Read Nacidos para Correr Online
Authors: Christopher McDougall
Pero cerca de la primera estación de socorro, Sandoval y los tarahumaras habían sacado una ventaja de media milla al resto. Sandoval se registró, revisó su marca hasta el momento —algo así como 13.5 millas en 1:55— y salió disparado nuevamente. Los tarahumaras, por su cuenta, se desviaron a la zona de parking y fueron hasta la camioneta de Rick Fisher, donde se empezaron a quitar las Rockport amarillas como si estuvieran llenas de hormigas coloradas. Rick y Kitty, como estaba planeado, estaban esperándolos con sus huaraches. Hasta aquí llegaba el compromiso publicitario.
Los tarahumaras se arrodillaron para atarse la lengüeta de cuero alrededor de los tobillos y hasta arriba de las pantorrillas, ajustándola con tanto cuidado como quien afina las cuerdas de una guitarra. Es todo un arte calzarse un trozo de caucho a la planta del pie con una sola tira de cuero de manera que no se suelte ni se corra a lo largo de ochenta y siete millas de camino rocoso. Hecho lo cual ya estaban de vuelta en la carrera, pisando los talones de Johnny Sandoval. Para cuando Ann Trason llegó a la estación, Martimano Cervantes y Juan Herrera se encontraban fuera de su alcance visual.
“Un ritmo enfermizo,” pensó Sandoval cuando echó un vistazo por encima del hombro. ¿Alguien le había dicho a estos tipos que había estado lloviendo durante las dos últimas semanas por aquí? Sandoval sabía que estaban dirigiéndose directo a un fangal alrededor de las marismas de Twin Lakes y terreno cubierto de lodo justo detrás de Hope Pass. El río Arkansas iba a ser un clamoroso desastre; iban a tener que arrastrarse paso a paso agarrados a la cuerda de seguridad para cruzarlo, para luego realizar un sufrido ascenso de dos mil pies hasta la cima de Hope Pass. Luego tendrían que dar la vuelta y realizar el mismo camino de vuelta.
“OK, esto es un suicidio,” decidió Sandoval cuando llegó a la milla 23,5 en tres horas y veinte minutos. “Voy a reservar energías y batir a estos tipos cuando se queden sin gasolina.” Dejó pasar a Martimano Cervantes y Juan Herrera, e inmediatamente después Ann Trason lo dejó atrás. ¿De dónde demonios había salido? Ann debía habérselo pensado mejor: esa velocidad conducía al desastre.
Llegados a la marca de las treinta millas en el campamento Half Moon, Martimano y Juan estaban listos para desayunar. Kitty Williams les puso unos delgados burritos de frijoles en las manos. Siguieron corriendo, masticando satisfechos, y en breve fueron engullidos por el espeso bosque que rodeaba el monte Elbert. Ann apareció unos minutos después, molesta y gritando: “¿Dónde está Carl?
¿Dónde demonios está?
”. Eran las 8:20 de la mañana y estaba lista para soltar lastre quitándose la linterna de cabeza y la chaqueta. Pero estaba corriendo a un ritmo tal que su marido aún no había llegado a la estación de socorro.
Al diablo con él; Ann siguió con su equipo nocturno y desapareció persiguiendo a los invisibles tarahumaras.
En la milla 40, la multitud se amontonaba alrededor de la vieja estación de bomberos de madera de la pequeña aldea de Twin Lakes, chequeando sus relojes. Los primeros corredores no aparecerían sino hasta dentro de, oh, unos… “¡Ahí está ella!”.
Ann acababa de aparecer por la colina. El año anterior, Victoriano tardó siete horas y doce minutos en llegar hasta aquí; Ann lo había hecho en menos de seis horas. “Ninguna mujer había liderado la carrera a estas alturas”, dijo un incrédulo Scott Tinley, el dos veces campeón mundial de la triatlón Iron Man, que estaba comentando la carrera para el programa
ABC’s Wide World of Sports
. “Estamos siendo testigos de la más increíble demostración de puro coraje deportivo”.
Menos de un minuto después, Martimano y Juan surgieron del bosque siguiéndola a toda prisa montaña abajo. Tony Post, vicepresidente de Rocksport, estaba tan inmerso en el drama que en ese momento no le importó que sus muchachos no solo estuvieran perdiendo sino que además hubieran tirado a la basura las zapatillas que les estaba pagando por llevar. “Era la cosa más increíble”, dijo Post, quien había sido un maratonista entre los mejores a nivel nacional, con tiempos de alrededor de 2:20. “Nos estábamos volviendo locos viendo a esta mujer tomando el control”.
