tobillo y dedos rotos, el doctor Perna estaba amputando dedos de los pies de mineros borrachos que habían perdido el conocimiento en la nieve, y avisando a la policía acerca de mujeres que llegaban a medianoche con los pómulos rotos y unos niños asustados.

“Estábamos hundiéndonos en una depresión letal”, me dijo el doctor Perna. “A la larga, estábamos enfrentándonos a la desaparición de la ciudad”. Tantos mineros se habían marchado, que los habitantes que quedaban no alcanzaban para llenar la tribuna del campo de un equipo
amateur
de béisbol.

La única esperanza de Leadville era el turismo, lo que no era esperanza alguna. ¿Qué clase de idiota iría de vacaciones a un lugar con un frío glacial nueve meses al año, ninguna pendiente que sirva para esquiar y una carencia de oxígeno tal que respirar se convierte en un ejercicio cardiovascular? El área rural de Leadville era tan feroz que la Décima División de Montaña, una fuerza de élite del ejército de Estados Unidos, solía realizar ahí sus entrenamientos de combate alpino.

Para empeorar las cosas, la reputación de Leadville daba tanto miedo como su geografía. Durante décadas, fue la ciudad más salvaje del Lejano Oeste, “una verdadera trampa mortal —en palabras de un cronista—, que parecía sentirse orgullosa de su propia degradación”. Doc Holliday, aquel dentista convertido en corredor de apuestas y pistolero, solía pasar el tiempo en los bares de Leadville con su amigo y compañero en el tiroteo del O.K. Corral, Wyatt Earp. Jesse James solía dejarse caer por ahí también, por las diligencias llenas de oro y excelentes escondrijos en las montañas a un palmo de distancia. Incluso en fechas tan recientes como los años cuarenta, los comandos de la Décima División de Montaña tenían prohibido poner un pie en el centro de Leadville; al parecer, eran suficientemente fieros para enfrentarse a los nazis pero no para hacer frente a los apostadores asesinos y las prostitutas que mandaban en State Street.

Sí, Leadville era un lugar duro, Ken lo sabía. Repleto de hombres duros y mujeres aún más duras y… ¡mierda! ¡Maldita sea! Eso era.

Si todo lo que Leadville tenía para vender era testarudez, pues habría que venderla como pan caliente. Ken había oído de este tipo en California, un pelucón de la montaña llamado Gordy Ainsleigh, al que una yegua se le quedó coja justo antes de la mayor competición mundial de resistencia para caballos, la Western States Trail Ride. Gordy decidió correr de todas formas. Se presentó en la línea de partida con zapatillas de correr y preparado para correr a pie cien millas a través de la Sierra Nevada. Sorbió agua de los arroyos, los veterinarios de las paradas médicas le midieron las constantes vitales y superó la marca de veinticuatro horas por diecisiete minutos. Como era de suponer, Gordy no era el único lunático de California, así que al año siguiente otro corredor se sumó a la carrera de caballos… y otro más el año siguiente. y otro más el siguiente. hasta que, en 1977, los caballos fueron desplazados y la Western States se convirtió en la primera carrera de cien millas a pie del mundo. Ken nunca había corrido una maratón, pero si un
hippie
de California podía correr cien millas, ¿qué tal difícil podía ser? Además, una carrera normal no serviría; si Leadville iba a sobrevivir, necesitaba una competición del carajo, algo que la distanciara de todas esas carreras de 26,2 millas que hay por ahí, tan idénticas entre sí que una vez hecha una, has hecho todas.

Así que en lugar de una maratón, Ken creó un monstruo.

Para hacerse una idea de lo que se inventó, intenten correr la maratón de Boston dos veces seguidas con una media atorada en la boca y después escalen hasta la cima del Pikes Peak.

¿Hecho?

Genial. Ahora háganlo de nuevo, esta vez con los ojos cerrados. Eso es, en resumidas cuentas, la Leadville Trail 100 equivale a cerca de cuatro maratones enteras, la mitad del recorrido realizado a oscuras, con dos ascensos dos de mil seiscientos pies justo en el medio. La línea de partida de Leadville se encuentra al doble de la altitud en la que los aviones presurizan sus cabinas, y a partir de ahí todo es cuesta arriba.

—El hospital hace un montón de dinero gracias a nosotros —reconoce alegremente Ken Chlouber, veinticinco años después de la carrera inaugural y su discusión con el doctor Woodward. Es el único fin de semana en que los hoteles y la sala de urgencias están llenos a la vez.