Por suerte, el marido de Ann se encontraba en su sitio esta vez. Le puso un plátano en la mano y la guió hasta la pequeña estación de bomberos para su examen médico. Todos los corredores de Leadville deben chequearse el pulso y peso en el paso de las cuarenta millas, porque la pérdida rápida de peso es una señal peligrosa de deshidratación. Solo con el beneplácito del doctor Perna pueden internarse en la trituradora de carne que tienen delante: sobre la marisma se levantan los dos mil seiscientos pies de ascenso hasta la cima del Hope Pass.
Ann mascaba el plátano mientras una enfermera llamada Cindy Corbin ajustaba la balanza. Un momento después, Martimano se colocó sobre la balanza al costado de Ann.
—¿Cómo estás? —le preguntó Kitty Williams a Martimano, colocándole una mano de apoyo sobre su espalda—. ¿Cómo te sientes después de seis horas seguidas corriendo montaña arriba a gran altitud y a una velocidad imposible?
—Pregúntale qué se siente al ser vencido por una mujer —alzó la voz Ann. Una risa nerviosa recorrió la habitación, pero Ann no estaba sonriendo; le lanzó una mirada feroz a Martimano, como la que una karateka cinturón negro dirige a una pila de ladrillos. Kitty le lanzó una mirada de consternación, pero Ann la ignoró y siguió clavando los ojos sobre Martimano. Martimano se giró con gesto de interrogación hacia Kitty, pero Kitty prefirió no traducir. En todos sus años corriendo ultramaratones y asistiendo a su padre, era la primera vez que Kitty oía a un corredor provocando a otro.
Pese a lo que la mayoría de la gente en la habitación lo oyó, un video del incidente sugeriría después que lo que Ann dijo en realidad fue: “Pregúntale qué se siente al competir con una mujer”. Pero si bien podían discutirse las palabras exactas que pronunció, la actitud de Ann era inequívoca: Ann no ganaba porque corría con fuerza, ganaba porque
competía
con fuerza. Esto iba a ser un combate a muerte.
Mientras Martimano bajaba de la balanza, Ann pasó junto a él obligándolo a hacerse a un lado y aceleró hacia la puerta. Se ató la cangurera —recién cargada con powergel, guantes y un impermeable, por si se topaba con aguanieve o vientos helados— y empezó a trotar camino abajo hacia la montaña cubierta de nieve. Salió a tal velocidad que Martimano y Juan recién estaban comiendo unos gajos de naranja para cuando Ann ya estaba girando en la esquina y perdiéndose de vista.
¿Cuál era su problema? El lenguaje grosero, la salida apresurada. ni siquiera le había dado tiempo de ponerse una camiseta y unas medias secas, o de tragar un poco más de calorías. ¿Y por qué se encontraba en la delantera de todas formas? La milla cuarenta no era más que el primer asalto de una batalla muy larga. Una vez te colocas delante, te vuelves vulnerable; pierdes cualquier posibilidad de sorpresa y te conviertes en prisionero de tu propio ritmo. Incluso los niños de primaria que corren carreras de una milla saben que la táctica inteligente es acomodarse justo detrás del puntero, sin acelerar más de lo necesario para luego pisar el acelerador y dejarlo atrás en la última vuelta.
Ejemplo clásico: Steve Prefontaine. Pre aceleró demasiado rápido dos veces en la misma carrera en las olimpiadas de 1972; las dos veces lo alcanzaron. Llegado el último tramo, Pre no había guardado combustible y cayó hasta el cuarto puesto, quedándose sin medalla. Esa derrota histórica grabó a fuego la lección: nadie pierde el puesto de perseguidor si no se ve obligado a ello. A menos que seas tonto o imprudente, o a menos que seas Garry Kasparov.
En el Campeonato Mundial de Ajedrez de 1990, Kasparov hizo un movimiento terrible y perdió a su reina al comienzo de una partida decisiva. Los grandes maestros del ajedrez alrededor del mundo soltaron un quejido de dolor; el chico malo de los tableros moría atropellado en la carretera (un periodista del
New York Times
menos elegante dejó ver una sonrisa sarcástica). Pero no había sido un error; Kasparov había sacrificado deliberadamente su pieza más poderosa a cambio de una ventaja psicológica aun más poderosa. Cuando se encontraba acorralado y la situación necesitaba una acción desesperada, Kasparov era letal. Su oponente Anatoly Karpov, un jugador que seguía el manual al pie de la letra, era demasiado conservador para presionarlo al comienzo de la partida, así que Kasparov se había tirado la presión encima él mismo, abriendo con un Gambito de Dama. Y ganó.
Eso era lo que Ann estaba haciendo. En lugar de perseguir a los tarahumaras, decidió apostar por la peligrosa e inspirada estrategia de dejar que los tarahumaras la persiguieran a ella. ¿Quién está más comprometido con la victoria al final: el depredador o la presa? El león puede perder y volver a cazar al día siguiente, pero el antílope solo puede equivocarse una vez. Para vencer a los tarahumaras, Ann sabía que necesitaba más que fuerza de voluntad: necesitaba sentir miedo. Una vez que se colocó delante, cada ramita quebrada la empujaría hasta la meta. “Colocarse al frente implica realizar un maniobra que requiere ferocidad y confianza”, anotó una vez Roger Bannister. “Pero el miedo debe jugar una parte… no es posible relajarse y cualquier miramiento debe lanzarse por la ventana”.
Ann tenía ferocidad y confianza de sobra. Ahora estaba ahogando los miramientos y dejando que el miedo cumpliera su labor. La ultramaratón estaba por presenciar su primer Gambito de Dama.
¡ES UNA LOCA! Es… asombrosa.
El entrenador Vigil es un adicto a la información, pero mientras veía a Ann internarse en las Rocosas con su atrevida estrategia de todo o nada, no pudo sino admirar el que en la ultramaratón no existiera ciencia, guión, manual ni sentido común. Ese tipo de reinvención insensata era lo que hacía posible los grandes saltos cualitativos, como bien sabía Vigil (y Colón, los Beatles y Bill Gates estarían de acuerdo). Ann Trason y sus compadres eran como científicos locos jugando con tubos de ensayo en el laboratorio del sótano, ignorados por el resto de sus colegas, libres para desafiar todo los principios conocidos relativos al calzado deportivo, la alimentación, la biomecánica, la intensidad de entrenamiento…
todo
.
Y fueran cuales fueran los descubrimientos que realizaran, serían de fiar. Con los ultramaratonistas, Vigil tenía la refrescante tranquilidad de saber que estaba lidiando con especímenes de laboratorio puros. No estaba siendo engañado por falsos superrendimientos como la “milagrosa” resistencia de los ciclistas del Tour de Francia, o el poderío elefantiásico de los súbitamente cabezones bateadores de béisbol o la humeante rapidez de velocistas femeninas que ganan cinco medallas en una olimpiada antes de ir a la cárcel por mentir a los federales acerca del uso de esteroides. “Incluso la sonrisa más reluciente”, un observador diría de Marion Jones, la mujer maravilla caída en desgracia, “puede esconder una mentira”.
Así que, ¿en quién podías confiar? Muy sencillo; los dementes al bosque.
Los ultramaratonistas no tienen razones para hacer trampas, porque no tienen nada que ganar: ni fama, ni riqueza, ni medallas. Nadie sabía quiénes eran, y a nadie le importaba quién ganaba esas extrañas excursiones en el bosque. Ni siquiera había un premio en metálico; todo lo que uno consigue al ganar un ultra es la misma hebilla de cinturón que recibe el tipo que llega en el último lugar. Así que, como científico, Vigil podía fiarse de la información recabada en una ultramaratón, y como aficionado, podía disfrutar del espectáculo sin desdén ni escepticismo alguno. La sangre de Ann Trason no tiene EPO (eritropoyetina), ni hay sangre de contrabando en su refrigerador, no hay ampollas de anabólicos venidas de Europa del Este en su cuenta de FedEx.
Vigil sabía que si lograba comprender a Ann Trason, podría saber de lo que era capaz una corredora excepcional. Pero si lograba comprender a los tarahumaras, sabría de lo que todo el mundo era capaz.
Ann respiraba con bocanadas profundas, violentas. El ascenso final a Hope Pass era una agonía, pero ella seguía recordándose que desde que Carl la insultó, nadie había conseguido vencerla en una gran escalada. Unos dos años atrás, ella y Carl estaban corriendo un día lluvioso cuando Ann empezó a quejarse de la interminable y resbaladiza colina que tenían delante. Carl se cansó de escuchar sus lamentos, así que la atacó con el insulto más obsceno que se le ocurrió. “¡Llorica!”, diría tiempo después Ann. “¡Me llamó llorica! Justo ahí decidí que iba a trabajar para ser mejor montañera que él”. No solo fue mejor que Carl, sino mejor que todo el mundo; Ann se convirtió en algo así como una implacable cabra de montaña, hasta el punto en que las cuestas se convirtieron en su lugar favorito para apretar el acelerador y dejar a la competencia atrás.