Ken sabe de lo que habla. Ha corrido en todas las ediciones, pese a que fue hospitalizado con hipotermia en su primer intento. Los corredores de la Leadville habitualmente se caen desde alturas considerables, se rompen tobillos, sufren de sobreexposición al sol, extrañas arritmias cardíacas y mal de altura. Crucemos los dedos para que no ocurra, pero Leadville todavía no se ha cargado a nadie, probablemente porque hace capitular a los corredores antes de que sufran un colapso. Dean Karnazes, el autodenominado Hombre Ultramaratón, no pudo terminar la carrera las dos primeras veces que lo intentó. Tras verlo abandonar dos veces, la gente de Leadville le puso otro apodo: “Ofer” (“O fer one, O fer two…”)
[7]
. Cada año, menos de la mitad de los competidores llegan a terminar la carrera. No es sorprendente que una competición con más bajas que finalizadores tienda a atraer a una raza peculiar de atletas. Durante cinco años, el campeón reinante fue Steve Peterson, miembro de una secta de creyentes en la conciencia superior llamada Divine Madness (Locura Divina), que busca alcanzar el nirvana mediante fiestas sexuales, carreras extremas de montaña y un servicio de limpieza de casas económico. Una de las leyendas de la Leadville es Marshall Ulrich, un magnate de la comida para perros que anima sus ratos extirpándose quirúrgicamente las uñas de los pies. “Se caían siempre de todas formas”, dice Marshall.

Cuando Ken conoció a Aron Ralston, el escalador que se serró el antebrazo con el cuchillo de sierra de su navaja multiuso después de quedar inmovilizado por una roca, le hizo una oferta asombrosa: si alguna vez quería correr en Leadville, no tendría que pagar. La invitación de Ken dejó atónitos a todos los que supieron de ella. El campeón que defiende su título tiene que pagar para correr. El heroico gran maestro Ed Williams tiene que pagar.
Ken
tiene que pagar. Pero a Aron le daba un pase gratis, ¿por qué? “Él es la esencia de Leadville —dijo Ken—. Tenemos un lema aquí: eres más duro de lo que crees y eres capaz de hacer más de lo que crees. Un tipo como Aron nos demuestra al resto de lo que somos capaces en el fondo”.

Uno podría pensar que el pobre Aron ya ha sufrido suficiente, pero al año y poco de su accidente aceptó la oferta de Ken. Con una nueva prótesis balanceándose en un costado, Aron cruzó la línea de meta por debajo de la marca de treinta horas y se llevó a casa una hebilla de cinturón plateada, dejando claro de ese modo, y con mayor contundencia de la que Ken nunca sería capaz, lo que hace falta para cruzar la línea de meta en Leadville: No tienes que ser rápido. Pero será mejor que seas intrépido.

CAPÍTULO 10

¡GENIAL! Leadville era precisamente el tipo de espectáculo salvaje y emocionante, como un combate de boxeo, que Fisher estaba buscando. Como de costumbre, Rick intentaba hacer mucho ruido, y un carnaval como Leadville era justo lo que necesitaba. ¿No entraría ESPN al trapo si les prometes la oportunidad de grabar a unos tipos guapos vestidos con falda destrozando récords en una mítica competición devora-hombres? ¡Claro que sí!

Así que en agosto de 1992, Fisher volvió con todo el estruendo de su grande y viejo Chevy Suburban a la aldea de Patrocinio. Había llevado unos documentos de viaje de la Oficina de Turismo mexicana, y la promesa de una recompensa en maíz para los corredores. Entretanto, Patrocinio había convencido a cinco de sus paisanos para que confiaran en ese extraño e intenso
chabochi
, cuyo nombre se les atragantaba en la boca. Como en español no hay un sonido para las letras “sh” juntas, Fisher rápidamente tuvo una muestra del ácido humor tarahumara cuando su nuevo equipo empezó a llamarlo Pescador. Era más fácil de pronunciar, pero también retrataba su espíritu “Ahab,” ese afán constante por capturar un pez gordo que Fisher irradiaba, como el capó de un auto irradia ondas de calor.

Como quieran. Por lo que a Fisher respectaba, podían llamarlo Doctor Tarugo, siempre y cuando se pusieran serios cuando la carrera empezara. El Pescador embutió a su equipo en el Chevy y apretó el acelerador hasta Colorado.

El día de la carrera, poco antes de las cuatro de la madrugada, la gente en la línea de partida de Leadville intentaba no mirar fijamente a esos cinco hombres con falda que se peleaban con los hasta entonces desconocidos cordones de las zapatillas de basket de lona negras que el Pescador había conseguido para ellos. Los tarahumaras compartieron las últimas caladas de un cigarrillo de tabaco negro, para luego colocarse tímidamente al final del pelotón mientras los otros doscientos noventa ultramaratonistas gritaban
¡Tres… dos… Boooom!
El alcalde de Leadville disparó su viejo trabuco y los tarahumaras salieron disparados para mostrar de qué estaban hechos.

Por un momento. Pero antes incluso de llegar a la mitad, todos los corredores tarahumara habían abandonado la carrera. Demonios, gruñó Fisher ante cada oído que encontró en su camino. Nunca debí darles esas zapatillas, y nadie les dijo que podían comer en cada estación de socorro. Es todo culpa mía. Nunca antes habían visto linternas, así que pensaron que se usaban como si fueran antorchas.

Claro, claro, el perro se comió mis deberes. Las mismas viejas decepciones tarahumara de siempre, las mismas viejas excusas. Sólo algunos de los más obsesivos historiadores del atletismo lo saben, pero México intentó usar corredores tarahumara en las maratones olímpicas de Amsterdam 1928 y México 1968. En las dos ocasiones, los tarahumaras se quedaron sin medallas. Por entonces, la excusa fue que las 26,2 millas eran muy poco, esa insignificante maratón se acababa incluso antes de que los tarahumaras pudieran apretar el acelerador hasta el fondo.

Quizás. Pero si estos tipos eran realmente corredores sobrehumanos, ¿cómo era posible que no fueran capaces de vencer a nadie? A nadie le importa que seas un gran lanzador de triples en tu patio trasero, lo que importa es que los claves el día del partido. Y durante un siglo, los tarahumaras nunca han sido capaces de competir en el mundo exterior sin hacerlo tan mal que da vergüenza ajena.

Fisher estuvo comiéndose la cabeza durante el largo viaje de vuelta a México, y entonces, se le encendió el foco. ¡Claro! Así como no puedes coger a cinco chicos de un patio de colegio en Chicago y esperar que venzan a los Bulls: que seas un corredor tarahumara no significa que seas un
gran
corredor tarahumara. Patrocinio había intentado facilitarle las cosas a Fisher fichando corredores que vivían cerca de la nueva carretera pavimentada, pensando que estos se sentirían más cómodos entre extraños y que serían más fáciles de juntar para el viaje. Pero, como el comité olímpico mexicano debería haber descubierto años atrás, los tarahumaras más fáciles de reclutar quizá no fueran los que valía la pena reclutar.

—Intentémoslo de nuevo —lo exhortó Patrocinio.

Los patrocinadores de Fisher habían donado un montón de maíz a su aldea, y odiaba la idea de perder esta fuente de ingresos inesperada. Esta vez, abrió la convocatoria a corredores de fuera de su propia aldea. Patrocinio regresó a las barrancas, y también regresó en el tiempo. El equipo tarahumara iba a ser de la vieja escuela. Así es, “viejo” era la palabra justa.

Ken no quedó muy impresionado con la nueva pandilla de tarahumaras que se presentó a la siguiente edición de Leadville. El capitán del equipo parecía un duende de Keebler retirado tempranamente en Miami Beach: era un pequeño abuelo de cincuenta y cinco años vestido con una bata azul con brillantes flores de color rosado, que coronaba con una sonrisa despreocupada, una bufanda rosada y un gorro de lana que le cubría las orejas. Otro tarahumara debía tener unos cuarenta años, y los dos chicos asustados detrás de él se veían suficientemente jóvenes como para ser sus hijos. Toda la misión parecía aun peor equipada que el año pasado; al poco tiempo de llegar, los miembros del equipo tarahumara desaparecieron en el vertedero de la ciudad, del que salieron con el caucho de unos neumáticos, con el que se hicieron unas sandalias. Nada de esas incómodas Converse negras esta vez. Segundos antes de la carrera, los tarahumaras desaparecieron. “El mismo espíritu guerrero del año pasado,” pensó con desdén Ken. Al igual que la vez anterior, los tímidos tarahumaras se habían escondido al final del pelotón. Tras el pistoletazo de salida, empezaron a trotar en el último puesto. Y en el último puesto permanecieron, ignorados e intrascendentes… hasta la milla cuarenta, cuando Victoriano Churro (el duende Keebler con debilidad por los colores pastel) y Cerrildo Chacarito (el granjero de cabras de cuarenta años) empezaron, silenciosamente, casi indiferentes, a abrirse camino con sus pequeñas pisadas por los bordes de la pista, dejando atrás a unos cuantos corredores cada poco, mientras empezaban el ascenso de tres millas a Hope Pass. Manuel Luna remontó y se colocó al lado de ellos, y así los tres mayores tarahumaras pasaron a liderar a los más jóvenes como una manada de lobos de cacería.

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